Capítulo 1

Ni los más íntimos amigos y partidarios de Odoacro habrían podido negar que merecía la ejecución; ni los adversarios más críticos de Teodorico podrían haber negado que un monarca victorioso tiene, con sus enemigos derrotados, todo el derecho a ser judex, lictor et exitium. Y, desde luego, nadie elevó queja alguna cuando el traidor Georgius Honoratus fue llevado desde Haustaths y Teodorico condenó al canalla a un castigo mucho más severo que la muerte. No, lo que hizo que muchos mirasen con recelo a Teodorico después de matar a Odoacro en Ravena, fue una circunstancia concreta: el arzobispo Juan difundió una ultrajante mentira.

Aunque el prelado se mostró abyectamente remiso a tergiversar la verdad cuando yo se lo pedí, posteriormente incurrió en una mentira peor por voluntad propia, a pesar de que, conforme a su fe cristiana, ello supusiera un grave riesgo para su alma. Esto fue lo que sucedió:

Apenas había Teodorico descargado del caballo su equipaje en Ravena, cuando llegó una delegación de dignatarios de Roma; pero no formaba parte de ella el obispo Gelasio, pues se consideraba de condición muy por encima de un rey. La embajada de «diáconos cardenales» manifestó que él les había autorizado a hablar en nombre de «toda la Santa Iglesia». Al principio sus manifestaciones fueron obsequiosas, casi rastreras, y hablaron tan largo rato con enrevesados circunloquios, que Teodorico tardó un poco en entender qué era lo que decían. Finalmente, comprendió que ellos y la Iglesia estaban preocupados, por no decir furiosos. ¿Y por qué? Pues porque él, Teodorico, había derrocado a un rey que era cristiano católico, y él, el nuevo rey, era arriano; los diáconos ansiaban saber si se disponía (como habría hecho un monarca católico) a imponer su religión como religión de estado.

Teodorico se echó a reír.

—¿Por qué iba a hacerlo? No me preocupan la religión ni las supersticiones que quieran abrazar mis súbditos, mientras ello no genere revueltas. Y aunque me preocupase, no puedo legislar para que cambie la mente de los hombres.

Eso tranquilizó a los diáconos; tanto que abandonaron su serviles modales y pasaron a los halagos. Si a Teodorico no le importaba la fe de sus súbditos, ¿tenía inconveniente en que la Iglesia hiciera cuanto pudiese por convertir a los nuevos arríanos y paganos a la religión predominante en el país, a la verdadera fe?

—Podéis probar —contestó Teodorico, tolerante, encogiéndose de hombros—. Os repito que no puedo imponerme a lo que piensen las personas.

Y a partir de esto, los diáconos pasaron del halago a la impertinencia, diciendo que ayudaría enormemente a la campaña de conversión de la Iglesia y satisfaría profundamente al papa Gelasio —ya que a Teodorico no le importaba lo que hiciera la Iglesia— que él sancionara lo que hacía. Es decir, que proclamara públicamente que permitía a los evangelistas católicos moverse libremente entre sus súbditos arríanos y paganos con la intención de sembrar trigo santo en donde sólo crecían malas yerbas y…

—Un momento —interrumpió Teodorico tajante—. Os he dado permiso, pero no os concederé privilegio alguno. No apruebo vuestro proselitismo del mismo modo que no lo haría con el de los adivinos de la antigua religión.

A lo cual, los enviados comenzaron a darse golpes en la frente, a retorcerse las manos y gimotear; cosa que algunos habrían podido interpretar como sincera aflicción, pero a Teodorico simplemente le molestó; despidió a los clérigos con cajas destempladas y eso les causó dolor. Teniendo en cuenta cuán preocupados habían llegado, habrían debido marchar con alivio, pero partieron refunfuñando y diciendo que habían sido despedidos de mala manera sin ser escuchados.

De toda evidencia, Teodorico no olvidó el incidente ni le restó importancia, pues, poco después, publicaba un edicto que sería vigente durante todo su reinado. Desde entonces, no pocos gobernantes, prelados y filósofos han manifestado su admiración por la novedad de que un monarca manifestara de aquel modo su sentir, de la misma manera que otros muchos han sacudido apesadumbrados la cabeza por considerarlo una locura:

«Religionem imperare non possumus, quis nemo cogitar ut credat invitus. Galáubeins ni mag weis anabudáima; ni ains galáubjáith withra is wilja. No podemos imponer la religión; a nadie se le puede obligar a creer contra su voluntad».

