13

Continuación de la historia de Creta Kanoo

Dormía vuelta hacia mí, desnuda, sin cubrirse con nada. Mostraba dos senos perfectos, de pequeños pezones rosados y, bajo un vientre plano, el negro vello púbico, similar a un sombreado hecho a lápiz. Su piel era blanca, tersa, como recién creada. Paralizado por la sorpresa, me quedé mirando aquel cuerpo. Creta Kanoo dormía con las rodillas juntas y las piernas algo flexionadas. El pelo le caía hacia delante, cubriéndole media cara, y no podía verle los ojos. Pero parecía estar profundamente dormida, ya que, cuando encendí la lamparilla de la cabecera de la cama, no hizo el menor movimiento y siguió respirando al mismo ritmo, plácido y acompasado. A mí, por el contrario, aquello me despertó por completo. Saqué del armario un fino cubrecama de verano y la arropé. Luego apagué la luz y, en pijama, me dirigí a la cocina y me senté frente a la mesa.

Me acordé de la mancha. Al tocarme la mejilla la noté un poco caliente.

No hacía falta que me mirara en el espejo. Aún estaba ahí. No era una menudencia que desapareciera sin más, en una noche. Al amanecer, quizá convendría buscar en la guía telefónica algún dermatólogo que viviera cerca. Pero cuando me preguntara si tenía alguna idea sobre la causa de su aparición, ¿qué diablos podía responderle yo? He estado casi tres días dentro de un pozo. No, no tiene nada que ver con mi trabajo. Sólo quería reflexionar un poco. Y pensé que el fondo de un pozo era un sitio idóneo para pensar. No, no llevaba comida. No, el pozo no estaba en mi casa. Estaba en otro lugar. En una casa abandonada del vecindario. Y entré allí por las buenas.

Suspiré. ¡Uff! Evidentemente no podía decirle eso.

Hinqué los codos en la mesa y, mientras estaba distraído con la mente en blanco, me vino al pensamiento, de una forma vívida y extraña, el cuerpo desnudo de Creta Kanoo. Dormía en mi cama profundamente. Recordé haber hecho en sueños el amor con ella. Llevaba el vestido de Kumiko. Aún recordaba con toda claridad el tacto de su piel y el peso de su cuerpo. Si no contrastaba cada hecho con detenimiento, siguiendo un orden estricto, no podía discernir hasta dónde llegaba la realidad y dónde empezaba la fantasía. El muro que dividía ambos territorios empezaba a fundirse. En mi memoria, al menos, lo real y lo irreal coexistían con una consistencia y una nitidez casi idénticas. Había tenido relaciones sexuales con Creta Kanoo y, a la vez, no las había tenido.

Para alejar de mi cabeza estas confusas imágenes sexuales, tuve que ir al baño y lavarme la cara con agua fría. Unos instantes después fui a ver cómo seguía Creta Kanoo. Se había destapado hasta la cintura y continuaba durmiendo profundamente. Desde donde estaba, sólo veía su espalda. Me recordó la de Kumiko el día que la había visto por última vez. Pensándolo bien, el cuerpo de Creta Kanoo se parecía de manera asombrosa al de Kumiko.

Pero como el peinado, la ropa, el estilo y el maquillaje eran del todo distintos, no me había dado cuenta antes. Ambas eran de una estatura similar y pesaban casi lo mismo. Era posible que usaran, incluso, la misma talla de ropa.

Cogí mi cubrecama, fui a la sala de estar, me tendí en el sofá y abrí un libro. Había estado leyendo un volumen de historia de la biblioteca. Trataba de la administración de Manchuria por las fuerzas japonesas antes de la guerra y sobre la lucha contra los soviéticos en Nomonhan. Oír la historia del teniente Mamiya había suscitado mi interés por los sucesos en el continente durante aquella época y había pedido prestados varios tomos en la biblioteca. Pero tras seguir durante diez minutos aquellos detallados hechos históricos, me entró sueño. Dejé el libro en el suelo y cerré los ojos con la intención de descansar la vista. Pero, al fin, sin darme tiempo siquiera a apagar la luz, me hundí en un sueño profundo.

De súbito, oí unos ruidos que provenían de la cocina. Cuando fui a ver qué sucedía, me encontré a Creta Kanoo preparando el desayuno. Llevaba una camiseta blanca y unos pantalones cortos de color azul. Ambos de Kumiko.

