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La compra de unos zapatos nuevos

Lo que vuelve a casa

Desde la estación de Akasaka, caminé por una bulliciosa calle llena de restaurantes y cafeterías hasta encontrar, en lo alto de una suave cuesta, el edificio de oficinas de seis pisos. El edificio no era ni nuevo ni viejo, ni grande ni pequeño, ni lujoso ni modesto. En la planta baja había una agencia de viajes en cuyo amplio aparador había un cartel del puerto de la isla de Mikonos y otro del tranvía de San Francisco. Ambos descoloridos, como el sueño que había tenido el mes anterior. Tras el cristal había tres empleados atareados, telefoneando y aporreando sus ordenadores.

La fachada del edificio no indicaba nada en particular. Era tan vulgar que parecía que hubieran trazado los planos inspirándose en el dibujo a lápiz de un niño de enseñanza primaria. A nadie habría extrañado la afirmación de que el arquitecto lo había concebido tan anónimo con la intención de que pasase inadvertido, oculto entre las casas contiguas. Incluso yo, que iba siguiendo los números, estuve a punto de pasar de largo sin verlo. Junto a la entrada de la agencia de viajes había una puerta solitaria con las placas de las oficinas que el edificio albergaba. A primera vista, no parecía que pudieran ser apartamentos demasiado amplios y la mayoría estaban ocupados por bufetes de abogados, estudios de arquitectos, agencias de importación, dentistas. Algunas placas eran todavía tan nuevas que reflejaban mi rostro cuando me plantaba delante, pero la del apartamento 602 era bastante vieja y el color se veía deslucido. Por lo visto, hacía bastante tiempo que la mujer tenía allí su oficina. En la placa estaba grabado el nombre, ESTUDIO DE DISEÑO DE MODA AKASAKA. La forma en que la placa estaba descolorida me tranquilizó un poco.

Al fondo del vestíbulo del edificio había una puerta cristalera, y para coger el ascensor había que llamar a la oficina a la que se subía para que, desde allí, desbloquearan el cierre de la puerta. Pulsé el timbre del apartamento 602. Quizás una cámara de televisión estuviera enviando mi imagen al monitor instalado en la oficina. Miré a mi alrededor y descubrí una especie de pequeña cámara de televisión en un rincón del techo. Poco después se oyó el zumbido que indicaba el desbloqueo de la puerta, la abrí y entré.

Subí hasta la sexta planta en un ascensor feo, topé con la puerta 602 tras buscarla por un pasillo sobrio, también feo. Comprobé que en la puerta figuraba el nombre ESTUDIO DE DISEÑO DE MODA AKASAKA y pulsé el timbre que había al lado.

Me abrió un hombre joven. Delgado, de pelo corto, rasgos nobles y proporcionados, era el hombre más guapo que había visto en mi vida. Pero lo que realmente me llamó la atención fue, más que sus facciones, su indumentaria. Llevaba una camisa de una blancura cegadora y una corbata con un pequeño estampado de color verde oscuro. La corbata en sí era elegante, pero estaba, además, anudada de manera impecable. Parecía una fotografía heliograbada de una revista de moda masculina. Yo era incapaz de hacer un nudo tan perfecto. ¿Cómo podía alguien hacerlo tan bien? Quizá fuera un talento innato. O tal vez el resultado de un durísimo aprendizaje. Los pantalones eran de color gris oscuro y los mocasines marrones con unos cordones de adorno. Ambos parecían estrenados dos o tres días antes.

Era algo más bajo que yo. En sus labios flotaba una sonrisa simpática. Una sonrisa muy natural, como si acabara de escuchar una broma divertida. Nada vulgar. Sofisticada como la que un ministro de Asuntos Exteriores de la pasada década hubiese dedicado al príncipe heredero en una recepción al aire libre, acogida con un coro de risillas discretas por las personas que los rodeaban. Cuando iba a decirle mi nombre, hizo ademán con la cabeza de que no era preciso. Con la puerta abierta hacia dentro, me hizo pasar. Y, tras lanzar una rápida mirada al pasillo, la cerró. Entretanto, no dijo nada. Sólo me hizo un pequeño guiño. Como si dijera: «Siento no poder hablar, pero hay aquí cerca una pantera negra profundamente dormida, que se irrita con facilidad». Era evidente que no había ninguna pantera. Simplemente me dio esa impresión.

