Capítulo 4
—Aj, ¿ves eso? —exclamó Wyrd, con aquella voz ronca, señalando hacia un sitio.
Era la mañana del día siguiente; íbamos cabalgando hacia la mitad de la falda del Techo, en donde la nieve vieja que había en hoyos y cavidades brillaba al sol. Lo que me señalaba era una rastro en la nieve, y no era de pezuñas ni de zarpas, sino una especie de triple surco en una cuestecita de nieve, como si se hubiesen deslizado tres animales juntos.
—¿Sabes de qué es el rastro? —inquirí—. Desde luego, nutrias retozando por estas alturas no serán.
—Ne. Nutrias no. Lo ha hecho un animal solo, no tres. Como ves, el rastro es totalmente distinto del que dejan los animales de estos pagos. Los cazadores saben de qué es, pero los campesinos ignorantes se atemorizan al verlo porque creen que es de algún temible skohl de la montaña. Pues bien, no es más que la huella de un auths-hana.
—¿El ave que buscamos, fráuja? ¿Cómo es posible que un pájaro deje esa huella?
—Porque se desliza por las cuestas con la pechuga con las alas abiertas, desahogando su buen humor, digo yo. Bueno, por aquí debe andar uno de ellos, pues el rastro es de esta misma mañana. Toma, cachorro, coge mi arco y las flechas y ve a cazarlo. Me siento débil para tensarlo como es debido. Voy a descender hasta donde no hay nieve para calentarme los huesos al sol. Allí te espero.
Cogí el arma y continué montado en Velox. No habríamos avanzado mucho más, cuando oí —horripilado, tal como había dicho Wyrd— el grito del auths-hana. Al menos es lo que imaginé que era. Como daban a entender los deslizamientos, aquel ave actuaba como ninguna de las que yo conocía; su canto era bien distinto a los que yo había escuchado. Describiré el ruido que hacía lo mejor posible: era como un agudo ulular unido a una especie de martilleo y chirrido, y muy prolongado, y comprendí perfectamente que los campesinos creyesen en la existencia de demonios de la montaña.
Desmonté y até a Velox a un arbusto, al tiempo que ponía una flecha en el arco. Comenzaba a dirigirme hacia donde sonaba el canto del pájaro, con cuidado de no hacer crujir demasiado la nieve, cuando otro ruido me asustó más aún. Esta vez era sin lugar a dudas el aullido prolongado de un lobo, y llegaba de detrás de mí, montaña abajo, aproximadamente en el lugar en que debía hallarse Wyrd en aquel momento. Me detuve donde estaba, perplejo, pues era de lo más raro que un lobo anduviera aullando a pleno día. A continuación, el auths-hana lanzó una vez más su grito desgarrador y el lobo volvió a aullar como respondiendo. Yo miré indeciso hacia uno y otro lugar; el aullido me había parecido como de gran dolor o de rabia salvaje. Quizá fuese otro lobo enfermo, pensé, y Wyrd se encontraba allí indefenso, con tan sólo su hacha de combate. Así que dejé a Velox atado y abandoné la caza del auths-hana y, con el arco dispuesto, eché a correr montaña abajo para ver si Wyrd corría peligro.
Un poco por debajo de la línea de la nieve, encontré su caballo suelto, pastando plácidamente la poca yerba que se encuentra a esa altura, y me pregunté cómo es que no habría huido ni mostrado nerviosismo alguno al sentir un lobo por las cercanías; cogí las riendas con la mano libre y miré en derredor, pero no vi nada que no fuese la maleza. Hasta que oí otro aullido, esta vez más próximo, y eché a correr por entre las matas hacia donde venía, con el arco preparado.
Y así llegué a donde estaba Wyrd… y sentí que se me erizaba el vello de la nuca, al darme cuenta de que era él quien aullaba como un lobo, con la boca completamente abierta, mirando al cielo y con la lengua fuera, haciendo vibrar el alarido. Y lo que es peor, estaba tumbado de espaldas, pero no descansando totalmente en ella, sino con el cuerpo formando un arco tenso, de forma que sólo los talones y la nuca se apoyaban en tierra, al tiempo que la golpeaba furiosamente con los puños cerrados.
