16
La única cosa mala ocurrida
en casa de May Kasahara
Reflexión de May Kasahara sobre la fuente del calor
—Señor pájaro-que-da-cuerda —dijo una voz de mujer. Con el auricular contra la oreja, lancé una mirada al reloj. Eran las cuatro de la tarde. El teléfono había sonado mientras hacía una siesta tendido en el sofá, bañado en sudor. Un sueño breve y desagradable había dejado en mi cuerpo la sensación de que, mientras dormía, alguien se había sentado sobre mí. Ese alguien había aguardado a que me durmiera para venir a sentárseme encima y se había ido poco antes de que me despertase—. Oiga —dijo la mujer en voz baja, casi en un susurro. El sonido parecía llegar a través de una finísima capa de aire—. Soy May Kasahara.
—¡Hola! —Saludé. Tenía los músculos de la boca entumecidos y no sé cómo sonaría a oídos de mi interlocutor, pero eso fue lo que había intentado decir. A lo mejor se pareció a un gruñido.
—¿Qué estabas haciendo? —preguntó con trazas de tantear el terreno.
—Nada —respondí. Me aparté el auricular de la boca y carraspeé—. Nada importante. Estaba durmiendo la siesta.
—¿Te he despertado?
—Sí, pero no importa. Era sólo la siesta.
Antes de proseguir, May Kasahara hizo una pequeña pausa. Parecía dudar.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿podrías venir a casa ahora?
Cerré los ojos. Luces de diferentes colores y formas danzaban en la oscuridad.
—Podría.
—Estaré tumbada en el jardín tomando el sol. ¿Entrarás directamente por la puerta de atrás?
—De acuerdo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿estás enfadado conmigo?
—No estoy seguro —contesté—. Pero, de todos modos, ahora mismo me ducho, me cambio de ropa y voy a tu casa. Tengo que hablar contigo.
Me puse bajo el chorro del agua fría para despejarme y luego me duché con agua caliente. Acabé con agua fría. Al final ya estaba completamente despierto, pero aún me aquejaba una languidez insoportable. Mientras me duchaba, tuve que asirme al colgador de las toallas y sentarme en la bañera varias veces. Debía de estar más cansado de lo que creía. Mientras me lavaba la cabeza, me palpé el chichón y pensé en el joven que me había derribado empujándome en las calles de Shinjuku. No lograba entenderlo. ¿Qué impulsaría a la gente a comportarse así? Había ocurrido el día anterior, pero parecía que hubiesen pasado una o dos semanas.
Después de secarme, me lavé los dientes y me miré en el espejo. En la mejilla derecha aún brillaba la mancha negriazul. Ni más oscura ni más clara que antes. Tenía ojeras y los globos oculares surcados de finas venitas rojas. Las mejillas parecían chupadas y el pelo demasiado crecido. Ofrecía el aspecto de un cadáver al que acabaran de desenterrar e insuflar un aliento de vida.
Me puse una camiseta y unos pantalones cortos limpios, una gorra, unas gafas de sol y salí al callejón. Seguía siendo un día tórrido. Cualquier cosa, sin excepción, que se encontrara en la superficie de la tierra jadeaba suspirando por una tormenta, pero en el cielo no se vislumbraba una sola nube. No había viento, y una capa de aire, caliente y enrarecido, abrazaba la tierra. En el callejón, como de costumbre, no me topé con nadie. Lo prefería, con aquel calor y yo con una cara tan horrible.
En el jardín de la casa abandonada, el pájaro de piedra seguía con el pico alzado, escudriñando el cielo. Parecía más sucio y exhausto que la última vez. Su mirada mostraba algo acuciante. El pájaro tenía los ojos clavados en alguna visión extraordinariamente lúgubre que flotaba en el cielo. De ser capaz, hubiera desviado la vista. Pero no podía. Sus ojos eran de piedra y no podía evitar ver. Los altos hierbajos que rodeaban la estatua permanecían inmóviles, conteniendo el aliento, como el coro de una tragedia griega que aguardara el advenimiento de un oráculo. La antena de televisión del tejado extendía apáticamente sus tentáculos plateados dentro del calor sofocante. Bajo los ardientes rayos del sol estival, todo estaba reseco y exhausto.