Al otro lado de la puerta había una especie de sala de visitas. Con un tresillo de cuero de apariencia confortable y, al lado, un perchero de madera y una lámpara de pie de estilo antiguo. En la pared del fondo se veía una puerta que debía de conducir a la habitación contigua. Junto a la puerta había un sencillo escritorio de roble arrimado a la pared. Sobre el escritorio, un ordenador grande. Delante del sofá, una mesa tan pequeña que apenas permitía depositar encima un listín de teléfonos. Por el suelo se extendía una alfombra de un color verde claro cuya tonalidad era muy agradable. Sonaba, a bajo volumen, un cuarteto de Haydn. En las paredes había colgados elegantes aguafuertes de flores y pájaros. La habitación estaba muy ordenada y, a simple vista, se veía limpia. En unas estanterías empotradas se alineaban muestrarios de telas y revistas de moda. Los muebles no eran ni lujosos ni nuevos, pero, apropiadamente envejecidos como estaban, tenían una calidez tranquilizadora.

El hombre me condujo al sofá y me hizo sentar, él tomó asiento detrás del escritorio. Abrió ambas manos y me mostró las palmas indicándome que aguardara. Esbozó una sonrisa para expresar «lo siento» y levantó un dedo en vez de decir «no tardará mucho». Parecía que podía transmitir a su interlocutor lo que quisiera aunque no usara palabras. Asentí con un movimiento de cabeza para mostrarle que lo había entendido. Me daba la sensación de que era vulgar e impropio hablar ante él.

El joven tomó cuidadosamente el libro que estaba junto al ordenador, como si sujetara un objeto frágil, y lo abrió por la página que estaba leyendo. Era un libro grueso y muy negro. Como no llevaba cubierta no podía saber el título, pero desde el instante en que lo abrió, quedó absorto en su lectura. Parecía haber olvidado por completo que yo estaba delante. También a mí me apetecía leer algo para matar el tiempo, pero no había nada. Me conformé con escuchar la música de Haydn (aunque dudaría si me preguntaran si realmente era Haydn) arrellanado contra el respaldo del sofá y con las piernas cruzadas. Era una música que daba la sensación de ser absorbida en el aire y desaparecer conforme sonaba, pero no me desagradaba. En la mesa, aparte del ordenador, había un teléfono negro normal, una bandeja para los lápices y un calendario de mesa.

Yo llevaba ropa parecida a la del día anterior: chaqueta de béisbol, parca, pantalones tejanos, zapatillas de tenis. De hecho me había puesto lo primero que había encontrado. Pero allí, frente a ese joven guapo y aseado en aquella habitación limpia, mis zapatillas de tenis se veían demasiado sucias y gastadas. No, no sólo lo parecían. Realmente estaban sucias y gastadas. Los talones gastados, el color había mudado a gris, incluso tenían un agujero en un costado. Las zapatillas estaban impregnadas, fatalmente, de mis vivencias. En realidad, durante aquel último año las había llevado cada día. Con aquellas zapatillas había saltado el muro de la parte posterior de mi casa, había cruzado el callejón pisando excrementos de animales e incluso me había metido en el pozo. No era extraño que estuvieran sucias y gastadas. Pensándolo bien, no había vuelto a fijarme en qué zapatos me ponía desde que había dejado el trabajo. Pero ahora, al mirarlas, tuve conciencia vívida de lo solo que me había quedado, de lo apartado que estaba del resto del mundo. Pensé que había llegado el momento de comprarme un par de zapatos nuevos. Estaban hechas un asco.

Poco después, acabó la melodía de Haydn, de un modo tan brusco que no parecía un final. Tras un corto silencio, empezó una pieza de clave que supuse de Bach (sonaba a Bach, pero no estaba seguro al cien por cien). Sentado en el sofá, crucé y descrucé las piernas. Sonó el teléfono. El joven puso un trozo de papel entre las páginas del libro que estaba leyendo y lo cerró. Luego lo empujó a un lado y descolgó el auricular. Escuchó con atención asintiendo de vez en cuando. Posó la vista sobre el calendario de mesa, marcó algo con un lápiz y, al fin, acercó el auricular a la superficie de la mesa y dio con los nudillos dos golpes como si llamara a una puerta. Colgó. Una llamada breve, de unos veinte segundos, durante la cual no había pronunciado ni una sola palabra. Aquel hombre no había emitido sonido alguno desde que me había hecho pasar. ¿No podía hablar acaso? Viendo su reacción al oír el timbre del teléfono y cómo había cogido el auricular y escuchado lo que decía la otra persona, sí parecía, en cambio, oír.

