17

Lo más simple

Una venganza refinada

Lo que había dentro del estuche de la guitarra

A la mañana siguiente fui a hacerme las fotografías para el pasaporte. Me senté en la silla del estudio, el fotógrafo me observó un instante el rostro con mirada profesional y, luego, sin mediar palabra, fue a la trastienda, volvió con una caja de polvos y me empolvó la mancha de la mejilla derecha. Después retrocedió unos pasos y reguló con precisión el ángulo y la intensidad de la luz para que la mancha no se notara demasiado. Vuelto hacia el objetivo, curvé las comisuras de los labios y esbocé una pálida sonrisa, tal como me indicaba. El fotógrafo dijo que estarían listas al día siguiente a mediodía, que pasara a recogerlas a partir de entonces. Volví a casa, telefoneé a mi tío, le anuncié que tal vez estaría fuera unas semanas. Tras disculparme por decírselo de manera tan brusca, le confesé que Kumiko se había marchado repentinamente de casa. Que, según una carta que había llegado después, no volvería jamás, y que yo pensaba alejarme de allí un tiempo (no sabía cuánto). Cuando mi somera explicación hubo concluido, mi tío enmudeció unos instantes al otro lado del hilo telefónico. Parecía estar reflexionando.

—Y yo que creía que tú y Kumiko os llevabais tan bien —dijo mi tío tras un breve suspiro.

—A decir verdad, yo también lo creía —le confesé honestamente.

—Si no quieres hablarme de eso, no lo hagas, pero ¿hay alguna razón de peso para que Kumiko se haya ido?

—Posiblemente, ella tenía un amante.

—¿Eso es lo que supones?

—No, yo no supongo casi nada. Me lo dijo ella misma. En la carta.

—¡Ah! Entonces, debe de ser eso.

—Sí, eso debe de ser. —Volvió a suspirar—. Yo estoy bien —dije con voz alegre, como si quisiera consolarlo—. Sólo que me gustaría alejarme de aquí un tiempo. Cambiando de aires, me sentiré mejor y, además, quiero pensar con calma qué voy a hacer en el futuro.

—¿Hay algún lugar adonde quieras ir?

—Tal vez vaya a Grecia. Tengo un amigo que vive allí y que me insiste desde hace tiempo en que vaya a visitarlo.

Mentirle a mi tío me puso de mal humor. Pero, en aquel momento, era imposible explicarle la verdad de una manera detallada y fácil de entender. Una mentira era lo menos malo.

—¡Ah, caramba! —dijo él—. Tú no te preocupes. No pienso alquilar la casa de momento, así que puedes dejar ahí todas tus cosas. Aún eres joven y reharás tu vida. Y me parece muy bien que te marches durante un tiempo lejos, que te lo tomes con calma. ¿Grecia, dices? Sí, Grecia puede estar bien.

—Gracias por todo, tío. Pero si mientras yo estoy fuera te sale algo y quieres alquilar la casa, haz lo que te parezca con lo que hay dentro. De todos modos, no hay nada que valga la pena.

—De acuerdo. Tú por eso no te preocupes. Déjamelo a mí. Pero, oye. Aquello que me dijiste el otro día por teléfono, lo de la «corriente obstruida» y demás, ¿crees que guarda alguna relación con lo de Kumiko?

—Pues un poco, sí. Y ahora que lo mencionas, a mí también me preocupaba.

Mi tío pareció reflexionar unos instantes.

—¿Puedo pasarme un día de éstos? Quiero ver la situación con mis propios ojos. Además, hace tiempo que no me acerco por ahí.

—Ven cuando quieras. No tengo nada que hacer.

Al colgar, me puse de repente de un humor insoportable. Aquella extraña corriente de los últimos meses me había arrastrado hasta allí. Y, ahora, entre el mundo en que estaba mi tío y el mundo en que estaba yo se alzaba un muro invisible, alto y grueso. Un muro que separaba los dos mundos. Y mi tío se encontraba en el mundo de aquel lado y yo en el de éste.

Mi tío vino a casa dos días después. Aunque vio la mancha, no dijo nada. Posiblemente no sabía qué decir. Se limitó a entrecerrar los ojos con aire de extrañeza. Había traído una botella de buen whisky escocés y un surtido de patés de pescado comprado en Odawara. Nos sentamos en el cobertizo, comimos paté y bebimos whisky.

—¡Qué bien estar sentado en el cobertizo! —exclamó mi tío y asintió repetidas veces—. En mi piso no hay, claro. Y a veces lo echo de menos. En ningún lugar te sientes tan bien como en un cobertizo.

Mi tío se quedó unos instantes contemplando la luna que flotaba en el cielo. Era una luna blanca nítida, en cuarto creciente, que parecía acabada de cincelar. Casi parecía un milagro que una luna así pudiera seguir realmente flotando en el cielo.

—Por cierto, ¿cuándo y dónde te ha salido esa mancha? —me preguntó mi tío con indiferencia.