Tras contemplar durante unos instantes el jardín de la casa abandonada, entré en el de May Kasahara. El roble proyectaba sobre el suelo su sombra fresca, pero ella había preferido tenderse bajo los ardientes rayos del sol. Estaba en una tumbona, boca arriba, con un biquini de color chocolate increíblemente pequeño. El biquini se componía de minúsculos retales unidos, de forma rudimentaria, con cordones. Me pregunté si alguien podía nadar realmente con una cosa semejante. Llevaba las mismas gafas de sol que la primera vez que nos habíamos visto. Por su rostro corrían grandes goterones de sudor. Bajo la tumbona había una toalla blanca, un frasco de bronceador, unas cuantas revistas. Y dos latas de Sprite tiradas por el suelo, de las que utilizaba una, al parecer, como cenicero. Sobre el césped había una manguera de plástico en la misma posición que cuando la habían usado por última vez.
Al acercarme, May Kasahara se incorporó, alargó un brazo y apagó la radio. Su piel estaba mucho más tostada que la última vez que la había visto. No era un bronceado ordinario, de haber pasado el fin de semana en la playa. Cada centímetro de su cuerpo, desde los lóbulos de las orejas hasta la punta de los dedos de los pies, lucía un bello y uniforme bronceado. Debía de pasarse el día tumbada allí, tostándose. Probablemente eso era lo que estuvo haciendo mientras yo permanecía en el fondo del pozo. Eché un vistazo a mi alrededor. El jardín mostraba el mismo aspecto que la última vez que lo había visto. Una vasta superficie de césped muy bien cuidado y un estanque sin agua, tan reseco que daba sed sólo verlo.
Me senté en la tumbona de al lado y me saqué un caramelo de limón del bolsillo. Por el calor, se había adherido al papel. May Kasahara se me quedó mirando fijamente, en silencio.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿cómo diablos te ha salido esta mancha que tienes en la cara? Porque eso es una mancha de nacimiento, ¿verdad?
—Me parece que sí. Pero no tengo ni idea de cómo ha salido. Cuando me di cuenta, ya tenía esto en la cara.
May Kasahara se incorporó y me miró de hito en hito. Después se enjugó con el dedo el sudor de las aletas de la nariz y se alzó las gafas de sol sujetándolas por el puente. Tras los oscuros cristales apenas se le veían los ojos.
—¿No se te ocurre nada? ¿De cómo o dónde pudiste hacerte eso?
—No tengo ni idea.
—¿Ni idea?
—Poco después de salir del pozo me miré en el espejo y ya estaba ahí. Es lo único que sé. De verdad.
—¿Te duele?
—No. Ni duele, ni pica, ni nada de nada. Sólo noto un poco de calor.
—¿Has ido al médico?
Negué con un movimiento de cabeza.
—Me parece que sería inútil.
—Seguro —dijo May Kasahara—. A mí tampoco me gustan los médicos.
Me quité la gorra, las gafas de sol y me enjugué el sudor de la cara con un pañuelo. Mi camiseta gris ya estaba negra bajo las axilas.
—Es muy bonito ese biquini —dije.
—Gracias.
—Parece hecho de retazos. Una buena manera de aprovechar los escasos recursos naturales.
—Cuando no hay nadie, me quito la parte superior.
—¡Vaya!
—Ni que me lo quite, debajo tampoco hay gran cosa, ¿no te parece? —dijo ella a modo de excusa.
Los pechos que se adivinaban bajo el biquini ciertamente aún eran pequeños y poco turgentes.
—¿Has nadado alguna vez con eso puesto? —pregunté.
—No. No sé nadar. ¿Y tú?
