Capítulo 7
Ya he hablado de mi primer encuentro con Deidamia en Santa Pelagia, y también del último. Entre ambos hubo otros muchos en los que, como he explicado, nos enseñamos mutuamente muchas cosas. Como Deidamia no cesaba de quejarse de no ser «una mujer completa y desarrollada» —porque de la escasa «protuberancia» de su entrepierna no brotaba jugo como de la mía— yo siempre trataba de consolarla y hasta intenté remediar aquella carencia que tanto la apenaba. Y le dije con cierta prevención:
—Una vez oí decir a un hombre… que hablaba de su… cosa… que se puede aumentar el tamaño, aunque el suyo ya era notable.
—¿Ah, sí? —inquirió Deidamia animada—. ¿Y crees que mi cosa podría también aumentar? ¿Qué dijo que había que hacer?
—Bueno… en su caso… que una mujer se lo metiera en la boca de vez en cuando y… se lo masajease enérgicamente con los labios y la lengua.
—¿Y eso lo hace crecer?
—Eso dijo.
—¿Y dijo si efectivamente le había crecido?
—Lo siento, hermana, pero no le oí decir más —contesté yo circunspecta para no arriesgarme a que Deidemia sospechara que no es que lo hubiera oído, sino que lo había hecho, pues estaba segura de que le disgustaría, igual que a mí me molestaba siempre que lo recordaba.
—¿Y tú crees…? —inquirió con voz tímida, pero con ojos de deseo.
—Puede ser. Nada se pierde por probar.
—¿Y no te importaría… hacerlo?
—Ni mucho menos —contesté yo, con toda sinceridad, pues lo que me había resultado repugnante cuando el hermano Pedro me había obligado, no me lo parecía ahora con la hermosa Deidamia—. Esto —añadí agachando la cabeza hacia el sitio— tal vez te dé otra clase de placer.
Yo bien sabía que sí y así fue al instante, pues nada más poner mi boca allí Deidamia se movió sacudida por un espasmo, cual si le hubiese frotado enérgicamente la pequeña protuberancia con un trozo de ámbar.
—¡Aj, hermana! —dijo jadeante—. ¡Aj, meins Guth! —para mí era también un placer darla tanto gusto, y ella se retorcía y contorsionaba de tal modo, que al cabo de un rato tuve que sujetarla por las caderas para que no se me descentrara la boca. Al final, al cabo de un buen rato, jadeó débilmente casi sin aliento—. Ganohs… basta. Ganohs, leitils svistar… —yo me erguí y me tumbé junto a ella, mientras seguía jadeando un instante—. Qué egoísta he sido —añadió, una vez recuperado el ritmo normal de respiración—, todo para mí y nada a ti.
—Ne, ne, he disfrutado mucho…
—Calla. Debes estar muy fatigada.
—No, no creas —contesté, sonriendo.
—Aj, ja, entiendo —replicó riendo—. Tú, ahora no te muevas, hermana Thorn. Quédate tumbada como estás y yo me monto… así. Ahora deja que esta cálida y agradecida cavidad mía acoja a tu preciosa cosa… así… y la dé la santa comunión… así…
La tercera o cuarta ocasión en que dediqué mis cuidados a la protuberancia poco desarrollada de Deidamia, ella me detuvo para no excitarse más de la cuenta, cogiéndome delicadamente del pelo para apartarme la cabeza, diciéndome:
—Hermana Thorn… ¿por qué no… te pones hacia aquí… mientras lo haces?
—¿Crees que lo pasarás mejor si me pongo al revés?
—¡Aj, mejor no puedo pasarlo, hermanita! Pero me parece que mereces sentir el mismo placer que tú me das a mí —añadió, ruborizándose.
Y cuando las dos aplicamos nuestras bocas a tal fin sentimos inmediatamente un paroxismo que dejaba sin punto de comparación a los previos espasmos de Deidamia. Cuando por fin descendimos de las cumbres del placer, yo no hacía más que jadear y sudar, pero Deidamia tragaba, se chupaba los labios, y no paraba de tragar. Debí hacer algún ruido o decir algo, porque me sonrió temblorosa y me dijo con voz un tanto ronca:
—Ahora… sí que… he comido…
—Lo siento… si te ha sido desagradable —dije yo apesadumbrada.
