Capítulo 8
—Era yo quien tenía que haber matado a Tufa —dijo Teodorico con una voz mesurada, que daba a entender mayor cólera que un bramido—. Era una obligación y un privilegio mío, saio Thorn. Has contravenido la autoridad de tu rey, anteponiéndole la tuya. Sólo un rey puede ser judex, lictor et exitium a la vez.
Estábamos él y yo, con algunos de sus oficiales superiores, en la basílica de San Ambrosio, que Teodorico había requisado en Mediolanum para establecer su praitoriaún. Los demás permanecían sentados quietos y en silencio, mientras nuestro soberano seguía reprendiéndome, y yo permanecía con la cabeza gacha, aguantando sus censuras humildemente porque sabía a lo que me había expuesto incurriendo en falta. Entretanto, recordaba lo brevemente que en otras ocasiones había expresado sus reprimendas Teodorico ante una transgresión; no se había detenido a reflexionar ni había gastado palabras para clavarle la espada a Camundos, legatus de Singidunum, ni al principesco Rekitakh; atribuía a una gran deferencia por nuestra vieja amistad que se contentara con castigarme sólo con reproches.
Así, me limité a guardar silencio dejando que sus palabras cayeran sobre mí, pensando en cosas más agradables. Cada vez que volvía a verle tras largas ausencias, me sorprendía verle cada vez más regio de aspecto y apostura; su barba, dorada como un solidas recién acuñado, y que antes le confería un aspecto heroico, ahora le daba porte de magistrado; surcaban su frente las arrugas de quien reflexiona profundamente y en sus mejillas se marcaban las huellas del que ha sufrido, pero en el extremo de sus ojos se esbozaban los pliegues del hombre alborozado y sus hermosos ojos azules podían tornarse en un instante de alegres a graves o airados…
Recordé cómo en cierta ocasión, tiempo atrás, admirándole en su juventud, había pensado con añoranza: «¡Aj, quién fuera mujer!». Y ahora, admirando al hombre más maduro, más fervientemente aún, me preguntaba por qué en mis recientes veleidades imaginativas como Veleda había alentado la fantasía de abrazar al joven Frido, o cualquier otro hombre inferior a Teodorico; hacía días escasos que mi profunda naturaleza de Veleda había sustituido a aquel Frido ilusorio por el real pero intrascendente Tufa al que la necesidad me había unido. Y eso me hizo cavilar: ¿sería que mi imaginación, volando aún más caprichosamente, habría estado sustituyendo a Frido por Teodorico? ¿Sería posible que la mente se prestara a tales complejidades, independientemente de la voluntad?
Teodorico me miraba ceñudo y me decía:
—¡Habla! ¿Cómo justificas haberte apropiado de los derechos de tu rey para condenar a Tufa, niu? ¿Tienes algo que alegar para atenuar tu culpa?
Habría podido responderle, y con justa indignación, que con arreglo a mi rango y alto cargo, debía concedérseme la opción a adoptar decisiones cuando había que solventar asuntos importantes en lugares alejados en los que no podía contar con la aprobación de mi rey. De hecho, eso fue lo que alegué, pero sin indignarme, sino en son de broma.
—La culpa es tuya, mi rey.
—¿Cómo? —sus ojos azules echaron fuego y su rubio mentón se abatió indignado, mientras los demás contenían la respiración.
—Has elevado a mi humilde persona a la dignidad de herizogo y me nombraste mariscal. ¿Se me puede reprochar que mis faltas estén a la altura de mi dignidad?
Todos se me quedaron mirando. Luego, Teodorico profirió una sincera carcajada, secundado por sus oficiales, incluido el severo y anciano Soas. Bien, no era de extrañar que yo —igual que todos sus súbditos— admirase y amase a nuestro soberano. Aquello demostraba que el carácter de un rey puede ser afable y simpático a la par que recto y majestuoso.
—Aj, Thorn —dijo cuando cesó de reír—, supongo que debo darte las gracias por no haber estado más tiempo por esos mundos exterminando tú solo a mis adversarios en la península. Al menos me has dejado a Odoacro para que me encargue personalmente de él.
—Y unas cuantas legiones romanas aquí y allá —gruñó afable el general Pitzias.
—Aquí y allá, ja —asintió Teodorico, con ademán displicente—. Pero no existe un frente unificado. Todo lo que queda del ejército romano es una barahúnda que no sabe qué hacer y que tiene a su rey escondido y a su comandante muerto. No creo que presenten mucha resistencia. Será cuestión de irlos barriendo conforme avanzamos.