Permaneció unos instantes absorto contemplando el teléfono sobre la mesa, se levantó de la silla, se me acercó y se sentó sin vacilación a mi lado. Puso ambas manos sobre sus rodillas. Sus dedos eran finos y elegantes, como cabía esperar por sus facciones. Por supuesto, tenía algunas arrugas en el dorso y en las articulaciones. No había ningún dedo que no las tuviera. Las arrugas eran necesarias para doblarlos y moverlos. Pero no tenía muchas. Justo las imprescindibles. Sin quererlo, me quedé contemplándolas. Se me ocurrió que el joven podría ser el hijo de aquella mujer. La forma de los dedos era muy parecida a la de ella. Al observarlo de nuevo, comprobé que tenían otros rasgos parecidos. La forma de la nariz era similar. Pequeña y puntiaguda. Y también la transparencia inorgánica de las pupilas. En sus labios flotaba de nuevo aquella sonrisa agradable. Al parecer, surgía y se esfumaba con naturalidad, del mismo modo que una cueva a la orilla del mar aparece y desaparece a capricho de las olas. Poco después se alzó tan de repente como se había sentado y articuló con los labios las palabras: «Por aquí, por favor». Sin emitir sonido alguno. Movía simplemente los labios en silencio. Entendí muy bien lo que intentaba decirme. Me levanté y lo seguí. El hombre abrió la puerta que estaba al fondo y me hizo pasar.

Al otro lado de la puerta, había una pequeña cocina y un lavabo. Y más allá, otra habitación. Una habitación muy parecida a la sala de visitas donde había estado hasta entonces. Aunque algo más pequeña. También en ésta había un sofá de cuero bastante usado y una ventana parecida a la de la otra sala. En el suelo se extendía una alfombra de la misma tonalidad. En el centro de la habitación había una mesa grande de taller y, encima, colocados en orden, unas tijeras, una caja de herramientas, lápices y cuadernos de diseño. Había dos maniquíes de medio cuerpo. En la ventana, en lugar de persiana, colgaba una doble cortina de tela gruesa completamente corrida, para no dejar ningún resquicio. La luz del techo estaba apagada. El interior de la habitación, iluminado sólo por la pequeña bombilla de una lámpara de pie algo separada del sofá, estaba sumido en una penumbra similar a la de un atardecer de un día nublado. Sobre la mesita, delante del sofá, había un jarrón de cristal con unos gladiolos blancos. Las flores eran frescas, como recién cortadas. El agua era cristalina. No se oía la música. No había ni reloj ni cuadros en las paredes.

El joven me indicó sin palabras que me sentase en el sofá. Siguiendo sus instrucciones, me acomodé en él (un sofá tan confortable como el otro). Se sacó de un bolsillo una especie de gafas. Me las mostró. Unas gafas de natación. Normales y corrientes, de goma y plástico. Tenían, más o menos, la misma forma que las que usaba yo cuando nadaba en la piscina. Pero no entendía ni podía imaginar por qué las había sacado en aquel lugar y en aquel momento.

—No tenga miedo —dijo. En realidad, no lo «dijo». Sólo movió los labios como si hablara, y también movió un dedo.

Lo entendí a la perfección. Asentí.

—Póngaselas. Y no se las quite hasta que lo haga yo. No trate de moverlas tampoco. ¿Me ha entendido? —Asentí de nuevo—. Nadie le hará daño. No le pasará nada, no se preocupe.

Asentí.

El joven se colocó detrás del sofá y me puso las gafas. Me pasó la goma que las sujetaba por la cabeza y las ajustó. La diferencia que había entre éstas y las que yo usaba normalmente era que con éstas no se veía nada. Habían cubierto el plástico transparente con una capa gruesa de pintura. Me envolvió una oscuridad artificial perfecta. No veía nada. Ni siquiera podía saber dónde estaba la luz de la lámpara de pie. Me sentí de golpe igual que si me hubieran cubierto con algo de pies a cabeza.