La Iglesia de Roma, por supuesto, estaba comprometida a hacer que toda la humanidad adoptase y abrazase su religión. Luego si hasta entonces sus clérigos habían desconfiado de Teodorico en su condición de no creyente e intruso, su «non possumus» tuvo por efecto que le detestasen y le condenasen como enemigo mortal de su misión en el mundo, de su santa vocación, de su sustento y de su misma existencia; citaban las palabras de Jesús: «Quien no está conmigo está contra mí», y a partir de entonces, la Iglesia cristiana católica no cesaría en sus maniobras para derrocarle y se opondría impertérrita a su autoridad real.

Por eso, cuando el arzobispo Juan de Ravena cayó súbitamente enfermo, hubo muchos que se dijeron que había sido envenenado por sus superiores eclesiásticos en castigo por la parte que había tomado en facilitar el advenimiento del reinado de Teodorico; si así fue, Juan no dudó en perdonar al envenenador, porque en su lecho de muerte contó una mentira con ánimo de desacreditar al enemigo de la Iglesia, Teodorico. Juan repitió a los sacerdotes que le administraron los santos óleos lo que me había dicho a mí: que había logrado que Odoacro rindiese Ravena a condición de compartir la soberanía reinando los dos como iguales. Pero a ello añadió una mentira: que Teodorico lo había aceptado. Luego, murió y es de suponer que fue al infierno; pero la mentira hizo camino yendo de boca en boca —con los buenos oficios de la Iglesia— y a partir de entonces la acusación se dio por cierta: Teodorico había dado su palabra a un santo hombre y un monarca como él para entrar en Ravena y matar traicioneramente a un anciano desarmado y desprevenido que había confiado en él.

Sólo Teodorico y yo refutamos la acusación; pero nuestra palabra tenía poco peso frente a la de un alto prelado que había de responder de ella en el día del Juicio; pocos estaban dispuestos a creer que Juan hubiese mentido, buscándose la condena eterna. Por bien de su Iglesia, Juan había hecho una cosa que, aunque reprensible, era un valeroso acto de sacrificio; le valió un enterramiento en sarcófago con todos los honores de la Iglesia, y aun creo que le recibirían con indulgencia en el infierno.

Entretanto, algunos actos bienintencionados de Teodorico dieron pábulo a los católicos para hallarle en falta o imputársela aunque no la hubiera. Cuando mandó que sus tropas demoliesen en Verona la ruinosa iglesia de San Esteban, los hombres de la Iglesia pusieron el grito en el cielo, y no cejaron en sus vituperios pese a que se les explicó pacientemente que era necesario demolerla para reforzar las murallas. Y aun se alzaron más clamorosas protestas cuando Teodorico comenzó a emplear a judíos en su administración, una serie de mercaderes que le gestionaran algunas partidas del tesoro, por la simple razón de que los judíos, por muy astutos que sean con los números en sus propios negocios, son ciertamente escrupulosos y honrados en las cuentas y él quería tener las cuentas bien llevadas.

Eso hizo que Laurentius, el obispo católico de Mediolanum, se llegase a Ravena hecho una furia, clamando:

—¡Los cristianos pueden hacer ese trabajo perfectamente! ¿Por qué se lo encomendáis a sucios judíos?

—Laurentius, a los trabajadores cristianos lo único que les preocupa ostensiblemente es su derecho a descansar un día de cada siete —replicó Teodorico, amablemente—. Y los judíos muestran mayor interés por trabajar los otros seis días. Y no oséis volverme a gritar.

Ni que decir tiene que a los judíos, en las ciudades de Italia, como en cualquier otro lugar del mundo, siempre les han tenido rencor sus vecinos cristianos y siempre por el mismo motivo: no porque fuesen de religión distinta, ni porque se les achacase la muerte de Jesús, sino porque generalmente se han enriquecido antes que ellos. Empero, en aquel entonces los judíos italianos comenzaron a padecer más que rencor, debido a que, mientras los católicos podían predicar libremente y murmurar contra los «herejes arrianos», a una fuerza de ocupación no podían atacarla, cosa que sí era factible contra los pacíficos y desarmados judíos. Y lo hacían.