—Pues no lo sé —dije. Y bebí un sorbo de whisky—. Cuando me di cuenta ya la tenía. De eso debe de hacer una semana. Me gustaría poder explicártelo mejor, pero no sé cómo.

—¿Has ido al médico? —Negué con un movimiento de cabeza—. Perdona, pero hay algo que no entiendo: ¿crees que existe alguna relación entre eso y la marcha de Kumiko?

Negué con la cabeza.

—La mancha me salió después de que ella se marchara. Sí, una cosa sucedió a la otra. Pero tanto como decir que existe una relación de causa y efecto entre ambas… No lo sé.

—Nunca había oído hablar de alguien a quien le hubiera salido de repente una mancha de nacimiento.

—Yo tampoco —dije—. Pero la verdad es que, no sé si podré explicártelo bien, lo cierto es que me voy acostumbrando, poco a poco, a su existencia. Cuando me salió me sorprendí, por supuesto, la impresión fue muy fuerte. Sólo con mirarme al espejo me ponía enfermo, no sabía qué iba a hacer el resto de mi vida con una cosa así en la cara. Pero, a medida que han ido pasando los días, no sé por qué, ha dejado de importarme. Incluso he llegado a pensar que no es tan malo. Pero ni yo mismo sé la razón.

—¡Caramba! —exclamó mi tío. Y se quedó largo rato contemplando la mancha en mi mejilla derecha con mirada recelosa—. Si tú lo dices, ya está bien. Al fin y al cabo, es problema tuyo. Pero si quieres, puedo recomendarte un médico.

—Gracias. Pero ahora no tengo intención de ir. No creo que pudiera hacer nada.

Mi tío cruzó los brazos y levantó la vista hacia el cielo. No se veían tantas estrellas como de costumbre. Sólo la nítida luna en cuarto creciente.

—Hacía mucho tiempo que no hablábamos los dos así, con calma. Pensaba que no hacía falta que me ocupase de ti, que tú y Kumiko os llevabais bien. Además, a mí nunca me ha gustado entrometerme en los asuntos de los demás.

Le dije que lo sabía muy bien.

Mi tío hizo tintinear el hielo dentro del vaso, bebió un sorbo de whisky y lo depositó en el suelo.

—¿Qué diablos está ocurriendo últimamente a tu alrededor? No lo entiendo.

Que si la corriente está obstruida, que si la casa es de mal agüero, que si Kumiko se ha ido, que si un día, de repente, te ha salido una mancha de nacimiento, que si te vas un tiempo a Grecia. Sí, de acuerdo. Así están las cosas. Tu mujer se ha ido y te ha salido una mancha en la cara. Me sabe mal decírtelo así, pero no se trata ni de mi mujer ni de mi cara. ¿No? Por lo tanto, si no quieres contármelo con detalle, no lo hagas. A mí tampoco me gusta dar más explicaciones que las estrictamente necesarias. Pero creo que tú sí deberías volver a pensar muy, muy bien qué es lo más importante para ti.

Asentí.

—Ya lo estoy haciendo. Pero hay demasiadas cosas complicadísimas, muy embrolladas unas con otras. Y no puedo desembrollarlas, ir separándolas una a una. No sé cómo hacerlo.

Mi tío sonrió.

—Hay un truco para hacerlo. La mayoría de la gente toma resoluciones equivocadas justamente porque no lo conoce. Y luego, cuando fracasa, va por ahí quejándose, echándole la culpa a los demás. He visto eso muchas veces y te aseguro que odio verlo. Quizás esté siendo un poco presuntuoso, pero el truco consiste en empezar por las cosas poco importantes. O sea, en una escala de la A a la Z, no empezar jamás por la A, sino por la XYZ. Dices que el asunto está demasiado embrollado y que se te escapa de las manos. ¿No será porque quieres resolverlo partiendo de arriba? Cuando tienes que decidir algo importante, lo mejor es dar prioridad a los detalles insignificantes. Empezar por cosas realmente estúpidas, por ésas que cualquiera puede ver, que cualquiera puede entender. E invertir mucho tiempo en ellas. Mis negocios ya sabes que no son nada del otro jueves. Cuatro o cinco locales de poca monta en Ginza. No son gran cosa, nada de lo que pueda presumir. Pero si hablamos en términos de éxito o fracaso, yo no he fracasado ni una sola vez. Y es porque he seguido siempre fiel a este truco. Todos los demás se saltan a la torera las cosas tontas, obvias, y avanzan demasiado rápido. Yo no. Es a las cosas más tontas a las que dedico más tiempo. Porque sé que cuanto más tiempo se les dedica, mejor va todo luego. —Mi tío bebió un sorbo de whisky—. Supongamos, por ejemplo, que vamos a abrir un local. Un restaurante, un bar, cualquier cosa. Imagínate la situación. Quieres abrir un local. Entre varios lugares posibles, tienes que elegir uno. ¿Qué harías?

Reflexioné un poco.

