Capítulo 10
Genovefa no llegó al lugar de las walis-karja hasta tres días después. Mientra tanto, yo fingía tratar de convertirme en una auténtica walis-kari con toda porfía.
Tal como había ordenado Madre Amor, me dediqué a comer aparatosamente todos los asquerosos guisos que nos servían las que se turnaban en la cocina, aunque después me alejaba sin que me vieran y lo vomitaba casi todo. De vez en cuando, hasta emulaba a mis hermanas metiendo la cabeza bajo una piel para inhalar un poquito del humo de hanaf para que me brillasen los ojos y se me trabase la lengua como a ellas, pero sin que me afectara al juicio. Y aprendí algo de su dialecto escita, que en ciertos aspectos no era muy distinto del gótico. Decían Madar Khobi en vez de Modar Lubo, na en vez de ne y dokhtar en lugar de daúhtar, palabras que no me resultaban difíciles; otras eran más parecidas a las de la lengua alana, y creo que los alanos procedían de tierras persas, por lo que sí que eran vocablos raros para mí; pero aprendí a dirigirme a mis compañeras llamándolas khahar en vez de svistar y decirle al lazo arrojadizo tanab en vez de sliuthr, y a referirme a los pechos como kharbuzé (palabra que significa melón y que describe perfectamente los senos de las demás, pero no los míos). Así, aprendí bastante como para poder conversar más con ellas, pero lo cierto es que las hermanas poco de interés tenían que contarme.
Cuando abatía un conejo o un auths-hana con la honda o pescaba una carpa con el sedal, me decían: «Khahar Veleda, no te olvides de hacer ofrenda». Y yo, le cortaba la cabeza y la depositaba en el informe tocón de ciprés que servía de altar a las dos deidades femeninas; y ése era el único culto religioso que tributaban a Tabiti y Argimpasa. Tabiti era el equivalente a la Vesta romana, diosa de la tierra, y Argimpasa era similar a Venus, diosa del amor y la belleza. Pero como las walis-karja poseían una tierra bien tosca y nada de amor ni belleza, no me extrañó que sus ofrecimientos fuesen tan escasos y poco ceremoniosos.
Y las mujeres me mostraron cómo hacían el dokmé-shena o zambullido para recoger perlas; con su gruesa capa adiposa pueden resistir el frío del agua, pero es un estorbo para hundirse bien por sí solas. Así, la que va zambullirse, desnuda y con un cesto de mimbre, entra en el río cargada con una gruesa piedra que la haga hundirse hasta el fango del fondo en donde se crían los moluscos. Una vez abajo, aguanta mucho más de lo que es humanamente posible porque tras esos senos de melón posee dos buenos pulmones y puede llenar a rebosar el cesto con los azulados moluscos; luego, en la orilla tendrá que abrir muchos centenares para encontrar una perla; con el cuchillo tardarían medio día en abrir tal cantidad, pero con sus duras uñas los abren muy rápido, descartando los que sólo contienen carne —que suelen ser todos los del cesto— y así cesto tras cesto, hasta que a veces encuentran una perla.
Las perlas no tenían el mismo bello color que las marinas, no eran tan brillantes y muy pocas eran redondas; la mayoría son de forma irregular, algunas tan pequeñas como un ojo de mosca y pocas tan grandes como la yema de mi dedo, así pues, la mayor parte de ellas se sitúan entre esos dos extremos. Dudo mucho de que hubieran podido comerciar con ellas de no haberse tratado de las walis-karja, temidas por los comerciantes de Lviv.
La tarde que estuve observando cómo sacaban perlas, me llamaron la atención otras cosas: unas plantas que crecían junto al río. Cogí un cesto que me dejaron y lo llené con aquellas plantas; las mujeres me miraban extrañadas, por lo que les dije:
—Son para sazonar la comida cuando llegue mi turno de guisar.
Durante el tiempo que estuve con las walis-karja, éstas no efectuaron ningún ataque a Lviv ni a ninguna otra población, así que no pude ver si realmente eran tan belicosas como dicen leyendas y mitos. Empero, mi tercera mañana entre ellas, las acompañé de cacería. Estábamos levantándonos, cuando una de las centinelas nocturnas, una llamada Shirin, vino a decir que había visto un voluminoso alce en el bosque. Madre Amor sonrió como un dragón hambriento y dijo que añadiríamos la carne del alce a nuestra despensa. Señaló y nombró a una docena de hijas para que fuesen con Shirin a matarlo, y… me nombró a mí.