Por lo que se dijo a continuación supe que Teodorico había infligido a los romanos en el río Addua una derrota casi tan aplastante como la del Sontius, y que, una vez disperso el ejército, habían bastado unos días de asedio a Mediolanum para que la guarnición se rindiera y abriese las puertas; la batalla más importante de la primavera la habían sostenido los visigodos, que habían cruzado los Alpes y que al mando del general Respa habían derrotado al ejército romano, arrebatándole la ciudad de Ticinum, en donde acampaban a la espera de órdenes de Teodorico.
—¿Significa eso —inquirí— que el rey Alarico de los visigodos va a atribuirse el mérito de la conquista, y a pedir parte del botín? ¿Quizá una parte de Italia?
—Ne —contestó Teodorico—. Este Alarico no es tan rapaz como su abuelo y no pretende expansionarse. Alarico, como tantos otros reyes actuales, sueña con los tiempos en que el imperio romano comprendía todo el occidente y todos los reinos que lo formaban gozaban de la seguridad y prosperidad de la Pax Romana.
—Recordad —me dijo saio Soas— que la mayoría de los reyes germánicos apoyaron a Odoacro mientras parecía que iba a volver a los gloriosos tiempos de Roma, y ahora, con toda evidencia, esperan que lo haga Teodorico. Alarico ha enviado tropas de apoyo, pero el general Respa nos ha enviado embajadas del rey Khlodovekh de los francos, del rey Genserico de los vándalos y hasta del rey Ermanafrido de los turingios del Norte, y todos expresan amistad y apoyo y se ofrecen a prestar la ayuda que necesitemos.
—El rey Clodoveo incluso ofreció a su hermana —añadió muy sonriente el general Herduico.
—¿Qué? ¿Quién es Clodoveo? —inquirí.
—El rey Khlodovekh, que prefiere la versión romana de su nombre. Su hermana, al menos, ha conservado el nombre de Audefleda en el antiguo lenguaje.
—¿Y para qué ofrece Clodoveo a su hermana? —pregunté intrigado.
—Pues para casarse con Teodorico.
Al oírlo, confieso que sentí como un golpe en el estómago de resentimiento femenino. Me cogió desprevenido, porque nunca había sentido envidia ni antipatía por la dama Aurora, ni desde su muerte me había molestado que Teodorico estuviese a veces con otras mujeres. Bueno, pensé resignado, era de esperar que algún día contrajese matrimonio; hasta ahora sólo ha engendrado hijas y fruto de concubinatos. Es lógico que desee un heredero varón y de sangre real. Empero, por más que me esforzaba, el razonamiento no me consolaba.
El general Ibba añadió:
—La oferta de Clodoveo da a entender que espera que conquistemos Italia y que su hermana comparta en breve el reino de Teodorico, no sólo de Italia, sino un vasto imperio romano restaurado, y no ser simplemente la reina Audefleda, sino la emperatriz Audefleda. Y si Clodoveo tanto confía en nuestra victoria, también deben esperarla los otros reyes.
—¿Incluido el nuestro? —pregunté yo audazmente a Teodorico.
Él asintió someramente con la cabeza y dijo:
—De momento, dominamos todo el norte de Italia, desde los Alpes al Sontius. No preveo grandes dificultades en apoderarnos del resto de la península en, a lo sumo, un año. En efecto, todo está concluido, menos la proclamación de la victoria.
—Como me temía, has ganado la guerra sin mí —comenté yo, profundamente desilusionado.
—No del todo —farfulló Soas—. No se puede celebrar el triunfo sin conceder una corona de laurel, y hasta que Odoacro no entregue…
—Vamos, saio Casandra —repliqué yo burlón—. Estoy seguro de que el emperador Zenón no necesita recibir la cabeza disecada de Odoacro, como hicimos con Camundus y Babai. Deja que Odoacro se quede en ese corredor pantanoso de la península —añadí, volviéndome hacia Teodorico—. Que permanezca allí encerrado hasta que la humedad le pudra. Mientras, cuando el resto de Italia sea tuya y todo el mundo lo sepa, a Zenón no le quedará otro remedio que proclamarte…
—Ne, Thorn —replicó él, alzando una mano—. La Fortuna ha intervenido y no en favor nuestro; me ha llegado noticia de que Zenón se encuentra muy enfermo y puede que esté agonizando. Así que no puede proclamar nada. Y no se puede nombrar ningún sucesor hasta que muera. Así pues, si durante ese interregnum se me conceden laureles, tendré que ganármelos yo y que el mundo lo vea. Ahora más que nunca es necesario que derroque ostensiblemente a Odoacro.