—Ne, ne. Sabía a… deja que piense… como la leche espesa de avellanas machacadas. Caliente y con sal. Mucho mejor que el pan eucarístico.
—Me alegro.
—Y yo de que fuese contigo. ¿Sabes que si una mujer hace eso a un hombre es culpable de antropofagia? Según el venerable teólogo Tertuliano, el jugo del hombre —lo que eyacula dentro de la mujer para hacer un niño— es ya realmente un niño cuando brota. Por consiguiente, si una mujer hace con un hombre lo que yo he hecho contigo, hermana Thorn, se hace culpable del horrendo pecado de comer carne humana.
En otra ocasión, Deidamia me dijo:
—Hermanita, si lamer y chupar beneficia el crecimiento de otros órganos, deja que te lo haga en los pezones.
—¿Para qué? —repliqué.
—Pues para que te aumenten los senos, cuanto antes se empiece, más pronto se desarrollarán y más bonitos serán cuando seas mayor.
—¿Y para qué los quiero grandes?
—Hermana Thorn —contestó muy paciente—, los senos, junto con un bello rostro y un abundante cabello son los rasgos más atractivos de una mujer. Mira mis senos. ¿No son bonitos, niu?
—Sí que lo son, hermana, pero, aparte de ser dos órganos agradables al tacto, ¿para qué sirven?
—Bueno, en realidad, para nada… en una monja. En las otras mujeres tienen la misma función que la ubre de la vaca. Las mujeres hacen en ellos leche para dar de mamar a sus hijos.
—Yo he probado tus pezones muchas veces, hermana Deidamia, y nunca me han sabido a leche.
—¡Oh, váü! ¡No seas sacrílega! Yo soy virgen, y de todas las vírgenes que ha habido sólo Santa María tuvo leche auténtica en sus senos.
—Ah, por eso dicen que María lanzó la leche que creó la vía láctea en el cielo. No me había dado cuenta de que querían decir leche de sus senos.
—Y más aún —añadió Deidemia bajando la voz en tono confidencial—, la leche de María es el motivo por el que a nonna Aetherea la nombraron abadesa de Santa Pelagia.
—¿Cómo?
—Gracias a la abadesa, nuestro convento tiene la fortuna de poseer una auténtica reliquia reconocida.
—¿Y qué abadía no tiene una? En San Damián hay un hueso del pie de su patrón mártir y un trocito de la cruz verdadera hallada en Palestina por santa Elena.
—Aj, trocitos y clavos de la cruz hay por toda la cristiandad, nonna Aetherea trajo a Santa Pelagia algo mucho más raro: una redoma de cristal con una gota de leche de la Virgen María.
—¿Ah, sí? ¿Dónde la tiene? ¿Y cómo se hizo con ella?
—No sé cómo la consiguió, quizá de algún peregrino o en algún viaje que hiciera ella, pero la lleva colgada al cuello de una correa, entre los pechos, y no la enseña más que a las novicias mayores que tenemos senos, pero únicamente en Navidad, cuando nos habla de la Natividad de Nuestro Señor.
A cambio de las confidencias de Deidamia, yo también le confié una, enseñándole el juika-bloth y explicándole cómo lo entrenaba a escondidas.
—Ese nombre que le has puesto significa «lucho por sangre» —dijo Deidamia—, ¿y le enseñas a atacar a un huevo?
—Bueno, sus presas naturales son las serpientes, sobre las que se lanza como una furia, pero también le gusta comer huevos de reptiles. Claro que a éstos no tiene que atacarlos con fuerza, porque están en el suelo y no escapan ni se defienden.
—Pero eso no es un huevo de reptil —replicó ella, señalando el que yo tenía en la mano—, sino de gallina. Es mucho más grande y muy distinto.
—Querida Deidamia, no tengo ocasión de ir a buscar huevos de serpiente y tengo que contentarme con lo que hay. Pero untaré éste con manteca de guisar para darle un aspecto brillante y gelatinoso como los de serpiente y lo pondré en un nido que he hecho con musgo seco.
—Pero es muy grande.
—Así lo verá mejor el juika-bloth. Ya te digo que le estoy entrenando a que ataque al huevo cayendo en picado y destrozándolo con el pico y los espolones. En general, el águila vuela hasta donde está el huevo puesto y únicamente lo pica para abrirlo.