—Pero no las estorbes —me dijo—. Sólo observas y aprendes cómo se hace. Iré yo también —añadió tras una pausa—. Así podré probar el caballo nuevo.
Se refería a mi Velox, pero yo no protesté. Fue interesante ver, para consignarlo en mi trabajo histórico, que aquellas mujeres no montaban a pelo; ensillaron a Velox con su buena silla romana y a los rocines suyos con sus correspondientes sillas desvencijadas. Cuatro mujeres hicieron falta para subir a la voluminosa madre a Velox, y el animal relinchó en señal de protesta; pero ella se mantuvo bien erguida, pues andábamos a paso lento.
Llegamos a una elevación del terreno que dominaba un claro del bosque, una hoya de altas hierbas, en donde Shirin nos hizo gesto de que nos hallábamos cerca del lugar en que había descubierto al alce; nos detuvimos y Madre Amor agitó sus robustos brazos para distribuir a las cazadoras, que se dispersaron en distintas direcciones, mientras ella y yo aguardábamos montadas. Las walis-karja no cazaban como yo, desmontando y avanzando cautelosamente hasta estar cerca de la presa para disparar con certeza el arco; era evidente que unas cuantas iban dando un rodeo para acosar al alce por detrás y ahora se echaban sobre él al galope, pues transcurrido un rato oí ruido lejano de cascos y, al poco, veíamos al alce huyendo de ellas salir del bosque por el extremo del claro.
Pero a la mitad de la extensión de hierba, el animal cesó repentinamente en su carrera. Aunque no vi que le alcanzase ninguna flecha, fue como si hubiese tropezado con un muro, dio un violento salto de lado, y un segundo, para quedarse quieto sin caer, aunque revolviéndose furioso a diestra y siniestra como un pez capturado. El resto de las mujeres, mientras sus hermanas se alejaban a caballo, habían detenido los suyos a intervalos a ambos lados del calvero, pero yo no las vi hasta que el alce se detuvo, cuando los caballos comenzaron a salir nerviosos de la espesura. Pese a lo poco que estimaba a las walis-karja, me impresionó lo bien que manejaban el sliuthr. Ocultas entre los árboles, y a caballo, los habían lanzado sin ruido y casi sin que se vieran a una distancia que bien sería de cuarenta pasos, y sobre una presa que iba al galope. A mí me habría parecido inconcebible, pero lo cierto es que habían inmovilizado al alce por la cuerna desde ambos lados y el animal se hallaba detenido debatiéndose en vano.
Claro que ni unas mujeres tan robustas como aquéllas habrían podido sujetar mucho tiempo a un alce macho enloquecido, pero habían atado el extremo de los lazos a las sillas y los caballos aguantaban los tirones del animal; eran caballos acostumbrados a la maniobra, pues reculaban para neutralizar las sacudidas y cambiaban de posición con arreglo a los movimientos del alce para contrarrestarlos con su peso, y, aunque eran pequeños, no dejaban que los lazos se destensasen ni se saliesen de los cuernos, manteniéndolo inmóvil. Las tres o cuatro que no habían lanzado el lazo se llegaron a caballo a la presa, desmontaron y se acercaron a saltos, retrocediendo y adelantándose para esquivar sus embestidas y coces, hasta clavarle sus espadas en la garganta. Cuando Madre Amor y yo nos aproximamos, el animal yacía muerto en la hierba y era una mole de la que sobresalía el suave hocico y una inmensa cuerna palmeada.
La madre no felicitó ni dio las gracias a las hijas por el éxito de la caza, sino que impartió órdenes:
—Tú y tú, cortadle la cabeza para ofrecérsela a Tabiti y Agrimpasa. Tú y tú, empezad a despiezarlo. Y vosotras dos a desollarlo.
Sin que me lo dijera, desmonté y me puse a ayudarlas; las espadas no lo habían matado limpiamente y la garganta del alce era una horripilante carnicería, cual si le hubiesen atacado los lobos, pero al menos el destrozo era en aquella única zona, por lo que el resto de la hermosa piel estaba indemne. Lo desollamos entre todas y acabamos la tarea antes de que las otras hubiesen terminado de tajar y cortar la enorme cabeza.