—Pues lamento ser yo quien te lo diga —añadí, lanzando un suspiro—, pero necesitaremos algo más que nuestro ejército para conseguirlo. He observado el terreno en torno a Ravena y es imposible un ataque por tierra y un asedio sería inútil. La cosecha de la provincia de Flaminia ya se había recogido cuando Odoacro se guarneció allí, así que tendrá provisiones en abundancia.
—Y probablemente —musitó Pitzias— ése es el motivo por el que Tufa mató a todos nuestros hombres; para que no mermaran los recursos de la ciudad.
—Si fue por eso, ha sido innecesario —dije yo—, porque los habitantes de Ravena pueden vivir bien y mucho tiempo aún sin haber recogido la cosecha; recuerdo que cuando fui cautivo de Estrabón en la ciudad de Constantiana en el mar Negro, se jactaba de que todos los ejércitos de Europa no serían capaces de impedir que la ciudad fuese aprovisionada por mar; y Ravena está en el Hadriaticus. Deseo recalcarlo. La única manera eficaz de tomar Ravena sería con la flota romana; que sus barcos transportasen a nuestras tropas, desembarcando y…
—No puedo hacerlo —dijo Teodorico, tajante.
—Orgulloso guerrero —dije yo—, ya sé que preferirías tomarla sin ninguna ayuda. Y yo también. Pero debes creerme cuando te digo que es empresa vana. Y el navarchus Lentinus de la flota adriática parecía bastante dispuesto a…
—Por Lentinus es por lo que no puedo empeñar a la flota romana. Vái, Thorn, tú estabas presente cuando le di mi palabra de que sería su comandante legítimo y por derecho antes de encomendarle ninguna misión. Zenón no me ha conferido esa autoridad, no puedo hacerlo, y Lentinus lo sabe. Aunque quisiese faltar a mi palabra, no hay modo de que pueda hacer obedecer al navarchus. Le bastaría con poner los barcos fuera de mi alcance.
—Y tal desaire —terció Ibba innecesariamente— dejaría en mal lugar a Teodorico ante los ojos de sus futuros súbditos y sería peor que la más aciaga derrota.
—Ya he pensando en llevar tropas por mar, Thorn —prosiguió Teodorico—. Y si no, utilizar catapultas desde el mar para batirla. O, como último recurso, hacer un bloqueo naval que impida cuando menos su abastecimiento. Pero ne, no puedo. Lentinus ya se ha prestado muy amablemente a cederme sus barcos más rápidos para llevar mensajes entre Aquileia y Constantinopla. Por eso he sabido la enfermedad de Zenón. Pero no puedo pedirle nada más, y menos exigirle.
—Pues no puedo sugerir otra cosa —dije yo, encogiéndome de hombros—. Asedíala si quieres, cuando nuestros ejércitos entren en Flaminia, pero no servirá de nada, salvo para cercar en ella a Odoacro, cuando lo que realmente quieres es hacerle salir. Bien, al menos sabrás dónde está. Tal vez cuando hayamos conquistado Italia y estemos ya tranquilamente cultivando todos los jugerum de la península, salvo esa zona pantanosa costera, Odoacro acepte la derrota y se avenga a salir.
—Habái ita swe —dijo Teodorico, esta vez no en tono autoritario, sino resignado.
Tras lo cual, los oficiales se despidieron y yo me rezagué deliberadamente, para preguntarle algo.
—¿Y qué es eso de la hermana del rey Clodoveo, niu?
—¿Cómo? —replicó él perplejo, cual si hubiese olvidado su existencia—. ¿Qué quieres que te diga de ella? Difícilmente puedo pensar en hacer emperatriz a Audefleda hasta que tenga ese imperio.
—Lo tendrás, Guth wiljis. ¿Y luego? ¿Es que vas a casarte con una extranjera a quien no conoces?
—Aj, bien sabes que es cosa nada infrecuente, y más en el caso de familias reales que contraen matrimonios de conveniencia. Empero, el general Respa la conoce, y me dice que no es tonta, tiene encantos aceptables y es más bella que lo normal en las princesas.