Pero en el momento en que atravesaba los últimos matorrales para llegarme a él, aquella tensión cedió de pronto y el cuerpo se desplomó en tierra; cesaron los horrendos aullidos y los puñetazos y allí quedó abatido, salvo por el jadeo del pecho en su agitada respiración. Até sin tardanza las riendas de su caballo a un arbusto, dejé el arco en tierra y me arrodillé junto a él; abría y cerraba los ojos muy de prisa y aún tenía la boca abierta, pero ya no de aquella manera horrible; sudaba copiosamente, como era de esperar, pero tenía el rostro tan ceniciento como el cabello y la barba y al tocarle vi que estaba frío y húmedo.
Al sentirme, dirigió hacia mí sus ojos congestionados y me preguntó con voz ronca pero bastante normal:
—¿Qué haces aquí, cachorro?
—¿Que qué hago? He venido a todo correr porque creí que te atacaba una manada de lobos.
—Aj, ¿tan fuerte he gritado? —contestó apesadumbrado—. Siento haberte interrumpido la caza. Estaba… me estaba aclarando la garganta.
—¿Cómo dices? Habrás aclarado los Alpes enteros, con los pastores, los leñadores, los…
—Quiero decir que… estaba tratando con todas mis fuerzas de expulsar la flema o lo que sea que tanto tiempo hace me congestiona la garganta y la tráquea.
—Iésus, fráuja —dije, algo más tranquilo al oírle decir que lo había hecho intencionadamente—, si estabas como quien dice sosteniéndote sobre la cabeza… Debe haber una manera más fácil de aclararse la garganta. ¿Dónde tienes la cantimplora? Anda, bebe de la mía.
Al decir aquello, se apartó de mí con una extraña mueca y profirió un gargarismo parecido al inicio de otro aullido y estuvo a punto de adoptar de nuevo aquella rigidez, pero, con un evidente esfuerzo, se contuvo y añadió sin resuello:
—Ne… por favor… cachorro… no me atormentes…
—Sólo quiero ayudarte, fráuja —dije, acercándole la cantimplora a los labios—. Un trago de agua te…
—¡Grrr, grrr, grrr! —volvió a gruñir, y de nuevo con gran esfuerzo impidió que el cuerpo se le pusiera tenso, mientras me apartaba de un manotazo—. Sobre todo… —farfulló furioso cuando pudo hablar— apártate de mi boca… de mis dientes…
Retrocedí en cuclillas y me le quedé mirando preocupado.
—¿Pero qué te pasa? Andraías me dijo que llevabas varios días sin comer y que ni ayer ni hoy has tomado nada de comer ni de beber. Y ahora ni siquiera aceptas un trago de a…
—¡No pronuncies la palabra! —exclamó, suplicante, encogiéndose como si le hubiese golpeado—. Ten compasión, cachorro… dame la piel y haz un fuego, que pronto oscurecerá… tengo frío…
Miré sorprendido a mi alrededor a las montañas soleadas y, preocupado pero obediente, le di la piel de dormir que estaba detrás de la silla del caballo, le ayudé a envolverse en ella y recogí musgo seco, hierbas y ramas e hice fuego cerca de él, y al poco dormía roncando. Con la esperanza de que fuera buen signo, me alejé sin hacer ruido para no despertarle.
Volví montaña arriba hasta donde había dejado a Velox y, justo cuando iba a desatarle, oí una vez más el canto estremecedor del auths-hana; parecía que todos los animales de los alrededores hubiesen reconocido que el aullido de Wyrd no era de un auténtico lobo y habían huido asustados. Volví a poner una flecha en el arco y me encaminé en dirección a la procedencia del canto; siguiendo los consejos de Wyrd, aguardé a que volviera a emitir el grito y avancé de un sitio a otro, ocultándome quieto tras un árbol o una roca, mientras el ave permanecía callada. Al final, lo vi encaramado en la rama de un pino lejano.