De las vísceras sólo recogimos el hígado, carga suficiente para una amazona, y de haberlo dividido en cuartos se habrían obtenido unos trozos de excesivo peso para los caballos, por lo que lo troceamos e hicimos rodajas de las partes mejores, dejando el resto para los carroñeros del bosque. Cuando regresamos, ya transcurrido el mediodía, para el transporte de la ofrenda a la diosa fueron necesarios dos caballos y dos mujeres que llevaban la cabeza sujeta por las cuernas y colgando entre las dos. Y cuando se cansaban, se turnaban otras.
Al llegar al río, ya cerca del campamento, nos encontramos con Ghashang que venía galopando desde el Este; puso su caballo junto a Velox, en cabeza de la columna, y dijo algo a Modar Lubo, tras lo cual, las dos retrocedieron hacia donde yo iba.
—Ghashang viene de ver a los kutriguri para decirles que necesitamos un sirviente —dijo la madre—. Van a elegir a uno de sus hombres y tardarán un tiempo, porque esos salvajes lujuriosos se disputan el honor; pero el que elijan llegará dentro de un par de días.
—Mamnum —musité yo, casi a regañadientes, vocablo que en dialecto escita equivale a thags izvis.
—Y te ordeno, dokhtar Veleda —añadió—, que te esfuerces por concebir con el sirviente. Tienes que pagar nuestra hospitalidad siendo fértil.
Dicho lo cual, regresó a la cabeza de la columna, sin que pudiera preguntarle con sorna si es posible concebir por mandato. Ghashang, que seguía a mi lado, me dijo con su habla pesada:
—Es curioso cómo se equivoca Modar Lubo. Porque los hombres suelen pelearse por esa elección, pero es por que no les elijan. Nunca he podido saber por qué.
Estuve a punto de decirle que los kutriguri, por salvajes que fueran, no eran tontos; pero me callé.
—Y lo más curioso —añadió ella— es que esta vez no se han mostrado muy reacios, pese a que no les he ocultado que eres nueva, extranjera, nada gruesa, muy suave, escuálida y pálida.
Habría debido elogiar a los salvajes por su buen gusto, pero tampoco dije nada, pues en aquel momento oímos gritos procedentes del campamento, llamándonos, y no acogiéndonos contentas por la caza, sino apremiándonos a que nos diésemos prisa. Entre los nombres que voceaban oí el mío.
—¡Madar Khobi, de prisa…! ¡Khahar Veleda, ven a ver!
Estaban inquietas porque Genovefa acababa de llegar.
—¿Es éste? —inquirió Madre Amor con el ceño fruncido, y yo asentí con la cabeza.
—Pasó justo por debajo del árbol en que yo hacía guardia —añadió la que le había capturado, mostrándonoslo ufana—. Le lancé el tanab. Ya lo creo que iba disfrazado. Incluso llevaba esto encima de las ropas de mujer.
—Eso es mío —musité yo, al ver en su mano las cazoletas de bronce. Ella me las entregó y continuó excitada relatando la captura.
—¡Y el pedar shukhté quería engañarme! Pero no me dejé engañar ni por sus palabras ni por su disfraz.
Miré a Genovefa, que estaba tendida en tierra en medio del claro, de arriba abajo, con la túnica desgarrada y el pecho descubierto, parte de su anatomía que presentaba el mismo aspecto que el cuello del alce, con la excepción de que no sangraba, sino que era una espantosa quemadura. Genovefa ya no volvería a ser la misma.
—Y luego me suplicó —añadió la mujer con fruición— cuando iba a hacerle la prueba; pero no me dejé convencer. El kharbuté falso no ardió tan fácilmente como yo pensaba, pero insistí, como ves, y al final lo conseguí. Además, Madar Khobi, ahora tenemos otro caballo, el que…
—¿Y todo eso lo has hecho tú sola? —la interrumpió la madre, airada.
La mujer puso cara larga y las hermanas que la rodeaban se apresuraron a gritar, acusándola:
—¡Ella sola, Modar Lubo!
—¡Lo ha hecho sola Roshan, la guarra egoísta!
—¡No nos ha llamado hasta que el hombre estaba ya mutilado y desvanecido!
—¡Sólo nos pidió que la ayudásemos a traerlo prisionero!
—¡Se ha divertido ella sola!
Madre Amor miró a la culpable y bramó:
—¡Esas diversiones especiales sólo se hacen cuando yo lo ordeno, y en mi presencia, y para que todas las compartan!
La mujer puso cara de miedo.
—Es que no estabas… y él venía… Y como habías dicho lo de hacerle la prueba…
—Has sido una codiciosa, desleal, y has engañado no sólo a tus hermanas, sino a tu querida madre.