El joven posó suavemente las manos sobre mis hombros como para animarme. Los dedos eran finos, sensibles, pero nada frágiles. Poseían un sentido de la propia existencia extrañamente definido, como cuando un pianista coloca con suavidad los dedos sobre el teclado. Pude captar una especie de simpatía a través de las yemas de sus dedos. No se trataba exactamente de simpatía. Pero sí de algo muy parecido. Los dedos me decían: «No pasa nada, no se preocupe». Asentí con la cabeza. Después salió de la habitación. En la oscuridad, resonaron sus pasos alejándose y el ruido de una puerta que se abría y se cerraba.

Después de que el joven saliera, permanecí unos instantes sentado en la misma postura. Aquella oscuridad me producía una sensación extraña. Era, en el sentido de que tampoco así veía nada, la misma oscuridad que había conocido en el fondo del pozo, pero era una oscuridad distinta. No poseía ni dirección ni profundidad. Tampoco peso ni tacto. Más que oscuridad, recordaba el vacío. Me habían privado de la vista de un modo artificial y estaba provisionalmente ciego. Sentía los músculos rígidos, agarrotados, la garganta seca. ¿Qué ocurriría a continuación? Recordé el tacto de los dedos del joven. «No se preocupe», decían. Y, sin que hubiera una razón especial, supe que podía confiar en sus palabras.

La habitación estaba tan silenciosa que me cautivó la idea de que, si contenía la respiración, el mundo se detendría y, en unos instantes, el universo entero sería engullido por la profundidad eterna del fondo del mar. Al parecer el mundo seguía su camino. Poco después, una mujer abrió la puerta y entró a hurtadillas en la habitación.

Supe que era una mujer por la tenue fragancia de su perfume. No era colonia de hombre. Debía de ser un perfume bastante caro, además. Me propuse recordar el olor, pero no confiaba en ser capaz de ello. Cuando te privan de la vista, parece que el olfato también se pierde. Sí estaba seguro, al menos, de que no era el mismo perfume que llevaba la mujer elegantemente vestida que me había hecho ir hasta allí. La mujer atravesó la habitación con un ligero frufrú, se me acercó y, con suavidad, se sentó en el sofá a mi derecha. Por la delicada manera de sentarse, adiviné que era una mujer de baja estatura y poco peso.

Sentada a mi lado, me miró la cara de hito en hito. Noté su mirada en mi piel. Me di cuenta de que, aunque no la viera, podía sentir la mirada de otra persona. La mujer me escrutó el rostro largo rato sin hacer un solo movimiento. Ni siquiera la oía respirar. Debía de hacerlo muy despacio, sin ruido. Yo estaba clavado en mi asiento, con la mirada fija hacia el frente. Me pareció que la temperatura de la mancha aumentaba. Probablemente, también el color fuera más vivo. La mujer alargó la mano y, con cuidado extremo, puso un dedo sobre la mancha en la cara, como si tratara un objeto frágil y precioso. Y empezó a acariciarla con suavidad.

No tenía ni idea de cómo debía reaccionar ni de cómo esperaban que lo hiciera. Me sentía alejado de la realidad. Me embargaba una extraña sensación de disociación, como si saltara de un vehículo a otro que corriera a distinta velocidad. Y en ese vacío entre uno y otro, asumí la existencia de una casa abandonada. Yo era ahora una casa vacía como la de los Miyawaki. La mujer, por una razón u otra, había entrado en ella y tocaba a su antojo paredes y columnas. Fuera cual fuese el motivo de su comportamiento, al ser yo una casa vacía (porque no era más que eso) nada podía hacer. Tampoco había necesidad de hacer algo. Mientras pensaba en ello, me tranquilicé un poco.

La mujer no dijo una palabra. Aparte del frufrú de sus ropas, la habitación estaba inmersa en un profundo silencio. Ella reseguía mi piel con las yemas de sus dedos como si intentara leer letras pequeñas, secretas, grabadas allí en tiempos remotos.

Poco después dejó de acariciarme, se levantó del sofá, se colocó detrás de mí y puso la punta de su lengua en la mancha, tal como tiempo atrás había hecho May Kasahara en el jardín. La forma de lamer era más experta que la de May Kasahara. La lengua se movía con habilidad. Saboreaba, chupaba y estimulaba mi mancha cambiando la presión, la inclinación y los movimientos. Sentí un dolor sordo, caliente y viscoso en el bajo vientre. No quería tener una erección. No tenía ningún sentido. Pero no podía evitarlo.

