Capítulo 3

Con buenos administradores romanos y buenos hombres de armas godos a su servicio, Teodorico pudo desde el primer momento concentrar sus esfuerzos en asegurar las fronteras del reino haciendo fraternas alianzas con posibles enemigos. En esa obra contó con la ayuda de buenas mujeres; ya el casamiento de su hija Arevagni con el príncipe Segismundo le había emparentado con la familia reinante en Burgundia, y su propia boda con Audefleda le convertía en cuñado del rey franco Clodoveo. A partir de ese momento, en poco tiempo, hizo a su hermana viuda Amalafrida esposa del rey vándalo Trasamundo, su hija menor Thiudagotha del rey visigodo Alarico III y su sobrina Amalaberga del rey turingio Hermanafrido.

Fue durante mi primer viaje a Roma cuando llegó a la ciudad eterna la hermana de Teodorico, camino de Ostia para reunirse con su futuro esposo; por lo que tuve el gusto de darla la bienvenida y procurarle el máximo de comodidades durante su breve estancia. Amalafrida y su séquito se alojaron en la recién adquirida embajada en el vicus Jugarius y yo la presenté a mis amigos romanos (los del círculo de Festus, no del de Ewig), la acompañé a los juegos del Colosseum, al Theatrum Marcelli y a otros espectáculos, pues advertí que no estaba muy animada. Efectivamente, en su estilo formal de mujer madura, me confió lo siguiente:

—Como hija de rey, hermana de rey y viuda de herizogo, estoy más que acostumbrada a las razones de estado. Así que, sin lugar a dudas, me desposaré gustosamente con el rey Trasamundo. Pero —añadió con una tímida carcajada— aunque una mujer de mi edad, madre de dos hijos ya mayores, debería regocijarse ante la perspectiva de un nuevo esposo, y más un rey, pienso que dejo a mis hijos y marcho a un lejano país extranjero de otro continente y a una ciudad que tiene fama de ser una fortaleza de piratas. Por lo que he oído decir de los vándalos, no creo que Cartago sea una corte de lo más refinado ni Trasamundo el mejor de los esposos.

—Permitid que os tranquilice en lo que pueda, princesa —dije yo—. Yo tampoco he puesto el pie en el continente de Libia, pero me he enterado de ciertas cosas aquí en Roma; los vándalos son un pueblo marinero, es cierto, y muy belicosos por mantener el dominio de los mares con sus flotas, pero cualquier mercader podrá deciros que son muy comerciantes y que se han enriquecido con el comercio; riquezas que gastan en cosas más refinadas que barcos de guerra y fortificaciones. Trasamundo acaba de terminar en Cartago la construcción de un anfiteatro y unas inmensas termas, que, según me han dicho, son las más grandes de Libia, después de las de Egipto.

—No obstante —replicó Amalafrida—, mira lo que hicieron los vándalos en Roma hace cuarenta años. Aún se ven las ruinas en que dejaron a los más gloriosos monumentos y edificios del mundo.

—Han sido los romanos quienes lo han hecho en los años posteriores a la invasión de los vándalos —contesté, meneando la cabeza, y pasé a explicarle el atroz pillaje de materiales de construcción—. Cuando entraron los vándalos, se dedicaron al pillaje de muchas cosas de valor transportables, pero tuvieron buen cuidado de no dañar a la ciudad eterna.

—¿Es eso cierto, Thorn? ¿Y por qué son conocidos en todo el orbe como espantosos destructores de todo lo bueno y hermoso?

—No olvidéis, princesa, que los vándalos son cristianos arríanos, como vos y vuestro real hermano, aunque, a diferencia de Teodorico, ellos nunca han tolerado a los cristianos católicos, y no han consentido que haya obispos católicos en sus tierras de África; por eso la Iglesia de Roma siempre les ha tenido rencor y cuando los vándalos sitiaron y pillaron la ciudad, los romanos aprovecharon la ocasión para atribuirles una fama peor de la que merecían. Es la Iglesia cristiana católica la que ha inventado y propagado esas mentiras sobre los vándalos. Yo espero con toda confianza que cuando estéis allí veáis que no son ni mejores ni peores que otros cristianos.

No sé si así lo vio, porque nunca fui a Cartago ni a ninguna ciudad de África, ni en realidad a ninguna ciudad del continente de Libia; pero sé que Amalafrida fue reina y esposa de Trasamundo hasta la muerte de éste, quince años después. Lo cual podría tomarse como prueba de que su nueva vida no sería tan intolerable.