—Es que… es que… —balbució Roshan— podemos seguir divirtiéndonos. No ha muerto —añadió meneando una mano temblorosa del prisionero—. ¿No ves? Aún respira. Se despertará y suplicará de nuevo.
—No tiene aspecto de hombre —me musitó Madre Amor, mirando despectiva aquel cuerpo atado.
—Puedes comprobarlo fácilmente —dije yo, señalando. Como Madre Amor era demasiado digna y demasiado gruesa para agacharse, hizo un gesto a Shirin que estaba a nuestro lado. Ésta se agachó y hurgó entre la falda de montar de Genovefa, pero las cuerdas la aprisionaban, por lo que cogió el cuchillo de desollar, aún ensangrentado del alce, cortó la tela y retrocedió ligeramente al ver el miembro viril, no muy viril en aquel momento, pero innegablemente masculino. Me alegré de que las cuerdas mantuviesen las piernas juntas y no se notara la ausencia de testículos.
—Dámelo —gruñó Madre Amor.
Shirin sonrió, relamiéndose, y aplicó el cuchillo. Aunque estaba bien amarrado y desvanecido, el cuerpo se retorció en un espasmo de dolor. Thor no volvería a ser Thor. En cierto modo al menos, el asesinato de la dulce Swanilda estaba vengado… y la muerte innecesaria del carbonero y el vil ataque a Maghib. Shirin tendió el miembro cortado a la madre, quien se limitó a mirarlo con asco y a arrojarlo a la hoguera más cercana.
—Mamnum, Madar Khobi. Ya me he librado de Thor.
—¿De Thor? —replicó ella, frunciendo el ceño.
—Así se llama. Tan orgulloso está, que hizo que el lékar de Lviv se lo grabase en el cuerpo. Mírale la espalda.
La madre hizo otro ademán y Ghashang ayudó a Shirin a darle la vuelta y a cortar los restos de la túnica. Todas clavaron su mirada en la cicatriz en forma de martillo de Thor.
—¡Bakh! ¡Bakh! —exclamó Madre Amor, fascinada—. Necesitaba una nueva piel para mi trono. Ésa lo adornará muy bien.
—¿Por qué no lo aprovechas antes de desollarlo? —dije yo—. Ahora que ya no es hombre, hazle esclavo de la tribu y cuando ya no resista, le quitas la piel.
—Aquí no hay tarea que pueda hacer un mercader —replicó ella con desdén.
—Perdona que te lo diga, pero podía hacer de excelente cocinero.
—¿Qué?
—Ya te dije que se ponía mis ropas de mujer y aprendió muy bien a guisar. Madre, ya verás lo bien que comes si te lo quedas para que pase el resto de su vida guisando para ti, para nosotras.
—¡Mercader, marido, afeminado y cocinero! —añadió ella, mirándole con desprecio y dándole una patada—. Ponle un tizón en la nueva herida para que se le cure —ordenó a Ghashang—. Y quita a este… enarios… de mi vista. Haz guardia y avísame cuando se despierte. Veleda, si no te ha gustado lo que se guisa aquí, esta noche puedes guisar tú —añadió, malhumorada.
—Encantada —contesté, diciendo la verdad, pues había pensado proponérselo—. Madre, ¿quieres que guise la carne del alce? Tendría que estar oreándose una semana para… ¡Liufs Guth!
Fue una exclamación de sorpresa, pues me había vuelto la espalda, había sacado el cuchillo y se lo había clavado en el vientre a Rosnan. La mujer abrió desaforadamente los ojos por última vez y se derrumbó de espaldas, haciendo temblar el suelo.
—Hay que castigar la desobediencia —dijo Modar Lubo sin la menor emoción y sin que sus hijas abriesen la boca para protestar o lamentarse—. Y tú, Veleda, ten cuidado —añadió, clavando en mí su mirada de dragón—. Que hayas venido aquí y el librarte de tu Thor nos ha costado una hermana. Más vale que concibas con el sirviente y nos des una hija que sustituya a Rosnan.
Me limité a asentir con la cabeza. No era momento de hacer un comentario insolente sobre si tal cosa podía hacerse por simple orden.
Y Madre Amor no acababa de dar imperiosas órdenes. A Shirin le dijo, señalando el cadáver aún convulso de Roshan:
—Córtale la cabeza y ponía reverentemente con la del alce en el altar de ciprés.
