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El bate desaparecido
Regreso de La gazza ladra
Me puse un jersey, el chaquetón, una gorra de lana que me cubría casi hasta los ojos y, saltando el muro, bajé silenciosamente al callejón. Aún no había amanecido y la gente dormía todavía. Caminé por el callejón sin hacer ruido hasta llegar a la casa.
La «mansión» estaba tal como la había dejado seis días atrás. Los platos sucios seguían en el fregadero. No había ninguna nota, tampoco había mensajes en el contestador. En el cuarto de Cinnamon, la pantalla del ordenador estaba muerta, fría. El aire acondicionado mantenía idéntica la temperatura de las habitaciones. Me quité el chaquetón, los guantes, calenté agua, me tomé un té inglés. Me comí unos bizcochos con queso en lugar de prepararme el desayuno. Fregué los platos que había en el fregadero, los guardé en el armario. Aunque dieron las nueve, Cinnamon no apareció, como me había imaginado ya.
Salí al jardín, levanté la tapa del pozo, me asomé a mirar. Era la oscuridad de siempre. Conocía muy bien el pozo, como una prolongación de mi propio cuerpo. Su oscuridad, su olor, su silencio se habían convertido en una parte de mí. En cierto sentido conocía mejor el pozo que a Kumiko. Por supuesto, recordaba muy bien a Kumiko. Si cerraba los ojos, podía recordar cada detalle de su rostro, de su cuerpo, recordaba sus gestos. Había vivido con ella seis años en la misma casa. Pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de que había cosas de Kumiko que era incapaz de recordar con nitidez. O, quizá, lo que no tenía era la certeza de poder recordarlas. Igual que no fui capaz de recordar con exactitud la forma en que estaba doblada la cola del gato cuando volvió a casa.
Me senté en el brocal del pozo, las manos embutidas en los bolsillos del chaquetón, volví a mirar a mi alrededor. Parecía que fuera a caer una lluvia gélida, tal vez incluso nevara. No hacía viento, pero el aire estaba muy frío. Una bandada de pequeños pájaros volaba por el cielo trazando formas complejas, pictografías secretas, y se alejó veloz hacia alguna parte. Poco después oí el rumor sordo de un avión a reacción, pero no pude verlo, tapado por las pesadas nubes. En días nublados, tan oscuros como ése, no me preocupaba que, al salir del pozo, la luz del sol me dañara los ojos, aunque hubiera bajado en pleno día.
Permanecí allí sentado sin hacer nada durante un buen rato. No tengo prisa. El día acaba de empezar, aún falta mucho para mediodía. Me dejé llevar por las ideas que me iban viniendo a la cabeza. ¿Adónde habrán llevado la estatua del pájaro? Quizás esté en el jardín de otra casa y siga confiando en vano, eternamente, en el impulso que lo haga capaz de levantar el vuelo. ¿O lo tiraron tal vez el verano pasado junto con los escombros del derribo de la casa de los Miyawaki? Eché de menos la estatua del pájaro. Me parecía que, sin la estatua, el jardín había perdido el delicado equilibrio que tenía antes.
Pasadas las once no me venía ya ningún otro recuerdo a la cabeza, bajé al fondo del pozo. Descendí por la escalera comprobando cómo era el aire que me envolvía, respiré hondo, como siempre. Es el aire de siempre. Huele a moho, pero no falta oxígeno. Busqué a tientas el bate que había dejado apoyado en la pared. Pero el bate no estaba. Había desaparecido. Desaparecido del todo, sin dejar ni rastro.
Me senté en el suelo al fondo del pozo, me apoyé en la pared.
Suspiré varias veces. Suspiros vacíos, sin esperanza, como el viento que sopla caprichosamente por los secos valles sin nombre. Cuando me cansé de suspirar, me froté con ambas manos las mejillas. ¿Quién demonios se habrá llevado el bate? ¿Cinnamon? Era la única posibilidad que se me ocurría. Nadie más que él sabe que existe el bate, tampoco bajaría nadie al fondo del pozo. Pero ¿por qué tenía que llevarse Cinnamon mi bate? Sacudí la cabeza, inútilmente, en la oscuridad. Me parecía incomprensible. No, ésa era sólo una de las muchas cosas que no podía comprender.
«De todos modos, no tengo más remedio que hacerlo sin el bate», pensé. No hay más remedio. Desde el principio, el bate sólo había sido un simple amuleto. Está bien, aunque no lo tenga, no hay ningún problema. La primera vez no tuve ningún problema en llegar hasta aquella habitación sin llevar nada, ¿no fue así? Tras convencerme a mí mismo, tiré de la cuerda y cerré la tapa del pozo. Después entrelacé los dedos de las manos en torno a las rodillas, cerré los ojos lentamente en la oscuridad.