—Yo sí.
—¿Cuántos kilómetros? —Desplacé el caramelo de limón bajo la lengua—. ¿Diez kilómetros?
—Quizá.
Me imaginé nadando en la costa de Creta. «Una playa de arena blanca y un mar de color oscuro como el vino». No lograba imaginar cómo debía ser un mar de ese color. Pero no sonaba nada mal. Volví a enjugarme el sudor de la cara.
—¿No hay nadie en tu casa ahora?
—Ayer se fueron todos al chalet de Izu. A pasar el fin de semana. A bañarse. Por todos me refiero sólo a mis padres y a mi hermano, claro.
—¿Y tú no has ido?
Ella esbozó el gesto de encogerse de hombros. Luego sacó de entre la toalla un paquete de Hope cortos y una caja de cerillas, se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió.
—Señor pájaro-que-da-cuerda, haces una cara espantosa, ¿lo sabías?
—He estado varios días en el fondo de un pozo sin ver la luz y casi sin comer ni beber. No es raro que haga mala cara.
May Kasahara se quitó las gafas y me miró. En el rabillo del ojo aún tenía aquella profunda cicatriz.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿estás enfadado conmigo?
—No estoy seguro. Hay muchas cosas en las cuales debo pensar antes de enfadarme contigo.
—¿Ha vuelto tu esposa?
Negué con la cabeza.
—Hace poco ha llegado una carta suya. Dice que no volverá jamás. Y si Kumiko dice que no vuelve, seguro que no vuelve.
—¿Es de ese tipo de personas que una vez toman una decisión no cambian fácilmente de idea?
—Pues sí, lo es.
—¡Pobrecillo, señor pájaro-que-da-cuerda! —dijo May Kasahara incorporándose y extendiendo el brazo para darme una palmadita en la rodilla—. ¡Pobre, pobrecillo, señor pájaro-que-da-cuerda! Oye, una cosa. Tú quizá no lo creas, pero pensaba sacarte del pozo en el último momento. Sólo pretendía asustarte, atormentarte un poco. Hacerte gritar de miedo. Ver cuánto tardabas en perder la cabeza y sentirte confuso. —Como no sabía muy bien qué decir, asentí en silencio—. Oye, ¿pensabas que iba en serio? ¿Que te dejaría morir allí?
Hice una bolita de papel con el envoltorio del caramelo de limón.
—No estaba seguro. Parecía que ibas en serio, pero, a la vez, que sólo pretendías asustarme. Cuando se habla desde lo alto a alguien que está en el fondo de un pozo, la voz resuena de una manera muy extraña y no se puede captar bien el tono. Pero, a fin de cuentas, no se trata de cuál de las dos cosas era correcta. ¿Me explico? La realidad se compone de diferentes capas. Tú, en aquella realidad, tal vez quisieras matarme de verdad. Pero, en esta realidad, no pretendías hacerlo. La cuestión es qué realidad coges tú y qué realidad cojo yo.
Metí el envoltorio de papel convertido en una bolita dentro de una de las latas de Sprite.
—Señor pájaro-que-da-cuerda, ¿puedes hacerme un favor? —dijo May Kasahara señalándome la manguera extendida sobre el césped—. ¿Me echas un poco de agua por encima con aquella manguera? Si no me mojo de vez en cuando, con este calor se me derriten los sesos.
Me levanté de la tumbona, me dirigí hacia el césped y cogí la manguera de plástico azul. Estaba caliente, reblandecida. Abrí el grifo que se encontraba detrás de los arbustos y el agua empezó a manar. Al principio, el agua de dentro del tubo, caldeada por el sol, salía casi hirviendo; luego, cada vez más fresca, hasta salir casi helada. Dirigí un potente y largo chorro hacia May Kasahara, tendida sobre el césped.
Ella, cerrando los ojos con fuerza, se dejaba bañar.