Intenté identificarme al máximo con la casa abandonada. Me veo convertido en una columna, en un techo, un suelo, un tejado, una ventana, una puerta, una piedra. Posiblemente eso fuera lo más consecuente. Cierro los ojos, me separo de mi persona física…, me separo del cuerpo calzado con las zapatillas de tenis sucias, con las extrañas gafas de natación puestas, con la inoportuna erección. No es tan difícil separarse del cuerpo. Haciéndolo, me siento mucho más a mis anchas, dejo de sentirme incómodo. Yo era el jardín donde crecían las malas hierbas, con la estatua de piedra del pájaro que no podía volar y con el pozo seco. Y era consciente de que la mujer estaba en la casa deshabitada que era yo. No puedo verla. Pero no me preocupa. Si ella busca algo aquí dentro, se lo daré y en paz.

He perdido la noción del tiempo. De todas las distintas dimensiones del tiempo. Ya no sé por qué tiempo me rijo. La conciencia vuelve despacio a mi cuerpo. Hay indicios de que la mujer se está yendo, como si hubiera sido reemplazada. Se dispone a salir de la habitación tan silenciosamente como ha entrado. Se oye el frufrú de su ropa, vibra el aroma de su perfume. Una puerta que se abre y se cierra. Una parte de mi conciencia sigue allí como una casa abandonada. Al mismo tiempo, estoy en este sofá como mi propio yo. Y estoy pensando qué debo hacer a continuación. Aún no soy capaz de decidir qué es lo real. Tengo la sensación de que la palabra «aquí» va a ir, poco a poco, dividiéndose en mi interior. Estoy aquí, pero también estoy aquí. Lo uno me parece tan cierto como lo otro. Sentado en el sofá, estoy inmerso en esta extraña disociación.

Poco después, se abre la puerta y alguien entra en la habitación. Por los pasos, adivino que es el joven. Recuerdo sus pasos. Se coloca a mis espaldas, me quita las gafas de natación. La habitación está oscura, apenas iluminada por la tenue luz de la lámpara de pie. Me froto suavemente los ojos con las palmas de las manos para que se acostumbren al mundo real. Ahora él lleva puesta la chaqueta del traje. El color de la corbata combina a la perfección con la chaqueta de un oscuro verde grisáceo. Con una sonrisa, me toma suavemente por el brazo, me hace levantar del sofá y abre la puerta que está al fondo. Allí hay un lavabo. Hay un retrete y, al fondo, una ducha. Baja la tapa del retrete, me hace sentar encima y abre el grifo de la ducha. Espera paciente a que el agua salga tibia. Cuando el agua alcanza la temperatura adecuada, me indica con la mano que me duche. Desenvuelve una pastilla nueva de jabón y me la da. Sale del lavabo y cierra la puerta. ¿Por qué tengo que ducharme en un lugar así? No puedo entenderlo. ¿Habrá alguna razón para hacerlo?

Me entero de la razón al desnudarme. He eyaculado sin darme cuenta, llevo los calzoncillos pringados. De pie bajo el agua caliente, me lavo a conciencia con el jabón nuevo de color verde. Me quito el semen que ha quedado pegado al vello púbico. Luego salgo de la ducha y me seco con una toalla grande. Junto a la toalla, en una bolsa de plástico, hay unos calzoncillos tipo bóxer y una camiseta de Calvin Klein. Ambos de mi talla. A lo mejor ya estaba previsto que yo eyaculara aquí. Miro unos instantes mi cara reflejada en el espejo. La cabeza no me funciona con normalidad. De todos modos, tiro la ropa sucia en la papelera y me pongo los calzoncillos blancos limpios que me han preparado. Me pongo la camiseta blanca limpia. Me pongo los tejanos y me paso la parca por la cabeza. Me calzo los calcetines y las zapatillas sucias de tenis. Me pongo la cazadora. Salgo del lavabo.

El joven estaba esperándome fuera. Me acompañó a la habitación donde había estado antes.

El aspecto de la habitación no había cambiado. Sobre el escritorio reposaba el libro que él estaba leyendo. Al lado, el ordenador. Se oía una melodía de música clásica de un compositor desconocido. Me hizo sentar en el sofá y me trajo un vaso de agua mineral fresca. Sólo me bebí la mitad.