—Pues no sé, barajando diferentes posibilidades, debería calcular el alquiler, el préstamo, la devolución, la capacidad del local, la posible rotación de clientela y la consumición aproximada por cliente, los gastos de personal, hacer un balance…

—Eso es lo que hace la mayoría de la gente. Y por eso fracasa —dijo riendo mi tío—. Voy a explicarte lo que hago yo. Si un lugar me parece bueno, me planto allí tres o cuatro horas diarias, un día, otro día y otro día, con los ojos clavados en la cara de la gente que pasa por la calle. No hace falta pensar en nada, no hace falta hacer ningún cálculo. Basta con mirar qué tipo de gente pasa por allí, qué cara tiene. Tardo una semana como mínimo. Durante este tiempo, he visto las caras de tres o cuatro mil personas. Es posible que necesite más tiempo. Pero llega un momento en que lo veo claro. Como si la niebla se hubiera disipado de repente. Qué tipo de lugar es. Qué requiere. Y, si las exigencias del lugar son distintas a las mías, lo dejo correr. Voy a otro sitio y repito todo el proceso. Pero si comprendo que las exigencias del lugar coinciden, concuerdan con las mías, eso significa que ha habido suerte. Y la suerte hay que amarrarla bien, no hay que dejarla escapar. Pero antes de eso he tenido que estar allí plantado día tras día, llueva o nieve, como un imbécil, mirando fijamente con mis propios ojos la cara de la gente. Los cálculos puedo hacerlos después. Soy una persona básicamente realista. Sólo creo en lo que puedo verificar con mis propios ojos. Las razones, ventajas y cálculos, los principios y las teorías son para personas incapaces de ver con sus propios ojos. Y la mayor parte de la gente de este mundo lo es. No sé por qué será. De intentarlo, cualquiera debería poder, ¿no te parece?

—Entonces no era sólo el toque mágico.

—¡Ah! También lo hay —dijo mi tío sonriendo—. Pero no basta. En mi opinión, lo que tú deberías hacer es empezar a reflexionar partiendo de lo más simple. Como, por ejemplo, plantarte en una esquina e ir observando, día tras día, la cara de la gente. Sin tomar decisiones precipitadas. Quizá sea un poco duro, pero debes permanecer inmóvil, tomarte tu tiempo.

—¿Esto significa que debo quedarme aquí más tiempo?

—No te estoy diciendo ni que te vayas ni que te quedes. Si quieres ir a Grecia, hazlo. Si quieres quedarte aquí, quédate. Sólo que siempre pensé que habías hecho bien casándote con Kumiko. Y que vuestro matrimonio también era bueno para ella. Y no puedo entender por qué se ha estropeado todo de repente. Tampoco debes de acabar de entenderlo tú, ¿verdad?

—No, tampoco.

—Entonces, lo mejor es que te ejercites en mirar las cosas con tus propios ojos hasta que acabes comprendiéndolas. No temas dedicarle tiempo. Invertir mucho tiempo en algo es la más refinada de las venganzas.

—¿Venganza? —dije sorprendido—. ¿Qué tipo de venganza? ¿Qué quieres decir? ¿Venganza contra quién?

—Pronto también tú lo entenderás —dijo mi tío sonriendo.

Estuvimos, en total, poco más de una hora sentados en el cobertizo, bebiendo. Luego mi tío se levantó, dijo que ya llevaba ahí mucho tiempo y se fue. Una vez solo, me apoyé en una columna del cobertizo y me quedé contemplando distraídamente la luna. Durante un buen rato respiré a pleno pulmón la atmósfera de realismo que había dejado mi tío. Y, gracias a ella, me sentí confortado por primera vez en muchas semanas. Pero a medida que pasaron las horas y ese aire fue disipándose, me vi envuelto de nuevo por el fino velo de la melancolía. A fin de cuentas, mi tío estaba en el mundo de aquel lado y yo en el de éste.

Mi tío había dicho que reflexionara partiendo de las cosas más simples, pero yo no era capaz de distinguir lo simple de lo complejo. Entonces, a la mañana siguiente, después de la hora punta, salí de casa y me fui a Shinjuku en tren. Decidí plantarme allí y observar la cara de la gente. No sabía si iba a servirme de algo, pero siempre era mejor que no hacer nada, me dije a mí mismo. Si mirar rostros hasta la náusea era un ejemplo de cosa simple, me convenía hacerlo. Como mínimo, no perdía nada con ello. Y, si funcionaba, tal vez me indicara qué podría ser, en mi caso particular, una «cosa simple».

El primer día me senté en el borde de un parterre de flores delante de la estación de Shinjuku y estuve unas dos horas observando la cara de la gente que pasaba ante mis ojos. Pero los transeúntes eran demasiados y su paso demasiado rápido. Era difícil mirarlos a la cara. Encima, se me acercó un vagabundo y se empeñó en darme conversación. Un policía pasó repetidas veces por delante mirándome de pies a cabeza. Renuncié al lugar y decidí buscar otro más adecuado.

