10

El toque mágico

Muerte en la bañera

El repartidor de recuerdos

Nos mudamos a esta casa en el otoño del segundo año de matrimonio. En el apartamento de Kooenji, donde habíamos vivido hasta entonces, debían hacer reformas y tuvimos que dejarlo. Estábamos buscando un lugar cómodo y barato, pero no era fácil dar con algo que se adecuara a nuestro bolsillo. Cuando mi tío lo supo, nos ofreció una casa que tenía en Setagaya. La había comprado de joven y había vivido allí unos diez años. Cuando se hizo vieja, mi tío pensó en derruirla y construir otra nueva un poco más funcional, pero a causa de las ordenanzas urbanísticas no pudo reconstruirla tal como pensaba. Se rumoreaba que pronto los controles dejarían de ser tan estrictos y mi tío estaba esperando a que esto sucediera, pero tener, mientras tanto, la casa vacía, deshabitada, suponía mucho dinero en impuestos. Alquilarla a un desconocido entrañaba, por otra parte, el peligro de tener problemas a la hora de pedirle que la desalojara. Y así se avino a cobrarnos el mismo alquiler que habíamos pagado hasta entonces por la casa de Kooenji (que era bastante bajo) como alquiler nominal, una medida para contrarrestar los impuestos. A cambio, cuando nos dijera que nos marcháramos, deberíamos mudarnos en un plazo de tres meses. Nosotros no tuvimos nada que objetar. No entendíamos demasiado bien el asunto de los impuestos, pero la posibilidad de vivir en una casita, aunque sólo fuera por poco tiempo, era un golpe de suerte. La casa estaba bastante lejos de la estación de la línea Odakyuu, pero se situaba en una tranquila zona residencial e incluso, aunque pequeño, tenía jardín. La casa no era nuestra, pero al mudarnos allí nos dio la impresión de tener un verdadero hogar.

Mi tío, hermano menor de mi madre, no era una persona que nos importunara con tonterías. Tenía un carácter franco, campechano, pero como nunca decía una palabra superflua, a veces era un poco impredecible. Con todo, entre todos mis parientes era él quien me inspiraba más simpatía. Tras licenciarse por la Universidad de Tokio, trabajó en una emisora como locutor de radio, pero después de diez años de trabajo se dijo: «Estoy harto», dejó la emisora y abrió un bar en Ginza. Era un bar muy sencillo, pero adquirió cierta fama por servir auténticos cócteles y, pocos años después, mi tío regentaba ya varios locales. Poseía el talento necesario para triunfar en este tipo de negocios porque, local que abría, local que prosperaba. Una vez, cuando yo era estudiante, le pregunté la razón de que todos los locales que llevaba fueran bien. Por ejemplo, se abrían locales de apariencia similar en lugares similares de Ginza, pero unos prosperaban y otros quebraban. Yo no entendía bien la razón. Mi tío extendió las palmas de ambas manos y me las mostró. «Es mi toque mágico», dijo con expresión seria. No añadió nada más.

Posiblemente fuera cierto que mi tío tenía un toque mágico, pero no lo era menos que poseía, además, el talento de saber rodearse de personas de considerable valía. Pagaba sueldos altos, los trataba bien y ellos, a su vez, lo adoraban y trabajaban duro. «Cuando ves a alguien que vale, debes pagar sin vacilar y darle una oportunidad», me dijo una vez. «Las cosas que se puedan comprar con dinero es mejor comprarlas sin pensar demasiado si ganas o pierdes. Es mejor ahorrar las energías para aquellas cosas que no pueden comprarse con dinero».

