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La gracia perdida

La prostituta de la mente

De vuelta a casa, encontré un sobre grueso en el buzón. Era una carta del teniente Mamiya. Mi nombre y dirección estaban escritos con unos bellos caracteres igual que la vez anterior. Primero me cambié de ropa, me lavé la cara, fui a la cocina y me bebí dos vasos de agua fría. Después abrí el sobre con un suspiro. El teniente Mamiya había llenado el fino papel con una letra pequeña escrita con estilográfica. Debía de haber unas diez hojas. Fui volviendo las páginas, una tras otra, y las metí de nuevo en el sobre. Estaba demasiado cansado para leer una carta tan larga y había perdido el poder de concentración. Al seguir con la mirada aquellas columnas escritas a mano, me parecieron un enjambre de extraños insectos azules. Y todavía me perseguía el eco de la voz de Noboru Wataya.

Me tendí en el sofá y permanecí mucho tiempo con los ojos cerrados sin pensar en nada. En aquellos momentos no me resultaba difícil. Todo lo que tenía que hacer era pasar de una idea a otra. Centrarme un instante en un pensamiento y dejar luego que se perdiera en el espacio.

Eran casi las cinco de la tarde cuando me decidí finalmente a leer la carta. Me senté en el cobertizo, me apoyé en una columna y saqué las hojas del sobre.

Toda la primera página la ocupaban expresiones introductorias: largos saludos adecuados a la estación, agradecimientos por su estancia anterior, disculpas por haberme entretenido tanto tiempo con una historia tan insustancial. El teniente Mamiya era una persona extraordinariamente bien educada. Superviviente de una época en que la cortesía desempeñaba un papel muy importante en la vida cotidiana. Esta página me la leí por encima y pasé a la siguiente.

«Le presento mis disculpas», escribía el teniente Mamiya, «por haberme extendido tanto en los preliminares. El único motivo de esta carta, aún sabiendo que puede representar una molestia adicional para usted, es hacerle saber que la historia que le conté ni es una invención ni es el recuerdo magnificado de un viejo, sino que es, hasta en los más mínimos detalles, la estricta y solemne verdad. Como usted muy bien sabe, hace mucho tiempo que acabó la guerra y, con los años, los recuerdos van degenerando de forma natural. Los recuerdos y los pensamientos envejecen igual que envejece el hombre. Pero hay algunos pensamientos que nunca se erosionan.

»Hasta ahora, jamás le había contado a nadie esta historia, aparte de a usted. A los oídos de la mayoría de la gente sonaría a invención disparatada. La mayor parte de la gente ignora y evita las cosas que trascienden los límites de su entendimiento, tachándolas de irracionales e indignas de consideración. ¡Cuánto desearía que la historia que le conté fuera en verdad una invención disparatada! He sobrevivido todos estos años aferrado a la endeble esperanza de que se tratara de un error en mi memoria, de una obsesión, de un simple sueño. Me he esforzado mil veces en convencerme de que era una obsesión, un error. Pero, cada vez que intentaba en vano confinar estos recuerdos al olvido, emergían con más fuerza, más vívidos. Han arraigado en mi mente y penetrado en mi carne como una célula cancerígena.

»Aún ahora puedo recordar cada uno de los pormenores tan vívida y detalladamente como si hubieran sucedido ayer. Puedo tocar la arena y la hierba y sentir su olor. Puedo ver la silueta de las nubes en el cielo. Puedo sentir incluso el viento arenoso y seco azotándome las mejillas. Si los comparo, los acontecimientos posteriores me parecen una obsesión irreal rayana en la ilusión. El principio de mi vida, de esa vida que puedo considerar propiamente mía, murió en aquellas estepas de Mongolia Exterior donde la vista se perdía sin encontrar obstáculo. Luego perdí el brazo en la terrible contraofensiva frente a las unidades de tanques soviéticos que rompieron la línea fronteriza, padecí un sufrimiento inimaginable en un gélido campo de concentración en Siberia y, después de volver a mi país, trabajé durante treinta años de profesor de ciencias sociales en el campo, y ahora vivo solo, cultivando la tierra. Pero todos estos años me han parecido la escena de una ilusión. El tiempo ha pasado sin que yo me apercibiera de ello. Mi memoria atraviesa en un instante estos largos años de vacuidad y vuelve directamente a las estepas de Hulumbuir.