—Muy interesante —dijo Deidamia, aunque en un tono que no traslucía gran interés—. Así que estás enseñando al ave algo contrario a su naturaleza.
—Eso espero. Vamos a ver cómo aprende.
Le quité el capuchón y lancé el juika-bloth al aire, donde comenzó a ascender en espiral; luego, dejé el nido de musgo en tierra y puse en él el reluciente huevo falso, lo señalé y le grité «¡Sláit!». El ave permaneció sobrevolando el tiempo suficiente para fijar la vista en el blanco y luego plegó las alas y se lanzó en picado como una flecha, destrozándolo con el pico y los espolones con tal fuerza que casi lo desintegró, esparciendo trocitos de cascara y salpicándolo todo de clara y yema. Le dejé que siguiera destrozando y engullendo los restos y al decirle «¡Juika-bloth!» regresó rápidamente a mi hombro.
—Es impresionante —dijo Deidamia, aunque ella no parecía impresionada—. Pero este pasatiempo es más bien de chico. ¿Tú crees que es adecuado para una novicia virgen?
—No sé yo por qué los chicos y los hombres tienen que tener juegos apasionantes y nosotras sólo los delicados.
—Porque somos delicadas. Yo prefiero que los varones hagan las cosas que requieren mucho ejercicio —dijo ella, fingiendo afectadamente bostezar y sonriendo con malicia—. Pero tú juega como quieras, hermanita. No tengo nada que objetar a ninguno de tus juegos.
Pero claro, la severa domina Aetherea (y la cotilla y chismosa hermana Elissa) sí que tenían que objetar y ya he explicado cómo un día nos sorprendieron a Deidamia y a mí en flagrante delito.
La enfurecida abadesa no hizo lo que don Clemente, sometiéndome a un compasivo interrogatorio, ni me concedió la absolución ni esperó a la mañana siguiente para devolverme a San Damián. Me alegró que me expulsaran aquel mismo día, porque estaba seguro de que si domina Aetherea hubiese reflexionado detenidamente sobre mi delito, se le habría ocurrido que era una buena ocasión para descolgar su temible flagrum, y me habría matado con sus azotes. Por otra parte, me entristeció que me expulsaran de forma tan expeditiva, porque a la hermana Deidamia la habían llevado desmayada a su celda y no tuve ocasión de verla por última vez para pedirle perdón y despedirme.
También he explicado cómo don Clemente —antes de expulsarme del valle— me había explicado la clase de ser perverso y paradójico que era, pero lo he contado resumido. El hecho es que el abad me llamó a su aposento para hablar por última vez, después de pasarse su tiempo en el chartularium investigando en los archivos.
—Thorn, hijo —me dijo, mirándome con la misma tristeza con que yo debía estar—, como sabes, el abad y el enfermero que te examinaron al hallarte en la puerta de la abadía ya no vivían cuando yo vine a la comunidad; ni yo ni el enfermero siguiente, el hermano Hormisdas, tuvimos motivo alguno para volverte a examinar, pero he encontrado un informe del otro enfermero, el hermano Chrysogonus, en el que explica lo que vio al quitarte los pañales. Ojalá lo hubiese buscado antes, pero lo cierto es que rara vez hace falta redactar un informe sobre un novicio y más raro aún que se conserve en el archivo de la abadía. Desde luego, éste se escribió y se guardó por tratarse de un caso raro; el informe del hermano Chrysogonus no sólo te describe tal como eras, sino que incluye lo que el buen hermano te hizo como médico que era.
—¿Lo que me hizo? —inquirí, casi indignado—. ¿Es que queréis decir que ese Chrysogonus me hizo lo que soy, niu? —Ne, ne, Thornila. Eras mannamavi, andrógino, de nacimiento. Pero por lo que deduzco de esas páginas, el buen hermano te practicó un modesta cirugía; es decir, que efectuó ciertos arreglos en tus… partes pudendas. Y creo que con ello te evitó una vida de molestias, dolores o incluso una penosa deformidad.
—No entiendo, nonnus.
—Ni yo, del todo. Ese hermano Chrysogonus era griego de nacimiento o bien optó por ser discreto en el asunto, porque escribió su informe en griego, y sé leer las palabras, «cordón», por ejemplo, pero se me escapa su exacto significado médico.