Se casó tarde. Mediada la cuarentena, cuando ya había conseguido el éxito económico, se casó al fin. La novia era tres o cuatro años menor, divorciada, y bastante rica ella también. Dónde la conoció, o cómo, mi tío jamás me lo dijo y yo, por mi parte, no puedo ni imaginármelo, pero ella era una mujer tranquila, aparentemente de buena familia. No tuvieron hijos. Ella tampoco los tenía de su matrimonio anterior. Tal vez fuera ésta la causa de que aquel matrimonio no funcionara. Sea como sea, mi tío, mediada la cuarentena, aunque no podía llamársele un potentado, estaba en situación de no necesitar deslomarse trabajando hasta el fin de sus días. Aparte de las ganancias de los locales, también los alquileres de pisos y casas le devengaban ingresos considerables, y sus inversiones le rentaban sólidos dividendos. Como trabajaba en negocios inciertos, los otros miembros de la familia, con sus trabajos seguros y su modesto modo de vida, lo miraban con malos ojos, y él, por su parte, tampoco sentía predilección por las relaciones familiares. Pero por mí, su único sobrino, se había preocupado siempre. Especialmente cuando, el año de mi ingreso en la universidad, a raíz de la muerte de mi madre, mi padre volvió a casarse y empezamos a llevarnos mal. Yo estaba en Tokio y llevaba una vida pobre y solitaria de estudiante universitario, pero mi tío a menudo me invitaba a comer en uno u otro de sus restaurantes de Ginza.

Decía que las casas dan demasiado trabajo y vivía con su esposa en un apartamento en la colina de Azabu. Aunque no era una persona a quien gustase llevar una vida lujosa, su única diversión eran los coches raros y en el garaje tenía un viejo modelo de Jaguar y otro de Alfa Romeo. Ambos podían considerarse casi antigüedades, pero estaban increíblemente bien conservados y relucían como bebés recién nacidos.

Aprovechando que había llamado a mi tío por otro asunto, le pregunté por la familia de May Kasahara.

—Kasahara… —Mi tío pensó unos instantes—. No recuerdo a ningún Kasahara. Mientras estuve allí, vivía solo y no me relacionaba con los vecinos.

—Es que detrás de los Kasahara, cruzando el callejón, hay una casa deshabitada —dije—. He oído que antes vivía allí un tal Miyawaki, pero ahora está deshabitada y hay un cartel clavado en las contraventanas.

—A Miyawaki sí lo conozco —dijo mi tío—. Antes llevaba varios restaurantes.

También tenía uno en Ginza. Lo conocía por el trabajo y habíamos hablado varias veces. A decir verdad, los restaurantes no valían gran cosa, pero como estaban bien situados, marchaban bastante bien. El tal Miyawaki era un tipo simpático, pero era el típico niño consentido. O no había trabajado nunca duro en su vida o no se había acostumbrado a hacerlo. Sea como sea, era del tipo de personas que no crecen nunca. Alguien le aconsejó que invirtiera en bolsa y él metió su dinero en una especulación arriesgada y se cubrió de deudas. Lo perdió todo: el terreno, la casa, los locales. Todo. Además lo pillaron en el peor momento, cuando acababa de hipotecar casa y terreno para abrir un nuevo local. Le vino el viento de lado justo cuando acababa de quitar el palo que sostenía la cerca. Me parece que tenía dos hijas en edad de casarse.

—Desde entonces no ha vivido nadie en la casa.

—¡No me digas! —exclamó mi tío—. Debe de ser porque hay algún embrollo con los derechos de propiedad y los bienes están congelados, algo así será. Pero aquella casa, aunque fuera barata, sería mejor que no la compraras.

—¿Quién, yo? Por barata que fuera no podría —dije riendo—. ¿Por qué lo dices?

—Cuando compré la mía, yo también hice mis indagaciones. Se ve que allí pasan cosas raras.

—¿Te refieres a que hay fantasmas?