—Lástima que, como es sabido, las mujeres francas tengan tendencia a envejecer y ajarse antes que otras —dije yo con esa melifluidad con que suelen expresar su desdén las féminas—. Y como dices que ha de correr algún tiempo antes de que puedas…
—¡Oh, vái! —exclamó él, con una carcajada—. Clodoveo es un mozuelo de veintitrés y Audefleda debe tener seis o siete años menos. Espero con toda seguridad gozar de esa ciruela antes de que se convierta en pasa.
Y así, salí de la basílica desalentado y reconcomido por dentro; incluso una mujer normalmente tranquila y equilibrada como Veleda, no puede vencer la turbación cuando compara sus cualidades con la de otra y —ya antes de que se preste a considerar cualidades como la belleza, el encanto y la inteligencia— descubre abatida que la otra tiene la enorme, insuperable e injusta ventaja de ser más joven. Y yo, Veleda, tenía —¡liufs Guth!— casi el doble de años que la doncellil Audefleda.
Advertí que iba apretando los dientes y eso necesariamente me hizo recordar que no era vieja. La augusta Iglesia cristiana, que pretende ser infalible en toda cuestión que los mortales puedan plantearse, tiene establecido con precisión cuándo es vieja una mujer, vieja sin remedio y por más que proteste, finja o apele; los doctos padres de la Iglesia han decretado que una mujer es vieja a los cuarenta, que es la edad en que está en condiciones idóneas para la velatio monjil; según me explicó la hermana Tilde (cuando yo era, entonces sí, tan jovencita), una mujer de cuarenta años, como reconoce la Iglesia, tiene «edad en la que ya ha superado las ansias indecentes… y está tan envejecida y ajada que ya no inspira esas ansias en el hombre».
Bien, thags Guth, a mí aún me faltaban seis años para pasar ese linde irreversible; y tal vez fuese una de las pocas que prolongase ese plazo de cuarenta, pues, aunque la naturaleza, en principio, había cometido el enorme error de darme forma humana, por otro lado, esa misma naturaleza, desde entonces, me había tratado con bastante más indulgencia que a otras mujeres y siempre había sido esbelta y de pocas carnes y seguía siéndolo; mi cuerpo no había padecido la hinchazón y el aflojamiento de la maternidad y mi vigor no había mermado por efecto de la sangría de la menstruación; y tal vez por mi carencia de algunas glándulas femeninas —o por tenerlas tan inextricablemente mezcladas con las masculinas— los efectos de la edad no me acosaban. Cierto que mis caderas habían engrosado una pizca y mis senos y vientre ya no eran tan firmes al tacto, pero conservaba una tez suave y sin tacha, en mi semblante no había arrugas y mis poros no eran toscos. No tenía papada ni el cuello abultado y aún poseía un cabello abundante y lustroso; mi voz no se había vuelto chillona y andaba airosamente. Aun comparada con una núbil inmadura y sosa de dieciséis años como Audefleda, no era nada decrépita, pensé. Pero…
No puede negarse que los hombres que de jóvenes son guapos conservan su atractivo mucho más que la mujer más hermosa; Veleda no podría elegir eternamente los hombres que quisiera de cualquier edad y condición, como había hecho en Bononia, mientras que sus coetáneos Thorn y Teodorico aún continuarían muchos años siendo atractivos para mujeres de su misma edad y mujeres jóvenes y más que jóvenes; por no hablar de las mayores que ellos. Ahora mismo, si les diesen a escoger entre la Veleda casi a punto para el velo monástico y la pimpante Audefleda, ¿cuál escogerían? Me daban ganas de mesarme los cabellos y gritar como aquella lastimosa Hildr en la gruta de Gutalandia: «¿Es justo, acaso?».
Pero lo que hice fue detenerme aterrada, de pronto, en la calle. Por decirlo de algún modo, era como si Thorn volviese la cabeza para mirar a Veleda con una mezcla de admiración, horror y sarcasmo y dijera en voz alta: «¡Gudisks Himins!». Y me devoraba la envidia de mí mismo.
En aquel momento desfiló junto a mí una patrulla de nuestros guerreros, que marcialmente saludaron al ver mi coraza de mariscal, pero miraron de un modo extraño al hombre que la revestía. Una vez se hubieron alejado, me eché a reír de mis lunáticas y tergiversadas divagaciones y dije para mis adentros: «Vái, ¿a qué conjurar semejante futuro? Quizá la Fortuna o Tykhé o cualquier otra diosa de la buena suerte tenga ya decidido que Thorn, Teodorico y Veleda perezcan en la próxima batalla».