Crucé el paso subterráneo y salí a la boca oeste de la estación. Después de dar unas cuantas vueltas descubrí una pequeña plaza ante un rascacielos. En la placita había un banco desde donde podría contemplar cuanto quisiera a los transeúntes. Por allí no pasaba tanta gente como por delante de la estación y tampoco había vagabundos con botellines de whisky embutidos en el bolsillo. Me tomé un café y unos donuts del Dunkin’ Donuts como almuerzo y me pasé allí sentado el resto del día. Luego me retiré a casa antes de la hora punta de la tarde. El primer día se me iban los ojos tras las personas de pelo ralo. Era una reminiscencia de la encuesta que había hecho con May Kasahara para el fabricante de pelucas. Los ojos se me iban en pos de hombres de pelo escaso y los clasificaba en un santiamén en «pino», «bambú» o «ciruela». Pensé incluso que habría hecho bien en llamar a May Kasahara para volver a trabajar juntos.

Pero, con el paso de los días, me fui acostumbrado a mirar a la gente sin pensar en nada. La mayoría de personas que pasaba por allí trabajaba en las oficinas del rascacielos. Los hombres vestían camisa blanca y corbata, y llevaban carteras de piel, y la mayoría de mujeres calzaba zapatos de tacón alto. También había quienes visitaban los restaurantes y tiendas del interior del edificio y quienes subían, acompañados de su familia, hasta el mirador del último piso. Pero la mayoría no andaba demasiado rápido. Yo me limitaba a mirarles distraídamente la cara sin un propósito definido. A veces había alguien que, por una razón u otra, me llamaba la atención de manera especial, me concentraba en él y lo seguía con la mirada hasta que desaparecía.

Continué haciendo lo mismo una semana. Cogía el tren para Shinjuku a las diez, cuando la gente ya había ido a trabajar, me sentaba en el banco y permanecía inmóvil hasta las cuatro de la tarde observando rostros. Lo que comprendí sólo después de haberlo experimentado en la práctica era que, al ir siguiendo con los ojos los rostros de las personas que pasaban, una tras otra, ante mí, la cabeza se me iba vaciando como si le hubiera sacado el corcho a una botella. No decía nada a nadie y nadie me decía nada a mí. No sentía nada y no pensaba nada. A veces tenía la impresión de haberme convertido en parte del banco de piedra.

Hubo una sola persona que me dirigió la palabra. Una mujer delgada, de mediana edad, muy bien vestida. Llevaba un vestido ajustado de un vivo color rosa, gafas de sol con montura de carey, un sombrero blanco y un bolso de malla. Tenía las piernas bonitas y calzaba unas inmaculadas sandalias blancas de piel, seguramente carísimas. Iba bastante maquillada, pero no en exceso. La mujer me preguntó si tenía algún problema. Le respondí que ninguno en especial. Me dijo que me veía allí todos los días y me preguntó qué estaba haciendo. Mirar la cara de la gente, respondí. Me preguntó si lo hacía con algún propósito determinado. Le respondí que ninguno en especial.

Sacó del bolso un paquete de Virginia Slims y encendió un cigarrillo con un pequeño mechero de oro. Me ofreció uno. Negué con la cabeza. Luego se quitó las gafas de sol y, sin decir palabra, se me quedó mirando la cara de hito en hito. A decir verdad, miraba la mancha. Yo, a mi vez, la miré a los ojos. En ellos no se leía emoción alguna. Sólo había un par de pupilas negras que desempeñaban correctamente su función. Tenía la nariz pequeña y afilada. Los labios eran delgados, pintados con esmero. Era difícil adivinar su edad, pero debería de estar en mitad de la cuarentena. A primera vista parecía más joven, pero tenía un rictus de cansancio a ambos lados de la nariz.

—¿Tiene dinero? —me preguntó.

—¿Dinero? —repetí sorprendido—. ¿Qué quiere decir?

—Sólo se lo preguntaba. Si tiene dinero. ¿No tiene usted problemas de dinero?

—De momento, ninguno en especial —dije yo.

La mujer me miró con gran atención, curvando un poco las comisuras de los labios, con aire de estar calibrando mis palabras. Luego asintió. Se puso las gafas de sol, tiró el cigarrillo al suelo, se levantó y desapareció sin volverse. Estupefacto, la vi perderse entre la multitud. Quizás estuviese un poco loca, pero su aspecto era demasiado distinguido. Apagué con la suela del zapato el cigarrillo que ella había tirado y miré lentamente a mi alrededor. Lo llenaba el mismo mundo real de siempre. Personas que se desplazaban de un lugar a otro, cada una con su propio objetivo. No las conocía y ellas no me conocían a mí. Respiré hondo y me enfrasqué de nuevo en la tarea de contemplar rostros sin pensar en nada.