—Tanto como fantasmas, no lo sé, pero no he oído nada bueno de aquel lugar —dijo mi tío—. Allí, hasta finales de la guerra, vivió un militar muy conocido, un tal no sé qué. Un coronel que durante la guerra estuvo en el norte de China, un pez gordo del ejército. Parece que las tropas que comandaba se distinguieron por sus méritos, pero que al mismo tiempo cometieron muchas atrocidades. Se decía que ejecutaron a casi quinientos prisioneros de guerra de una vez, que obligaron a cientos de campesinos a hacer trabajos forzados y que dejaron morir a más de la mitad, cosas así. Son historias que me han contado, no sé hasta qué punto son verdad o mentira. Poco antes de acabar la guerra lo llamaron a la patria y el final de la guerra le pilló en Tokio. Tal como estaban las cosas, tenía muchas posibilidades de que el Tribunal Militar de Extremo Oriente lo juzgara como criminal de guerra. Todos los generales y tenientes coroneles que habían cometido desmanes en China iban siendo arrestados, uno tras otro, por la Policía Militar. Él no pensaba consentir que lo juzgaran. Ser humillado ante todo el mundo para acabar en la horca… ¡Ni hablar! Antes prefería poner por sí mismo fin a su vida. Un día vio detenerse frente a su casa un jeep del ejército americano y a un soldado que descendía y se acercaba. Entonces agarró una pistola y, sin vacilar, se voló la cabeza de un disparo. Él hubiera preferido abrirse el vientre, pero ya no había tiempo. Con una pistola se acaba mucho más rápido. Su esposa lo siguió, se colgó en la cocina.

—Caramba.

—Pero resulta que era un simple soldado que buscaba la casa de su novia y se había perdido. Se le ocurrió preguntarle a alguien el camino y detuvo un momento el jeep. Como tú sabes muy bien, por allí es difícil encontrar el camino cuando vas por primera vez. Para los hombres, no es fácil reconocer la hora de la muerte.

—Sí, es verdad.

—Luego la casa permaneció deshabitada un tiempo y al final la compró una actriz de cine. De eso hace ya mucho y no era demasiado famosa: no creo que la conozcas. La actriz vivió allí unos diez años, me parece. Era soltera y vivía sola con una criada. En fin, unos años después de mudarse, la actriz enfermó de la vista. Veía borroso y apenas podía distinguir nada, ni siquiera de cerca. Pero era actriz, no podía trabajar con gafas. Las lentes de contacto, en aquella época, no eran tan buenas como ahora, ni era frecuente usarlas. Así pues, ella, antes del rodaje, se estudiaba bien la disposición de los objetos en el plató y memorizaba el número de pasos que había de un lado a otro. Eran culebrones antiguos de la Matsutake, nada que no pudiese hacer. Antes las cosas se hacían sin romperse tanto la cabeza. Pero un día, cuando ella, tras preparar la escena, había vuelto tranquila al camerino pensando que lo tenía todo controlado, un joven cámara que desconocía el asunto cambió un poco la disposición de varios objetos del decorado.

—¡No me digas!

—Y ella dio un paso en falso, cayó y quedó inválida. Además, y posiblemente a causa del accidente, su visión fue deteriorándose cada vez más. Se quedó casi ciega. Y la pobre aún era joven y guapa. No hace falta decir que no pudo volver a trabajar en ninguna película. Tuvo que quedarse encerrada en casa. Mientras tanto, la criada, en quien ella confiaba plenamente, le robó el dinero y se fugó con un hombre. Los ahorros, las acciones, todo. Le quitó todo lo que tenía. Algo infame. ¿Y qué crees que hizo ella entonces?

—Tal como va la historia, no creo que tenga un final feliz.

—No, claro —dijo mi tío—. Llenó la bañera de agua y metió la cabeza dentro hasta que se ahogó. Supongo que te darás cuenta de que uno tiene que estar muy decidido para suicidarse así.

—La historia no es precisamente alegre que digamos.

—¿Alegre? Para nada —dijo mi tío—. Miyawaki compró el terreno poco después. La zona es buena, alta y soleada; y el terreno, grande. Todo el mundo la querría. Pero él también, después de oír las tristes historias de las personas que habían habitado antes la casa, decidió demolerla hasta los cimientos y construir otra nueva. Incluso hizo una ceremonia de purificación. Pero por lo visto fue inútil. En aquella casa no puede pasarte nada bueno. En el mundo hay lugares así. Yo no la querría ni regalada.