—¿No le podríais preguntar al hermano Hormisdas?
—Prefiero no hacerlo —replicó el abad, mirándome un tanto inquieto—. Hormisdas, al fin y al cabo, es un médico muy entregado a su profesión y a lo mejor querría tenerte aquí para el estudio… la experimentación… hasta para exhibirte. Se sabe de monasterios que han incrementado su fama y riqueza atrayendo a peregrinos con la promesa de enseñarles… algo de naturaleza milagrosa.
—Un espécimen monstruoso, queréis decir —tercié con crudeza.
—En cualquier caso, quiero evitarte esa indignidad, hijo. No vamos a pedirle al hermano Hormisdas que nos explique el informe; ha de bastarnos la somera explicación que te doy. El hermano Chrysogonus dice que efectuó «una leve incisión» gracias a la cual pudo eliminar las «bandas que trababan» tu… principal órgano, forzándole a una curvatura anormal. Ya te digo, Thornila, que debes estarle agradecido a ese buen hombre.
—¿Eso es todo lo que escribió sobre mí?
—No. Hace la observación de que, aunque tienes los… órganos externos de varón y hembra, está convencido de que nunca podrías tener hijos. Ni engendrarlos ni concebirlos.
—Me alegro de saberlo —balbucí—, porque no me gustaría traer al mundo otro ser como yo.
—Pero eso te impondrá otra constricción, Thorn, y muy severa. Del mismo modo que las personas comen para seguir viviendo, también se aparean con el exclusivo propósito de perpetuar la especie, el único motivo para la cópula que admite la Santa Madre Iglesia. Como tú no puedes tener hijos, cometerás pecado mortal efectuando el acto carnal con otra persona de… ejem… uno u otro sexo. Tu previa ignorancia e inocencia te lava la culpa de las delincuencias que has cometido, pero a partir de ahora, que sabes a qué atenerte, debes mantenerte célibe para siempre.
—Pero Dios tendrá sus motivos para haberme hecho mannamavi, nonnus Clement —exclamé yo, casi quejándome como una mujer—. ¿Por qué lo habrá querido el Señor? ¿Qué va a ser de mi vida?
—Bien… Tengo entendido que en la Misnah judaica hay reglas relativas a la conducta social y religiosa del mannamavi. Lamentablemente, las Sagradas Escrituras no dicen nada al respecto… No obstante… te haré una sugerencia. Tu trabajo como exceptor era muy prometedor, Thorn, cuando todos creíamos que eras varón. Ni que decir tiene que un exceptor o escriba femenino sería algo antinatural e impensable. Pero yo diría que si te presentases como varón a otro abad o a un obispo, en un lugar muy distante, y te mantuvieses célibe para siempre y tuvieses siempre cuidado de no mostrar ninguna de tus… facetas femeninas, ni siquiera en el retrete… podrías encontrar un buen empleo como exceptor de algún prelado de la Iglesia.
—Así, cuando muera —añadí, amargamente—, no quedará rastro de mi vida, salvo las copias de obras de otras personas. Y durante esa vida gris, tendré que reprimir todo apetito normal humano, y hasta la mitad de la naturaleza que me ha dado Dios.
El abad frunció el ceño y dijo con firmeza:
—Todo lo que es posible para un cristiano está obligado a hacerlo. Es posible para un cristiano ser perfecto, por consiguiente, es su obligación esforzarse en serlo; moralmente, espiritualmente, intelectualmente y hasta físicamente. Si ese cristiano, o cristiana, se empecina en la imperfección… ja, incluso en ser un monstruo, como tú has dicho… es una imperfección volitiva y, por lo tanto, execrable, merecedora de castigo.
Yo me quedé mirándolo y, finalmente, dije:
—Nonnus Clement, creéis en la concepción de la Virgen, creéis en la resurrección de los muertos, creéis en que los ángeles no tienen sexo, y, sin embargo, pensáis que soy increíble e intolerable.