»Lo que destruyó mi vida, lo que la convirtió en un pellejo vacío, fue aquella luz que vi en el fondo del pozo. Aquel brillante rayo de sol que penetraba directamente hasta el fondo sólo diez o veinte segundos. Aquel rayo que, sólo una vez al día y sin previo aviso, llegaba de repente y se desvanecía al instante. Pero yo, en aquella inundación de luz tan fugaz, vi más cosas de las que pueden verse en toda una vida. Y luego, habiéndolas visto, me convertí en una persona completamente distinta a la que había sido. Han pasado más de cuarenta años, pero todavía no puedo entender con exactitud el significado de lo que sucedió en el fondo del pozo. Lo que voy a contarle ahora no pasa de ser, pues, una mera hipótesis. No tiene ningún fundamento lógico. Pero, de momento, creo que esta hipótesis es lo que más se acerca a la realidad que experimenté.

»Había sido arrojado por los soldados mongoles al fondo de un pozo profundo y oscuro que estaba en mitad de las estepas de Mongolia, me dolían las piernas y los brazos, no tenía ni agua ni comida y sólo esperaba la muerte. Antes había visto desollar vivo a un ser humano. En esas circunstancias específicas, creo que mi mente había llegado a un estado de concentración tan exacerbado que, cuando brilló aquella luz, fui capaz de descender directamente hasta el núcleo de mi propia conciencia. En todo caso, vi todo lo que allí había. Todo a mí alrededor estaba bañado en esa luz brillante. Yo me hallaba justo en el centro de ese chorro de luz. Mis ojos no podían ver nada. Yo estaba enteramente sumergido en luz. Pero allí se veía algo. Algo se perfiló en el interior de esa ceguera momentánea. Algo. Algo vivo. Dentro de la luz, ese algo intentaba emerger, negro como la sombra de un eclipse solar. Pero yo no pude distinguir con claridad su forma. Intentó acercárseme. Intentó ofrecerme una especie de gracia divina. Yo lo esperaba temblando. Pero, fuera porque cambió de parecer, o porque no tuvo el tiempo suficiente, ese algo no llegó. Un instante antes de tomar forma se disolvió y desapareció de nuevo en la luz. Y la luz se fue apagando. Y el tiempo de que brillara llegó a su fin.

»Sucedió dos días seguidos. Exactamente lo mismo. Algo empezaba a perfilarse en el chorro de luz y desaparecía luego sin llegar a tomar forma. Dentro del pozo tenía hambre y sed. No era un sufrimiento común. Pese a ello, carecía de importancia. Lo que más me hizo sufrir fue no poder distinguir claramente ese algo que vivía en la luz. Era el hambre de ser incapaz de ver algo que debía ver, la sed de ser incapaz de conocer algo que debía ser conocido. Si hubiera sido capaz de distinguir su forma con claridad, no me habría importado morir de hambre y sed. Lo pensé realmente. Hubiera sacrificado cualquier cosa para poder ver su forma.

»Pero aquella forma se apartó de mí para siempre. La gracia divina se alejó sin serme concedida. Y, como ya le he dicho antes, tras salir de aquel pozo, mi vida se convirtió en un pellejo vacío. Por eso, poco antes de acabar la guerra, durante la ofensiva del ejército soviético en Manchuria, me ofrecí voluntario para ir a la primera línea del frente. También en el campo de concentración de Siberia procuré ponerme de forma deliberada en situaciones difíciles. Pero no logré morir. Tal como aquella noche había profetizado el cabo Honda, mi destino era volver a Japón y vivir un tiempo asombrosamente largo. Recuerdo haberme alegrado la primera vez que lo escuché. Sin embargo, era casi una maldición. No es que yo no muriera, sino que no podría morir. Tal como dijo el cabo Honda, hubiera sido mejor no haberlo sabido.