Aguardé una vez más a que emitiera aquel grito ensordecedor —alzando la cabeza y abriendo un enorme abanico en la cola— para aproximarme lo más posible a él, pues no quería fallar el tiro, ya que, si, como decía Wyrd, su carne era tan exquisita, era posible que se animase y comiera. El flechazo fue tan certero que el auths-hana murió en pleno canto, cayendo al pie del árbol con un ruido sordo.
Era un ave tan singular, aun muerta, que me quedé mirándola admirado un instante; tendría el tamaño de un ganso, aunque la cola era como la del grigallo, pero más grande; tenía espolones como los del juika-bloth y la cabeza era parecida a la del monstruo escita llamado grifo, pues poseía un temible pico amarillo y unas feroces cejas rojas; su plumaje era casi negro, aunque salpicado de blanco y marrón y todo él con un brillo metálico que lo hacía tornasolado.
Pero no me detuve mucho admirándolo; lo despojé del rico plumaje antes de que quedara tieso y costara arrancárselo, le corté cabeza y patas, lo desventré y lo limpié en un ribazo de nieve y volví a donde estaba Velox. Al llegar al fuego vi que Wyrd seguía durmiendo, así que me dediqué a arrancarle el plumón y aguardé a que se escondiera el sol para ensartarlo y comenzar a asarlo al fuego.
Me senté, añadí más leña y fui dando vueltas al espetón mientras Wyrd seguía roncando y poco a poco anochecía; debí cabecear yo también, a causa de la preocupación y el aburrimiento, porque di un respingo al no oír los ronquidos. El asado chisporroteaba y crepitaba alegremente y, detrás de él, al otro lado del fuego, vi algo horrible: dos ojos amarillos de lobo que me observaban desde la oscuridad. Antes de que me diera tiempo a gritar o ponerme en pie de un salto, oí la voz de Wyrd y comprendí que estaba sentado y que eran sus ojos.
—El auths-hana huele riquísimo, ¿verdad? Cómetelo, cachorro, antes de que se queme.
No había visto nunca que a Wyrd le brillasen los ojos de aquella manera, pero lo único que dije fue:
—Hay carne para cuatro personas. Come algo, fráuja.
—Ne, ne, no puedo tragar. Tal vez sí que podría echar un trago de agua, en este momento, no sé por qué, no me horroriza pensar en ella.
Le pasé la cantimplora por encima del fuego, arranqué una pata del asado y comencé a devorarla; de hecho, comía con menos delicadeza de lo habitual y mascaba y me rechupaba ruidosamente con intención de incitar el apetito de Wyrd. Pero él lo único que hizo fue llevarse la cantimplora a los labios, y con reparos, casi con cautela.
—Tenías razón sobre el auths-hana, fráuja —dije entusiasmado—. Es el ave más sabrosa que he comido, y esa dieta de arándanos le da un sabor agridulce. Come un poco; toma, un trozo de pechuga.
—Ne, ne —repitió él—. He podido echar un trago de agua y no me ha dado náuseas. Y, fíjate que puedo pronunciar la palabra «agua» sin atragantarme. Debo estarme curando —dijo, mirando complacido la cantimplora, cual si contuviera un vino exquisito, repitiendo varias veces la palabra—. Agua, agua. ¿No ves? Agua. No me produce mal. Cachorro, ¿has leído las Geórgicas de Virgilio?
Sorprendido de que él las hubiese leído, contesté:
—Ja. Era una lectura aprobada en la abadía de San Damián.