Pero, por supuesto, no fue así: ni en la siguiente, ni en la que hubo después. Las batallas que siguieron fueron todas hechos sin trascendencia de rápida conclusión, que no costaron muchas bajas por ambos lados. El motivo era que las legiones romanas, al verse privadas de jefe y abandonadas por su rey, combatían, lógicamente, de mala gana y con desánimo; ninguna salía a nuestro encuentro conforme avanzábamos hacia el sur de la península, y, cuando llegábamos a sus posiciones y enviábamos anticipadamente nuestra altiva exigencia —«tributum aut bellum»— no oponían más que la resistencia necesaria para que no se dijera que se habían rendido sin combatir. Pero se rendían.
En agosto, mes final del año, dominábamos toda Italia —salvo el bastión de Odoacro en Ravena— pese a que Teodorico había decidido detener el avance hasta el límite este-oeste marcado por la vía Aemilia, tan sólo a mitad de la distancia de la frontera de Venetia y la ciudad de Roma. Optó por detenerse allí para volver a invernar, simplemente por facilitar el ir y venir de sus emisarios, ya que cada vez le ocupaban más los asuntos de administración que la conquista en sí. Había dejado en las principales ciudades tomadas destacamentos militares, y ahora enviaba otros a las ciudades más pequeñas, y por tal motivo le era necesario mantener una rápida comunicación en todo el territorio.
Zenón continuaba enfermo —su vida se apagaba, decían los mensajes de Constantinopla—, pero no se había nombrado sucesor ni regente. Como Teodorico no podía recibir la proclamación imperial de rey de Roma, y como honradamente se negaba a arrogarse poderes, carecía de autoridad para dictar leyes de gobierno en las tierras conquistadas. Empero, sí que impuso el jus belli, estableciendo ciertas reglas por decreto para mantener el orden y dar curso normal a los asuntos cívicos. Las reglas que instituyó no fueron nada severas, y sorprendieron y complacieron bastante a los «nuevos súbditos del conquistador», y fueron anticipo del magnánimo despotismo con que después gobernaría.
Por ende, he podido determinar por mis lecturas de historia universal que todos los conquistadores anteriores a Teodorico —Ciro, Alejandro, César y cualquier otro— sentían desprecio por los pueblos que dominaban; el conquistador impone siempre al conquistado sus propias ideas sobre lo que está bien y mal, no sólo en cuestiones de gobierno y en el ámbito legal, sino en cualquier detalle de conducta, religión, cultura, costumbres y gustos. Teodorico hizo eso. Y, lejos de despreciar a la población de lo que había sido el poderoso imperio romano occidental, honró y admiró su legado y desde el primer momento dejó bien sentado que intentaría restablecer y recuperar su perdida grandeza.
Por ejemplo, habría sido lógico que un conquistador depurase sin contemplaciones a todos los subordinados y servidores del vencido y extirpara hasta el último vestigio del gobierno de su predecesor. Teodorico no lo hizo. De momento, al menos, fue dejando en las provincias y ciudades conquistadas a los mismos legatus y praefectus romanos que ostentaban el cargo durante el reinado de Odoacro, fundamentándose en el razonamiento de que un gobernador con cierta edad y experiencia actuaría mejor que cualquier advenedizo.
No obstante, para ayudar (y vigilar) a esos gobernadores, instituyó una especie de tribunal que, en honor a la verdad y a la justicia, he de decir que ningún pueblo conquistado había conocido jamás, pues, a todos los niveles de la administración, Teodorico dispuso un judex romano y un oficial ostrogodo de autoridad equivalente; el judex se ocupaba de todos los asuntos relativos a la población romana y los juzgaba con arreglo a la ley romana, y el oficial respondía de los asuntos concernientes a los ocupantes y los juzgaba según la ley goda. Ambos magistrados se complementaban amigablemente en sus respectivas jurisdicciones para arbitrar querellas y disputas entre romanos y extranjeros. Aunque al principio este novedoso tribunal sólo estaba previsto para eliminar fricciones entre invasores y conquistados, resultó tan útil y beneficioso para ambas partes y toda la nación —aun pese a la influencia de tal número de extranjeros— que siguió utilizándose y aún perdura.