»Porque cuando se extinguieron la revelación y la gracia divina, se extinguió también mi vida. Todo lo que vivía dentro de mí, y que tenía por tanto algún valor, murió. No quedó nada. Todo ardió dentro de aquella luz violenta y quedó reducido a cenizas. O, tal vez, el calor que emitía aquella revelación, aquella gracia, abrasó el núcleo de mi vida. Quizá no tenía la fuerza suficiente para resistir aquel calor. Por eso no tengo miedo a morir. La muerte física de mi cuerpo para mí representará incluso una salvación. Me liberará para siempre del sufrimiento de ser yo, de esta prisión sin esperanza.

»Una vez más me he extendido demasiado. Pero lo que verdaderamente quería que supiera era esto. Soy un ser humano que, en cierto momento, perdió su propia vida y ha vivido más de cuarenta años acompañado de esa vida perdida. Como persona que se encuentra en esta situación, creo que la vida es mucho más limitada de lo que piensan las personas que están en pleno proceso vital. La luz brilla durante un limitado y brevísimo espacio de tiempo en el acto de vivir. Quizá sólo unas decenas de segundos. Una vez se ha ido, si has fracasado en el intento de alcanzar la revelación que se te ofrecía, no tienes una segunda oportunidad. Y luego deberás pasar el resto de tus días dentro de una profunda soledad sin esperanza ni remordimiento. En este mundo del crepúsculo, la persona ya nunca podrá esperar nada. Lo único que poseerá serán los restos efímeros de lo que pudo haber sido.

»En todo caso, me siento contento de haberle visto y haberle podido contar esta historia. Ignoro si le será de alguna utilidad. Pero tengo la sensación de que hablar con usted me ha producido una especie de consuelo. Es un pequeño consuelo, pero, por insignificante que sea, para mí es tan preciado como un tesoro. No puedo dejar de sentir los hilos del destino en el hecho de que haya sido el señor Honda quien me haya conducido hacia él. Hago votos para que sea usted feliz en el futuro».

Releí la carta otra vez desde el principio y la metí en el sobre.

La carta del teniente Mamiya me conmovió de una manera extraña, pero no me evocó más que imágenes vagas y lejanas. El teniente Mamiya era una persona a la que creía y aceptaba. Y aceptaba como real lo que él afirmaba que era realidad. Pero palabras como «realidad» o «verdad» tenían para mí poco poder de persuasión. Lo que más me conmovió de la carta era la frustración que se traslucía en cada una de sus frases. La frustración de querer describir algo, de querer explicar algo y fracasar.

Fui a la cocina, bebí un vaso de agua y, después, empecé a recorrer la casa. Fui al dormitorio, me senté en la cama, me quedé contemplando la ropa de Kumiko colgada en el armario. Me pregunté en qué había consistido mi vida hasta entonces. Entendía perfectamente lo que sobre mí había dicho Noboru Wataya. Me había enfadado al oírlo, pero tenía toda la razón. «Han pasado seis años desde que te casaste. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo? Lo único que has hecho es dejar la empresa donde trabajabas y convertirte en una carga para Kumiko. Ahora ni tienes trabajo ni tienes un solo proyecto para el futuro. Hablando claro, en tu cabeza no hay más que basura y piedras». Éstas habían sido sus palabras. Y no me quedaba más remedio que reconocer que su opinión era certera. Mirándolo con objetividad, durante aquellos seis años apenas había hecho nada y mi cabeza estaba llena de algo parecido a basura y piedras. Yo era un don nadie. Tal como había dicho.

¿Pero había sido realmente una carga para Kumiko?

Permanecí largo tiempo mirando los vestidos, las blusas y las faldas del armario. Eran las sombras que Kumiko había dejado tras de sí. Y, sin su dueña, estas sombras colgaban allí, inertes. Fui al cuarto de baño, saqué del cajón el frasco de agua de colonia de Christian Dior que alguien le había regalado a Kumiko, lo destapé y lo olí. Era la misma fragancia que había olido detrás de sus orejas la mañana que ella se había marchado. Vertí despacio todo el contenido del frasco en el lavabo. Conforme el líquido se deslizaba hasta el interior de la tubería, un fuerte olor a flores (no logré recordar su nombre) se alzó del lavabo como si atizara mis recuerdos. Sumergido en ese aroma intensísimo, me lavé la cara y me cepillé los dientes. Luego decidí ir a ver a May Kasahara.