Permanecí sentado allí once días en total. Bebía café, comía donuts y observaba la cara de las miles de personas que pasaban ante mí. Aparte de la corta y absurda conversación con aquella elegante mujer de mediana edad, durante aquellos once días nadie me dirigió la palabra. No hice nada remarcable y nada ocurrió. Después de aquellos once días, casi un vacío en mi vida, continuaba sin avanzar un solo paso. Seguía perdido en aquel intrincado laberinto. Ni siquiera había sido capaz de deshacer el nudo más sencillo.

Pero al undécimo día por la tarde pasó una cosa extraña. Era domingo y me había quedado hasta más tarde de lo habitual. En domingo, el tipo de gente que se acerca a Shinjuku es diferente y, además, no hay hora punta. De repente, mis ojos se posaron en un joven que llevaba un estuche de guitarra negro. No era ni alto ni bajo. Llevaba gafas con montura de plástico de color negro, el pelo largo colgando hasta los hombros, pantalones tejanos, camisa tejana y unas zapatillas de deporte blancas que se caían a pedazos. Pasó ante mí con expresión absorta y siguió hacia delante en línea recta. Al verlo, algo me sacudió la mente. Se me aceleraron los latidos del corazón. Conocía a aquel hombre. Lo había visto antes en otro lugar. Tardé unos segundos en recordar dónde. Era el hombre que aquella noche, en Sapporo, cantaba en el bar. Era él, sin duda.

Me levanté inmediatamente del banco y fui tras él. Andaba más bien despacio y no me resultó difícil seguirlo. Ajusté mis pasos a los suyos y caminando unos diez metros por detrás de él. Pensé en llamarlo. «Hace tres años cantabas en Sapporo, ¿verdad? Te escuché allí», le diría yo. «¿Ah, sí? Muchas gracias», contestaría él. Pero ¿cómo proseguiría? «La verdad es que, aquella noche, mi mujer acababa de abortar. Hace poco se ha ido de casa. Se acostaba con otro hombre». ¿Acaso podía contarle algo así? Decidí dejar que las cosas siguieran su curso y caminé en pos de él. Tal vez se me ocurriera una buena idea mientras andaba.

El hombre iba en dirección opuesta a la estación. Atravesó la zona de los rascacielos, cruzó la autopista Kooshuu y enfiló hacia Yoyogi. No sé en qué estaría pensando, pero parecía absorto en sus reflexiones. Debía de estar acostumbrado a hacer aquel recorrido porque ni miraba a su alrededor ni dudaba. Avanzaba mirando al frente, a paso regular. Mientras lo seguía, recordé el día en que Kumiko había abortado. Sapporo a principios de marzo. El suelo duro y helado, los copos de nieve danzando. Volví a aquellas calles y me llené los pulmones de su aire gélido. Apareció ante mis ojos el hálito blanco que exhalaban los transeúntes.

Tal vez fue entonces cuando todo empezó a cambiar, se me ocurrió de súbito. Sin duda. A partir de entonces la corriente había mostrado un cambio evidente. Visto desde ahora, el aborto había tenido una importancia capital para los dos. Pero antes yo no había sabido calibrar su importancia. Me había centrado en el hecho del aborto en sí mismo. Pero quizá la clave estuviera en otro lugar.

«Tenía que hacerlo. He pensado que era la mejor solución para ambos. Oye, hay algo que todavía no sabes. Algo que aún no puedo formular con palabras. No es que quiera ocultártelo. Sólo que tengo que comprobar si es verdad o no. Por eso todavía no puedo expresarlo con palabras».

En aquel momento, ella aún no tenía la certeza de que aquel algo fuera real. Y, sin duda, aquel algo estaba más relacionado con el embarazo que con el aborto. O quizá tuviera que ver con el feto. ¿Qué diablos debía ser? ¿Qué habría confundido tanto a Kumiko? ¿Había tenido relaciones con otro hombre y se negaba a tener el niño? No, imposible. Ella misma lo había negado con rotundidad. Seguro que el niño era mío. Pero allí había algo que no podía decirme. Y aquel algo estaba íntimamente ligado con la marcha de Kumiko. Todo había empezado en aquel punto.

Pero ¿qué secreto se ocultaba allí? No podía ni imaginarlo. Yo había sido abandonado, solo, en las tinieblas. Lo único que sabía era que, mientras no descubriera aquel secreto, Kumiko no volvería a mi lado. Empezó a invadirme una ira sorda. Rabia contra aquel algo invisible a mis ojos. Enderecé la espalda, respiré hondo y acompasé los latidos de mi corazón. Pero aquella ira se infiltró, silenciosa, como agua, por todos los rincones de mi cuerpo. Una ira llena de tristeza. Que no podía descargar en nada. Que no podía ahogar.