—¡Slavaith, Thornila! Lo que dices es rayano en la blasfemia. ¿Cómo puedes compararte tú con los ángeles de Dios? —dijo el abad, conteniendo su ira, para hablar al cabo de un instante con más calma, pero tembloroso—. No nos despidamos amargamente, hijo. Hace mucho que somos amigos, y te he dado el consejo amistoso que está en mi mano; ahora, en prueba de amistad, te entrego este solidus de plata para que puedas alimentarte y albergarte durante un mes o más. Sé sensato y marcha lo más lejos posible donde no te conozcan y trata de iniciar una nueva vida, sea la que yo te he sugerido o la que tú elijas. Ruego para que Dios te acompañe y siempre esté contigo. Vade in pace. Huarbodáu mith gawaírthja. Viaja en paz.
Y así dejé a don Clemente, con pesadumbre por ambas partes, y nunca más volví a verlo. Pero no me marché inmediatamente del Circo de la Caverna, como me instaron a hacerlo, pues tenía cosas que hacer. Lo primero, recoger a mi juika-bloth del establo de Santa Pelagia. Aquella misma noche, entré a escondidas en el convento, como había hecho tantas veces, y, como sabía el camino, no necesité encender luz alguna ni para subir la escalera del pajar. Andaba a tientas hacia la jaula de mimbre, cuando oí de pronto una voz femenina que decía:
—¿Quién anda ahí?
Creo que se me pusieron los pelos de punta, pero reconocí la voz y cedió mi temor.
—Soy yo… Thorn. ¿Eres la hermana Tilde?
—Ja. ¿De verdad que eres tú, hermana Thorn? Bueno, hermano Thorn, ¿no? ¡Oh, vái, buen hermano, no vayas a violarme!
—Chist, hermana. Habla en voz baja. Nunca he violado a nadie ni pienso hacerlo… y menos a una buena amiga. Pero ¿qué haces aquí a estas horas?
—He venido para ver si tu ave tenía comida y agua. ¿Es cierto, entonces, Thorn, lo que nos han dicho, que eras un varón? ¿Por qué te hiciste pasar por…?
—Calla —repetí—. Es una larga historia, que ni yo mismo acabo de entender. Pero ¿cómo sabías que yo tenía escondida aquí al ave?
—Me lo dijo la hermana Deidamia, cuando aún podía hablar, y me pidió que lo cuidara. ¿Has venido a llevártelo?
—Ja. Tú y Deidamia habéis sido muy amables cuidándolo. Un momento. ¿Qué has querido decir con «cuando podía hablar», Tilde?
Tilde tuvo un ligero sobresalto y contestó:
—Creo que se ha roto algo dentro de ella, nonna Aetherea la ha estado pegando con gran crueldad con el temible flagrum a ratos todo el día, cada vez que ella volvía en sí después de una paliza.
—¡Atrocissimus sus! —balbucí entre dientes—. Esa cerda perdió la oportunidad de pegarme a mí y ahora hace sufrir por las dos a la pobre Deidamia.
Tilde lanzó una especie de bufido y añadió:
—Dudo mucho que ningún varón vuelva a sentirse atraído por Deidamia. Ya no es bonita ni tiene la figura de antes; nonna Aetherea la ha azotado horriblemente sin compasión.
Proferí la horrenda maldición que había oído al obispo Paciente:
—¡Que el diablo se la lleve durmiendo! Eso es, durmiendo —añadí tras una pausa—. ¿La abadesa duerme profundamente, ne?
—Aj, ya lo creo, sobre todo cuando está cansada por el violento ejercicio de los latigazos.
—Muy bien. Ya me ocuparé de darle algo en que pensar mañana aparte de Deidamia. Ven, Tilde. Voy a dejar el águila aquí, mientras voy al aposento de la abadesa. Vigílamela.
—¡Gudisks Himins! Ahora hablas como un chico temerario. A ninguna hermana bien disciplinada se le ocurriría introducirse…
—Como tú misma has dicho, ya no soy una hermana bien disciplinada. Pero no temas. Si alguien llega mientras hago una visita a nonna Aetherea, dame un silbido de alerta y escabúllete. Anda, hazlo por Deidamia.
—Por ti, que eres varón, no podría hacer nada, pero incluso por una hermana sería un crimen nefando. ¿Qué vas a hacer? ¿Algún daño a la abadesa?
—Ne, ne, sólo enseñar a esa diabólica mujer, Halja que más vale que emule a otra mujer de la antigüedad, una mujer tierna y cariñosa.