En Ravena, la capital de Teodorico, una multitud fue incitada a la revuelta —al parecer por un ciudadano cristiano que protestaba por el interés que le cargaba un prestamista judío— y durante los disturbios quemaron la sinagoga judía, que quedó gravemente dañada; como era imposible, una vez dispersada la multitud, dar con el culpable material, Teodorico anunció que responsabilizaba a la comunidad cristiana e impuso una multa a todos los cristianos, católicos y arrianos, para reparar el templo. Ante lo cual, todos los sacerdotes de Roma —desde el obispo Gelasio hasta los eremitas del desierto— propalaron la acusación de que el hereje Teodorico endurecía la persecución de los buenos católicos, y ahora en beneficio de aquellos enemigos jurados de la fe, los diabólicos, irredimibles e imperdonables judíos.

Fue también por aquel entonces cuando el patriarca de Roma publicó el decretum Gelasianum con un índice de libros recomendables para los fieles cristianos y otro de lectura prohibida. Los consejeros del rey le sugerimos que interviniese contra aquella intromisión en el derecho de sus súbditos.

Vái —contestó displicente—. ¿Cuántos fieles cristianos saben leer? Y si son fieles al extremo de ser tan sumisos, poco me importa que se dejen engañar por sus sacerdotes.

—Gelasio ha redactado el decreto para todos los cristianos, no sólo los católicos —comentó Soas—. Es un nuevo intento de reforzar el criterio de que el obispo de Roma es quien manda en toda la cristiandad y el decreto afirma que siempre lo ha sido.

—Deja que Gelasio crea lo que quiera. Yo no puedo hacerme portavoz de toda la cristiandad y refutarle.

—Teodorico —insistió Soas—, no es ningún secreto que desde que Constantino les concedió el derecho a predicar, los obispos de la Iglesia no hacen más que afirmar una cosa principalmente: que no hay esperanza para la humanidad hasta que los obispos cristianos tengan potestad para decidir quién debe portar una corona… hasta que todos los reyes y emperadores sean ungidos por los obispos. Y puede ser un criterio no tan absurdo si un cónclave de obispos lo decide. En este caso es un obispo que afirma ser la mente y la voz de todos.

—¿Y me aconsejas que dicte una ley o un decreto o un interdicto refutándolo? Ya promulgué un decreto diciendo que no pienso inmiscuirme en cuestiones religiosas.

—Éste es un caso en el que la religión pretende inmiscuirse en los asuntos seculares y en la autoridad monárquica. Tenéis derecho a reprobarlo antes de que vaya a más.

—Si lo hiciera —replicó Teodorico con un suspiro— sería como Licurgo, el sabio legislador de la antigüedad, que no hizo más que una ley: que se prohibía hacer leyes. Ne, saio Soas, creo que Gelasio lo que pretende es que le dé una réplica para tener la excusa de que yo me entrometo. Hagamos caso omiso y que rabie de verdad.

Con toda sinceridad, debo decir que no todos los prelados católicos entorpecieron la labor de Teodorico. El obispo de Ticinum, un hombre llamado Epifanio, vino a verle con una propuesta interesante. Yo sospechaba cínicamente que lo que buscaba Epifanio era encumbrarse a los ojos de los demás o ante la Iglesia, pero el asunto redundó también en beneficio de Teodorico. Epifanio le recordó aquel millar de campesinos que habían llevado a la esclavitud los burgundios de Gundobado en su incursión; el obispo opinaba que rescatándolos y devolviéndolos a sus hogares, Teodorico se atraería muchas simpatías, y dijo que él se prestaba a llevar las negociaciones. Teodorico no sólo aceptó la propuesta, sino que puso a disposición del obispo un centuria de caballería como escolta y pagó un buen rescate en oro. Envió, además, con el obispo algo mucho más preciado que el oro: su hija Arevagni para ofrecérsela como esposa al príncipe Segismundo, hijo de Gundobado.

—¿Cómo así, Teodorico? —protesté yo—. Gundobado se aprovechó de ti, casi te insultó ordenando esa incursión en Italia mientras tú estabas atareado en la guerra; tú mismo le llamaste tetzte hijo de perra. No merece más que desprecio, si no grave castigo. Y no sólo le pagas el rescate de los cautivos, sino que le invitas a convertirse en padre de tu hija…

—Arevagni no le hace ascos —replicó Teodorico con paciencia—. ¿Por qué tú sí? Esta hija tendrá que casarse algún día, y Segismundo será rey de un pueblo valiente… un pueblo que habita allende la frontera norte de Italia. Reflexiona, saio Thorn. Cuanto más haga prosperar a este país, más codiciada presa será para otros países, y si me emparentó con otros reyes, y más los hijos de perra, reduzco las posibilidades de que se conviertan en enemigos. Vái, ojalá tuviese más descendencia para convenir matrimonios de estado.