Después de hacer la compra en el supermercado del vecindario, empecé a preparar la cena. Recogí la colada, doblé la ropa y la guardé en un cajón. Fui a la cocina, hice café y me lo tomé. Era un día tranquilo, ni una sola llamada de teléfono. Me tendí en el sofá y me puse a leer un libro. Nadie interrumpió mi lectura. De vez en vez, el pájaro-que-da-cuerda chirriaba en el jardín. No se oía ningún otro sonido.

A las cuatro, alguien llamó al timbre. Era el cartero. Me dijo que traía una carta certificada y me alargó un sobre grueso. Estampé mi sello en el recibo y tomé la carta.

En el fastuoso sobre de papel de arroz había escritos con trazos negros de pincel mi nombre y dirección. Miré el reverso y en el remitente se leía «Tokutaroo Mamiya». Procedía de algún lugar de Hiroshima. No recordaba haber oído jamás ni el nombre ni la dirección. A juzgar por los caracteres trazados con pincel, el tal Mamiya debía de ser un hombre de edad avanzada.

Me senté en el sofá y abrí el sobre con unas tijeras. En la carta también aparecían elegantes letras trazadas con pincel en un rollo de papel de arroz de apariencia antigua. Aquella hermosa caligrafía debía de pertenecer a una persona bastante culta, pero al carecer yo de ese tipo de educación, sudé sangre para leerla. También el estilo era antiguo y terriblemente formal. Sin embargo, y tomándome el tiempo suficiente para descifrarla, logré comprender grosso modo el contenido. Según la carta, el señor Honda, el adivino que visitábamos antes, había muerto dos semanas atrás en su casa de Meguro. Un ataque al corazón. Según el médico, había tenido una rápida parada respiratoria y no había sufrido. Hecho que, teniendo en cuenta que vivía solo, cabía calificar, dentro de la desgracia, de afortunado. La carta seguía diciendo que la mujer de la limpieza lo había hallado a la mañana siguiente derrumbado sobre el kotatsu, muerto. El señor Tokutaroo Mamiya estuvo durante la guerra en una guarnición en Manchuria como teniente del ejército y había arriesgado su vida, junto con el cabo Honda, en una operación militar. Ahora, con ocasión del fallecimiento de Ooishi Honda, en cumplimiento de sus últimas voluntades, sustituía a la familia en la tarea de distribuir los recuerdos del difunto, que había dejado indicaciones muy precisas sobre cómo debía efectuarse. «Que haya dejado un testamento tan detallado y preciso nos da a suponer que había pronosticado su propia muerte. En el testamento, el difunto nos dice que le agradecería a usted, señor Tooru Okada, que se dignara recibir un objeto como recuerdo suyo», decía la carta. «Soy consciente de que debe de estar usted extremadamente ocupado, pero si, por respeto a las últimas voluntades del difunto, quisiera aceptar estos objetos de recuerdo, no podría dar una alegría mayor a este compañero de guerra del señor Honda, un viejo a quien le queda poco tiempo de vida». Al final de la carta había escrita una dirección de Tokio donde aparentemente se encontraba. En casa de un tal Mamiya, Bunkyoo-ku Hongoo ni-choo-me, número tal. Quizás algún pariente en casa del cual se alojaba.

Escribí la respuesta en la mesa de la cocina. Pensaba escribir una postal sencilla y concisa, pero una vez tuve la pluma en la mano, no se me ocurrieron las palabras adecuadas. «Me siento afortunado de haber conocido al señor Honda durante su vida y de que me haya distinguido con su trato. Al pensar que ya no vive, acuden a mi pensamiento recuerdos de aquella época. Nuestras edades eran muy diferentes y nos relacionamos sólo durante un año, pero siempre había pensado que tenía el don de conmover a los demás. Para hablarle con honestidad, jamás habría supuesto que quisiera dejarle algo a alguien como yo. Ni creo, tampoco, tener ningún derecho a ello. Sin embargo, si el difunto lo ha querido así, evidentemente estoy dispuesto a aceptarlo con humildad. Le agradecería mucho que fuera tan amable de ponerse en contacto conmigo cuando tuviera ocasión».