Y Tilde me acompañó hasta la ventana del aposento de domina Aetherea, desde la cual oímos sus ronquidos, tan fuertes como los de cualquier campesina. Trepé a ella y, como llevaba tanto rato en la oscuridad pude ver bien para acercarme a su catre. Salvo por el horrendo ruido que hacía, la abadesa dormía el sueño profundo y apacible de una mujer satisfecha con la conciencia tranquila. Acerqué con cautela las manos a su garganta hasta dar con la pesada redomita de cristal; estaba tapada con un grueso anillo de latón unido a una correa de cuero crudo que le colgaba del cuello, pero atada con un fuerte nudo.
Como Tilde no daba ningún silbido de alarma de que viniese nadie, pensé que tenía tiempo de sobra y mojé a conciencia el nudo con saliva y lo fui manoseando hasta que el cuero se ablandó; luego pude deshacerlo con mis finos y hábiles dedos. Advertí que era un nudo bastante complicado, con toda evidencia ideado por ella. Saqué la redoma de la correa, me la guardé en el cinturón y pacientemente rehice el nudo.
Me descolgué por la ventana y volví con Tilde al establo, sin decirle lo que había hecho hasta que estuvimos allí.
—¿Le has robado la santa reliquia, la leche de la Virgen…? —exclamó ella acobardada.
—Chist. Nadie debe saberlo. Por la mañana el cuero se habrá secado y el nudo volverá a estar muy fuerte. Cuando domina Aetherea se despierte y vea que le ha desaparecido lo más valioso que tenía, sin que el nudo esté deshecho, tendrá que pensar que la redoma se ha esfumado por intervención sobrenatural y creo que pensará que es la propia Virgen quien le ha quitado la gota de leche. Deducirá que ha sido castigada como aviso para que se enmiende. Así, la hermana Deidamia se librará de más sufrimientos.
—Eso espero —dijo Tilde—. ¿Qué harás con la reliquia?
—No sé. Pero yo tengo pocas cosas, y para algo me servirá.
—Eso espero —volvió a decir Tilde en tono sincero. Me incliné y la besé en su naricilla respingona y ella retrocedió como si fuese un intento de violación, pero luego lanzó una risita, encantada, y nos despedimos siendo amigos.
Ya he dicho antes que salí del Circo de la Caverna con dos cosas que no eran mías. Ahora ya las tenía —el juika-bloth que había cazado y el relicario robado— pero no me marché del valle. Aún me había asignado otra tarea. Cuando todavía era de noche, me introduje en el huerto de la cocina de San Damián y robé unos cuantos nabos de invierno para combatir el hambre y la sed, y trepé, cargado con ellos, un árbol que sobresalía por la tapia. Trepaba con dificultad, pues llevaba también la jaula del ave a la que no podía arriesgarme a dejar que cazara antes de su debido tiempo.
Cuando domina Aetherea me había devuelto a San Damián, diciendo a uno de los monjes que me dejaran en una dependencia externa, yo le había preguntado a éste qué trabajo habían asignado al anterior cocinero, el hermano Pedro. Y me lo había dicho. Pedro tenía el cometido (probablemente para siempre) de esparcir los excrementos —humanos y de los animales— por todos los campos y parcelas de la abadía que requerían abono. Así que, yo sabía que tarde o temprano tendría que estar abonando aquel huerto, y estaba decidido a esperar los días y noches que fuera necesario, a pesar del frío, hasta sorprenderle.
Tuve que estar encaramado a aquel árbol, tiritando, sólo el resto de aquella noche, el día siguiente y toda la noche; la segunda noche, bajé a reponer mi reserva de nabos y hasta encontré lombrices para el águila, que, aunque no le gustaron mucho, se las comió. Ya por la mañana, cuando los frailes dentro de la abadía entonaban maitines, y tras un breve intervalo para el desayuno, las diversas puertas —dos de las cuales yo veía— comenzaron a dar paso a los hermanos que trabajaban en los campos.
Por una de las puertas que podía observar salió Pedro. Se dirigió a un cobertizo, salió con una horca y un capacho lleno de excrementos y se llegó al huerto que había entre la cocina y el árbol en que yo me encontraba; dejó en tierra el pesado capacho, que humeaba al sol, y comenzó a esparcir con la horca el abono entre los surcos de verduras.