Claro que, con el tiempo, Teodorico tuvo que suprimir muchos legati, praefecti y judices romanos que resultaron ineptos, corruptos o estúpidos, por ser gente que en su mayoría había alcanzado el cargo por «amicitia», lo que es decir favoritismo, nepotismo o lamiendo las botas y sobornando; los sustituyó por romanos de probada capacidad, aunque algunos de éstos le dijeron que, aunque tratarían de servir honrada y eficazmente, no servían muy gozosos bajo un usurpador no romano. Creo que Teodorico prefirió para los cargos a estos reticentes sinceros, pues tenía certeza de que no eran lameculos. Sólo hubo una clase de cargo que Teodorico vetó a los romanos; después de que el ejército romano cayera inevitablemente bajo su mando, quedando integrado a nuestras fuerzas, suprimió los tribunos militares y no dio ningún mando de importancia a romanos.
—Lo que intento —me dijo en cierta ocasión— es repartir razonablemente las responsabilidades. Que cada uno haga lo que mejor sabe y le recompensaré en consonancia. En lo que atañe al cultivo de la tierra y las cosechas, romanos y extranjeros trabajan con el mismo denuedo y provecho, pero las tareas que implican la defensa del país y el mantenimiento de la ley y el orden, es mejor confiarlas a las nacionalidades germánicas, merecidamente conocidas como «bárbaros belicosos»; y, como fueron los romanos los que en tiempos pasados desarrollaron las artes y las ciencias que tanto han enriquecido a la humanidad, les dejaré exentos de trabajos rudos —en la medida de lo posible— con la esperanza de que emulen a sus antepasados y vuelvan a civilizar al mundo.
Casi todos sus esfuerzos a este propósito fructificaron más adelante, pero, como digo, fue un prometedor principio puesto en marcha ya en aquellos primeros meses en que el único medio de que disponíamos era la ley marcial. Aunque él, el ejército y sus nuevos súbditos siguieran considerando Mediolanum como la «capital» durante un tiempo, no se encerró en ella para gobernar por fiat del modo distanciado y despreocupado en que lo habían hecho la mayoría de los emperadores romanos, sino que todo aquel invierno recorrió el territorio ocupado de un extremo a otro, interesándose por la seguridad, bienestar y ánimo de «su pueblo», integrado por los habitantes y las tropas; e, independientemente de donde se encontrara, enviaba y recibía constantemente emisarios para tener contacto con todos los rincones de sus dominios y que nada escapase a su atención. Por ejemplo, había puesto todos los depósitos del país y las cosechas de aquel año bajo requisa en virtud de ley marcial, pero no los confiscó, sino que ordenó a sus intendentes que establecieran las provisiones de invierno y que lo hiciesen con una imparcialidad que sorprendió al pueblo, pues recibieron los mismos alimentos que los nobles, y algunos villanos incluso recibieron más; y las casas humildes en que se alojaban oficiales y tropas nuestras tuvieron derecho a más cantidad para compensar el trastorno.
Puedo afirmar con plena confianza que, anteriormente, ningún pueblo conquistado ha visto tanto cuidado y preocupación por parte del conquistador, y sé de cierto que el pueblo de Italia en seguida comenzó a otorgar a Teodorico una confianza, un respeto y un afecto como ningún conquistador ha conocido jamás. Y no me refiero al pueblo bajo de remoto oprimido; el importante Lentinus, navarchus de la flota romana del Hadriaticus, se llegó desde su base hasta Aquiliea para saludar a Teodorico y hacerle una propuesta amistosa que resultó muy útil para nuestra causa.
Mientras Teodorico se ocupaba del despliegue de las tropas de ocupación, imponiendo el jus belli y los otros aspectos de la administración militar, al general Herduico le encomendó la misión de sitiar a Odoacro en Ravena, o, mejor dicho, someterla a un bloqueo parcial. Como yo había advertido, las marismas que la rodean no eran terreno firme que permitiese asentar las catapultas ni las masivas filas de arqueros; por ello, Herduico sólo pudo disponer su infantería en una prolongada línea en las proximidades de la ciudad, rodeándola desde la orilla norte hasta la orilla sur. Pero esas tropas nada podían hacer más que estar en su puesto para impedir que llegaran abastecimientos por el camino de las marismas, a través de esas mismas marismas, por el tramo del río Padus que discurre cruzándolas en dirección al mar o por la vía Popilia que atraviesa Ravena de norte a sur por la costa. Salvo en las ocasiones en que los aburridos arqueros corrían hacia las murallas a disparar flechas corrientes o incendiarias para romper su tedio, no se habría dicho que aquello era un asedio. Y yo había también advertido que incluso el bloqueo era tan vano y probablemente provocaría igual escarnio en el enemigo que los displicentes ataques con flechas; los speculatores que Herduico había dispuesto en la costa, comunicaban que al menos una vez por semana llegaba por el Hadriaticus un barco mercante o una hilera de barcazas remolcadas por galeras que anclaban en los muelles y descargaban con toda impunidad. Y nada podíamos hacer, ni aun saber de dónde venían aquellos barcos.