—¡Qué fría! ¡Qué fantástico! ¿Por qué no te mojas tú también, señor pájaro-queda-cuerda?
—No tengo traje de baño —dije.
Pero May Kasahara parecía encontrarse realmente en la gloria bajo el agua fría y yo no podía soportar más el calor. Me quité la camiseta sudada, me incliné hacia delante y dejé que el agua me corriera por la cabeza. Mientras, me metí un poco en la boca y la probé. Estaba fría, deliciosa.
—¿Es agua subterránea? —le pregunté.
—Sí, la sacamos con una bomba. Está helada. Es fantástica, ¿verdad? Incluso se puede beber. Hace poco vinieron los de la inspección de aguas del Departamento de Sanidad y dijeron que no había ningún problema, que era extraño encontrar un agua tan pura dentro de Tokio. Los de la inspección casi estaban sorprendidos. Con todo, nos preocupa que pueda haber algo y no nos la bebemos. En un sitio como éste, tan lleno de casas, nunca se sabe si puede llegar a mezclarse algo con el agua.
—Pensándolo bien, es extraño. Ahí enfrente, en casa de los Miyawaki, el pozo se ha secado completamente, y aquí en cambio sale agua fresca a chorros. Estando las dos tan cerca, separadas por un callejón tan estrecho, ¿a qué se deberá la diferencia?
—¿Por qué debe de ser? —dijo May Kasahara ladeando la cabeza—. Quizá la corriente de la vena de agua subterránea haya sufrido, vete a saber por qué, algún cambio, y entonces aquel pozo se ha secado y éste no. No entiendo muy bien cómo va, pero debe de ser algo así.
—¿Ha sucedido algo malo en tu casa? —pregunté.
May Kasahara hizo una mueca y negó con un movimiento de cabeza.
—Lo único malo que ha pasado en mi casa durante estos últimos diez años es que me he aburrido mortalmente.
Después de estar un rato bajo el agua, mientras se secaba con una toalla, May Kasahara me preguntó si me apetecía una cerveza. Le dije que sí. Trajo de la casa dos latas frías de Heineken. Ella se bebió una y yo la otra.
—Señor pájaro-que-da-cuerda, ¿qué piensas hacer a partir de ahora?
—Todavía no lo he decidido en firme —dije—, pero tal vez me vaya de aquí. Tal vez me vaya de Japón.
—¿Y adónde irás?
—A Creta.
—¿A Creta? ¿Tiene eso alguna relación con aquella mujer, con la tal Creta no-sé-qué?
—Algo, sí.
May Kasahara reflexionó unos instantes.
—¿Fue esa Creta no-sé-qué la que te sacó del pozo?
—Creta Kanoo —dije—. Sí, fue ella.
—Tienes muchos amigos, ¿no te parece?
—No tantos. Más bien al contrario. Soy famoso por tener pocos amigos.
—Y esa Creta Kanoo, ¿cómo sabía que estabas en el fondo del pozo? Tú te habías metido dentro sin decírselo a nadie, ¿no? Entonces, ¿cómo lo sabía ella?
—Lo ignoro —dije—. No tengo ni idea.
—Bueno, sea como sea, tú te vas a la isla de Creta con ella, ¿verdad?
—Aún no lo he decidido. Simplemente existe esa posibilidad.
May Kasahara se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió. Después se tocó con la punta del dedo la cicatriz del rabillo del ojo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, mientras tú estabas en el fondo del pozo, yo estuve casi todo el tiempo aquí tumbada, tomando el sol. Desde aquí miraba el jardín de la casa abandonada mientras me bronceaba y pensaba en ti, en el fondo del pozo. Que estabas allí. Que dentro de aquel pozo oscuro tenías hambre, que te ibas acercando, paso a paso, a la muerte. No podías salir, yo era la única persona que sabía dónde te encontrabas. Podía sentir de una manera terriblemente vívida tu dolor, tu ansiedad, tu pánico. ¿Entiendes lo que te digo? Y así me daba la impresión de dejarte morir. De verdad. Pero pretendía ir más allá. Hasta el límite. Hasta que estuvieras exhausto y aterrado a más no poder. Hasta que no pudieras aguantar más. Creía que eso era lo mejor, para ti y para mí.