Aguardé pacientemente, a pesar de que lo tenía justo debajo de mí. Despacio, alargué el brazo, lo introduje en la jaula del juika-bloth, le puse la muñeca bajo las garras y el águila se encaramó, por reflejo, a mi brazo; lo saqué de la jaula, quité el capuchón al ave y aguardé un poco más. Por entonces, el hermano Pedro, ya acalorado con el ejercicio, se había quitado la cogulla, pero, inclinado como estaba, el ave y yo sólo le veíamos la nuca. Aguardé a que estuviese bien erguido. Ya con la cabeza levantada y el tronco recto, la tonsura canosa y blanquecina de pelo grisáceo, era un simulacro aceptable del huevo reluciente y pegajoso en el nido de musgo con que las semanas anteriores había yo estado entrenando al águila. Se la señalé, musitándole «Sláit».
Alcé el brazo y el águila alzó el vuelo, haciendo temblar la rama en que yo estaba. Pedro debió oír el rumor de hojas o el batir de alas del juika-bloth ganando altura, porque miró aturdido a su alrededor, pero sin levantar la vista, aunque sí girando la cabeza, que seguía pareciendo un huevo en el nido, sobre el que el águila se abatió desde lo alto.
Cayó en picado con los espolones erectos a increíble velocidad, pero la sombra que proyectaba el bajo sol matinal le precedió, desplazándose bruscamente desde un muro de roca al Oeste, surcando pausadamente los campos y cruzando rauda el huerto. Juika-blothh, sombra y presa se fusionaron en una fracción de segundo.
El águila golpeó la cabeza de Pedro con un ruido sordo, clavándole los espolones en el pelo, y seguramente también en el cráneo, pues Pedro lanzó un grito desgarrador, aunque breve, pues el juika-bloth clavó su temible pico curvado en el cráneo del monje, en el centro justo de la tonsura, ensangrentando el blanco huevo, y derribando al fraile entre dos surcos de altas coles, donde siguió picoteando sin piedad aquel cráneo, enfurecida porque aquel huevo tuviese una cascara tan dura.
El breve grito atrajo a otros dos monjes, que aparecieron corriendo por una esquina del monasterio para dar una ojeada al huerto, pero no vieron a Pedro caído entre las hojas de las coles. Yo llamé al juika-bloth en voz baja y el águila alzó obedientemente el vuelo, con el pico lleno de unas hebras grises que sobresalían de la cabeza rota de Pedro y que se rompieron y cayeron a tierra cuando el ave, con las plumas de la cabeza ensangrentadas, volvió a posarse en mi brazo. «Aj, ese ruido debe haber sido un conejo o un campañol atacado por un águila», comentó uno de los monjes, y los dos regresaron a sus faenas.
Me puse en el hombro al juika-bloth —que seguía picoteando ávido aquella sustancia gris— y sujeté la jaula de mimbre bajo un brazo para bajar del árbol; la jaula ya no la necesitaba, pero no quería dejar ninguna prueba y me la llevé un buen trecho de camino hasta esconderla en un soto de espesa maleza, en el que había previamente dejado mis escasas pertenencias, que ahora recogí.
Había llegado el momento de marchar. Era Adán y Eva al mismo tiempo, expulsado del Edén. En mi supuesta condición de godo por nacimiento, había sido objeto de cierta sospecha por parte de la Iglesia católica, y ahora, en mi condición de mannamavi, era una abominación para dicha Iglesia. Ahora, además de mis otras ambigüedades, delitos y pecados intrínsecos a mi naturaleza —una naturaleza que me había sido dada— hacía dos días que había robado deliberadamente una reliquia sagrada, y aquella mañana había sido tan rapaz como el juika-bloth. Y pensé a cuál de aquellos dos pecados, hurto y homicidio, me habría inducido mi herencia de Adán y cuál mi herencia de Eva.
Daba igual. Ahora tenía que irme y dejaría aquel lugar para ser godo y arriano, si es que los cristianos arríanos aceptaban más compasivamente que los cristianos católicos a un mannamavi. Así, cuando hube escalado el Circo de la Caverna y alcanzado la altiplanicie de lupa, tomé por el camino de la izquierda hacia el Nordeste, para ir al encuentro de los pueblos civilizados llamados barbaricum entre los cuales las tribus ostrogodas vivían —o se escondían como salvajes— allá en las profundidades de los bosques.