Y eché la postal en un buzón cercano.

«Sólo con la muerte / te incorporas a la Esencia Divina / Nomonhan». Recité para mis adentros.

Cuando volvió Kumiko ya eran casi las diez. Había llamado antes de las seis diciendo que seguramente volvería a llegar tarde, que cenara yo solo y que ella ya comería algo fuera. Le dije que me parecía bien. Me preparé algo sencillo y cené. Después volví a la lectura. Cuando llegó Kumiko, dijo que le apetecía tomar una cerveza, así que nos partimos una botella de medio. Parecía cansada. Frente a la mesa de la cocina, con la mejilla apoyada en la mano, apenas seguía mi conversación. Parecía pensar en otra cosa. Le conté que el señor Honda había muerto.

Kumiko suspiró y dijo:

—¡Ostras! ¿Ha muerto? —Luego añadió—: Bueno, pobre, ya era muy mayor, ¿no? Y apenas oía.

Pero cuando le conté que me había dejado un recuerdo, se sorprendió tanto como si algo hubiera caído del cielo.

—¿Que te ha dejado un recuerdo? ¿Él?

—Pues sí. No puedo imaginar por qué, pero sí.

Kumiko reflexionó unos instantes, frunciendo las cejas.

—Debías de caerle bien.

—Pero él y yo jamás mantuvimos una conversación propiamente dicha —dije—. Al menos yo apenas abría la boca. Si cuando le decía algo casi ni me oía. Una vez al mes, tú y yo nos sentábamos quietecitos delante de él y escuchábamos. Sólo eso. Y casi siempre eran historias del incidente de Nomonhan. Los tanques que habían ardido y los que no tras lanzarles cócteles Molotov. Ese tipo de historias.

—Pues no sé. Debía de haber algo en ti que le gustaba. Seguro. Yo no entiendo a este tipo de personas, nunca sé lo que les pasa por la cabeza.

Y volvió a enmudecer. Era un silencio tenso. Posé la mirada en el calendario colgado en la pared. Aún faltaban días para la menstruación. «Debe de haberle pasado algo desagradable en la oficina», supuse.

—¿Tienes demasiado trabajo? —le pregunté.

—Un poco —dijo Kumiko tras beber un trago, observando la cerveza que quedaba en el vaso. En su voz había una ligera nota de desafío—. Me sabe mal haber llegado tan tarde. Es culpa del trabajo en la revista, en esta época se acumula. Pero tampoco suelo llegar a estas horas, ¿no? Y, además, me permiten hacer menos horas extraordinarias que a los demás. Como estoy casada…

Asentí.

—En el trabajo ya se sabe, a veces se acaba tarde. Eso no tiene importancia. Simplemente, me preocupaba que estuvieras cansada.

Pasó mucho tiempo en la ducha. Yo me tomé la cerveza hojeando la revista que ella había traído.

Me metí sin pensar una mano en el bolsillo y encontré la paga. No había sacado aún el dinero del sobre. Ni le había contado nada a Kumiko. No tenía ninguna intención de ocultárselo, pero, perdida la oportunidad de mencionarlo, era mejor olvidar el asunto. Pasado el momento, se había convertido en un tema extrañamente difícil de abordar. «He conocido a una chica muy rara de dieciséis años que vive por aquí y hemos ido juntos a hacer un trabajillo, ¿sabes?, una encuesta para un fabricante de pelucas. Pagan mejor de lo que esperaba». Hubiese bastado con decir eso. Kumiko hubiese dicho: «¿Ah, sí? ¡Qué bien!», y con esto quizás habría acabado el asunto. Claro que quizás hubiese querido saber más cosas sobre May Kasahara. Quizá le preocupara que yo hubiese conocido a una chica de dieciséis años. Y, si así fuera, quizás hubiese tenido que explicarle detalladamente cómo era May Kasahara, y dónde, cómo y cuándo la había conocido. Y yo no soy nada bueno para explicar las cosas siguiendo un orden.