Regresé a Ravena cuando la princesa Thiudagotha preparaba su viaje a Aquitania para desposar al rey Alarico de los visigodos. Así, solicité permiso a Teodorico para acompañar a su hija y al numeroso séquito hasta Genua y ver por primera vez el mar Ligur del Mediterráneo; durante el viaje, igual que cuando era una niña, me confió muchos de sus temores y sentimientos, en particular sus aprehensiones a propósito de ciertos aspectos del matrimonio. Y yo pude darle paternales consejos (no sé si más bien maternales) que no habría podido oír ni de boca de su cariñoso padre ni de sus atentas criadas (porque su padre no había sido mujer y sus criadas no habían gozado de mi gran experiencia como mujer). El rey Alarico no me dio las gracias, ni yo las esperaba, pero confío en que apreciase la extraordinaria habilidad de su joven cónyuge.

Cuando regresé de Genua a Ravena, Amalaberga, sobrina de Teodorico, se disponía a viajar a la septentrional Taringia para casarse con el rey Hermanafrido, y cuando salió con su séquito yo la acompañé parte del camino, porque tenía motivos propios para viajar en esa dirección; quería hacer una visita a mis tierras de Novae que tenía abandonadas hacía años. Como Amalaberga y yo nos conocíamos poco, y no éramos viejos amigos como sucedía con Thiudagotha, no hablamos de confidencias, y la muchacha llegó al matrimonio menos preparada que su prima; pero dudo mucho que Hermanafrido hubiese advertido sutiles habilidades eróticas en la novia. Los turingios eran un pueblo nómada, poco civilizado, y su capital de Isenacum, una simple aldea; por lo que imaginé que el rey sería un hombre rústico, simplote y sin gusto.

Conforme avanzábamos hacia el norte, al salir de Ravena, vimos complacidos que había brigadas enteras trabajando en los arreglos de la deteriorada vía Popilia, reponiendo las piedras de toba, cambiando las losas y echando mortero y marga en el firme, para que quedase como era propio de una calzada romana; desde la vía se apreciaban las nubes de polvo que se alzaban al oeste, donde se llevaban a cabo los trabajos para reconstruir el arruinado acueducto para volver a abastecer Ravena con agua potable.

Amalaberga y yo nos separamos en Patavium; su séquito prosiguió en dirección norte y yo me dirigí al Este para rehacer la ruta que había seguido con los ostrogodos en la invasión de Italia. Cruzando sin prisas Venetia, vi que allí también se trabajaba en la reconstrucción de la fábrica de armas de Concordia, en ruinas desde tiempos de Atila. En Aquileia, en el puerto de Grado reinaba gran actividad y ya clavaban los pilotes y alzaban los puntales de las nuevas atarazanas y el dique seco de la flota romana; por cierto que la flota contaba con un nuevo praefectus clasiarii, o comandante en jefe, recién nombrado por Teodorico, ascendiendo al que antes mandaba en la flota del Hadriaticus. Me refiero, naturalmente, a Lentinus, a quien rendí complacido visita en Aquileia; sus nuevas responsabilidades le habían hecho adquirir como más dignidad, pero cuando me confió lo feliz que le hacía «no estar ya atado por la neutralidad», comprendí que no había muerto su habitual entusiasmo.

Mi gente de la finca me recibió con tanta cordialidad, que en seguida me sentí como si no hubiese estado ausente. Por supuesto, había cambios debidos al tiempo transcurrido; una de las esclavas a quien había favorecido en otros tiempos, la mujer alana llamada Naranj, esposa del encargado de los molinos, ya no tenía aquel cabello negro con reflejos de luna, pero sí su hija, y el encargado si sintió tan honrado de cedérsela al amo como lo había hecho con la esposa. Mi otra barragana, la sueva Renata, se sintió muy ofendida, porque ella y su marido sólo tenían hijos, y yo cortésmente decliné sus ofrecimientos.

Del mismo modo que Teodorico había renunciado a su capital de Novae al subir al trono de Roma, la provincia de Moesia Secunda, que había sido tierra federada de los ostrogodos, ahora era de nuevo provincia del imperio romano de Oriente; pero la circunstancia no había provocado cambios notables, ni las familias ostrogodas la habían abandonado para seguir a Teodorico; además, muchos de los que habían luchado con él en Italia habían regresado y el emperador Anastasio tuvo a bien sancionar su derecho a las propiedades.