El hombre seguía andando al mismo paso. Cruzó las vías de la línea Odakyuu, pasó por un mercado, pasó por delante de un santuario sintoísta, pasó por intrincadas callejuelas. Yo lo seguía dejando una distancia prudente, variable según el lugar, para que no me descubriera. Y estaba claro que no me había descubierto. No se volvió ni una sola vez. Pensé que aquel hombre tenía algo inusual. Sin duda. No sólo no miró atrás ni una sola vez, sino que tampoco miró hacia ninguna otra parte. ¿Qué debía de estar pensando, tan concentrado? O tal vez fuera al contrario. ¿No sería que no pensaba en nada?

Pronto, el hombre se alejó de la zona con más tráfico y se adentró en unas callejuelas solitarias con casas de madera de dos plantas a ambos lados. Las calles eran estrechas, serpenteaban y, a ambos lados, casas viejísimas se amontonaban unas sobre otras. Casi era anormal la falta de señales de vida. Tal vez se debía a que más de la mitad estaban abandonadas. En las entradas desiertas no se veía placa alguna y había carteles colgados que anunciaban planes de construcción. Aquí y allá se veían espacios vacíos, similares a dientes arrancados, donde había crecido la hierba del verano, rodeados por alambradas. Probablemente hubiera planes de derribar en un futuro próximo todas las casas de la zona y construir edificios nuevos. Delante de una casa aún habitada se amontonaban macetas de dondiego de día y otras plantas. Había un triciclo y, en la ventana del primer piso, se veían tendidas toallas y ropa interior de niño. Unos cuantos gatos, tumbados bajo la ventana, junto a la puerta, me miraban con indolencia. Pese a haber todavía luz a aquellas horas de la tarde, no se veía un alma. ¿Dónde debía de situarse aquel lugar en el plano? No estaba seguro. Tampoco sabía dónde quedaban el norte y el sur. Supuse que debía de encontrarse dentro de un triángulo en cuyos vértices estarían las estaciones de Yoyogi, Sendagaya y Harajuku. Pero no podía asegurarlo.

De todos modos, era un reducto abandonado en el centro de la ciudad. Quizá por tener unas callejuelas tan estrechas que no permitían el paso de los coches, aquel barrio había escapado de las manos de los promotores del desarrollo. Al pisarlo, me sentí como si hubiera retrocedido veinte o treinta años. De súbito me di cuenta de que el ruido de los coches, que me había ensordecido hasta poco antes, había desaparecido, engullido en algún lugar. El hombre, con el estuche de la guitarra en la mano, andaba por aquel laberinto de callejas. Se detuvo frente a un edificio de madera. Abrió la puerta, entró, la cerró tras de sí. No parecía que hubiese echado la llave.

Permanecí frente a la casa unos instantes. Las agujas del reloj marcaban las seis y veinte. Luego me apoyé en la alambrada del descampado de enfrente y estudié el aspecto de la casa, Era un edificio de dos plantas de madera de lo más normal. Lo sabía por la entrada y por la disposición de las habitaciones. De estudiante había vivido un tiempo en un lugar parecido. Un apartamento con un armario en el recibidor para dejar los zapatos, con un lavabo común y una pequeña cocina. Allí vivían estudiantes y trabajadores solteros. Pero en éste no había trazas de que viviera nadie. No se oía ningún ruido, no se apreciaba ningún movimiento. Sobre la puerta de fórmica ya no había ninguna placa. Parecía haber sido arrancada poco antes, ya que quedaba una marca larga y estrecha de color blanco. Aunque todavía se dejaba sentir el calor de la tarde, las ventanas de todas las habitaciones permanecían herméticamente cerradas y las cortinas del interior, corridas.

Quizás hubiera planes de derribar aquel edificio junto con los demás y en su interior ya no viviera nadie. Pero, de ser así, ¿qué estaría haciendo allí el hombre con el estuche de guitarra? Esperé a ver si se abría alguna ventana después de que él hubiese entrado, pero no hubo ningún movimiento.

No podía permanecer indefinidamente matando el tiempo en un callejón desierto. Me dirigí hacia la entrada y abrí la puerta. Tal como suponía, no estaba cerrada con llave y cedió hacia dentro con facilidad. Permanecí en el quicio de la puerta, mirando hacia el interior, pero como la habitación estaba sumida en la penumbra, a primera vista no podía distinguirse nada. Las ventanas estaban selladas y un aire caliente, estancado, llenaba la estancia. Olía a moho, como en el fondo del pozo. Hacía tanto calor que, bajo las axilas, mi camisa estaba empapada. Un hilillo de sudor me corría por detrás de las orejas. Entré con decisión y cerré la puerta silenciosamente. Pretendía comprobar si aún vivía alguien en la casa mirando (si las había) las placas de los buzones o del zapatero. Pero entonces me di cuenta de que alguien me observaba sin apartar los ojos de mí.