—Perdone, ¿dónde tiene su ropa? —le pregunté plantado en el umbral de la puerta de la cocina.

—¡Ah! Lo siento. Como estaba durmiendo, me he tomado la libertad de ponerme la ropa de su esposa. Ya sé que ha sido una desfachatez por mi parte, pero no tenía con qué vestirme —me dijo volviendo sólo la cabeza hacia mí. Ya había recuperado su maquillaje y su peinado estilo años sesenta. Sólo le faltaban las pestañas postizas.

—Eso no tiene ninguna importancia, pero ¿dónde diablos está su ropa?

—La he perdido.

—¿Perdido?

—Sí, la he perdido en alguna parte.

Entré en la cocina, me apoyé en la mesa y me quedé mirando cómo hacía la tortilla. Cascó los huevos, añadió condimento y los batió con mano experta.

—¿O sea que ha venido desnuda?

—Pues sí —dijo como si fuera la cosa más natural del mundo—. Completamente desnuda. Pero eso usted ya lo debe de saber. Antes me ha arropado con un cubrecama.

—Sí, es cierto —tartamudeé—. Lo que yo, a fin de cuentas, quiero saber es cómo y dónde ha perdido la ropa. Y también cómo ha llegado desnuda hasta aquí.

—Eso tampoco lo sé yo —dijo Creta Kanoo sacudiendo la sartén y removiendo los huevos.

—¿Tampoco lo sabe usted?

Creta Kanoo puso la tortilla en un plato y la acompañó con brécol hervido. Luego tostó pan y lo depositó en la mesa junto con el café. Yo saqué la mantequilla, la sal y la pimienta. Y desayunamos sentados el uno frente al otro como dos recién casados.

De repente me acordé de la mancha de la cara. Creta Kanoo no había mostrado sorpresa alguna al mirarme, ni me había preguntado nada. Por si acaso, me llevé la mano a la cara. El calor permanecía.

—¿Le duele eso, señor Okada?

—No, en absoluto.

Creta Kanoo estuvo mirándome unos instantes.

—Parece una mancha de nacimiento.

—Sí, a mí también me lo parece. Me pregunto si no sería mejor ir al médico.

—Es una simple suposición, pero diría que poco podrá hacer el médico.

—Tal vez no. Pero tampoco puedo dejarlo así.

Creta Kanoo reflexionó unos instantes con el tenedor en la mano.

—Si tiene que ir a comprar o hacer algún recado, déjemelo a mí. Si no le apetece salir, quédese en casa cuanto quiera.

—Se lo agradezco, pero usted también debe de tener cosas que hacer. Y yo no puedo quedarme indefinidamente encerrado entre estas cuatro paredes.

Creta Kanoo reflexionó unos instantes.

—Quizá Malta Kanoo sepa qué se debe hacer.

—¿Podría, entonces, ponerme en contacto con ella?

—Eso no es posible. Siempre es ella quien llama —dijo Creta Kanoo mordisqueando el brócoli.

—Pero usted sí puede ponerse en contacto con ella, ¿verdad?

—Claro. Somos hermanas.

—Entonces, cuando la vea, podría preguntarle sobre la mancha. O decirle que me llame.

—Lo siento mucho, pero es imposible. No puedo preguntarle nada a mi hermana de parte de los demás. Es una especie de principio.

Untando una tostada con mantequilla, exhalé un suspiro.

—Es decir que, cuando necesite hablar con Malta Kanoo, lo único que puedo hacer es esperar pacientemente a que ella se ponga en contacto conmigo.

—Exacto —dijo Creta Kanoo. E hizo un movimiento de cabeza afirmativo—. Pero si no le duele, ni le pica, ni siente molestia alguna, es mejor que, de momento, se olvide de la mancha. A mí ese tipo de cosas jamás me han preocupado. Tampoco usted debería darles importancia. A las personas, a veces, les ocurren esas cosas.

—Tal vez tenga razón.

Durante unos instantes, seguimos desayunando en silencio. Hacía tiempo que no tomaba el desayuno acompañado y éste estaba, por cierto, bastante bueno. Cuando se lo dije, Creta Kanoo pareció alegrarse.

—Volviendo al tema de su ropa —empecé.

—Le ha molestado que me haya puesto por las buenas la ropa de su esposa, ¿verdad? —me preguntó Creta Kanoo con aire preocupado.