Había también muchos otros residentes: griegos, eslovenos, rumanos y varios pueblos germánicos. Con ello, la provincia no acusó un descenso de población apreciable; algunas fincas, talleres y casas (incluida la casa que Veleda tenía en la ciudad) habían cambiado de dueño, pero eran las menos, y la ciudad y el campo prosperaban en paz.

Aquel viaje a mis tierras —y otros que hice años después— tenían un propósito concreto. Huelga decir que, como la finca había sido mi primer hogar, ansiaba volver a verla y disfrutarla. Pero, añoranza aparte, mi propósito era más pragmático.

Confiaba en encontrar mis propiedades prósperas y en pleno rendimiento, y así fue. Mis agricultores libertos y esclavos no habían caído en la indolencia ni en la negligencia porque su amo estuviera ausente; la granja y sus colonos prosperaban y me complació ver las ganancias y las pocas pérdidas apuntadas en los libros que me mostró el mayordomo. Fue precisamente por tener tan eficaces administradores y trabajadores la razón por la que regresé, pues había decidido iniciar el negocio de la cría y la venta de esclavos, esclavos tan buenos como los míos.

No es que pretendiera criarlos como hacía con los caballos de Kehaila, de cuya venta tan pingües beneficios obtenía. (Aunque he de señalar que mis propiedades en esclavos aumentaron de valor con los años, por el simple incremento numérico, al multiplicarse conforme a la naturaleza humana). No, lo que yo pretendía era fundar una especie de academia de esclavos, comprando otros nuevos en cantidad; esclavos jóvenes, en ciernes y baratos, para que los enseñaran mis criados y, luego, venderlos como producto acabado a un precio mucho más alto.

Debo señalar que no necesitaba dinero. De las arcas de Ravena, el comes Cassiodorus pater me pagaba regularmente stipendia y mercedes en consonancia con mi cargo de mariscal, y sólo con eso habría podido vivir holgadamente. Según las cuentas de mi mayordomo, había acumulado una buena cantidad de oro y plata con la cría de caballos y los productos de la finca. De hecho, el mayordomo había depositado la mayor parte de la suma en manos de prestamistas de Novae, Prista y Durostorum, y por cada ocho solidi recibía anualmente uno de interés. Así pues, era más que solvente, aunque muy lejos de ser tan rico como, por ejemplo, el comes Cassiodorus; no me guiaba la avaricia de acumular dinero, no tenía seres queridos con quien derrocharlo ni herederos a quien dejárselo al morir. Empero, ya en los primeros días de mi primer viaje a Roma había advertido la falta de cierto servicio y comprendí que podía suplirlo convirtiéndome en tratante de esclavos. ¿Por qué no probar? Si con ello me ganaba una buena fortuna, no había por qué desdeñarla.

Me apresuro a decir que no es que en Roma faltasen esclavos hombres, mujeres y niños; había gran cantidad. Lo que faltaba eran buenos esclavos; en tiempos pasados, las casas romanas disponían de los mejores esclavos —físicos, artistas, tenedores de libros—, pero ahora ya no. En tiempos pasados, muchos esclavos romanos habían sido hombres de tal mérito, que habían ganado dinero para comprar su libertad, o eran tan admirados que se les concedía la manumisión y llegaban a convertirse en auténticas luminarias de la civilización romana, como Fedro, Terencio y Publilius Syrus; pero ya no había esclavos así.

En casi todo el resto del orbe, como sucedía en mi finca de Novae, a los esclavos se les consideraba herramientas, y era de sentido común tener las herramientas afiladas y en buen estado. Pero en la Roma actual y en las otras ciudades romanas de Italia, esas herramientas estaban descuidadamente romas y deterioradas. Quiero decir que a los esclavos no se les enseñaba ni formaba, ni se les estimulaba para que acrecentaran sus talentos naturales; a muy pocos se les dedicaba a funciones superiores a la de labrador y pinche de cocina, y a los extranjeros, incluso sólo se les instaba a que aprendiesen el latín indispensable para entender las órdenes.