—Pero yo creo que si hubieras ido hasta el límite, te habrían entrado ganas de llegar hasta el final. Eso tal vez sea mucho más fácil de lo que piensas. Una vez se ha llegado hasta ahí, basta un pequeño empujón. Luego habrías pensado lo siguiente: a fin de cuentas, esto ha sido lo mejor, para él y para mí —dije. Y bebí un sorbo de cerveza May Kasahara se quedó pensativa, mordisqueándose los labios.
—Quizá tengas razón —admitió poco después—. No estoy segura.
Me bebí el último trago de cerveza y me levanté. Me puse las gafas de sol y me enfundé la camiseta empapada en sudor.
—Gracias por la cerveza.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kashara—. Ayer por la noche, después de que mi familia se fuera al chalet, me metí dentro del pozo. Estuve allí metida unas cinco o seis horas.
—¡Ah! Entonces fuiste tú quien se llevó la escala de cuerda.
May Kasahara hizo una pequeña mueca.
—Sí, fui yo.
Dirigí una mirada al césped. De la tierra empapada de agua se elevaba un vapor parecido a un velo de calina. May Kasahara apagó la colilla dentro de la lata de Sprite.
—Durante las primeras dos o tres horas no noté nada especial. Estaba oscuro y me sentía un poco intranquila, claro. Pero eso no podía llamarse ni miedo ni pánico. Yo no soy de esas chicas que pegan chillidos de terror por cualquier tontería. Me decía que estaba oscuro y ya está. Que tú habías estado varios días ahí dentro, que no había ningún peligro, ningún motivo para tener miedo. Pero al cabo de dos o tres horas empecé a perder la conciencia de mí misma. Inmóvil en la oscuridad, algo que había en mi interior empezó a hincharse. Igual que las raíces de una planta van creciendo hasta romper la maceta, tuve la sensación de que ese algo iría aumentando de tamaño indefinidamente en mi interior y que, al final, me haría reventar. Era una cosa que, bajo la luz del sol, había permanecido en calma dentro de mi cuerpo, pero que, en la oscuridad, empezó a crecer a una velocidad de vértigo como si se nutriera de algún alimento especial. Intenté detenerlo. Pero no pude. Y empecé a sentir un pánico terrible. Era la primera vez en mi vida que estaba tan atemorizada. Aquel gelatinoso pedazo de sebo blanco iba apoderándose de mi persona. Me estaba devorando. Señor pájaro-que-da-cuerda, esa gelatina era realmente pequeña al principio. —Enmudeció unos instantes y se miró las manos como si recordara lo que sucedió aquel día—. Estaba asustada de veras. Seguro que ése era el pánico que quería hacerte sentir a ti. Quería que escucharas cómo eso iba royéndote las entrañas.
Volví a sentarme en la tumbona. Contemplé el cuerpo de May Kasahara cubierto por el exiguo biquini. Tenía dieciséis años, pero físicamente aparentaba trece o catorce. Los senos y las caderas aún no estaban desarrollados. Su cuerpo me recordaba uno de esos bocetos apuntados con el mínimo de líneas posible, pero que sin embargo dan una increíble sensación de realidad. Pero, al mismo tiempo, había algo en su figura que hacía pensar en una anciana.
—¿Te has sentido alguna vez hasta ahora mancillada por algo? —se me ocurrió preguntarle de repente.
—¿Mancillada? —repitió entornando los ojos—. ¿Físicamente? ¿Violada por alguien, quieres decir?
—Física o también espiritualmente.
May Kasahara recorrió con la mirada su propio cuerpo y luego la dirigió hacia mí.