Shirin, sin inmutarse, se dispuso a hacerlo sin que tampoco ninguna de las otras protestara, pero a la madre no debió gustarle la cara que ponía yo, porque añadió:
—¿Tienes alguna otra queja?
—Ne, ne. Es que… pensé que las ofrendas que hacíamos a las diosas sólo se cortaban… como la cabeza del alce… de la caza para comer.
—Y así es. Esta noche cenaremos a Roshan. Por eso guisarás tú.
No sé la cara que pondría yo, pero, en cualquier caso, la madre se molestó en dar una explicación.
—Ja, nos comemos a las hermanas que mueren. Algún día me llegará el turno, y a ti también. Así nos aseguramos que a las walis-karja que nos dejan se les ayuda en su feliz vida de ultratumba y van con Tabiti y Argimpasa, porque cuanto antes desaparezcan sus restos mortales antes hacen el viaje hacia la inmortalidad y al ser digeridas, su desaparición es más rápida que si se les entierra y tienen que pudrirse. Además, así estamos seguras de que el cadáver de nuestras hermanas no puede ser desenterrado y violado por un hombre.
Bien, pensé yo, ahora ya no puede causarme sorpresa ninguna nueva depravación de las walis-karja; pero lo cierto es que tenían un precedente en la costumbre de la antropofagia, pues recordé que el viejo Wyrd me había contado que algunos escitas también lo hacían. Sin duda, los antepasados de aquellas mujeres lo habían aprendido de ellos. Y todos conocen la historia de Aquiles y Pentesilea, según la cual el héroe troyano, después de vencer y matar a la reina de las amazonas, la deshonró fornicando su cadáver; pero no pude por menos de pensar que Pentesilea habría debido ser bastante más tentadora, aún muerta, que una Roshan viva.
—Más vale que empieces los preparativos, Veleda —me dijo Madre Amor—. Por tu experiencia, debes saber lo que se tarda en hacer la comida. Mira, las niñas ya empiezan a tener hambre. Shirin, cuando acabes eso, ayuda a Veleda al despiece.
Me abstendré de explicar con detalle lo que supusieron los preparativos de aquella cena; al menos me libré de tener que cortar la cabeza, pero, al ver que descartaba la grasa amarilla del vientre y las nalgas, mi ayudante Shirin puso cara de asombro.
—Vái, Veleda, ésa es la parte más sabrosa. La carne roja es dura y correosa. Además, esa grasa la aprovecha nuestro propio cuerpo, y a Roshan le alegraría saber que su sebo lo aprovechan sus propias hermanas. ¡Na, na! —me reprendió poco después—. No tires esos trozos, que una vez guisados son apetitosos bocados.
No diré lo qué eran aquellos trozos, pero lo único que me dejaron eliminar fueron las partes claramente incomibles como uñas, pelo de los sobacos y los trozos más sucios de las entrañas; luego, Shirin me enseñó el pozo en que guardaban las escasas verduras de que disponían y el hanaf seco. A la carne desmenuzada añadí cebollas silvestres y berros y unas hojas de laurel para darle gusto. Desde luego que no tenía intención de probar tan horrendo guiso, y no por lo que en sí fuese, sino porque cuando lo teníamos cociéndose en los calderos al fuego y me puse a removerlo, le añadí otros ingredientes.
Sí, espolvoreé el burbujeante condumio con las plantas que había recogido en la orilla del río para que se secasen. Conocía yo los efectos estupefacientes de la lengua de buey, y el viejo Wyrd me había dicho que la hierba lombriguera volvía loco a un caballo; y eché cantidad de ambas. Habría tenido mis prevenciones de incluirlas en un guiso para alguien de paladar normal, pues son amargas, pero no tuve reparo alguno, pensando en que aquellas omnívoras ni lo notarían. Efectivamente, todas andaban por el claro ya oscurecido relamiéndose de ganas, y las niñas, mayores y pequeñas, incluso babeando; y hasta había quienes olfateaban con fruición el aroma que desprendían los calderos y los miraban entre risas, comentando cómo su hermana Rosnan, a quien una de ellas acababa de llamar «cerda», ahora comenzaba a oler como un apetitoso guiso de jabalina.
Cuando la comida ya estaba a punto, Ghashang vino a decir a Madre Amor que el esclavo había recobrado el sentido, pero que no hacía más que delirar.
—Lo único que dice es «entre las piernas… mira entre mis piernas». Yo no he querido mirarle entre las piernas.