Saqué el dinero, me lo metí en la cartera, arrugué el sobre y lo eché a la papelera. Pensé que es así como, poco a poco, la gente va creando sus secretos. No tenía conciencia de ocultarle nada especial a Kumiko. En principio no era nada importante y tanto me daba decírselo como no. Pero, una vez atravesado el sutil canal, fuera cual fuera la primitiva intención, todo quedaba cubierto por el velo opaco del secreto. Lo mismo había sucedido con Creta Kanoo. Le había contado a mi mujer que la hermana de Malta Kanoo había venido a casa. Le había dicho que se llamaba Creta, que iba vestida al estilo de principios de los sesenta y que había venido a recoger una muestra de agua del grifo. Pero no le había mencionado que, después de esto, había empezado a hacerme confidencias sin sentido y que, antes de terminar, había desaparecido sin despedirse. Y es que la historia de Creta Kanoo era tan extravagante que me resultaba imposible contársela reproduciendo con exactitud todos los matices. O también, porque era posible que a Kumiko no le hiciese ninguna gracia saber que Creta Kanoo, después de concluir la tarea que la había traído a casa, había permanecido largo rato haciéndome embarazosas confesiones personales. Se había convertido en otro de mis pequeños secretos.

«Quizá Kumiko también tenga sus secretos», pensé. Aunque así fuera, no podía reprochárselo. Secretos de este calibre cualquiera puede guardarlos. Pero, posiblemente, yo tuviera una tendencia más acusada a guardar secretos. Kumiko era más bien del tipo de personas que dicen todo lo que piensan. Ese tipo de personas que piensa las cosas mientras habla. Yo no soy así.

Empecé a sentirme inquieto y me acerqué al cuarto de baño. La puerta estaba abierta de par en par. De pie en el dintel, contemplé su figura de espaldas. Se había puesto un pijama de un discreto color azul y se secaba el pelo con una toalla delante del espejo.

—Oye, respecto a mi trabajo… —le dije—. Estoy pensando en ello pero a mi manera. He hecho correr la voz entre mis amigos. Y también me he movido. No es que no haya trabajos. En cuanto me decida, podré trabajar. Si quisiera, podría empezar mañana mismo. Pero no sé. Aún no he tomado una decisión. No sé qué hacer. No sé si puedo seguir así, esperando a encontrar el trabajo que me guste.

—Ya te lo dije, ¿no? Que podías hacer lo que quisieras —comentó ella mirando mi rostro reflejado en el espejo—. No tienes por qué encontrar un trabajo de un día para otro. Si te preocupa el dinero, olvídalo. Pero si no trabajar te hace sentir mal, o si te resulta una carga demasiado pesada encargarte de las labores de la casa mientras yo soy la única que trabaja, en este caso, no tienes más que encontrar un trabajo. A mí tanto me da una cosa como otra.

—Por supuesto, un día u otro tendré que encontrar un trabajo. Está más claro que el agua. No puedo estarme toda la vida así, de brazos cruzados. Más pronto o más tarde encontraré un trabajo. Pero ahora, si te digo la verdad, no sé muy bien qué me gustaría hacer. Poco después de dejar el otro trabajo pensaba muy a la ligera buscar algo relacionado con el derecho. Es un campo en el que he establecido contactos. Pero ahora ya no lo tengo tan claro. Cuanto más tiempo pasa desde que dejé el bufete, menos me interesa el derecho. Tengo la impresión de que este tipo de trabajo no me va. —Ella miró mi rostro reflejado en el espejo—. Que no sepa qué es lo que quiero hacer no quiere decir que no quiera hacer nada. Si me dijeran que debo trabajar, creo que podría hacerlo casi todo. Pero ahora mismo no tengo una idea bien definida del trabajo que quiero. Y éste es ahora mi problema. Que no puedo definir esa idea.