—Bueno, a no ser que en el monasterio tuvieseis las dos versiones, no sabrás que en el poema original, en el segundo libro, Virgilio cita el nombre de la ciudad de Nola. Bien, poco después pasó, precisamente, por esa ciudad y pidió agua para beber. ¿Ves? Puedo decirlo sin ninguna dificultad. Agua. Bien, el ciudadano a quien se la pidió no quiso dársela y Virgilio volvió a escribir el poema suprimiendo el nombre de Nola, poniendo «ora» en lugar de «región» para conservar la rima. Y me apostaría algo a que la ruin y tacaña ciudad de Nola no ha vuelto a ser citada nunca más en la literatura.
—No me cabe duda de que esa ciudad lamentará haberle tratado así —dije yo.
Sin decir palabra, y ni siquiera darme las buenas noches, Wyrd se tumbó de lado, se arropó en la piel y se quedó dormido; comenzó a roncar, lo que me dio a entender que no estaba muerto, y de nuevo cifré mis esperanzas en que el sueño fuese el mejor remedio a su enfermedad. Envolví el resto del auths-hana para comerlo por la mañana, cubrí los rescoldos del fuego con tierra, me envolví en mi piel y me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo dormiría, pero aún era noche cerrada cuando otro estremecedor aullido de lobo me hizo incorporar de un salto. Ojalá hubiese sido de un lobo de verdad, pero lo cierto es que era otra vez Wyrd, con el cuerpo rígido y arqueado de una manera tan sobrehumana que le sonaban los huesos y los tendones, mientras continuaba aullando de un modo agónico; estuve un rato mirándole sin saber qué hacer, escuchando horrorizado a la espera de que le acometieran los últimos estertores, pero al ver que no cesaban las contorsiones y seguía dando puñetazos a la tierra retorciéndose de dolor, se me ocurrió una idea y comencé a rebuscar en mi zurrón el frasquito que llevaba conmigo desde tanto tiempo atrás.
Ya había gastado inútilmente un poco de la preciada gota de leche con el juika-bloth, y ahora, inclinado sobre Wyrd, en un momento en que respiraba entre un aullido y otro, le eché lo que quedaba en la boca. No sé si fue la leche o por verme allí a su lado, pero el ataque cedió y volvió a caer de espaldas en tierra. Pero al mismo tiempo me dio un brutal manotazo que me derribó.
—¡Mal… dición…! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Te he… dicho que… no te acerques!
Me quedé donde estaba y él, cuando hubo recuperado el aliento, dijo con voz ronca pero tranquila:
—Perdona la violencia, cachorro. Te he rechazado por tu propio bien. ¿Qué es lo que me has dado?
—Lo he hecho con toda buena intención. Es una gota de leche del seno de la Virgen María.
Volvió hacia mí su rostro demacrado, con gesto de incredulidad, y dijo:
—Creí que el loco era yo. ¿Es que el auths-hana te ha picado el cerebro?
—De verdad, fráuja, que es leche de la Virgen. Se la robé a una abadesa que no merecía tenerla —dije, tendiéndole el pomo para que lo viese—. Pero no había más que una gota. No puedo darte más.
Wyrd quiso reír, pero no tenía aliento suficiente para hacerlo; lo que hizo fue proferir la mayor blasfemia que he oído en mi vida:
—¡Por la piel cortada y jamás recuperada del pitorro circunciso del niño Iésus! ¿Quieres probar magias conmigo?
—¿Magia? Ni allis. La leche era una reliquia auténtica. Y un tesoro sagrado como ése tiene poder para…
—Una reliquia —repitió él agriamente— tiene el mismo poder que un hechizo hecho por un haliuruns o un encantamiento salmodiado por un mago. Cualquier fruslería mágica puede lograr prodigios entre los tontos que creen en ellos, pero no conseguirá nada contra el mal del hundswoths, cachorro. Me temo que has desperdiciado tu tesoro.
—¿El hundswoths? Me lo temía. Pero habías dicho…
—Que me había librado de la infección. Pensé que sí, al ver que cicatrizaba la herida del mordisco, pero me equivoqué. Debía haber recordado… Una vez conocí un caso en el que la locura perruna tardó un año en manifestarse en una víctima humana.