Esto sucedía por dos razones. Dos razones tan antiguas como la propia institución de la esclavitud, sólo que en nuestro tiempo los romanos las consideraban con gran seriedad y solemnidad, incluso con cierta morbosidad; los que poseían esclavos estaban, naturalmente, acostumbrados a utilizar sexualmente a las mujeres atractivas de esa condición, lo que despertaba en ellos el temor de que sus mujeres hicieran lo propio con los esclavos varones, y así, hacían cuanto podían por mantenerlos bestiales, ignorantes y poco atractivos. La otra razón era también algo inherente a la institución: los esclavos en Italia sobrepasaban en número a los hombres libres y existía el temor de que —si se los educaba por encima del nivel de animales domésticos— pronto se dieran cuenta de su superioridad numérica y se uniesen para alzarse contra sus amos.

No hacía mucho que el senado romano había debatido la propuesta de obligar a los esclavos a vestir un uniforme, del mismo modo que a las prostitutas se les obligaba a llevar peluca rubia; con ello se trataría de evitar la posibilidad de que una mujer libre pudiese confundir a un esclavo bien parecido y bien hablado con un hombre libre y así sucumbir a su encanto; pero no fue aprobada porque entraba en conflicto con la otra razón que anima el temor a los esclavos: si todos vestían igual, pronto se percatarían de que eran muchos y sus amos no tantos. Ya existía cierta uniformidad entre ellos que nadie había tratado de evitar —su generalizada pertenencia al cristianismo— y eso preocupaba enormemente a los senadores y a los romanos.

(Debo matizar una afirmación que he hecho páginas atrás. Cierto que las clases altas y bajas romanas de hombres libres eran —como dije— paganas, heréticas o totalmente irreligiosas; pero me equivoqué al decir que eran cristianos «sólo en el medio». No había tenido en cuenta los esclavos. No hay que perderlos de vista).

Como es bien sabido, el cristianismo tuvo su primer bastión en Roma precisamente entre aquellos desventurados y desgraciados de baja condición, y ha sido desde entonces la religión preferida de los esclavos. Hoy día, incluso los que llegan del extranjero —hasta los nubios y etíopes, que deben ser adoradores de dioses inimaginables en sus salvajes países— se han convertido sinceramente al cristianismo. Los esclavos, igual que los mercaderes, adoptan esa fe porque ven en ella una ventajosa transacción, pues a cambio de una buena conducta en esta vida se les promete una recompensa después de la muerte, que es la única que pueden esperar la mayoría de esclavos. Pero a los romanos libres, indistintamente de la religión que profesasen, les inquietaba que los esclavos cristianos se convirtiesen en una fuerza unificada que algún día se rebelase.

Bien, yo sé que era una aprehensión sin fundamento, porque el cristianismo predica que cuanto peor es la suerte de un hombre en la tierra, mejor será su recompensa en el cielo; es decir, que el cristianismo predica que los esclavos sigan siendo esclavos, contentos con su suerte, sumisos, abyectos y que nunca aspiren a alzarse por encima de su condición. «Los siervos obedecen en todo a sus amos». Y es evidente que, cuanto más cristianos haya entre los esclavos, menos posibilidades tienen de emanciparse. En cuanto al otro temor —el de que las mujeres utilicen a los esclavos varones— yo sabía que no había ley, nada ni nadie que pudiera impedirlo. Yo era mujer y habría podido decirle al senado romano y a todos los hombres libres de Roma que se asustaban por la sombra de un asno. Nadie puede impedir que una mujer se acueste con un hombre si así lo desea; por mucho que a los esclavos se les obligue a vestir un uniforme, se les ponga una horrible peluca, sean nubios negros y feos o… aunque esté sujeto con grilletes en la prisión del Tullianum. Si una mujer quiere yacer con él, lo hará.

—Así que cuando comience a vender mis esclavos allá —dije— tal vez me acusen de pervertir la moral de Roma.

—¿Qué moral? —replicó Meirus, riéndose.

Seguía siendo el mismo Barrero de siempre, aunque ya debía ser viejo, pero su barba era tan reluciente como antaño y su avinagrado carácter no se había edulcorado con los años. El único cambio era que estaba aún más gordo y llevaba ropajes fastuosos y muchos anillos en los dedos. Todo ello gracias a su próspero comercio de ámbar, aumentando enormemente su fortuna, decía él, gracias a su socio Maghib (ahora lo era) en la costa del Ámbar.