Bueno, aquello era competencia exclusiva de Teodorico y Arevagni era su hija y podía hacer con ella lo que le pareciese. Así, acepté el hecho de que la conveniencia es uno de los habituales instrumentos del arte político y que Teodorico, como todo gobernante, tenía que valerse de él; en este caso dio el resultado apetecido. El obispo Epifanio, su propuesta y sus bolsas de oro fueron bien acogidos en Lugdunum; incluso le invitaron a cooficiar con el obispo arriano la boda de Arevagni y Segismundo. Y, a su regreso a Ravena, llevó, entre otras cosas, una declaración de amistad eterna y alianza del rey Gundobado con Teodorico. Pero también se llevó a todos los campesinos secuestrados y, tal como había previsto, este humanitario rescate hizo que Teodorico cobrara mayor cariño entre sus súbditos, al menos entre la gente del común, los que nunca prestaban oído a las exhortaciones de odio y execración contra él de la Iglesia.

Empero, si la diosa Fortuna era más o menos benigna con Teodorico por aquel entonces, a mí no me favorecía mucho. Casi estaba convencido de la razón que tenía el arzobispo Juan al predecir que sería castigado por mi irrespetuosa captura del santo Severino, y casi creía que había sido maldecido con una especie de versión cristiana del insandjis o ensalmo de la antigua religión. He aquí lo que sucedió:

Aunque no habíamos podido averiguar quiénes eran los partidarios exiliados de Odoacro que enviaban las provisiones por mar a Ravena, yo estaba bastante satisfecho por haber logrado la captura del responsable de los envíos de sal, y el centurio Gudahals había llevado a Georgius Honoratus intacto desde Haustaths, indemne y aterrado; ya eran grises su pelo, la tez y el espíritu en los tiempos en que yo le conocí, pero ahora esto se había acentuado a tal extremo, que dudo mucho de que lo hubiese reconocido. Él, desde luego, no me reconoció, así que no dije palabra y ordené que quedase detenido en la carcer municipalis de Ravena para interrogarle a placer, y felicité a Gudahals diciéndole que su buena labor podría borrar su anterior descuido.

—Eso espero, saio Thorn —dijo él con sinceridad—. También dimos con los cómplices del traidor que me encomendasteis buscar por el camino y los sorprendimos casi con las manos en la masa, flagrante delicio. Eran un mercader y su esposa.

Y me explicó que después de capturar sin dificultad a Georgius en la mina de Haustaths y volver a cruzar el país, y los Alpes, en un pueblo llamado Tridentum, les había sorprendido coincidir con una caravana de sal igual que las que tan frecuentemente atravesaban nuestras líneas, una reata de mulas que se dirigía al norte, como si regresase de Ravena, pero con las mulas aún cargadas.

—Pero, claro, en seguida vimos que los muleros eran compañeros nuestros disfrazados —añadió el centurio animado—. ¡Y ya sabéis con qué iban cargadas las mulas, saio Thorn!

Los soldados les habían explicado que era yo quien les enviaba para localizar a los conjurados y que, al detenerse en Tridentum a pasar la noche, habían tenido sospechas de aquel mercader y su esposa, quienes, ya en primer lugar, se habían descubierto al reconocer las mulas y preguntar imprudentemente a los muleros por qué volvían con el cargamento y no lo habían entregado.

—Naturalmente, los soldados detuvieron al hombre y a la mujer, y en ésas estaban cuando llegamos con Georgius cautivo —añadió entusiasmado Gudahals.

El centurio siguió explicando que para mayor prueba de la culpabilidad de la pareja de Tridentum, había visto cómo intercambiaban silenciosas miradas con Georgius. Así, por pura diversión, los soldados les dijeron a los tres lo que había dentro de los fardos y los prisioneros se habían puestos más blancos que la sal, al tiempo que la mujer trataba de gritarle algo a Georgius, pero el marido la había hecho callar.

—Al primer movimiento que hizo, le atravesé con la espada, y a la mujer también, saio Thorn, tal como ordenasteis.