—No, en absoluto. No me importa que se haya puesto la ropa de Kumiko. Ella la dejó aquí y no me molesta que alguien se la ponga. Lo único que me preocupa es cómo y dónde perdió usted la ropa.

—No sólo la ropa. También los zapatos.

—¿Y cómo perdió todo eso?

—No me acuerdo —dijo Creta Kanoo—. Lo único que recuerdo es que me he despertado en su cama, desnuda. Lo que sucedió antes no lo recuerdo.

—Bajó al pozo. Después de que saliera yo.

—Eso lo recuerdo. Y luego me dormí dentro. Pero no puedo acordarme de lo que pasó después.

—O sea que no tiene ni idea de cómo salió del pozo.

—No me acuerdo de nada. Mi memoria se interrumpe a la mitad —dijo Creta Kanoo con los índices de ambas manos alzados, mostrándome una distancia de unos veinte centímetros. Cuánto tiempo representaba aquello, yo no lo sabía.

—¿Tampoco sabe qué sucedió con la escala de cuerda que colgaba dentro del pozo? Ha desaparecido.

—No sé nada de la escala. Ni siquiera recuerdo haber subido por ella para salir.

Me quedé observando unos instantes la taza de café que sostenía en la mano.

—Perdone, ¿me enseña la planta de los pies? —pregunté.

—Sí, claro —dijo Creta Kanoo. Se sentó a mi lado, alargó ambas piernas y me las mostró. La así por los tobillos y le observé con detenimiento las plantas de los pies. Estaban limpísimas. Bellamente formadas, no presentaban ni rasguños ni manchas de barro.

—No tiene ni heridas ni barro —comenté.

—No —dijo Creta Kanoo.

—Ayer estuvo lloviendo todo el día, así que si hubiera venido andando y descalza, tendría las plantas de los pies sucias de barro. Además, habiendo entrado por el jardín, debería haber dejado huellas de barro en el cobertizo, ¿no le parece? Pero tiene los pies limpios y en el cobertizo tampoco hay pisadas.

—Sí.

—O sea que usted no ha venido descalza.

Admirada, Creta Kanoo ladeó la cabeza.

—El razonamiento tiene su lógica.

—Quizá tenga lógica, pero aún no hemos llegado a ninguna parte —dije—. ¿Dónde ha perdido la ropa y los zapatos, y cómo ha podido llegar hasta aquí?

Creta Kanoo negó con un movimiento de cabeza.

—No tengo ni idea.

Mientras ella, ante el fregadero, se afanaba en lavar los cacharros, yo, frente a la mesa, reflexionaba sobre todo aquello. No hace falta decir que yo tampoco tenía ni idea.

—¿Le suceden a menudo estas cosas? No acordarse de dónde estaba —le pregunté.

—No es la primera vez que me pasa. No se puede decir que me ocurra con frecuencia no acordarme de adónde he ido ni de qué he hecho, pero a veces me pasa. Antes también había perdido la ropa una vez. Pero nunca la ropa y los zapatos, todo junto.

Creta Kanoo cerró el grifo y limpió la mesa con un trapo.

—Por cierto —dije—. Aún no he oído toda la historia que me empezó a contar tiempo atrás. Desapareció de repente, dejándola a medias. ¿Lo recuerda? Me gustaría que prosiguiera, que me la contase hasta el final. Decía que una banda de mafiosos la atraparon y la obligaron a trabajar para ellos, y que entonces conoció a Noboru Wataya y se acostó con él, pero no me contó lo que sucedió después.

Creta Kanoo se apoyó en el fregadero y me miró. El agua de las manos se le escurría, gota a gota, por la punta de los dedos e iba cayendo al suelo despacio. En la pechera de la camiseta blanca se perfilaban con claridad sus pezones. Al verlos, se dibujó vívidamente en mi cabeza el cuerpo desnudo que había visto la noche anterior.

—De acuerdo. Le contaré todo lo que sucedió a continuación. —Y Creta Kanoo volvió a tomar asiento frente a mí—. La razón por la cual aquel día me fui tan de repente sin terminar la historia es que aún no estaba lo bastante preparada para hablarle con franqueza sobre aquello. Había empezado mi relato porque pensaba que era mejor contarle lo que me había sucedido de la forma más sincera posible. Pero, a fin de cuentas, no pude llegar hasta el final. Supongo que debió de sorprenderse cuando desaparecí.