En el mercado de esclavos de Novae sólo encontré algunos muy jóvenes, como los que yo quería, que merecieran la pena. Igual sucedió en Prista y Durostorum, ciudades portuarias del bajo Danuvius, por la sencilla razón de que no había mucho donde elegir. Por ello descendí por el río hasta Noviodonum, sabiendo que allí existe un gran comercio de esclavos en torno al mar Negro; y, naturalmente, fui a visitar a Meirus.

—Lo que debéis hacer —añadió, mientras servía más vino— es conseguir que vuestros esclavos sean tan competentes en sus respectivos oficios que, si a alguno le sorprenden alguna vez en la cama con la esposa del amo, éste expulse a la esposa.

—Espero conseguirlo. Los niños y niñas que he comprado voy a ponerlos de aprendices con mis mejores sirvientes, mi bodeguero, mi mayordomo, el actuario, etcétera. Los distribuiré con arreglo a las mejores disposiciones que pueda advertir en su aptitud; pero me gustaría que cada maestro pudiese ocuparse de varios a la vez, y no he encontrado mucho que elegir en las ciudades del río.

—Pero habéis venido al lugar adecuado. En Noviodonum los hay de todos los tamaños, formas, edades y colores; varones, hembras, eunucos, carismáticos, persas, khazares, misios, de lugares inimaginables, de países que nunca habréis oído nombrar. ¿Tenéis alguna preferencia definida? Yo creo que los del Quersoneso son los mejores.

—Sólo quiero que sean jóvenes, adolescentes, listos, fuertes, sin formación y, por lo tanto, baratos. No quiero concubinas ni putos; sólo quiero buena materia prima que pueda formar y refinar en mi academia.

—Entendido. Mañana recorreremos los mercados, y supongo que podréis llevaros una barcaza llena. Permitid que sea vuestra nariz aquí en Noviodonum a partir de este momento, ya que Maghib está en Pomore. Yo seguiré abasteciéndoos y sólo con lo mejor. Y hablando de razas y colores, últimamente han llegado al mercado dos o tres jovencitas de un pueblo del lejano oriente llamado los Seres, mujeres exquisitas, de huesos finos y piel amarilla; me maravilló que unas beldades tan delicadas hayan podido llegar en buen estado desde tan lejano país. Ahora que, baratas no eran. Aquí sólo queda una; la adquirió Apostolides, dueño del mejor lupanar de Noviodunum. Os lo presentaré después del nahtamats. Probad a la joven; no os resultará barato tampoco, pero os aseguro que merece la pena.

Mientras cenábamos espárragos y liebre estofada con ciruelas acompañado de vino de Cefalonia, le pregunté a Meirus hasta qué punto se apreciaba en el imperio oriental el gobierno de Teodorico en el occidental.

Vái, del mismo modo que lo aprecian, supongo, todos los gobernantes, nobles, plebeyos y esclavos desde aquí hasta las islas del Estaño. Todos comentan que su reinado promete ser uno de los más prósperos y pacíficos del imperio romano desde la época de «los cinco emperadores buenos», es decir, el período comprendido entre el reinado de Nerva el Magnánimo y el de Marco Aurelio, hace ya cuatro siglos.

—Me complace saber que la gente aprueba su reinado —dije.

—Pues sí, aprueban su habilidad de gobierno, no tanto a su persona. No se ha olvidado el traicionero asesinato de Odoacro, y la opinión general es que todos sus consejeros tienen que andar de puntillas para no arriesgarse a que les pase por la espada al menor descuido.

Balgs-daddja —rezongué—. Yo soy uno de sus consejeros más allegados y no tengo que andar de puntillas.

—Y hay otros que a todas luces no sienten más que envidia de sus dotes de gobierno. Al emperador Anastasio, por ejemplo, nunca le ha gustado mucho, claro, porque le fastidia ver a alguien inferior en título que le aventaje en las artes de gobierno.

—¿Creéis que Anastasio le pondrá tropiezos?

—De momento no. Tiene cosas más urgentes en qué ocuparse… como es reforzar el sistema defensivo contra los persas en la frontera oriental. Me, las dificultades para Teodorico no vendrán de fuera, sino de su propio territorio. Cuando digo que es admirado desde aquí hasta las islas del Estaño, es porque la Iglesia católica no tiene influencia aquí ni en aquellas islas, pero en Italia y las otras provincias en que sí la tiene, hará todo lo posible por difamarle y acosarle.