Comprendí lo que Thor trataba de decir, pero Madre Amor no, por lo que se contentó con echarse a reír, diciendo:
—¿Echa de menos su svans, verdad? Déjale atado, Ghashang, pero vamos a ayudarle a recuperarse con algo de alimento.
Así, serví en una hoja plana una ración de Roshan para que se la llevaran.
Luego, fui sirviendo a las demás de los calderos. Como era una noche ceremonial, todas participaban en la cena y ninguna estaba de guardia. Yo pensaba que unos despojos tan voluminosos como los de Roshan habrían debido bastar para que unas veintitantas mujeres y una docena de niñas de todas las edades cenasen dos días, pero estaba equivocada; devoraron los primeros trozos y pidieron más. Vacié todos los calderos y luego les di los huesos pelados para que los royesen, y, finalmente, rebañé los calderos y les serví los restos de grasa amarillenta, sin que ninguna de ellas se fijara en si yo comía o no.
Cuando lo hubieron devorado todo, se sentaron por el claro y estuvieron eructando, y un par de ellas elogiaron mi guiso. Luego, Madre Amor me ordenó traer y repartir por los ruegos la ración nocturna de hanaf, pero mayor cantidad, ya que las centinelas nos acompañaban. Me había quedado algo de lengua de buey y de hierba lombriguera y lo añadí mezclado a las hojas de hanaf. Después me senté en la oscuridad a aguardar, pero no tuve que aguardar mucho.
Las mujeres que solían sentir más que otras los efectos del humo —así como las niñas— se tumbaron y comenzaron a roncar con una sola inhalación, y las que otras noches se habían puesto a cantar o a danzar pesadamente, volvieron a hacerlo hasta evolucionar dando saltos y aullidos casi tan frenéticas como las bacantes que yo conocía; las que otras noches se habían quedado sentadas charlando tonterías, ahora alzaban la voz, primero chillando y luego bramando, para acabar discutiendo enfebrecidas con la boca llena de espumarajos, discusiones que se convirtieron en auténticas peleas a puñetazos, patadas, arañazos y tirones de pelo. Madre Amor, al principio, trató de apaciguarlas con indulgentes reprimendas, pero no tardó en enzarzarse en una pelea con cinco mujeres, chillando, dando patadas y sacándoles los ojos mejor que ninguna. Aquí y allá iban cayendo algunas al suelo y allí se quedaban tiradas, roncando; otras dejaban de bailar o de pelearse y se apartaban del claro para tumbarse a dormir…
Estaba segura de que todas acabarían roncando en cuestión de poco tiempo, pero no me esperé a verlo. Ya ninguna de ellas podía darse cuenta de lo que hacía; si la lengua de buey y la hierba lombriguera surtían los efectos deseados, las walis-karja seguirían en aquel estado demencial y de trastorno al día siguiente y quién sabe si algunos días más. Mientras tanto, no había ni centinelas que diesen la alarma de mi fuga; así, fui tranquilamente a cambiarme las ropas de Veleda por las de Thorn que tenía escondidas y lo hice con gusto, pues ya empezaba a hacer frío por la noche para ir por ahí desnuda de cintura para arriba. Cogí mis cosas e hice el bagaje, saqué a Velox de entre los otros caballos, lo ensillé y cogí el otro caballo recién llegado como acémila. Monté y me alejé despacio.
No, no fui a decirle palabra alguna —ni para recrearme ni para decir adiós— a quien había sido Thor y Genovefa.
Cierto que antes había intervenido para impedir que fuese inmediatamente asesinado o desollado vivo, pero, aj, no lo había hecho por piedad o remordimiento, ni para perdonarle o por el recuerdo de lo que aquella persona —o personas— había sido para mí. Lo había hecho consciente de que no había castigo más horrendo para un malhechor que el de pasarse la vida esclavo de las abominables walis-karja.
No podía prever lo que le sucedería. Cuando las mujeres recobraran el sentido, seguramente se pondrían furiosas por lo que les había hecho y puede que hicieran blanco de su ira al cautivo; o si no le mataban sin contemplaciones, quizá llegasen a descubrir lo que tenía entre las piernas y era imposible prever lo que harían. Tampoco imaginaba lo que sucedería cuando llegase el «sirviente» de los kutriguri…
No quise pensarlo ni tenía el mínimo interés en adivinarlo. Aunque yo era mujer a medias, podía ser tan frígida y arisca como una auténtica. Cabalgué en plena noche sin mirar atrás, sin escrúpulos y sin preocuparme por lo que pudiera suceder a ninguno de los seres que dejaba allá.