Como la última vez, me costaba concentrarme. Pensamientos diversos penetraban furtivamente en mi cabeza y me lo impedían. Para ahuyentarlos, intenté pensar en la piscina. Pienso en la piscina municipal cubierta, de veinticinco metros de largo, a la que voy con frecuencia. Imagino que estoy nadando, arriba y abajo, en estilo crawl. Nado despacio, tranquilamente, sin preocuparme por la velocidad. Saco despacio los codos del agua, introduzco suavemente los brazos siguiendo la punta de los dedos para evitar ruidos innecesarios, levantar espuma. Retengo el agua en la boca, la expulso despacio, como si respirase bajo el agua. Después de nadar un rato siento que mi cuerpo fluye con naturalidad por el agua como si lo empujase una suave brisa. A mis oídos sólo llega mi respiración regular. Estoy mirando desde lo alto el paisaje, floto en el viento como un pájaro que vuela por el cielo. Veo una ciudad lejana, personas pequeñas, la corriente de un río. Me envuelve una sensación de serenidad. Podría decirse que estoy embelesado. Nadar ha sido siempre una de las cosas maravillosas en mi vida. Quizá no me haya ahorrado ningún problema, pero tampoco me ha ocasionado ninguno. Nadar. Nunca nada podrá estropearlo.
«Se oye algo», pienso de repente.
Al darme cuenta, oigo en la oscuridad un ruido grave y monótono parecido al zumbido de un insecto. Pero no es un zumbido de verdad. Es más mecánico, artificial. Su frecuencia varía delicadamente, sube y baja, como al sintonizar una emisora de onda corta. Contuve el aliento, agucé el oído, intenté averiguar su procedencia. Parecía brotar de algún punto en la oscuridad, aunque, al mismo tiempo, brotaba de mi cabeza. En aquella profunda oscuridad era muy difícil establecer una clara línea divisoria.
De pronto, mientras trataba de concentrarme en aquel ruido, me adormecí sin darme cuenta. Pero no tuve la sensación gradual de «ir durmiéndome». Caí de pronto en el sueño igual que si caminara por un pasillo y, sin que tuviera tiempo ni de darme cuenta, alguien me agarrase por la espalda y me arrastrase rápidamente hacia una habitación. No sé cuánto tiempo pasé sumido en ese sopor, como sumergido bajo una gruesa capa de barro. Quizá no mucho. Tal vez sólo un instante. Pero cuando al fin recuperé el conocimiento, supe, por algunos indicios, que estaba en otra oscuridad. El aire era distinto, la temperatura era distinta, tanto su profundidad como su calidad eran distintas. La oscuridad apenas parecía mezclarse con una luz opaca. Y el olor fuerte y familiar del polen me irritó la nariz. Me hallaba en la habitación de aquel hotel extraño.
Levanté los ojos, miré a mi alrededor, contuve la respiración. Había atravesado la pared.
Estaba sentado en el suelo, sobre la alfombra, apoyado en una pared tapizada de tela. Tengo ambas manos entrelazadas sobre las rodillas. Estaba tan clara, tan completamente despierto, como terriblemente profundo había sido el sueño. Tardé algún tiempo en acostumbrarme al hecho de estar despierto, porque el contraste era extremo. El corazón bombeaba rápido, con latidos fuertes. No puedo equivocarme. Estoy aquí. Por fin he podido llegar.
Dentro de la espesa oscuridad, como hecha de infinidad de redes, la habitación era idéntica a como la recordaba. Pero, a medida que los ojos se van acostumbrando a la oscuridad, descubro que hay detalles perceptiblemente distintos. Primero, el teléfono no se encuentra en el mismo lugar. No está sobre la mesita de noche sino sobre la almohada. Hundido en la almohada sin que se vea apenas. En la botella, el whisky ha disminuido bastante. Ahora sólo queda, en el fondo, un culo. En la cubitera, el hielo se ha deshecho, hay agua turbia, sucia. El vaso está seco del todo, meto un dedo dentro, sé que hay un polvillo blanco. Me acerco a la cama, descuelgo el teléfono, me llevo el auricular a la oreja. Está completamente muerto. Como si la habitación hubiese sido abandonada, olvidada, durante largo tiempo. No se percibe el menor indicio de que haya alguien. Sólo las flores del jarrón conservan una frescura inquietante.
En la cama quedan huellas de que alguien ha estado acostado. La sábana, el edredón, se ven algo revueltos. Hay un hueco en la almohada. Quito el edredón, paso la mano. No queda siquiera un resto de calor. Tampoco queda el rastro de un perfume. Pensé que había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien se había levantado de la cama. Me siento en el borde, miro despacio a mi alrededor, aguzo el oído. Pero no se oye nada. Como si me encontrase en una cripta de la Edad Antigua después de que unos ladrones de tumbas se hubiesen llevado la momia.