A la derecha de la puerta, agazapado tras el alto armario zapatero, había alguien. Conteniendo el aliento, miré hacia la calinosa penumbra. Era el joven con el estuche de guitarra a quien había seguido. Debía de haberse escondido nada más entrar. Sentía cómo el corazón me martilleaba con fuerza en la base de la garganta. ¿Qué diablos estaría haciendo allí aquel hombre? Quizá me estuviera esperando. O, si no…

—¡Hola! —le dije con resolución—. Quisiera preguntarle…

Entonces, de improviso, algo me golpeó en el hombro. Brutalmente. No entendí qué diablos estaba sucediendo. Lo único que noté era un impacto tan violento que casi me cegó. Permanecí clavado en el lugar, incapaz de calibrar la situación. Pero, al instante siguiente, lo comprendí sobresaltado. Era un bate. El hombre había salido de un salto, ágil como un mono, de detrás del zapatero y me había golpeado con todas sus fuerzas en el hombro con un bate de béisbol. Estupefacto, contemplé cómo volvía a alzar el bate y se disponía a descargarlo de nuevo sobre mí. Demasiado tarde para esquivarlo. Esta vez me golpeó el brazo izquierdo. Durante unos segundos perdí la sensibilidad. No sentía dolor. Como si el brazo se hubiera desintegrado en el espacio.

Pero aquella vez, en un acto reflejo, le di una patada. En la época del instituto, un amigo mío con más de un dan, me había iniciado, aunque no de manera formal, en la técnica del kárate. Día tras día me obligaba a practicar las patadas. Nada espectacular, simples ejercicios de dar patadas cada vez más fuertes, más altas, más directas y en la distancia más corta. «En caso de apuro», decía mi amigo, «esto es lo más útil». Y tenía toda la razón. Al hombre, obcecado en blandir el bate, ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de recibir un puntapié. Yo, frenético como estaba, ni siquiera sabía dónde pegaba, y tampoco lo hacía con excesiva fuerza, pero el hombre se arredró ante el ataque. Dejó de blandir el bate y se me quedó mirando atontado, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Aprovechando su desconcierto, le propiné una certera y brutal patada en el bajo vientre. El hombre se dobló de dolor y, entonces, le arrebaté el bate de la mano. Luego le di una fuerte patada en el costado. Como el hombre intentó agarrarme la pierna, le di otra patada. Y volví a darle otra más en el mismo sitio. Luego, le golpeé en el muslo con el bate. El hombre profirió un agudo chillido de dolor y cayó al suelo.

Al principio, seguí golpeándolo y dándole patadas debido al terror y la excitación. Le pegaba para impedir que me pegara él a mí. Pero una vez se hubo desplomado al suelo, el terror se convirtió en pura rabia. Aquella ira sorda que poco antes, mientras andaba, había sentido pensando en Kumiko permanecía aún dentro de mí. Y ahora se había desatado y, exacerbada, ardía como una llama. Una ira cercana al odio. Con el bate, volví a descargarle otro golpe en el muslo. El hombre babeaba por las comisuras de los labios. Empecé a sentir un dolor agudo en el hombro y el brazo, donde él me había dado con el bate. El dolor avivó aún más mi furia. El hombre tenía el rostro desencajado de dolor, pero aún intentó incorporarse apoyándose en un brazo. Como el brazo izquierdo me flaqueaba, tiré el bate, me arrojé sobre el hombre y empecé a darle puñetazos en la cara con todas mis fuerzas. Le golpeé una y otra vez. Hasta que los dedos, entumecidos, empezaron a dolerme. Pensaba seguir dándole hasta que perdiera el conocimiento. Lo agarré por el cuello de la camisa y golpeé su cabeza contra el suelo de madera. Era la primera vez que me pegaba con alguien. Jamás había golpeado a alguien de aquella forma. Pero, por alguna razón, no podía detenerme. «Tienes que parar», me decía a mí mismo. «Ya es suficiente. Te estás excediendo. Ese tipo ya no puede levantarse». Pero no podía. Comprendí que mi persona estaba dividida en dos. Una parte era incapaz de detener a la otra parte. Y sentí un violento escalofrío.

Entonces me di cuenta de que el hombre sonreía. A pesar de que le estaba pegando, él me miraba y sonreía. Y cuanto más le pegaba, más amplia era su sonrisa. Al final, con la sangre manándole de la nariz, con la sangre manándole del labio partido, ahogándose en sus propias babas, soltó una risa aguda. «Debe de estar loco», pensé. Dejé de pegarle y me levanté.

Miré a mi alrededor y vi el estuche negro de la guitarra apoyado contra el zapatero. Dejé al hombre riendo, me acerqué al estuche, lo tiré al suelo, solté los cierres y abrí la tapa. No había nada dentro. Estaba vacía. Ni guitarra ni velas. El hombre me miró, riendo y tosiendo a la vez. De repente, sentí que me ahogaba. La bochornosa atmósfera del interior del edificio me pareció, de súbito, insoportable. El olor a moho, el tacto de mi propio sudor, el olor a sangre y babas, la ira, el odio, todo me pareció insoportable.

Abrí la puerta y salí. Cerré la puerta. Seguía sin verse un alma. Sólo un enorme gato marrón que cruzó el descampado a paso cansino sin dirigirme ni una mirada.