—Pero… pero… ¿qué vamos a hacer? Si ni siquiera la leche de la Virgen sirve…
—No hay nada que hacer más que dejar lastimosamente que suceda lo inevitable. Lo que tienes que hacer tú es mantenerte alejado de mí. Apártate y duerme a una distancia prudencial. Y si ves que empiezo a rabiar y a babear, ten en cuenta que la salpicadura de mi saliva puede ser peligrosa. Y me entrará la rabia y diré tonterías, y a ratos me vendrán convulsiones terribles que me dejarán doblado y otras veces entraré en estado comatoso. Si una de esas convulsiones no me desnuca o me parte la columna vertebral, esperemos que se hagan menos frecuentes y lleguen a cesar. Hasta ese momento… —añadió, encogiéndose de hombros.
—Ahora no tienes la rabia —dije yo—. Hablas con plena lucidez.
—Sí, habrá intervalos en que sí.
—Bien… —balbucí yo—. Ya sé que para ti la religión tiene tan poco sentido como la magia, pero… pero puedes… ¿No podrías… al menos en esta ocasión… pensar en rezar?
—¡Skeit! —farfulló despreciativo—. ¿Qué es eso sino un encantamiento? La plegaria es tan absurda como el sonivium trioudium del augur. Ne, cachorro, sería un recurso innoble buscar la compasión de algún dios porque ahora la necesite, cuando no la he pedido cuando estaba sano y fuerte. No voy a acobardarme al ver que llega mi final. Vete y descansa.
Hice como me decía y me llevé la piel lejos de donde él estaba, aunque a distancia adecuada para oírle si me llamaba. Pero no descansé bien y dormí a ratos, pues sabía que me había mentido piadosamente al hablar de conservar la esperanza; la locura perruna es un mal que no perdona y sus violentos ataques no disminuyen, sino que aumentan en frecuencia y en intensidad hasta la muerte.
Y es lo que sucedió. Me despertó del ligero sueño poco después del amanecer el ya familiar pero no menos horripilante aullido. De nuevo estaba Wyrd con el cuerpo arqueado, y me pareció que más rígido que nunca, si cabe; todas las venas y tendones del cuello y de la cara los tenía tensos, rojos e hinchados, los ojos congestionados parecían salírsele de las órbitas y por la boca le brotaba tal cantidad de saliva que le tapaba la barba. Aquel ataque duró más que los otros dos que yo había presenciado, y no me explicaba cómo pudo resistirlo sin que se le quebrase la columna vertebral o le estallara una vena o una víscera; pero durante el ataque y los que le acometieron aquel día terrible, volvió a quedar abatido en tierra, pasando del color morado a un gris cadavérico.
Tras las crisis, cuando no recaía en un sueño lleno de ronquidos, se esforzaba cuanto podía por recuperar el resuello y hablar… consigo mismo. Durante aquellos ratos de calma era como si se hubiese olvidado de mí y, en cambio, recordaba tiempos pasados. Hablaba de un modo inarticulado y a veces con voz tan ronca que no podía entenderle, pero las pocas frases coherentes que captaba me parecían melancólicas y las pronunciaba con palabras mucho más amables que las que él solía usar para expresarse.