De repente, justo en ese momento, suena el teléfono. Me quedo quieto, el corazón helado, como un gato paralizado por el miedo. El aire vibra con intensidad, el polen suspendido en el aire despierta como si hubiese sido golpeado. Los pétalos levantan ligeramente su rostro en la oscuridad. ¿El teléfono? Estaba muerto hace apenas un instante, como una piedra enterrada profundamente en la tierra. Los latidos de mi corazón se van sosegando, recobro el aliento, compruebo que estoy en esta habitación, que no he saltado a otra parte. Alargo el brazo, toco de forma leve el auricular con los dedos, dejo que pase un tiempo, luego lo descuelgo despacio. Tal vez haya sonado el timbre tres o cuatro veces en total.
—Diga, diga. —Pero, en cuanto descuelgo, el teléfono muere. Siento en la mano un peso muerto, como un saco de arena, ya no puedo retroceder—. Diga, diga —repito con voz seca. Pero mi voz rebota contra una pared sólida y retorna a mí.
Cuelgo el auricular, lo descuelgo otra vez, me lo llevo a la oreja. No se oye el tono. Me siento en el borde de la cama y espero, conteniendo el aliento, a que el teléfono vuelva a sonar. Pero el timbre no suena. Veo cómo vuelve a desmayarse el polvo suspendido en el aire, e igual que antes se desvanece, se hunde en la oscuridad. Intento reproducir el sonido del timbre en mi cabeza. Ahora ya no estoy seguro de que haya ocurrido realmente. Pero si empiezo a pensar así, no terminaré nunca. Tengo que trazar un límite en alguna parte. De lo contrario, peligraría mi propia existencia. Seguro que ha sonado el timbre, sin duda. Y, un instante después, el teléfono volvía a estar muerto. Carraspeo. Pero incluso ese sonido muere en un instante en el aire.
Me levanto y camino de nuevo por la habitación. Observo el suelo, miro el techo, me siento a la mesa, me apoyo sin pensar en nada en la pared. Intento hacer girar el pomo de la puerta, encender, apagar la lámpara de pie. Por supuesto, la puerta ni se mueve, la iluminación sigue muerta. La ventana está tapiada desde el exterior.
Aguzo el oído. El silencio es como una pared alta y lisa. Pero, a pesar de todo, hay indicios de que tratan de engañarme. No quieren que sepa que están ahí, conteniendo el aliento, aplastados contra la pared, el color de la piel borrado. Finjo que no me doy cuenta. Nos estamos engañando mutuamente de manera muy hábil. Vuelvo a carraspear. Me paso las yemas de los dedos por los labios. Decido volver a inspeccionar el interior de la habitación. Vuelvo a apretar el interruptor de la lámpara de pie. No se enciende. Destapo la botella de whisky y la huelo. El mismo olor de siempre. Cutty Sark. Tapo la botella, la dejo sobre la mesa en el mismo lugar donde estaba. Descuelgo el auricular y me lo llevo a la oreja. Está tan rígido, tan muerto, que es imposible que pueda morir más. Compruebo el tacto de la alfombra a través de la suela de los zapatos, caminando despacio. Pego la oreja a la pared, concentro mis sentidos para descubrir si se oye algo. Por supuesto, no se oye nada. Me planto ante la puerta, intento hacer girar el pomo con la certeza de que no voy a poder moverlo. El pomo gira hacia la derecha con facilidad. Pero, durante unos instantes, no soy capaz de creer que esto sea real. Hace un momento no se movía ni siquiera un poco, igual que si estuviera bloqueada con cemento. Vuelvo al principio para intentarlo de nuevo. Retiro el brazo, alargo la mano otra vez hacia el pomo, lo hago girar a derecha e izquierda. El pomo gira en mi mano a derecha y a izquierda, con suavidad. Tengo la extraña sensación de que la lengua se me va a hinchar en la boca.
La puerta está abierta.
Tiré del pomo hacia mí, por la rendija de la puerta penetró una luz deslumbrante. Pensé en el bate de béisbol. Si tuviera el bate me sentiría más tranquilo. Está bien, olvídate del bate. Abro la puerta sin vacilar. Salgo afuera tras comprobar que no hay nadie ni a derecha ni a izquierda. Es un pasillo largo, alfombrado. Al otro lado del pasillo hay un jarrón con flores. Me había escondido detrás del jarrón mientras aquel camarero llamaba a la puerta. Según recordaba, era un pasillo muy largo, había que doblar muchas esquinas, se iba bifurcando en nuevos pasillos. Me había encontrado con el camarero por casualidad y había llegado hasta aquí siguiéndolo. En la puerta de la habitación había una placa con el número 208.