—Físicamente, no. Yo aún soy virgen. Los pechos se los he dejado tocar a un chico, pero sólo por encima de la ropa. —Asentí en silencio—. Y espiritualmente… La verdad es que no sé qué decirte. No acabo de entender qué significa ser mancillada espiritualmente.
—Yo tampoco sabría explicártelo. Es una cosa que se siente o no se siente. Y si tú no la sientes, quiere decir que no lo has sido.
—¿Por qué me has preguntado eso?
—Porque a algunas personas que conozco les ha pasado. Y eso les ha ocasionado muchas complicaciones. Me gustaría preguntarte una cosa. ¿Por qué siempre estás pensando en la muerte?
Ella se puso un cigarrillo entre los labios y, con una sola mano, encendió una cerilla con habilidad. Luego se puso las gafas de sol.
—¿Tú no piensas casi nunca en la muerte?
—A veces sí, claro. Pero siempre, siempre, no. De vez en cuando. Como la mayoría de personas en este mundo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara—, quizá sólo sean cuestiones mías, pero creo que cada uno de nosotros nace con una cosa diferente en el centro de su existencia. Y esta cosa, cada una de estas cosas distintas, se convierte en una especie de fuente de calor que mueve desde el interior a cada uno de los seres humanos. Yo también la tengo, claro, pero de vez en cuando se me escapa de las manos. Se dilata y reduce a su antojo dentro de mí haciéndome temblar. Yo querría comunicar esta sensación a los demás. Pero nadie lo comprende. No debo explicarme bien, pero es que los demás tampoco me escuchan. Fingen hacerlo, pero no escuchan de verdad. Por eso, a veces, me impaciento muchísimo y acabo haciendo cosas sin ton ni son.
—¿Cosas sin ton ni son?
—Como encerrarte a ti dentro del pozo o, cuando iba en moto, taparle los ojos con las dos manos al chico que conducía.
Al decirlo, se llevó la mano a la cicatriz del rabillo del ojo.
—¿Fue entonces cuando sufriste el accidente? —pregunté.
May Kasahara me miró con aire de extrañeza. Como si no hubiera oído bien la pregunta. Pero mis palabras, todas y cada una de ellas, debían de haber llegado a sus oídos. No veía bien la expresión de sus ojos tras las gafas de sol, pero, en un instante, una especie de insensibilidad se había extendido por su rostro como si hubieran vertido aceite en aguas mansas.
—¿Qué le pasó a ese chico? —pregunté.
May Kasahara me miraba con el cigarrillo entre los labios. Para ser precisos, me miraba la mancha de la cara.
—¿Tengo que responder a esa pregunta, señor pájaro-que-da-cuerda?
—Si no quieres, no. Has sido tú quien ha sacado el tema. Si no quieres hablar de ello, no lo hagas.
May Kasahara permaneció en silencio como si le costara tomar una decisión.
Luego dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló el humo despacio. Se quitó las gafas lentamente y alzó el rostro hacia el sol con los ojos cerrados con fuerza. Mirándola, sentí que el tiempo fluía más y más despacio. «Parece que la cuerda del tiempo está empezando a romperse», pensé.
—Murió —dijo al fin May Kasahara con voz inexpresiva, como si se resignara a algo.
—¿Murió?
May Kasahara tiró la ceniza del cigarrillo al suelo. Luego cogió la toalla y se enjugó una y otra vez el sudor del rostro. Y explicó de forma rápida y mecánica, como si recordara un asunto que había olvidado:
—Corríamos mucho. Fue cerca de Enoshima.
Yo la miraba en silencio. May Kasahara asía la toalla de playa blanca con ambas manos y la apretaba contra sus mejillas. El cigarrillo humeaba entre sus dedos. No había viento y el humo se alzaba recto como pequeñas señales de fuego. Ella parecía dudar si llorar o reír. Al menos eso fue lo que me pareció. Permaneció oscilando en la delgada e inestable línea que separa el llanto y la risa. Pero, al fin, no se decantó hacia ninguno de los dos lados. May Kasahara recompuso su rostro, depositó la toalla en el suelo y dio una calada. Eran casi las cinco, pero no parecía que el calor fuera a remitir lo más mínimo.