Quería abandonar el lugar antes de que alguien me descubriera. No sabía qué dirección tomar, pero mientras vagaba sin rumbo, me topé con la parada de un autobús con destino a la estación de Shinjuku. Me propuse acompasar la respiración y ordenar las ideas antes de que llegase el autobús. Pero continué jadeando, la mente confusa. «Yo sólo quería observar la cara de la gente», me repetía una y otra vez. «Yo sólo estaba mirando el rostro de los transeúntes, tal como había hecho mi tío. Sólo pretendía deshacer el más sencillo de los nudos». Al subir al autobús, todos los pasajeros se volvieron a mirarme como si fueran una sola persona. Me observaron un instante sorprendidos y desviaron la vista con incomodidad. Supuse que se debía a la mancha. Tardé un tiempo en comprender que la culpa la tenían las salpicaduras de sangre de aquel hombre (en su mayor parte de la nariz) sobre mi camisa blanca y el bate de béisbol que asía en una mano. No me había dado cuenta, pero no lo había soltado todavía.

Acabé llevándomelo a casa. Lo arrojé dentro de un armario.

Aquella noche no pude conciliar el sueño hasta el amanecer. Con el paso de las horas, las zonas del hombro y del brazo donde me había golpeado aquel hombre se me hincharon y empezaron a dolerme. En el puño de la mano derecha permanecía aún la sensación de estar golpeando al hombre una y otra vez. Me descubrí a mí mismo con el puño cerrado con fuerza en ademán de combate. Por más que intentara abrirlo, la mano no respondía. No quería dormir. Sabía que, si me dormía en aquel estado, tendría una pesadilla horrible. Para calmarme, me senté frente a la mesa de la cocina y me bebí, solo, el whisky que había dejado mi tío y escuché música tranquila. Me apetecía hablar con alguien. Que alguien me dirigiera la palabra. Puse el teléfono encima de la mesa y lo contemplé durante horas. «¡Que me llame alguien, por favor! Quien sea. ¡No importa quién!», pensé. Incluso la extraña y misteriosa mujer. Quien fuera. Y cualquier historia, por absurda y sucia que pudiera ser, valía. Cualquier historia, por desagradable y funesta que fuera. Deseaba que alguien me hablara.

Pero el teléfono no sonó. Me acabé la media botella de whisky que había quedado y, después del amanecer, me acosté y me dormí. «¡Por favor, no me hagas soñar! Aunque sólo sea hoy, permite que mi sueño sea sólo un vacío», pensé antes de acostarme.

Soñé, por supuesto. Y, tal como había imaginado, fue una pesadilla horrible. Aparecía el hombre del estuche de guitarra. Y, en el sueño, yo hacía exactamente lo mismo que había hecho en la realidad. Lo seguía, abría la puerta del recibidor, él me golpeaba y luego yo lo golpeaba a él, lo golpeaba, lo golpeaba, lo golpeaba. Después, el sueño proseguía de manera distinta. Cuando dejaba de pegarle y me levantaba, el hombre sacaba una navaja del bolsillo. Una navaja pequeña y muy afilada. La hoja despedía destellos de una blancura ósea a la tenue luz del atardecer que se filtraba por los resquicios de las cortinas. Pero no la utilizaba para atacarme. Se despojaba de sus ropas hasta quedar desnudo y, exactamente igual que si pelara una manzana, empezaba a levantarse la piel. Iba desollándose mientras reía a carcajadas. La sangre manaba de todo su cuerpo formando un lago oscuro y siniestro a sus pies. Con la mano derecha, se desollaba la izquierda y, a continuación, con la mano izquierda, ensangrentada y sin piel, se desollaba la mano derecha. Al final, el hombre quedaba convertido en un amasijo de carne roja. Pero incluso entonces abría el negro agujero que tenía por boca y reía. Entre aquel amasijo de carne, sólo unos globos oculares, blancos y desorbitados, rotaban incansables. Después, la piel desollada, al compás de aquella risotada antinatural, empezaba a reptar por el suelo con un rumor sibilante y se me iba acercando. Yo intentaba huir, pero no podía moverme. Pronto me alcanzaba los pies, empezaba a trepar por mi cuerpo. Me cubría. La piel sanguinolenta de aquel hombre se iba adhiriendo, superponiendo, poco a poco, a la mía. El olor a sangre lo invadía todo. La piel, como una fina membrana, me cubría las piernas, el cuerpo, la cara. Todo quedaba negro ante mis ojos y sólo la risa seguía resonando, hueca, en las tinieblas. Y me desperté.

Al abrir los ojos, me encontré terriblemente confundido y asustado. Por unos instantes, ni siquiera tuve conciencia de existir. Me temblaban los dedos de las manos. Pero había llegado a una conclusión.

No podía huir, no debía huir. Ésta fue la conclusión que extraje. Por lejos que marchara, aquello me seguiría. Adónde quiera que fuese.