—Lo sé. Es despreciable. ¿Por qué los hombres de la Iglesia no le tratan con la misma indiferencia con que él lo hace?

—Acabáis de dar en el clavo. Porque ellos a él le traen sin cuidado, mientras que a ellos les encantaría que les persiguiese, les oprimiera, les desterrase, y esa indiferencia es para ellos mucho más agresiva que el acoso sistemático, porque les impide el placer del honor y el martirio. Les ofende que no les haga sufrir por su Madre Iglesia.

—Seguramente tenéis razón.

—Y lo que es peor, les ha hecho retroceder en un terreno en el que creían haber hecho progresos.

—¡Cómo! Él no ha hecho nada a los hombres de la Iglesia.

—Ignorándoles, os repito. Mirad: cuando Anastasio recibió la corona imperial, la vestidura púrpura y los otros símbolos del imperio oriental, lo hizo de la mano del patriarca de Constantinopla, Anastasio, y a sus pies, en la postura degradada de la proskynésis. ¿Y qué hizo Teodorico? Él ha subido al trono por conquista, por aclamación popular, por el voto del senado romano; a diferencia de Anastasio, no se detuvo un instante a pedir la bendición divina ni de ninguna Iglesia; no le coronó un obispo de su religión arriana y menos el llamado papa. Eso es un revés para todos los obispos cristianos y debe doler sobre todo al de Roma.

Más tarde, en el lupanar, la muchacha de Serica me resultó tan deliciosa experiencia, que estuve tentado de hacer un pedido a los tratantes locales de esclavos para que trajeran una; era exótica de tez y rasgos y suave y tersa como la seda que procede de su país. No hablaba cristiano y se expresaba con pitidos como los pájaros, pero compensaba ese defecto con su habilidad venérea; era una auténtica gimnasta y contorsionista y tenaz, como yo me había imaginado nada más ver su boquita de rosa. Cuando salía del local, pregunté al leno Apostolides si la muchacha era protestona como sucedía con las mujeres occidentales de boca pequeña.

—Ni mucho menos, saio Thorn; me han dicho que todas las mujeres de Seres son de boca pequeña, arriba y abajo, aunque tengo entendido que ésta la tiene bastante más grande y por ello es de carácter dulce y afable. Quizá sus hermanas de boca más pequeña sean de carácter agrio al estilo occidental, ¿quién sabe? Pero ¡ah!, imaginaos cómo tendrán la abertura inferior…

De todos modos, no hice ningún pedido; decidí que sería mejor gastar el dinero en algo menos exótico y, cuando partí de Noviodonum, mi barcaza iba llena de chicos y chicas de físico más corriente, en su mayoría khazares y algunos griegos y del Quersoneso. Durante el largo viaje río arriba tuve tiempo de iniciar su formación —enseñándoles rudimentos de latín— antes de encomendarlos al cuidado y tutela de los maestros en Novae.

Cuando volví a Ravena por la recién nivelada y arreglada vía Popilia, ya la ciudad era un lugar mucho más agradable. El suburbio proletario de Caesarea, antes miserable y ruidoso, había sido saneado notablemente; el acueducto traía ya agua potable a las fuentes y caños que tanto tiempo llevaban secos y, como si aquel caudal hubiese hecho renacer las piedras, los ladrillos y tejas de la ciudad, se construían ya impresionantes edificios. Los más notables eran el palacio de Teodorico y la catedral arriana prometida al obispo Neon, pese a que el prelado ya había muerto.

La parte central elevada del palacio de Teodorico tenía un frontón de tres arcos monumentales, a imitación de la Puerta Dorada de la ciudad en que él se había criado; en el tímpano triangular, entre los arcos y el oblicuo tejado, había un bajorrelieve del rey a caballo, y los dos lados de la fábrica central estaban bordeados por una loggia más baja de dos pisos, con tres arcos en el inferior y cinco en el superior; los diez arcos superiores estaban destinados a ubicar estatuas de la Victoria en diversas representaciones, que ya estaban comenzando escultores venidos de Grecia, mientras que otros iniciaban el gigantesco grupo de figuras que coronaría el tejado, consistente en un Teodorico ecuestre con escudo y lanza, recibido por dos figuras femeninas que representaban a Roma y Ravena. El grupo iría sobredorado y cuando estuviera terminado sería tan enorme en aquella altura a que estaba destinado, que su brillo guiaría a los barcos que llegasen al puerto de Classis.