—No vienen de ninguna de las bases a mi mando en el Hadriaticus —nos dijo Lentinus a los oficiales reunidos en el praitoriaún de Mediolanum—. Os doy mi palabra, Teozorico —prosiguió con su curioso acento venetiano—, de que no son barcos de Aquileia, Altinum o Ariminum. Del mismo modo que no he permitido que las embarcaciones militares participaran en la conquista, tampoco las cedo a Odoacro para ayudarle en su último reducto.
—Lo sé —dijo Teodorico—, y respeto vuestra neutralidad.
—Hay que pensar necesariamente —dije yo— que hasta un dirigente marginado y desacreditado debe contar con un puñado de partidarios incondicionales. Sospechamos que los abastecimientos los lleva a cabo alguna facción de Odoacro que se ha exilado, quizá en la marítima Dalmatia o puede que en la lejana Sicilia.
—O quizá los partidarios de Odoacro —añadió el hosco saio Soas— son exilados que por el motivo que sea quieren mantener la situación anterior. Es sorprendente el celo con que la gente que lleva mucho tiempo fuera de su país natal se entromete en los asuntos internos hallándose a prudencial distancia.
—Bien, a mí me está moralmente impedido entrometerme —dijo Lentinus—. Pero, aunque mi neutralidad me veda ofreceros navíos romanos, nada me impide sugeriros que los construyáis, Teozorico.
—Se acepta la sugerencia —contestó Teodorico con una sonrisa—, pero me apostaría a que no hay un solo hombre entre mis soldados que sepa nada de atarazanas.
—Probablemente no —añadió Lentinus—. Pero yo sí.
—¿Nos ayudaríais a construir navíos de guerra? —inquirió Teodorico, ya con amplia sonrisa.
—No navíos de guerra. Sería violar la neutralidad. Y se tardaría años en construir una flota. Pero lo que realmente necesitáis son grandes cajas que puedan llevarse a remo hasta el puerto de Classis en Ravena, y sean de capacidad suficiente para contener guerreros armados que impidan el acercamiento de los barcos de abastecimiento. Ciertamente, tendréis pontoneros y herreros en vuestras filas. Reunidlos y que se vengan conmigo por la vía Aemilia hasta las atarazanas de Ariminum, que yo les enseñaré.
—¡Que así sea! —exclamó Teodorico, alborozado, dando la orden a sus generales Pitzias e Ibba para que se apresuraran a reunir a los hombres.
Llegó la primavera sin que se hubieran concluido los preparativos del gran bloqueo de Ravena. Y llegó por entonces uno de los barcos rápidos de Lentinus desde Constantinopla con un emisario griego que traía las últimas noticias del imperio de Oriente. Zenón había expirado y su sucesor en el Palacio Púrpura era un hombre llamado Anastasio, casi tan viejo como Zenón, y anteriormente funcionario de segunda categoría en la hacienda imperial, sin méritos relevantes. Pero lo había elegido la viuda del emperador, la basílissa Ariadna, y, a cambio del nombramiento, se había casado con él inmediatamente después de su subida al trono.
—Llevad a la emperatriz mi enhorabuena y… mi pésame —dijo Teorodico al emisario—. ¿Os ha dicho algo para mí? ¿Algún reconocimiento de mi cargo?
—Oukh, nada, lamento deciros —contestó el emisario, encogiéndose de hombros—. Y, si me permitís la irreverencia, os diré también que mejor será que no esperéis nada voluntario por parte de Anastasio. Como todos los que han manejado grandes cantidades de dinero es un viejo tacaño y mísero. Ouá, no esperéis conseguir nada de Anastasio sin forzarle y obligarle.