Creta Kanoo depositó ambas manos sobre la mesa y me miró a la cara mientras me lo decía.

—Sorprenderme, me sorprendí, por supuesto. Pero tampoco puede decirse que haya sido lo que más me ha sorprendido últimamente.

—Como ya le dije la vez anterior, el último cliente que tuve como prostituta, como prostituta de la carne, fue Noboru Wataya. Cuando me encontré por segunda vez con él, por cuestiones del trabajo de Malta Kanoo, lo reconocí de inmediato. Aunque hubiera querido olvidarlo, no habría podido. Pero no sé si él me reconoció. Noboru Wataya no es una persona que muestre sus sentimientos.

»Pero será mejor que se lo cuente siguiendo un orden. Primero le explicaré qué sucedió cuando Noboru Wataya requirió mis servicios como prostituta. De eso hace ya seis años.

»Como ya le conté antes, en aquella época yo no sentía ningún dolor físico. Ni dolor ni sensación alguna. Vivía sumida en una profunda insensibilidad sin fondo. Por supuesto, percibía de alguna manera el frío, el calor o el dolor. Pero esas sensaciones parecían llegarme de un mundo lejano, sin relación con el mío. Por eso no sentía ningún rechazo ante la idea de acostarme con hombres por dinero. Me hicieran lo que me hiciesen, lo que yo sentía no tenía nada que ver conmigo. Mi cuerpo insensible no era mi cuerpo. Antes había sido reclutada por una organización mafiosa que controlaba la prostitución. Cuando me ordenaban que me acostara con un hombre lo hacía, y, cuando me pagaban, cobraba. Le conté hasta aquí, ¿verdad? —Asentí con la cabeza—. Aquel día, el lugar de la cita era el decimosexto piso de un hotel del centro. La habitación estaba a nombre de Noboru Wataya. Un nombre poco corriente. Cuando llamé a la puerta, él estaba sentado en el sofá, leyendo un libro mientras tomaba un café que había pedido al servicio de habitaciones. Vestía un polo verde y unos pantalones de algodón de color marrón, llevaba el pelo corto y unas gafas con los cristales también marrones. Frente a él, sobre una mesa baja, había una cafetera, una taza y un libro. Aparentemente, había estado muy concentrado en la lectura y sus ojos conservaban aún cierta excitación. Su cara era anodina y sólo los ojos mostraban una energía casi extraña. Al verlos, pensé, por un momento, que me había equivocado de habitación. Pero no era así. Me dijo que entrara y cerrase la puerta.

»Luego, sentado todavía en el sofá y sin decir palabra, me miró con detenimiento. De los pies a la cabeza. Al entrar en la habitación, la mayoría de hombres me estudiaban atentamente el cuerpo y el rostro. Perdone la indiscreción, pero ¿ha estado alguna vez con una prostituta? —Le dije que no—. Es como si inspeccionaran la mercancía. Enseguida me acostumbré a esa mirada. Han pagado dinero para comprar un cuerpo y es normal que inspeccionen la mercancía. Pero la mirada de aquel hombre era distinta. Parecía que me atravesara el cuerpo y estuviese observando lo que había al otro lado. Bajo su mirada, me sentí incómoda, como si me hubiera convertido de repente en un ser semitransparente.

»Me turbé, y el bolso que llevaba en la mano se me resbaló al suelo. Al caer hizo ruido, pero yo estaba tan aturdida que durante unos instantes ni siquiera me di cuenta. Luego me agaché y lo recogí. Se había soltado el cierre y mis cosméticos se habían desparramado por todo el suelo. Recogí el lápiz de cejas, la crema de labios y un pequeño frasco de agua de colonia y fui metiéndolos, uno tras otro, dentro del bolso. Mientras tanto, él seguía escrutándome con aquella mirada.

»Cuando hube terminado de recogerlo todo, me dijo que me desnudara. Le pregunté si antes podía ducharme. Estaba un poco sudada. Era un día muy caluroso y, mientras iba en tren camino del hotel, había transpirado bastante. Me contestó que no le importaba. Que no tenía tiempo y que me desnudara enseguida.