La iglesia catedral de San Apolinar, en honor de un famoso obispo arriano, era el mayor templo arriano del mundo, y, que yo sepa, sigue siéndolo; poseía, además, una elegante característica que no he visto en otra iglesia. A lo largo de los dos muros de su inmensa nave, flanqueada por veinticuatro columnas, estaba cubierto con ricos mosaicos de figuras polícromas sobre fondo azul oscuro; en el muro de la derecha, en el lugar en que se colocaban los fieles varones, se veían las figuras de Cristo, los Apóstoles y otros santos, los personajes de la Biblia; mientras que en el muro de la izquierda, que bordeaba el sitio de las mujeres, las figuras eran todas femeninas: la Virgen, la Magdalena y otras féminas bíblicas. Yo no sé de ninguna iglesia cristiana que haya hecho tan loable gesto de reconocimiento de sus fieles del sexo femenino.

Además, por toda Ravena proseguían los ambiciosos y laboriosos trabajos encaminados a hacer una capital realmente habitable. En primer lugar, se efectuaba el drenaje de las putrefactas, malolientes e insanas marismas; miles de operarios y centenares de bueyes araban la tierra llana y encharcada, para que el agua corriese hacia surcos y hendiduras, encauzándola con acequias que la conducían a fosas más profundas y de ahí a canales de piedra que desaguaban el excedente en el mar. No era una obra de años, pues aún perdura y proseguirá durante décadas; pero cuando yo vi los primeros trabajos, por las numerosas calles canales de Ravena corría ya un agua casi tan clara como la de los caños y fuentes.

Fue el joven Boecio, magister officiorum, quien me mostró la ciudad y todas aquellas obras. Una de las obligaciones de su cargo era encontrar y reunir obreros especializados, tales como arquitectos, artífices y escultores, y a veces tenía que hacerlos venir de muy lejos.

—Y esto —me dijo ufano, señalando otro enorme edificio en construcción— será el mausoleo de Teodorico. Que la Fortuna quiera que pasen muchos años antes de que se le dé uso.

El sólido y apacible monumento era de bloques de mármol; su exterior de dos pisos era un decaedro, mientras que el grandioso interior era cilíndrico y quedaría coronado por una cúpula.

—Aunque no la cúpula corriente —añadió Boecio—. Será de una sola pieza de mármol que pulimentarán los escultores. Ahí la tienes. El enorme monolito procede de las canteras de Istria, y ha sido una epopeya traerlo hasta aquí; si pudiera pesarse, daría más de seiscientas libramenta.

—Teodorico dormirá bien cómodo bajo él —comenté—; tendrá espacio de sobra para estirarse.

Eheu, no piensa dormir solo —añadió Boecio, algo entristecido—. El proyecto es que sea mausoleo de todos sus descendientes. ¿Sabes que la reina Audefleda acaba de dar a luz su primer hijo? Sí, otra niña; si no da pronto un varón a Teodorico, en el mausoleo no le acompañarán más que descendientes matrilineales.

Circunstancia que no parecía preocupar a Teodorico, que estaba de muy buen humor cuando cené con él y le relaté mis últimos viajes.

—¿Y ahora te dispones a regresar a Roma? Pues podrías hacerme un encargo. ¿Sabes que mientras estabas fuera he hecho mi primera visita a la ciudad?

Me lo había contado Boecio. Teodorico había sido recibido en un triunfo imperial formado por un magnífico cortejo, siendo ostentosamente agasajado durante su estancia: carreras de carros en el circo, luchas de hombres con fieras en el Colosseum, comedias en el teatro Marcelo y fiestas y banquetes en las mejores mansiones. Le habían invitado a hablar ante el senado y su discurso había puesto en pie a todos los senadores, aclamándole.

—Pero sobre todo —me dijo— he ido por ver con mis propios ojos el estado ruinoso de sus monumentos que tú tanto deploras. Y he ordenado que se adopten todas las medidas posibles para detener esa ruina de los tesoros artísticos y arquitectónicos. Para ello, voy a conceder a Roma una subvención anual de doscientas libras de oro, para gasto exclusivo de la conservación de sus edificios, monumentos y murallas.

—Es digno de aplauso —dije—. Pero ¿puede el erario asumir ese gasto?