—Oye —dijo mi mujer dejando la toalla y volviéndose hacia mí—. Si te has hartado del derecho, basta con no hacer ningún trabajo relacionado con él. Basta con olvidar las oposiciones al cuerpo de justicia. Y como no te urge encontrar trabajo, si no tienes una idea clara de lo que quieres, espera a que ésta surja espontáneamente. ¿No es lo mejor?

Asentí.

—Sólo quería explicártelo. Expresarte lo que pienso.

—De acuerdo —dijo ella.

Fui a la cocina y lavé los vasos. Kumiko salió del lavabo, vino a la cocina y se sentó a la mesa.

—¿Sabes? Esta tarde ha llamado mi hermano —dijo.

—¿Ah, sí?

—Sí. Dice que está pensando en presentarse a las elecciones. Parece que ya casi ha decidido hacerlo.

—¿A las elecciones? —repetí. Me sorprendió tanto que durante unos instantes no pude articular palabra—. ¿Elecciones? ¿Quieres decir elecciones al parlamento?

—Pues claro. Le han propuesto presentarse a las próximas elecciones como candidato por la circunscripción electoral de mi tío, en Niigata.

—¿Pero no iba a sucederle su hijo en la candidatura? Pensaba que ya estaba decidido que tu primo dejaría su cargo de director, o lo que sea, en Dentsuu y que regresaría a Niigata.

Ella sacó un bastoncillo de algodón y empezó a limpiarse los oídos.

—Sí, ése era el plan. Pero ahora mi primo ha salido con que no quiere. Tiene la familia en Tokio, le gusta su trabajo y en estos momentos no le apetece volver de diputado a Niigata. Otra razón de peso es que su mujer está totalmente en contra de que se presente a las elecciones. En resumen, dice que no tiene ninguna intención de sacrificar a su familia.

El hermano mayor del padre de Kumiko había sido elegido diputado por la circunscripción electoral de Niigata y había desempeñado el cargo durante cuatro o cinco legislaturas. No se le podía considerar un peso pesado, pero había hecho una carrera muy satisfactoria e incluso había sido ministro una vez, si bien de una cartera, ciertamente, poco importante. Ahora, su avanzada edad y la enfermedad del corazón hacían difícil que se presentara a las próximas elecciones, lo que significaba que alguien debería sucederle en su feudo electoral. Tenía dos hijos, pero el primero había dejado muy claro desde el principio que no tenía la menor intención de dedicarse a la política, con lo que el relevo hubiese debido tomarlo el segundo.

Además, se ve que en aquella circunscripción están que se mueren por tener a mi hermano. Quieren a alguien así: joven, inteligente, enérgico. Alguien que desempeñe el cargo durante muchas legislaturas, capaz de convertirse en un personaje influyente en el gobierno central. Y mi hermano es una persona muy conocida, captaría el voto joven: nada que objetar. Tal vez no pueda acudir a las poblaciones pequeñas, pero contaría con una organización de apoyo muy fuerte que se encargaría de todo. No importaría que él quisiera seguir viviendo en Tokio. Bastaría con que hiciera acto de presencia para las elecciones.

No podía imaginarme a Noboru Wataya de diputado.

—¿Y a ti qué te parece todo esto?

—Conmigo no tiene nada que ver. A mí tanto me da que sea diputado como que sea astronauta. Que haga lo que quiera.

—¿Y cómo es que te ha pedido consejo precisamente a ti?

—¿Consejo a mí? ¿Bromeas? —dijo en un tono de voz seco—. Por supuesto, no me lo ha pedido. ¿Desde cuándo me lo pide? Sólo me ha informado de lo que pasaba. Como miembro de la familia.

—Ya —admití—. ¿Pero no tendrá problemas en las elecciones, un divorciado que no ha vuelto a casarse?

—No lo sé. No entiendo nada ni de política ni de elecciones. Ni tampoco me interesa. Pero, sea como sea, él no va a casarse jamás. Con nadie. Ni tampoco tendría que haberse casado antes. Lo que él quiere es otra cosa muy distinta. Algo completamente diferente a lo que queremos tú o yo. Eso lo sé muy bien.