—Me siento cansado —dije, pero no parecía mi voz. No tenía, además, intención alguna de decir tal cosa. La voz brotó de manera automática, independiente de mi voluntad. Pero era mi voz.

El joven asintió con la cabeza. Sacó un sobre muy blanco del bolsillo interior de su chaqueta y me lo deslizó, como si insertara el adjetivo en una frase, en el bolsillo interior de la cazadora. Luego, volvió a asentir ligeramente con la cabeza. Miré por la ventana. Ya había anochecido y los anuncios de neón, las luces de las ventanas de las casas, las farolas y los faros de los coches iluminaban las calles. Poco a poco empezó a parecerme insoportable permanecer en aquella habitación. Me levanté del sofá sin decir nada, atravesé la habitación, abrí la puerta y salí. El joven, de pie ante el escritorio, me estaba mirando, pero, como era de esperar, no dijo nada. Tampoco intentó impedir que saliera de la habitación.

La estación de Akasaka Mitsuke estaba abarrotada de gente que regresaba a casa después del trabajo. Decidí caminar hasta donde pudiera, porque no quería coger el metro, con aquel aire viciado. Llegué a la estación de Yotsuya pasando por delante del Palacio de los Huéspedes de Honor. Luego caminé a lo largo de la calle Shinjuku, entré en un local pequeño y pedí una cerveza. Con el primer sorbo, me di cuenta de que tenía hambre y pedí un plato sencillo. Miré el reloj de pulsera, ya eran casi las siete. Pensándolo bien, ¿qué me importaba a mí la hora que fuera?

Al moverme, noté que llevaba algo en el bolsillo interior de la cazadora. Había olvidado por completo el sobre que me había dado el joven antes de irme. Un sobre corriente, muy blanco. Al cogerlo, vi que pesaba mucho más de lo que aparentaba. No sólo pesaba, era, además, un peso extraño. Como si lo que hubiera dentro estuviera conteniendo la respiración. Tras vacilar unos instantes, abrí el sobre (de todos modos tendría que abrirlo un día u otro). Dentro había un fajo de billetes de diez mil yenes. Eran billetes muy nuevos, sin ninguna arruga, ningún pliegue. Tan nuevos que no parecían auténticos. Pero tampoco se me ocurrió ninguna razón para que no lo fueran. Había veinte billetes en total. Volví a contarlos para asegurarme. No había duda. Eran veinte billetes: doscientos mil yenes.

Metí el dinero en el sobre y lo guardé en el bolsillo. Luego cogí el tenedor que estaba sobre la mesa y lo contemplé inconscientemente. Lo primero que me vino a la cabeza fue, con ese dinero, comprarme unos zapatos nuevos. De todos modos necesitaba un par. Pagué la cuenta, salí del restaurante, entré en una zapatería grande que daba a la calle Shinjuku. Escogí unas zapatillas deportivas corrientes de color azul, le dije al dependiente el número que calzaba. Ni siquiera miré el precio. Cuando me las probé y vi que me iban, le dije que me las llevaría puestas. El dependiente, de mediana edad (tal vez el dueño del establecimiento), tras ponerles los cordones hábilmente, preguntó: «¿Qué hacemos con los zapatos que llevaba puestos?». Le respondí que los tirara, que no los necesitaba más. Pero cambié de idea y le dije que me los llevaría. «Hay ocasiones», comentó el dependiente con una simpática sonrisa, «en que es útil tener un par de zapatos viejos que no le importe ensuciar». Que venía a decir algo así como: «Veo cada día cientos de zapatos tan sucios como éstos. Estoy acostumbrado». Metió las zapatillas de tenis en la caja de las zapatillas nuevas y deslizó la caja dentro de una bolsa de papel con asas. Dentro de la caja, las zapatillas viejas parecían el cadáver de un animal pequeño. Pagué con uno de los billetes de diez mil yenes sin una arruga que saqué del sobre, y, como cambio, recogí algunos billetes de mil yenes no tan nuevos. Subí al tren de la línea Odakyuu con la bolsa que contenía las zapatillas viejas de tenis en la mano y volví a casa. Mezclado con las personas que regresaban a casa después del trabajo, sujeto a una de las correas del vagón, fui enumerando las cosas nuevas que llevaba puestas en aquel momento. Unos calzoncillos nuevos, una camiseta nueva, unos zapatos nuevos.