—Bueno, el frugal comes Cassiodorus ha gruñido un poco, pero ha decretado un nuevo impuesto en los vinos de importación y con eso obtendremos la suma.

—Pues él también es digno de aplauso. El encargo que me dices, ¿tiene algo que ver con eso?

Ja, tengo que subsanar un descuido. Cuando hablé en el senado y anuncié la subvención, especifiqué que era exclusivamente para edificios y monumentos, y no me acordé de mencionar las estatuas. Y ya sabes que también se hallan destrozadas; así que quisiera que les hicieras saber que han de repararse también con ese dinero. El quaestor y exceptar Cassiodorus filias está preparando el decreto. Que te lo dé y haz que se lea en el senado, se incluya en el Diurnal y se pregone por las calles.

Así, fui a ver al joven Casiodoro, quien, sonriente, me dijo, entregándome un montón de papiros:

—Léelo antes de que lo selle.

—¿Cuál es el decreto que he de llevarme? —inquirí, pasando hojas.

—¿Cómo? —replicó extrañado—. El decreto son todas esas hojas.

—¿Este montón? ¿Es ésta la orden de Teodorico para evitar la destrucción de Roma?

—Pues claro. ¿No has venido a por ella? —me dijo, perplejo.

—Casiodoro, Casiodoro —añadí—. Un decreto es simplemente la orden oficial. Yo tengo que ir a Roma a decir tres palabras: «Detened la destrucción». Tres palabras.

—Pues eso es lo que dice ahí —me replicó algo ofendido—. Léelo.

—¿Que lo lea? Si apenas puedo levantarlo de la mesa.

Exageraba, desde luego, pero no tanto. La portada decía: «Al Senado y al pueblo de Roma», y comenzaba así:

«El noble y loable arte estatuario cuyas primeras obras se atribuyen a los etruscos de Italia, fue acogido por la posteridad y ha dado a Roma una población artificial casi tan numerosa como la natural. Me refiero a las abundantes estatuas de dioses, héroes y romanos distinguidos de antaño, y a las impresionantes manadas de caballos de piedra y metal que ornan nuestras calles, plazas y foros. Si la naturaleza humana tuviera suficiente decoro, ellos y no las cohortes vigilum deberían bastar como guardianes de los tesoros estatuarios de Roma. Pero ¿qué podemos decir de los costosos mármoles, los ricos bronces, preciosos como materiales y como obras de arte, que tantas manos anhelan, si se da la ocasión, para arrancar del marco en que se hallan? Del mismo modo que en esa foresta de murallas, es preciso que se lleven a cabo las reparaciones necesarias en la población de estatuas. Y, mientras tanto, todos los ciudadanos de pro deben estar vigilantes para que esa población artificial no sufra agresiones y mutilaciones y vaya desapareciendo destrozada. Oh, honrados ciudadanos, decidnos, ¿a quién que se le encomendare semejante tarea, sería negligente? ¿Quién venal? Habéis de preveniros contras esos canallas rateros que decimos. Vigilad, particularmente de noche, pues es en la nocturnidad cuando los ladrones sienten la tentación, pero el malhechor que lo intenta puede ser fácilmente capturado si el celoso guardián se le aproxima con cautela. Luego, una vez atrapado el villano, el dolido público sabrá darle su merecido por estropear la belleza de esas antigüedades con amputaciones de miembros, infligiéndole a él igual deterioro que el sufrido por los monumentos…».

Me detuve, pasé rápidamente las hojas, carraspeé y dije:

—Es cierto, Casiodoro, sí que dice «detened la destrucción». Sólo es que mucho más… mucho más…

—Inequívoco —dijo él—. Mucho más amplio.

—Amplio. Eso quería decir.

—Si sigues leyéndolo, saio Thorn, verás cómo te gusta todavía más. Aunque al rey Teodorico le he evitado…

—No, no, Casiodoro —repliqué, devolviéndole las hojas—. No sigo leyéndolo. No quiero estropear el placer de comprobar el impacto que causa su… amplia lectura en la curia de Roma.

—¡Lo declamarán en el Senado! —exclamó alborozado, enrollando los papiros para que formasen un cilindro y sujetándolos con plomo derretido sobre el que plantó el sello de Teodorico—. ¡En el Senado!

—Sí —dije yo—. Y me apuesto todo lo que poseo a que lo aclaman con gritos de «¡Veré diserte! ¡Nove diserte!».