—¿Ah, sí?

Kumiko envolvió los dos bastoncillos de algodón en un pañuelo de papel y los tiró a la basura. Alzó los ojos y me miró fijamente.

—Hace tiempo, una vez descubrí a mi hermano masturbándose. Creía que no había nadie, abrí la puerta y allí estaba él.

—¡Pero vamos! Todo el mundo se masturba —dije.

—No, no es eso —replicó ella. Y suspiró—. Creo que era unos tres años después de que muriera mi hermana. Él ya estaba en la universidad y yo, más o menos, en cuarto de primaria. Mi madre había dudado entre deshacerse de la ropa de mi hermana muerta o no, pero al final la había guardado. Quizá pensara que yo podría llevarla cuando creciera. La tenía guardada en una caja de cartón, dentro de un armario. Mi hermano la había sacado y estaba haciéndose eso mientras la olía. —Permanecí en silencio—. En aquella época, yo aún era pequeña y no sabía nada de sexo. No pude entender exactamente qué estaba haciendo. Pero sí comprendí que era un acto perverso, algo que no debería haber visto. Y también que tenía un significado mucho más profundo de lo que parecía —dijo Kumiko moviendo la cabeza.

—¿Sabe Noboru Wataya que tú lo viste?

—Tiene ojos, ¿no te parece?

Asentí.

—¿Y qué pasó al final con aquella ropa? ¿Te la llegaste a poner al hacerte mayor?

—¿Bromeas?

—Quizás estaba enamorado de tu hermana.

—No lo sé —dijo Kumiko—. Si se sentía o no atraído sexualmente por ella, no lo sé. Pero seguro que allí había algo y tengo la impresión de que él no ha sido capaz de superarlo. Por eso he dicho que no debería haberse casado nunca.

Luego Kumiko enmudeció durante un largo rato. Yo tampoco dije nada.

—En este sentido tiene graves problemas psicológicos. También nosotros sufrimos algún que otro trastorno psicológico, claro. Pero los suyos son muy diferentes de los que podamos tener tú o yo. Son muchísimo más profundos y persistentes. Y él, ocurra lo que ocurra, no está dispuesto a mostrar sus heridas y debilidades ante nadie. ¿Entiendes lo que quiero decir? Esta candidatura a las elecciones incluso me preocupa un poco.

—¿Qué te preocupa? ¿El qué?

—No lo sé —dijo ella—. Estoy cansada. No puedo pensar más. Vámonos a la cama.

En el cuarto de baño estudié mi rostro mientras me lavaba los dientes. Desde que había dejado el trabajo tres meses atrás, apenas había salido al mundo exterior. Sólo me había desplazado desde mi casa a las tiendas del barrio y a la piscina municipal. Aparte de Ginza y del hotel de Shinagawa, el punto más alejado al que había ido desde casa era la tintorería de delante de la estación. En todo aquel tiempo apenas había visto a nadie. Durante tres meses, las personas a quienes podía decirse que había visto, aparte de mi mujer, eran las hermanas Kanoo: Malta y Creta; y a May Kasahara. Era un mundo realmente pequeño. Un mundo que casi se había detenido. Pero el mundo que me rodeaba, cuanto más se reducía, cuanto más se inmovilizaba, más parecía llenarse de acontecimientos extraños, de personas extrañas que irrumpían en él. Como si hubieran estado desde siempre ocultos en las sombras aguardando pacientes a que yo aflojara el paso. Y cada vez que el pájaro-que-da-cuerda se acercaba a mi jardín y daba cuerda al mundo, éste parecía hundirse más profundamente en el caos.

Me enjuagué la boca y volví a estudiar mi rostro unos instantes.

«No puedo precisar la idea», me dije a mí mismo. Tenía treinta años, había hecho un parón en mi vida y no podía precisar la idea.

Salí del baño y entré en el dormitorio. Kumiko ya estaba dormida.