—Tal como ordené —repetí, con el corazón en un puño, pues recordaba lo que me había dicho el hijo de Georgius de que su hermana se había casado con un mercader… para marcharse del Lugar de los Ecos…

—Como ya nada teníamos que hacer con las mulas y la carga —añadió Gudahals— las dejamos allí y hemos regresado todos juntos.

—Esos conjurados… —añadí—. ¿Cómo se llamaban?

—El mercader se llamaba Alphyus. Era un hombre pudiente, con almacenes, caballerizas y herrerías para atender a las numerosas caravanas que cruzan los Alpes; el cautivo Georgius mencionó después que la mujer del mercader se llamaba Livia, y estoy de seguro que él podrá deciros muchas más cosas, saio Thorn. Nosotros no quisimos acosarle a preguntas porque habíais dicho que no le agobiásemos.

—Sí, sí, Gudahals —musité—, has cumplido muy bien mis órdenes. Te encomiaré ante Teodorico.

Comenzaba a sentir asco por mí mismo; tal como había sucedido en otras ocasiones, una vez más era culpable de la muerte de una antigua amiga. Recordé el día en que había grabado el nombre de Livia niña junto al mío en el río helado de los Alpes y mis buenos deseos para con ella. Aun ante la evidencia de que, en la recién concluida guerra, Livia había apoyado al bando de Odoacro —y que seguía de mayor obedeciendo a su memo y grisáceo padre— lamentaba profundamente lo que había sucedido.

Estaba tan abatido y desanimado que ni siquiera fui a interrogar a Georgius a la cárcel para preguntarle por qué había comprometido a su familia para apoyar al derrotado Odoacro, ni asistí al juicio en el que Teodorico le condenó al «turpiter decalvatus, o marca de perpetua infamia», instando a que se le hiciese «summo gaudio plebis», y a trabajos forzados con los otros culpables en «el infierno viviente» en el pistrinum o molino de trigo de Ravena. {«Turpiter decalvatus» significa «asquerosamente rapado», y «summo gaudio plebis» que se hiciese en público «para gran fruición de la plebe». Pero yo no me mezclé con la plebe para verlo).

Como me informó Gudahals más tarde, los verdugos le embutieron en la cabeza un cuenco sin fondo hasta las orejas y las cejas y, sujetándolo bien, lo llenaron de carbones encendidos hasta rebosar para quemarle el pelo, mientras Georgius se debatía entre alaridos y ardían cabello y piel, haciendo las delicias de la plebe que, según me dijo Gudahals, gritaba alborozada al ver cómo se prendía el pelo, aunque después no salió más que humo. Luego, le arrastraron sin sentido y despertó desnudo y encadenado en el pistrinum con los otros condenados.

Sólo más tarde se me ocurrieron unas preguntas que habría querido hacerle al viejo; quizá fuese en gran parte culpa mía que su hija hubiese muerto de forma tan intempestiva, y sentía curiosidad por saber con qué clase de hombre se había casado y cómo le había ido su matrimonio. Así, me apresuré a ir al molino temiéndome que el viejo Georgius pereciese. Mis temores eran fundados, pues el hombre había muerto hacía poco y nada pude preguntarle. Sus deshonrados despojos habían sido enterrados, como los de Odoacro, en tierra manchada, es decir, en el cementerio adjunto a la sinagoga judía.

Tampoco elevó mi ánimo el hecho de que la princesa franca Audefleda viniese a vivir a Ravena; su hermano el rey Clodoveo la había enviado con una fuerte escolta y séquito de servidores desde la capital de Durocortorum y había llegado a Lugdunum cuando Epifanio aún estaba allí llevando a cabo su misión de rescate, por lo que el obispo había regresado con ella y los cautivos liberados. Allí estaba ahora, y por ello yo sentía una mezcla de rencor y tristeza.

Aj, hacía esfuerzos por no sentirlo. Me dije que, cuando menos, algo de positivo había en el tiempo pasado; no tenía el doble de la edad de la princesa, sólo superaba en diecinueve sus veintiún años; y había que admitir que Audefleda no era ni un chorlito insulso ni una virago dominante, sino una mujer hermosa de rostro y figura con ojos azules, una cascada de cabello dorado y rizado, piel marfileña, buen busto, bien hablada y de regia compostura. Y no hacía ostentación de su belleza con mimos y arrumacos; era conmigo tan airosa y afable como con todos los de la corte, y hasta con los criados y esclavos. Audefleda sería la consorte ideal para Teodorico.