»Cuando me hube despojado de la ropa, me dijo que me tendiera en la cama boca abajo. Eso hice. Me ordenó que permaneciera inmóvil, con los ojos cerrados, y que no dijera nada mientras él no preguntase. Se sentó a mi lado, sin desnudarse, y se limitó a permanecer quieto, sin ponerme un solo dedo encima. Sentado, contempló mi cuerpo desnudo tendido boca abajo. Durante casi diez minutos. Podía sentir su mirada en la nuca, en la espalda, en las nalgas, en las piernas, con una intensidad casi dolorosa. Me pregunté si no sería impotente. De vez en cuando aparecen clientes así. Alquilan los servicios de una prostituta, hacen que se desnude y se limitan a mirarla fijamente. También los hay que, una vez desnuda, se masturban delante. ¡Hay tantos tipos distintos de hombres y que van con prostitutas por tantas razones diferentes! Por eso me pregunté si no se trataría de uno de ésos.

»Pero después alargó el brazo y empezó a tocarme. Cada uno de sus diez dedos recorría despacio mi cuerpo, de los hombros a la espalda, de la espalda a la cintura, como si buscara algo. No eran los preliminares ni, por supuesto, un masaje. Sus dedos se desplazaban sobre mi cuerpo con una atención infinita, como si fueran siguiendo una ruta trazada en un mapa. Mientras me acariciaba, estaba absorto en sus pensamientos. No parecía pensar sencillamente en algo, sino que se le veía muy concentrado en esos pensamientos.

»Sus dedos vagaban por aquí y por allá, de súbito se detenían y permanecían inmóviles durante largo tiempo.

»Aquellos diez dedos parecían estar, literalmente, dudando y cerciorándose de algo. ¿Me comprende? Cada uno de ellos parecía tener vida propia, voluntad y capacidad de reflexión. Su tacto era muy extraño. Siniestro incluso.

»Pero, a pesar de ello, el tacto de aquellos dedos me excitó sexualmente. Era la primera vez que me sucedía. Antes de dedicarme a la prostitución, el acto sexual sólo me había producido dolor. Nada más pensar en el sexo, invadía mi cabeza el pánico al dolor. Después de convertirme en prostituta, todo cambió de forma radical y me insensibilicé. Ya no sentía dolor, pero tampoco otra cosa. Para complacer a mis clientes, suspiraba y fingía estar excitada. Pero era todo mentira. Una simple actuación profesional. En aquel momento, bajo la presión de sus dedos, mis jadeos eran reales. Brotaban de manera espontánea de lo más profundo de mi ser. Comprendí que, en mi interior, algo había empezado a moverse. Como si el centro de gravedad se desplazara de un lugar a otro.

»Después, aquel hombre dejó de mover los dedos. Con ambas manos posadas en mi cintura, parecía estar pensando en algo. A través de las yemas de sus dedos me transmitía que estaba acompasando la respiración. Y empezó a desnudarse despacio. Yo, con los ojos cerrados y el rostro hundido en la almohada, esperaba lo que vendría a continuación. Cuando se hubo desnudado, me hizo abrir de piernas y brazos.

»La habitación permanecía en silencio. Sólo se oía el leve zumbido del aire acondicionado. El hombre casi no hizo ruido. Ni siquiera se le oía respirar. Me puso las palmas de las manos sobre la espalda. Me sentí flaquear. Su pene tocó mi cintura. Pero aún estaba flácido.

»Entonces sonó el teléfono a la cabecera de la cama. Abrí los ojos y lo miré a la cara. No parecía haberlo oído siquiera. Tras ocho o nueve timbrazos, dejó de sonar. La habitación volvió a quedar en silencio. —En este punto, Creta Kanoo exhaló un suspiro. Permaneció unos instantes contemplándose las manos en silencio—. Discúlpeme, pero querría descansar un poco. ¿Le importa?

—Por supuesto que no.

Volví a llenarme la taza de café y me lo tomé. Ella bebió agua fría. Después permanecimos diez minutos sentados en silencio.

—Él siguió deslizando aquellos diez dedos por cada rincón de mi cuerpo —prosiguió Creta Kanoo—. No dejaron una sola parte por tocar. Yo era ya incapaz de pensar en algo. Los latidos del corazón, con una lentitud extraña, resonaban violentamente en mis oídos. Había perdido todo autocontrol. Mientras sus manos recorrían mi cuerpo, grité muchas veces. No quería hacerlo, pero otra persona, sirviéndose de mi voz, jadeaba y gritaba a su antojo. Sentía como si todos los tornillos de mi cuerpo se hubieran aflojado. Mucho después, estando yo aún de bruces, me metió algo dentro por detrás. Qué era, no lo sé todavía. Algo muy duro y extraordinariamente grande, pero no era su pene. De eso estoy segura. En aquellos momentos pensé: «Tenía razón. Este hombre es impotente».