—Si nunca más volvería a pisar Cornovia… —decía—… sí, Cornovia es el único lugar en que he estado…
—Había una vez… —añadió— un valle en el que concurrían cuatro caminos… y ella y yo nos encontramos… Caminaba con nobleza y hablaba con dulce voz… Entonces éramos jóvenes… y retozamos al amanecer en el lugar de la fiesta…
Hubo un momento, en medio de otro ataque, en que pensé que podría paliar su sufrimiento ayudándole a apoyar el cuerpo arqueado, y metí unos objetos en mi piel de dormir para hacer una especie de almohadón; me acerqué cautelosamente para metérselo debajo, cuando, sin previo aviso, me lanzó un zarpazo igual que un lobo. Las convulsiones y los puñetazos no disminuían nada; simplemente dejó de aullar para volver la cabeza y lanzarme un mordisco al brazo que no me acertó de milagro. Sus dientes se cerraron con tan fuerte ruido que pensé iban a desprendérsele, y estaba seguro que de haberme alcanzado me habrían atravesado la túnica, arrancándome un trozo de carne, pero lo único que sucedió es que me manchó de saliva la manga. Mientras proseguían sus horribles espasmos, sin que intentase morderme de nuevo, me limpié la mortal saliva con unas hojas y agua y a partir de entonces me mantuve bien apartado.
Cuando, por fin, cesó el ataque y quedó abatido en tierra, la presión extraña del almohadón le hizo volver en sí y a la realidad, pues, después de recuperar el aliento, no habló del pasado; escrutó el cielo, dirigió la mirada hacia donde yo estaba, carraspeó, escupió una flema con pus y preguntó con voz enronquecida:
—¿Qué hora es de la noche?
—Es de día, fraúja —dije entristecido—. Es por la tarde.
—Aj, entonces me ha durado mucho. ¿Te he asustado mucho, cachorro?
—Sólo cuando me mordiste.
—¿Quéee? —exclamó, volviendo con rapidez la cabeza cual si fuera a hacerlo otra vez—. ¿Te he hecho daño?
—Ne, ne —contesté, quitándole importancia—. Por una vez en tu vida fallaste el blanco.
—Por Bonus Eventus, dios de los desenlaces felices, cuánto me alegro —miró en derredor y, con arduo esfuerzo, se arrastró hasta un árbol próximo y se irguió apoyado al tronco—. Cachorro —añadió después de recuperar aliento—, quiero que me hagas dos favores. Primero, coge las cuerdas del bagaje y me atas bien a este árbol.
—¿Qué dices? Estás enfermo y no pienso hacer…
—Haz lo que te dice tu maestro, aprendiz, y hazlo ahora que aún es capaz de darte órdenes sensatas. ¡Aprisa! —yo pensé si realmente estaría en su sano juicio, pero hice lo que me decía—. Déjame los brazos libres —añadió mientras le ataba—, el único peligro es mi boca, y así no podré morder a nadie que se acerque cuando esté delirando.
—No va a venir nadie —dije—. Livia me ha dicho que en esta zona no vive nadie.
—Tampoco debo ser un peligro para los seres del bosque; los animales, más que casi todas las personas que he conocido en mi vida, merecen librarse de un sufrimiento como éste. Iésus, cachorro, átame más fuerte. Y asegura bien los nudos. Ahora, quiero también que alejes los caballos porque aquí no hay… no hay…
Queriendo ayudarle a concluir la frase, dije:
—Pasto decente ni agua…
—¡Grr, grr, grr! —gruñó, retorciéndose con tal frenesí que me alegré de tenerle ya atado. Con indecible esfuerzo logró dominarse y recobrar aliento.
—Por todos los dioses… no pronuncies esa palabra. No debo perder la cabeza… antes de… acabar… lo que tengo que decir…
Permanecí sumiso en silencio, esperando a que recuperase aliento.
—Coge los caballos, nuestras cosas y las armas, todo… Los llevas al establo y…
—Pero, fraúja —repliqué con un sollozo—, no puedo en conciencia…
—¡Déjate de sutilezas! No tienes por qué estar aquí viéndome enfermar, dando el espectáculo y hecho una pena. No hay nada que tú ni tus nostrums supersticiosos o mágicos podáis hacer por mí… más que aguardar a que cese el sufrimiento. Vete. Espérame en la taberna y yo iré allí en cuanto… en cuanto pueda.
—¿Cómo vas a ir si estás atado? —repliqué con un plañido, pues empezaban a saltarme las lágrimas.