Y no lamentaba (me decía a mí mismo) que Teodorico me diese de lado cuando, además de sus regias preocupaciones, pasaba mucho tiempo cortejándola y haciendo los preparativos para un magnífico casamiento real; lo que me molestaba (me repetía) era que se comportase como un pretendiente rendido y no como un rey serio y firme. Por ejemplo, pensaba que incluso degradaba la dignidad de su barba, que ahora era la de un profeta bíblico, al partirla tan frecuentemente con sonrisas insípidas; y no tenía necesidad de guardar antesala para ver a la princesa ni mirarla con ojos de cordero. Al fin y al cabo, estaba prometida a él, aunque Teodorico hubiese sido indiferente, frío o cruel con ella.

Ahora, en las contadas ocasiones en que obtenía audiencia con mi rey, él se limitaba a hablar sucintamente del asunto que nos ocupaba y, en cambio, abundaba en nuevos detalles de sus planes nupciales, de los que me tenía harto. La última vez que estuvimos juntos antes de la boda, me dijo entristecido:

—No puede hacerse una ceremonia tan elaborada como yo quisiera por el simple hecho de que no hay más que una iglesia arriana para celebrarla, y ésa, que es el Baptisterio, antiguamente eran unos simples baños romanos. ¡Figúrate, Thorn! Eso es lo único que pudo adquirir el pobre obispo Neon para el culto arriano en una ciudad totalmente dominada por la Iglesia de Roma.

—¿Unos baños romanos? —contesté yo con sorna—. Pues las termas romanas nunca han sido precisamente pequeñas. Y el anciano Neon los ha adaptado magníficamente para el culto. El Baptisterio es bastante grande y suntuoso para el acontecimiento.

—No obstante, le he prometido a Neon construir una iglesia arriana mucho más suntuosa para que sea su catedral, y Neon está radiante de felicidad. En cualquier caso, la ciudad requiere un edificio de esas características, ya que los arrianos van siendo cada vez más numerosos.

—No entiendo por qué te empeñas en mantener la capital del reino en Ravena —repliqué yo malhumorado—. Es un lugar horrendo; húmedo, con nieblas, con olor a ciénaga y toda la noche, si no se oye el zumbido de los mosquitos, te aturde el croar de las ranas. Sólo se respira aire puro en el puerto de Classis, aunque puede uno desmayarse antes de llegar por el mal olor del barrio de los trabajadores.

—Ya tengo previstas mejoras —dijo él, bajando la voz, pero yo proseguí:

—Y el agua es peor que su fétido aire. Lo que el Padus vierte en los canales es agua salobre con suciedad de las marismas y a ello se mezclan los desagües de los retretes de la ciudad. Una porquería. Y es el único lugar en el mundo en que los romanos beben el vino puro, tal como sale del ánfora, por miedo a mezclarlo con el agua de Ravena. Hace mucho tiempo que recitan esos versos de Marcial:

Prefiero tener en Ravena, una fuente que una viña, pues el agua vendería, más cara que el mejor vino.

—Ravena ha sido la capital desde que la nombró el emperador Honorio —contestó Teodorico sin alterarse.

—A él lo único que le preocupaba era su invulnerabilidad como lugar de escondite. Pero ni él ni sus sucesores en los últimos noventa años han levantado un dedo para hacerla más habitable. Ni siquiera se ha reparado el acueducto en ruinas para tener agua decente. Ya sé que tú no necesitas un lugar para esconderte. Tú podrías asentar tu capital en cualquier lugar más salubre en que…

—Desde luego, tienes razón. Thags izvis, Thorn, por pensar en Audefleda.

—¿Qué? —exclamé asombrado—. Claro, Audefleda.

—Sí, ella me ha comentado —sin quejarse, no creas— que la humedad le desriza las trenzas, aunque, como siempre está de buen humor, dice también que esa humedad sienta bien a la piel de la mujer. De todos modos, Thorn, es muy de agradecer que hayas pensado en que no tengo consideración con Audefleda haciéndola vivir aquí. Pero no te preocupes; ella es más que feliz padeciendo los inconvenientes de Ravena en tanto me ocupo de solventarlos. Ya le he explicado mis planes para desecar las marismas, reconstruir el acueducto y arreglar la ciudad.