Me planté como de costumbre en la parte trasera de la casa de los Miyawaki a esperar a que May Kasahara apareciera, pero ella no apareció. Apoyado en la verja, chupando un caramelo de limón y contemplando la estatua del pájaro, reflexioné sobre la carta del teniente Mamiya. Mientras tanto, empezó a anochecer. Tras esperar una media hora desistí. May Kasahara debía de haber salido.

Volví por el callejón hasta la parte posterior de mi casa y salté el muro. El interior de la casa se hallaba sumergido en la penumbra azulada y silenciosa de los crepúsculos de verano. Y allí estaba Creta Kanoo. Tuve la alucinación de que se trataba de un sueño. Pero era la continuación de la realidad. Aún flotaba vagamente por la casa el olor de la colonia que había vertido. Creta Kanoo estaba sentada en el sofá con ambas manos sobre las rodillas. Ni siquiera cuando me acerqué hizo el menor movimiento, como si el tiempo se hubiera detenido en su interior. Encendí la luz y me senté en una silla frente a ella.

—No estaba cerrado con llave —dijo al fin Creta Kanoo—. Y me he tomado la libertad de entrar.

—No importa. Normalmente no echo la llave al salir.

Creta Kanoo llevaba una blusa blanca de encaje, una vaporosa falda de color lila y unos grandes pendientes. En el brazo izquierdo llevaba dos grandes brazaletes. Al verlos me dio un vuelco el corazón. Eran casi idénticos a los que había visto en sueños. El peinado y el maquillaje eran los habituales. El pelo, como siempre, estaba cuidadosamente fijado con laca, como si acabara de salir de la peluquería.

—No dispongo de mucho tiempo —dijo Creta Kanoo—. Debo volver pronto a casa. Pero antes quería hablar con usted, señor Okada. Hoy ha visto al señor Noboru Wataya y a mi hermana, ¿verdad?

—Sí, aunque no puede decirse que la conversación haya sido muy divertida.

—¿Hay, entonces, algo que quiera usted preguntarme?

Uno tras otro, diferentes tipos de personas fueron apareciendo y haciéndome diversas preguntas.

—Quiero saber más cosas sobre Noboru Wataya. Me da la sensación de que tengo que saber más sobre él.

Ella asintió.

—También yo quiero saber más cosas sobre él. Me parece que mi hermana ya se lo ha dicho, pero, hace tiempo, él me deshonró. Ahora no puedo explicarle nada más. Pero lo haré algún día. Sucedió contra mi voluntad. Yo debía tener relaciones con él. Por tanto, no fue una violación en el sentido usual de la palabra. Pero me deshonró. Y esto me hizo cambiar mucho como persona en varios sentidos. Pude recuperarme. Es más, esa experiencia, con ayuda, por supuesto, de mi hermana Malta, me hizo acceder a un estadio superior. Pero, resultados aparte, el hecho es que fui ultrajada y deshonrada contra mi voluntad por el señor Noboru Wataya. Fue una cosa errónea y muy peligrosa. Cabía la posibilidad de que yo me hubiera perdido para siempre. ¿Me entiende? —Por supuesto que no la entendía—. Claro que también he tenido relaciones con usted, señor Okada. Pero ha sido algo hecho de una manera correcta con un propósito correcto. Con relaciones como ésas no me siento deshonrada.

Me quedé mirando el rostro de Creta Kanoo como si contemplara un muro lleno de manchas de colores.

—¿Relaciones conmigo, dice?