Así, Teodorico continuaba reinando en Italia sin aegis imperial y sólo en virtud del jus belli y de su propia estima entre el pueblo. Y, entonces, poco después de recibirse aquella desalentadora información de Oriente, nos llegó noticia de un acontecimiento en el norte de Italia que amenazaba con empañar la popularidad ganada por Teodorico.
La información consistía en que tropas extranjeras habían cruzado la frontera de los Alpes, esta vez por el paso Poenina, y que eran guerreros burgundios enviados por el rey Gundobado; pero no se trataba de un gesto más de solidaridad racial germánica, sino que el burgundio quería aprovecharse de la ambigua situación en Italia y había hecho cruzar las montañas a sus tropas para establecerse en los valles de cultivo y las tierras de pasto del Norte, un territorio que nuestros aliados los visigodos habían ganado la primavera anterior y en el que la población los había aceptado pacíficamente. Teodorico no había encontrado necesidad de establecer allí fuerzas de ocupación por tratarse de una región de aldeas y granjas que no contaba con judex, oficial de justicia y tribunal más que en la ciudad liguria de Novaría. Por lo cual, las tropas burgundias, sin encontrar resistencia, habían llevado a cabo pillajes y saqueos violentos, aunque probablemente de poca cuantía. Pero lo peor era que habían tomado cautivos a mil campesinos de aquellos valles, llevándolos al otro lado de los Alpis Poenina para hacerlos esclavos en las tierras de su rey Gundobado.
—¡Ese hijo de mala perra! —tronó Teodorico—. Yo estoy tratando de que nos aglutinemos todos los extranjeros en un nuevo afán digno y respetable y ese tetze de Gundobado decide emular a Atila por su cuenta, apresando un puñado de esclavos. ¡Que el diablo se le lleve mientras duerme y se fría en el infierno!
Pero nada podíamos deshacer el entuerto si no era cruzar a toda prisa los Alpes persiguiendo a los culpables, cosa que quedaba descartada porque teníamos que dejar organizado el gobierno de Italia antes de que volviera el invierno; era un proceso muy laborioso aunque no requiriera gran esfuerzo, puesto que las ciudades y los pueblos y las legiones de guarnición ahora ya no ofrecían tanta resistencia como un año atrás. Algunas de ellas, aun antes de que nos aproximásemos para enviar el emisario con el «tributum aut bellum», enviaban anticipadamente emisarios a saludarnos y presentarnos la rendición.
Y, conforme avanzábamos hacia el sur de la península, advertimos que muchas poblaciones que habrían podido establecerse en terreno alto de fácil defensa, estaban construidas en terreno llano lamentablemente proclive al asalto o el asedio; circunstancia que nos sorprendía y que pueblo tras pueblo comentábamos maravillados, hasta que por fin comprendimos el porqué. Un anciano urbis praefectus de una de aquellas poblaciones —no recuerdo cuál— nos dijo condolido al rendirse a Teodorico:
—Si mi pobre pueblo hubiese seguido en el lugar alto que antes ocupaba, en vez de aquí en el llano, no habríais entrado sin resistencia.
—Y bien —replicó Teodorico—, y ¿por qué está ahora en el llano? ¿Por qué una población se ha trasladado a un lugar que le es desfavorable?
—Eheu, porque los ladrones robaron el acueducto y ya no llegaba agua allá arriba; por eso tuvimos que trasladarnos junto al río.
—¡Los ladrones os robaron el acueducto! Pero si un acueducto es tan inamovible como un anfiteatro.
—Me refiero a las tuberías, que eran de plomo. Los ladrones las robaron para venderlas.
—Supongo que no te refieres a invasores extranjeros —dijo Teodorico, mirándole atónito.
—No, no, ladrones del país.
—¿Y lo habéis consentido? Difícilmente pueden haber robado de noche millas y millas de pesada tubería de plomo.
—Eheu, nosotros hace tiempo que somos gente pacífica y tranquila y no teníamos suficientes cohortes vigilum para apresarlos. Y a Roma no pareció preocuparle, porque no nos envió ayuda ni hizo nada. Eheu, nuestro pueblo no es el único que ha sufrido; hay muchos otros que estos últimos años han visto arruinarse su acueducto y han tenido que trasladarse de un promontorio seguro al peligroso llano.
—Luego ése es el motivo —comentó Teodorico—. Por Murtia, diosa de la indolencia —añadió, de un modo que me recordó bastante a mi viejo protector Wyrd—, desde luego Roma se había vuelto senil e impotente. Ya era hora de que llegásemos nosotros.