—Yo lo maté. Por supuesto, no tenía intención de hacerlo. Sólo quería llegar hasta el límite. Antes habíamos hecho lo mismo muchas veces. Era como un juego. Cuando íbamos en moto, le tapaba los ojos desde atrás, le hacía cosquillas. Hasta entonces no había pasado nada. Sólo aquel día, casualmente… —May Kasahara alzó el rostro y me miró—. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda. Yo no me siento mancillada ni nada parecido. Yo sólo quería acercarme a esa cosa. Atraerla, arrastrarla hacia fuera y aplastarla. Pero, para sacarla, es necesario llegar hasta el límite. Si no, no se puede arrastrar. Hay que ofrecerle un buen cebo —dijo sacudiendo la cabeza despacio—. Me parece que no estoy mancillada. Pero tampoco me ha salvado nadie. Ahora, en el mundo, no hay nadie que pueda hacerlo. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda. El mundo me parece tan vacío, ¿sabes? Todo lo que me rodea me parece una estafa. Lo único que no es una estafa es esa cosa gelatinosa que hay dentro de mí.
May Kasahara respiró largo tiempo breve y acompasadamente. No se oía ni el canto de los pájaros, ni el chirrido de las cigarras. Nada. El jardín estaba en un silencio absoluto. Parecía que el mundo se hubiera quedado vacío de veras. Y, como si hubiese recordado algo de repente, May Kasahara cambió de posición y se volvió hacia mí. Se había borrado toda expresión de su rostro. Como si le hubiesen lavado la cara.
—Señor pájaro-que-da-cuerda, ¿te has acostado con esa Creta Kanoo? —Asentí—. Si te vas a Creta, ¿me escribirás?
—Por supuesto. Si me voy, claro está. Aún no lo he decidido en firme.
—Pero tienes intención de irte, ¿no?
—Quizá vaya.
—Acércate, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara. Y se incorporó. Me levanté y fui junto a ella—. Siéntate aquí, señor pájaro-que-da-cuerda. —Me senté a su lado, tal como me decía—. Enséñame la cara, señor pájaro-que-da-cuerda. —Me miró de frente, con fijeza. Luego depositó una mano sobre mi rodilla y puso la palma de la otra sobre la mancha de la cara—. Pobre señor pájaro-que-da-cuerda —susurró—. Seguro que aún tendrás que pasar por muchas cosas. Antes de que te des cuenta. Sin posibilidad de elección. Como el prado recibe la lluvia… Cierra los ojos, señor pájaro-que-da-cuerda. Ciérralos con fuerza, como si estuviesen pegados con cola.
Los cerré con fuerza. May Kasahara posó los labios sobre la mancha de mi rostro. Unos labios pequeños y finos. Como una imitación bien hecha. Luego sacó la lengua y lamió despacio toda la superficie de la mancha. Mantenía la otra mano apoyada en mi rodilla. Aquel tacto cálido y húmedo me llegaba de un lugar más lejano que si hubiera atravesado todos los prados del mundo. Después tomó mi mano y la puso sobre su herida en el rabillo del ojo. Yo acaricié aquella cicatriz de un centímetro de largo. Al hacerlo, las ondulaciones de su conciencia me llegaron a través de la punta de los dedos. Era un pequeño estremecimiento que parecía una súplica. Quizás alguien debería estrechar con fuerza entre sus brazos a esa jovencita. Posiblemente alguien que no fuera yo. Alguien que estuviera en situación de ofrecerle algo.
—Si vas a Creta, escríbeme, ¿eh, señor pájaro-que-da-cuerda? A mí me gusta recibir cartas larguísimas. Pero no hay nadie que me escriba.
—Te escribiré —dije.