—Sí —respondió Creta Kanoo—. La primera vez sólo utilice la boca y la segunda vez tuvimos relaciones. Las dos veces en la misma habitación. Supongo que se acordará, ¿no es así? La primera vez yo tenía poco tiempo y hubimos de apresurarnos. La segunda dispusimos de un poco más de tiempo. —No pude replicarle nada—. La segunda vez me puse un vestido de su esposa. Un vestido azul. Y en la muñeca izquierda llevaba dos pulseras como éstas. ¿No es así? —Y me puso delante la muñeca izquierda con el par de brazaletes.

Asentí.

Creta Kanoo prosiguió:

—Por supuesto, no tuvimos relaciones reales. Cuando usted eyaculó, no lo hizo dentro de mi cuerpo, sino en su mente. ¿Me entiende? Era una conciencia creada. Pero, después de todo, nosotros tenemos en común la conciencia de haber mantenido relaciones el uno con el otro.

—¿Y con qué finalidad hace eso?

—Para conocer —contestó—. Para conocer más y mejor.

Suspiré. Era una historia extravagante. Pero ella había descrito a la perfección la escena del sueño. Acariciándome con el dedo las comisuras de los labios, me quedé mirando los brazaletes que llevaba en el brazo izquierdo.

—Quizá sea un poco tonto, pero no acabo de entender lo que me está contando —dije con voz seca.

—La segunda vez, cuando estaba teniendo relaciones con usted, otra mujer me reemplazó, ¿verdad? Yo no sé quién es. Pero quizás este hecho le sugiera a usted algo. Esto es lo que quería decirle. —Yo permanecía en silencio—. No tiene por qué sentirse culpable por haber mantenido relaciones conmigo. ¿De acuerdo? Señor Okada, yo soy una prostituta. Antes era prostituta de la carne, ahora lo soy de la mente. Estas cosas pasan a través de mí.

Luego, Creta Kanoo se puso en pie y se arrodilló a mi lado. Tomó mi mano entre las suyas. Sus manos eran suaves, cálidas y pequeñas.

—Señor Okada, abráceme —dijo Creta Kanoo.

La abracé. A decir verdad, no tenía ni idea de lo que debía hacer. Pero me pareció que abrazar a Creta Kanoo en aquel momento no era una acción equivocada. No puedo explicarlo bien, pero me dio esa impresión. Rodeé su esbelta cintura con un brazo como si me dispusiera a bailar. Ella era mucho más pequeña que yo y su cabeza me llegaba un poco más arriba de la barbilla. Sus senos se apretaban contra mi estómago. Apoyó su mejilla en mi pecho. Creta Kanoo lloraba en silencio. Mi camiseta estaba húmeda y caliente por las lágrimas. Veía balancearse su pelo perfectamente peinado. Parecía un sueño muy bien dibujado. Pero no era un sueño.

Después de permanecer mucho tiempo inmóvil en la misma posición, ella se separó de mí como si de repente se hubiera acordado de algo. Retrocedió y me miró desde cierta distancia.

—Muchas gracias, señor Okada. Ahora tengo que irme —dijo Creta Kanoo. Aunque debía de haber llorado mucho, su maquillaje apenas se había corrido. El sentido de la realidad estaba extrañamente ausente.

—¿Piensa volver a aparecer en mis sueños? —le pregunté.

—Eso yo no lo sé. —Y sacudió la cabeza despacio—. No lo sé. Pero debe confiar en mí. Pase lo que pase, no me tenga miedo ni se ponga en guardia contra mí. ¿De acuerdo, señor Okada?

Asentí.

Y Creta Kanoo se fue.

La oscuridad de la noche era más espesa que antes. Tenía el pecho de la camiseta empapado en lágrimas. No pude dormir hasta el amanecer. No podía dormir y, además, temía dormirme. Tenía la sensación de que, en cuanto me durmiera, sería engullido por una especie de arenas movedizas y transportado a otro mundo. Y que luego no podría regresar jamás. Encima del sofá esperé a que amaneciera bebiendo brandy y pensando en la historia que me había contado Creta Kanoo. Cuando empezó a salir el sol, la presencia de Creta Kanoo y el aroma del agua de colonia Christian Dior aún perduraban en el interior de la casa igual que sombras prisioneras.