—Le has explicado tus planes —repetí malhumorado—. Pues tus generales, el otro mariscal y yo no sabíamos una palabra.

—Ya lo sabréis, ya lo sabréis. Claro, una mujer amante es feliz de vivir con su marido donde él disponga, pero no iba a esperar de vosotros que os comportaseis como buenas esposas.

El comentario me irritó más que ninguna otra cosa que hubiera podido decir, pero sólo acerté a musitar que estaba dispuesto a vivir en donde él dijese.

Ne, ya sé que te gusta vagabundear. Pero ahora ya he nombrado mariscales de sobra para destinarlos permanentemente a las localidades que proceda. Soas, por ejemplo, será mi delegado en Mediolanum; pero tú, Thorn, quiero que seas mi vicario ambulante, como solías serlo. Que viajes por Italia y a otros países; donde tú quieras, y que me envíes noticias o lo que juzgues interesante. Una misión tan variada será de tu gusto. ¿No es cierto?

Claro que lo sería. Lo era. Pero le contesté un tanto tenso:

—Sólo deseo que me ordenes lo que gustes, no tu real condescendencia.

—Muy bien, Thorn. Entonces, quisiera que viajes a Roma, ya que aún no he decidido a quién nombrar allí como representante, y yo de momento no pienso ir. Vuelve y dime… todo lo que deba saber sobre Roma.

—Parto de inmediato —dije, saludando y abandonando el salón.

Dije «de inmediato» como simple excusa para no tener que estar en Ravena el día de los desposorios. Pues, de otro modo, habría sido de esperar que el herizogo Thorn, aguerrido mariscal y buen amigo del rey, participase en lugar relevante en los actos de tan fausta jornada. Al haberle ordenado salir de Ravena, Thorn no tuvo que asistir a las nupcias. Pero Veleda sí que estuvo. Es la manera que tiene una mujer de resolver una agobiante inquietud: como no la alivia rascándose, rascársela más y más hasta que duele a más no poder.

Asistí a la ceremonia entre otras mujeres de toda edad y condición en la izquierda de la nave del Baptisterio arriano, uniéndome a los rezos, pero no a los comentarios en voz baja que hacían las mujeres, principalmente a propósito de la novia y de lo hermosa que estaba. Sí, la princesa Audefleda lo era, y el rey Teodorico era un hombre regio como ninguno. Menos mal que el anciano obispo Neon resistió heroicamente a la tentación de celebrar una misa larga e insoportable. Yo, durante los ratos más tediosos, me dediqué a contemplar los bellos mosaicos del templo, que, sin lugar a dudas, se habían añadido al reconvertir las termas romanas, pues eran todos de temática cristiana en vez de pagana. Por ejemplo, en el techo estaba representado el bautismo de Jesús rodeado de todos los apóstoles y desnudo en un río, con una leyenda que decía iordann. Lo extraordinario —casi increíble— era el verismo de las escenas —hechas todas con piedras y vidrio de colores— y lo bien que se apreciaba la limpidez del agua, al extremo de que por debajo de ella se insinuaban las piernas y las partes pudendas del Señor.

Partes pudendas dominando unos desposorios. ¡Liufs, cómo se me ocurriría pensar algo así en una iglesia! Llamé al orden a mi divagantemente y fruncí el ceño arrepentida, apartando la vista del mosaico. Y estoy segura de que debí ruborizarme como una amapola cuando posé mis ojos en las de un hermoso varón que había en el ala opuesta, que me sonreía con la mirada.

Cuando nos acostamos, reconocí en él a un optio de las turmae de Ibba con quien a veces me había tropezado siendo Thorn; pero eso me tenía sin cuidado. De su nombre ya ni me acordaba ni me importaba. Él no me preguntó cómo me llamaba, pero tampoco eso me importaba. Y cuando intentó, casi sin aliento, hacerme cumplidos por mi ardor, le dije que callase, porque no tenía ganas de hablar. Cuando en la refriega, en medio de gritos y espasmos de éxtasis musité una y otra vez el nombre de otro, mirándole a hurtadillas, tampoco me importó lo que pensase; y al cabo de un buen rato, cuando pidió tregua, no se la concedí. Yo no quería parar. Y así continuamos hasta que él no pudo más y se apartó de mí para marcharse avergonzado y horrorizado, pensando quizá que me hallaba embrujada.