—Vái, gallito presuntuoso —añadió él del modo más rudo, como cuando me reprendía al principio—. Cuando tenga la cabeza clara y haya recuperado las fuerzas, puedo deshacer cualquier atadura que haya hecho un cachorro canijo como tú. Te ordeno que te vayas.
Con lágrimas en las mejillas, recogí casi todo lo que habíamos traído de Haustaths y lo cargué en los caballos; dejé aparte el arco y las flechas, que me colgué a la espalda, y los restos de la cena, que, con la cantimplora de Wyrd, dejé a su alcance por si mejoraba como había sido el caso en una ocasión y podía beber, e incluso comer.
—Thags izvis —gruñó—. No creo que lo necesite. Mañana por la mañana espero poder desayunar contigo y con Andraías. Pero hasta entonces no quiero verte. Bien… huarbodáu mith gawaírthja, Thorn.
Y no volvió a verme. Descendí montado en Velox, llevando el caballo de él por las riendas hasta donde no pudiera oírlos si relinchaban; allí desmonté, volví a atarlos y volví a ascender, despacio, sin hacer ruido y ocultándome como él me había enseñado, y logré llegarme a rastras hasta un sitio desde el cual podía verle a través de unas matas. Y allí me tumbé y estuve observándole, enjugándome de vez en cuando las lágrimas que nublaban mi vista.
Durante un buen rato, permaneció apoyado contra el tronco, mirando al vacío, con su cuerpo escuálido y debilitado, su hirsuta pelambrera gris y su ajada barba; pero era evidente que únicamente hacía tiempo para que yo me hubiese alejado lo suficiente montaña abajo, porque, de pronto, estiró el brazo y, con mano temblona, cogió la cantimplora, la destapó y se echó el agua por la cabeza.
Inmediatamente profirió aquel prolongado aullido y la cantimplora le cayó de las manos flácidas, y, como en las otras ocasiones, su cuerpo se arqueó, aunque con dificultad, pues ahora sólo podía debatirse cuanto le permitían las ataduras, cosa que debía hacerle más daño que las convulsiones en tierra, y de su boca comenzó a brotar un sputum pegajoso, mientras aporreaba desesperadamente la tierra con los puños. Comprendí que había recurrido expresamente al agua para provocar el ataque, con la esperanza de que fuese extenuante y acabara con él.
Y yo quise asegurarme de que lo era. Cogí el arco, cargué una flecha, tensé la cuerda, parpadeé para aclarar mi visión, apunté con el mayor cuidado y lancé la flecha… Fue un solo instante, pero lo hice movido por un impulso.
En el intervalo infinitesimal en que dieron comienzo las convulsiones y yo disparé la flecha —en ese brevísimo espacio de tiempo— recordé muchas cosas. Cómo Wyrd me había dado la fuerza de ánimo para dar una muerte compasiva a mi juika-bloth; cómo él mismo había matado a la loba Por piedad para que dejara de sufrir, a pesar de que se imaginaba que le había contagiado el mal; cómo aquella misma tarde me había comentado que no debe dejarse sufrir a un animal, y cómo no hacía mucho había estado rememorando su país natal y otros lugares que le eran caros, su juventud y una mujer que caminaba con nobleza y hablaba con dulce voz. No, no le maté por puro impulso. Lo hice para que tuviera paz, descansase y siguiera evocando sus sueños.
Quedó inmóvil y callado instantáneamente como el auths-hana. Y cuando pude contener mis lágrimas, me acerqué al árbol y le miré entristecido. La flecha le había atravesado certeramente el corazón, con tanta fuerza que se había clavado en el tronco; y lo desclavé. Podría haberle enterrado —pues la tierra en verano está blanda, aún a esa altura—, pero recordé otro comentario de él: sólo se entierra a los animales amaestrados. Y allí lo dejé, con la esperanza de que los rapaces, carroñeros y limpiadores de la naturaleza consumieran pronto su cadáver, y así, alimentándolos, Wyrd pudiese vivir la otra vida de que él hablaba. Sólo hice un último gesto: con el puñal corté un trozo de corteza por encima de la cabeza de Wyrd y en la jugosa madera grabé en caracteres góticos: «Caminaba con nobleza y hablaba con sinceridad».