»Fuera lo que fuese, cuando me lo introdujo sentí claramente, por primera vez después de mi tentativa de suicidio, el dolor como algo propio. ¿Cómo se lo explicaría? Era un dolor fuera de toda medida, como si estuvieran partiéndome por la mitad. Pero, me retorcía de dolor y, a la vez, de placer. El placer y el dolor se habían convertido en una sola cosa. ¿Me comprende? Era un placer que nacía del dolor y un dolor que nacía del placer. Y yo tuve que engullirlo como una única cosa. Y, en medio del dolor y del placer, mi carne empezó a rasgarse. No pude evitarlo. Y luego sucedió algo extraño. De mi cuerpo, dividido en dos limpias mitades, empezó a salir algo que ni había visto ni tocado jamás. No sé cuál debía de ser su tamaño. Pero era resbaladizo como un recién nacido. No tenía ni idea de qué podría ser. Había estado siempre dentro de mí y yo no lo conocía. Pero aquel hombre lo había extraído fuera de mi ser.

»Quería saber qué era. Me moría por saberlo. Quería verlo con mis propios ojos. Era parte de mí. Tenía derecho. Pero no pude. Aquel torrente de dolor y placer me arrastraba. Yo, que era sólo carne, gritaba, babeaba, sacudía convulsivamente las caderas. Ni siquiera podía abrir los ojos.

»Y alcancé el clímax sexual. Pero más que alcanzar una cima, tuve la sensación de despeñarme por un alto precipicio. Grité y sentí que todos los cristales de la habitación se rompían. No sólo lo pensé, sino que vi y oí cómo se hacían añicos. Y cómo todos aquellos diminutos pedazos caían sobre mí. Después me entraron unas violentas arcadas. Mi conciencia empezó a debilitarse y mi cuerpo se enfrió. Sé que es una comparación un poco extraña, pero me sentía como unas gachas de arroz frío. Espesas y llenas de grumos. Y cada uno de esos grumos me producía un dolor sordo mientras se dilataba despacio al compás de los latidos de mi corazón. Recordaba muy bien aquel dolor. Apenas tardé en recordarlo. Era el dolor sordo y eterno que me aquejaba siempre antes de mi tentativa frustrada de suicidio. Y, como si fuera una potente palanca de hierro, ese dolor saltó la tapa de mi conciencia. Y tras destaparla fue arrastrando fuera unos recuerdos de consistencia gelatinosa que nada tenían que ver con mi voluntad. Es un símil extraño, pero era como si un difunto presenciara su propia autopsia. ¿Me comprende? Lo que sentiría mirando con sus propios ojos desde algún lugar cómo despedazan su cuerpo y van extrayendo, uno a uno, sus órganos.

»Seguí babeando sobre la almohada, presa de convulsiones. Me oriné. Pensé que debía de detener aquello como fuera. Pero no podía controlarme. Todos los tornillos de mi cuerpo se habían soltado y caído. En mi mente confusa, sentía de forma vívida lo sola e indefensa que estaba. Del interior de mi cuerpo se derramaban sin cesar diferentes cosas. Cosas con forma definida y cosas amorfas, todas ellas se licuaron fluyendo lánguidamente hacia fuera como la saliva o la orina. Pensé que no debía permitir que todo se me escapara de aquella forma. Era mi ser y yo no podía consentir que se derramara en vano y se perdiera para siempre. Pero no pude detener la corriente. Sólo podía contemplar aquel derrame, confusa, con los brazos cruzados. No sé cuánto tiempo seguí así. Parecía que toda mi memoria y toda mi conciencia habían huido. Todo, completamente todo, había salido fuera de mí. Después, igual que si hubiera caído un pesado telón, me vi de repente envuelta por las tinieblas.

»Cuando recobré la conciencia ya era otra persona. —Creta Kanoo interrumpió aquí su historia y me miró a la cara—. Eso fue lo que ocurrió —dijo en voz baja.

Yo aguardaba en silencio a que prosiguiera su relato.