Empecé a caminar con cautela hacia el jarrón. Pensé que me gustaría llegar al vestíbulo en el que había visto por televisión a Noboru Wataya. Había mucha gente, movimiento. Con un poco de suerte, tal vez allí pudiera descubrir algún indicio. Pero llegar hasta allí era como atravesar un inmenso desierto sin brújula. Y, si no logro llegar al vestíbulo ni soy capaz de regresar a la habitación 208, tal vez quede atrapado en este hotel, como en un laberinto, y no pueda volver al mundo real. Pero no hay tiempo para vacilaciones. Tal vez sea ésta la última oportunidad. Por fin se ha abierto la puerta ante mí tras esperar que esto ocurriera día tras día, durante seis meses, en el fondo del pozo. Y el pozo está a punto de serme arrebatado. Si ahora me echo atrás, todo el esfuerzo y el tiempo que he invertido habrán resultado inútiles.
Doblé unas cuantas esquinas. Mis zapatillas de tenis no hacían ningún ruido sobre la alfombra. No se oyen las voces, ni la música, ni la televisión. Tampoco se oye el ruido del aire acondicionado, ni de los ascensores. En el hotel reinaba un silencio absoluto, profundo, como en una ruina abandonada por el tiempo. Doblé muchas esquinas, pasé por delante de muchas puertas. Pasé por algunas bifurcaciones. En cada bifurcación tomaba siempre el pasillo de la derecha. De este modo, cuando quisiera volver, llegaría a la misma habitación tomando siempre el pasillo de la izquierda. Pero había perdido por completo el sentido de la orientación. No podía saber si realmente avanzaba hacia alguna parte. La numeración de las puertas no era correlativa, de modo que eso no me servía. Y si trataba de memorizar los números, los olvidaba de inmediato. A veces tenía la sensación de que ya había visto, en otras puertas ante las que ya había pasado, los mismos números que veía ante mí. Me detuve en mitad de un pasillo para recuperar el aliento. ¿Estaré dando vueltas como cuando te pierdes en un bosque?
Allí parado, de pie, ya no sabía qué tenía que hacer cuando, a lo lejos, oí un sonido que me resultaba familiar. Es el camarero y viene silbando. Un sonido limpio, afinado. No conozco a nadie que silbe tan prodigiosamente. Silbaba la obertura de La gazza ladra, de Rossini, igual que la otra vez. No es una melodía fácil de silbar, pero él lo hacía con mucha soltura. Avancé hacia el lugar de donde provenía el silbido. El silbido sonaba cada vez más fuerte, más nítido. Al parecer, venía hacia mí. Me escondí detrás de una columna que encontré.
El camarero llevaba una bandeja de plata, sobre ella, como la otra vez, había una botella de Cutty Sark, una cubitera y dos vasos. El camarero miraba al frente ensimismado y escuchando su propio silbido, pasó ante mí caminando rápido. No se fijó en mí. Como si pensara que tenía prisa y que no podía perder ni un segundo. «Todo está igual», pensé. Como si hubiese retrocedido en el tiempo.
Seguí al camarero. La bandeja se balanceaba alegremente al son del silbido y reflejaba deslumbrante las luces del techo. Iba repitiendo la misma melodía de La gazza ladra sin cesar, tal vez como un ensalmo. Me pregunté en cuál sería la historia de La gazza ladra. Todo lo que conozco de esa ópera es la melodía de la obertura y su extraño título. De pequeño, teníamos en casa un disco con la obertura dirigida por Toscanini. Comparándola con la interpretación actual, moderna y elegante, de Claudio Abbado, la de Toscanini era apasionada, como si hubiese derribado a un enemigo temible tras una lucha violenta y pensara en estrangularlo poco a poco. Pero La gazza ladra, ¿cuenta realmente la historia de una urraca que roba objetos? Pensé que, cuando todo hubiese acabado, iría a la biblioteca y lo buscaría en la enciclopedia de música. Si se puede encontrar, no me importaría comprarme el disco de la ópera completa y escucharlo. O mejor no, quizás entonces ya no tenga ganas de saber nada de ella.
El camarero seguía caminado con pasos firmes, sin perder el ritmo, como un muñeco mecánico, yo lo seguía a distancia prudencial. No tenía la menor duda de adónde se dirigía. Llevaba una botella sin empezar de Cutty Sark, una cubitera y unos vasos a la habitación 208. Y, realmente, el camarero se detuvo delante de la habitación 208. Se pasó la bandeja a la mano izquierda, comprobó el número de la puerta, irguió la espalda y llamó de una forma mecánica. Tres veces y, luego, tres veces más.
No pude oír si alguien respondía desde dentro. Espiaba al camarero desde detrás del jarrón. Pasó el tiempo, pero el camarero no cambió de postura, estaba en posición de firmes ante la puerta, como si desafiara los límites de la paciencia. No volvió a llamar, simplemente permaneció esperando a que se abriera. Al poco rato, la puerta se entreabrió hacia dentro, como si hubiesen escuchado la oración.