Cuando terminé ya el crepúsculo se cernía sobre mi cabeza; recogí la cantimplora de Wyrd y descendí la montaña a toda prisa hacia donde estaban los caballos, sin mirar una sola vez hacia atrás. Los animales piafaron impacientes reclamando comida y agua, pero, a oscuras, no podía llevarlos a pastar. Así que me envolví en la piel y me sumí en un profundo sueño, despertándome a las primeras luces para llevarlos al establo en el pueblo.
En la taberna, antes de que Andraías tuviese tiempo de preguntarme, le dije:
—Ha muerto nuestro amigo Wyrd.
—¿Qué? ¿Cómo? Si salió tambaleándose hace tres días y…
—Ya entonces sabía que se estaba muriendo —repliqué—. Se lo habían profetizado. Y a mí. Buen Andraías, si respetas mi pena, te ruego que no hablemos de su muerte. Lo único que deseo es arreglar cuentas, coger las cosas de mi fráuja y marcharme.
—Lo comprendo. ¿No querrás que te compre algunas de sus cosas? Lo que no me sirva puedo venderlo a otros.
Y así, aquel mismo día me deshice de casi todo lo que no quería llevarme. De las cosas de Wyrd, me quedé con el arco y la aljaba con las flechas, los sedales y los anzuelos, su pedernal, la escudilla de latón y el puñal godo, que me guardé en el cinturón y tiré el mío que era de calidad muy inferior. Andraías compró el hacha de combate, la piel de dormir, la cantimplora y la ropa; el dueño del establo compró encantado a un buen precio el caballo con silla y arreos, pues él no tenía un animal tan bueno como aquel corcel de Kehaila con auténticos arreos militares romanos.
La venta de todo esto me procuró un excedente aun después de pagar las cuentas de la taberna y del establo; como poseía, además, mi dinero y el de Wyrd, me vi enriquecido para mi humilde condición y mi edad. Empero, ello no me procuró gran placer, dadas las circunstancias que lo habían propiciado. Permanecí una noche más en la posada de la taberna y me despedí de Andraías y su mujer y fui a acabar de cargar mis cosas en Velox; mientras lo hacía, vi que aún tenía el pomo de cristal de domina Aetherea. Sin leche de la Virgen de nada me servía, aunque, a decir verdad, tampoco me había servido cuando contenía la gota del seno de María, pero pensé que era una lástima desprenderme de él y lo guardé con las demás cosas.
Al salir del establo y ya fuera del pueblo, me detuve al pie del sendero que conducía a la saltwaúrtswa, pensando en ir a despedirme de la pequeña Livia, pero me dije que sería para simplemente volver a apartarme de ella como ya había hecho; en aquellos cuatro días se habría acostumbrado a no verme —posiblemente ya se habría olvidado de mí, como sucede con muchos niños que no recuerdan una amistad por reciente que sea— y decidí que sería mejor no vernos otra vez para poner fin acto seguido a nuestra relación.
Así, únicamente me estuve allí un rato, volviéndome en la silla a mirar por última vez aquel hermoso paisaje: el cielo, el lago azul, los cisnes, las garzas, las bonitas casas en cuesta de Haustaths y el horizonte cerrado por las crestas nevadas de los Alpes. Me marchaba del Lugar de los Ecos con gran sentimiento, en parte por lo bello que era, pero sobre todo porque dejaba allí al hombre a quien más cariño había tenido en mi vida. Sí, dejaba atrás una parte muy importante de mi vida. Traté de consolarme en cierto modo pensando que Wyrd descansaba en un lugar apacible y maravilloso, y solté las riendas para que Velox prosiguiera hacia el Este aquel viaje que yo había iniciado solo.