Llegué a casa, me senté a la mesa de la cocina, me bebí una botella de cerveza y escuché, como siempre, música por la radio. Tenía ganas de hablar con alguien. Del tiempo, del gobierno, de cualquier cosa. No importaba, sólo quería mantener una conversación con alguien. Por desgracia, no se me ocurrió con quién. Ni siquiera estaba el gato.

Al día siguiente por la mañana, al afeitarme, frente al espejo, inspeccioné como siempre la mancha de la cara. La mancha no mostraba cambio alguno. Por primera vez desde hacía tiempo, me senté en el cobertizo y me pasé el día contemplando el jardín. La mañana fue agradable y la tarde también. La brisa de principios de primavera mecía plácidamente las hojas de los árboles.

Me saqué del bolsillo interior de la cazadora el sobre con los diecinueve billetes de diez mil yenes y lo guardé en el cajón de mi escritorio. El sobre seguía teniendo, igual que el día anterior, un peso extraño. Como si ese peso significara algo. Pero no comprendía qué. Pensé: «Se parece a algo». Lo que yo había hecho se parecía mucho a algo. Intentaba recordar qué podía ser mirando fijamente el sobre metido en el cajón. Pero me resultaba imposible.

Cerré el cajón, fui a la cocina, me preparé un té inglés y me lo tomé de pie delante del fregadero. Y al fin lo recordé. Lo que había hecho se parecía sorprendentemente al trabajo de las prostitutas que conciertan las citas por teléfono, las prostitutas de las que me había hablado Creta Kano. Ir al lugar indicado, acostarse con un desconocido y recibir una remuneración. Yo, en realidad, no me había acostado con aquella mujer (sólo había eyaculado con los pantalones puestos), pero, aparte de eso, era casi lo mismo. Necesitaba una cantidad considerable de dinero y, para conseguirla, entregaba mi cuerpo a alguien desconocido. Reflexioné sobre ello mientras me tomaba el té inglés. A lo lejos se oía ladrar un perro y, poco después, me llegó el ruido del motor de un avión a hélice. Pero mi pensamiento no llegó a tomar una forma definida. Luego volví a sentarme en el cobertizo a contemplar el jardín envuelto en la luz de la tarde. Cuando me cansé de mirar el jardín, me estudié las palmas de las manos. «Yo convertido en prostituta», pensé mirándome las palmas de las manos. ¿Quién iba a imaginar que yo acabaría vendiendo mi cuerpo por dinero? Y que lo primero que haría con ese dinero sería comprarme unas zapatillas de deporte nuevas.

Me apetecía respirar el aire fuera de casa y decidí ir a comprar. Caminé por la calle con las zapatillas nuevas. Me pareció que las zapatillas nuevas transformaban mi existencia en una existencia nueva, distinta a la que había llevado hasta entonces. Encontré el aspecto de las calles, los rostros de las personas que se cruzaban conmigo un poco distintos a como eran antes. Compré verdura, huevos, leche, pescado y café sin moler. Pagué con el cambio que me habían dado en la zapatería la noche anterior. Tenía ganas de confesarle a la cajera, de cara redonda y de mediana edad, que ese dinero lo había ganado el día anterior vendiendo mi cuerpo. Que había recibido como remuneración doscientos mil yenes. Nada menos que doscientos mil yenes. Y pensar que en el bufete donde trabajaba antes me pagaban poco más de ciento cincuenta mil yenes al mes matándome a hacer horas extras cada día. Quería decírselo. Pero, por supuesto, me callé. Simplemente pagué y cogí la bolsa de papel con la comida.

«Sea como sea, la cosa ha empezado a funcionar», me dije a mí mismo mientras caminaba abrazando la bolsa de papel entre los brazos. Ahora ya no tenía más remedio que agarrarme bien para no caer del tren en marcha. De ese modo, quizá llegara a alguna parte. Por lo menos, a un lugar distinto del que estoy ahora.

Mi presentimiento no era erróneo. Cuando llegué a casa me recibió un gato. Al abrir la puerta, un gato se me acercó, maullando con fuerza. Tenía el rabo con la punta doblada y lo llevaba erguido. Era Noboru Wataya, cuyo paradero ignoraba desde hacía casi un año. Dejé la bolsa de la compra y lo tomé en brazos.