Capítulo 4
A la mañana siguiente, me vestí y adorné con los mejores atavíos de Veleda y me arreglé con los cosméticos y joyas que había traído de Novae, incluido el sujetador de filigrana de bronce que había comprado años antes en el lugar de los Ecos. Quería que Estrabón me viese por última vez como una mujer totalmente femenina y nada temible, para que no cambiase de idea de llevarme con él al anfiteatro.
Camilla no me ayudó a vestirme, pues, como llevaba haciendo varios días, no cesaba de manosearse entristecida sus enormes senos a ver si aparecía la leche materna; y, claro, sólo lograba extraer la transparente linfa areolar que casi todas las mujeres robustas y hasta los obesos eunucos segregan. Saqué el pomo relicario de la cadenita y, para gran sorpresa de la muchacha, eché en él un poco de su tenue flujo.
Estrabón llegó en aquel momento, espléndidamente ataviado con una chlamys y una túnica de tela ligera, en lugar de la armadura, y una espada con cinturón y vaina con piedras preciosas; se había acicalado y hasta su enmarañada barba la llevaba bien recortada y peinada. Ladeó la cabeza para contemplarme de arriba a abajo con uno y otro ojo separadamente y, frotándose las manos, sonrió y dijo efusivamente:
—Amalamena, de verdad que me alegro no tener que amputarte nada hasta mañana. Estás más hermosa y cautivadora que nunca. Después de que el espectáculo del anfiteatro haya saciado nuestra mutua sed de sangre, vamos a pasar una noche retozona. Por mi parte, es seguro. Lástima que tenga que ser la última.
—A menos que Freya, Tikhe u otra diosa de la fortuna me sonría —dije.
—Aj, ja, si ese remolón de Ocer apareciese de repente. Pero me temo que el plazo se agota rápidamente. Anda, vamos a ver esa carnicería que tanto ansias.
Hizo un gesto al soldado armado que le acompañaba y éste me puso un grillete de esclavo en la muñeca derecha, que iba unido por una cadena a otro que él llevaba en la muñeca izquierda; un arete que se le clavaba en la carne, pues era un hombre más fornido que el propio Estrabón y muy gordo. Supongo que estaba pensado para que no pudiera escaparme arrastrando semejante peso en el supuesto de que mi guardián cayese repentinamente muerto.
Escoltados por algunos soldados, nos dirigimos a pie al anfiteatro que no estaba muy lejos de palacio; entramos por la puerta reservada a los notables y la escolta quedó afuera. Ascendimos una breve escalerilla hasta la tribuna y vi que habían dispuesto un cómodo asiento para mí y una camilla elevada para que Estrabón se reclinase. Antes de que lo hiciera, se quitó las sandalias y se puso unas elegantes babuchas muy bordadas y con cuentas hasta en las suelas; en la camilla elevada se le veía desde todos los puntos del anfiteatro, y las babuchas eran para dar a entender a sus súbditos que el rey Thiudareikhs Triarius era tan eximio, ilustre e indolente, que no necesitaba caminar si no le apetecía.
Debían estar presentes todos sus súbditos de Constantiana para admirarle, pues llenaban todos los cuneus y maenianum del anfiteatro, desde los mejores asientos hasta los duros bordes de la última grada. Sólo nuestra tribuna no estaba atestada, pues no la ocupábamos más que yo, el guardián encadenado a mí, Estrabón tumbado en la camilla y otro guardián —que, gracias a Dios, era Odwulfo— armado y con coraza, firme, detrás de Estrabón.
Que la cadena uniese mi muñeca derecha a la izquierda del guardián era la costumbre, dado que en casi todas las personas (yo incluido) el brazo derecho tiene más fuerza; de todos modos, yo ya había advertido que mi obeso guardián llevaba la espada en el lado derecho y, cuando movía el brazo para tocarse la nariz o la entrepierna, me daba tirones en el mío. Así que era zurdo. Pensé que la Fortuna me sonreía aquel día.
Estrabón hizo una indolente señal con un trapo blanco y se abrieron las puertas del perímetro de la arena, surgiendo por ellas, escoltados por numerosos guardianes armados, los cautivos hérulos. Todos iban totalmente desnudos y sólo se distinguían por una mancha azul o verde que les marcaba el pecho para indicar la tribu a la que pertenecían, y, con arreglo a ello, los separaron en la arena. Su armamento era una espada romana corta, un gladius, lo que significaba que la lucha sería cuerpo a cuerpo y sin ninguna protección, pues no les habían dado escudo.
Estrabón volvió a hacer otra señal, y los guardianes se retiraron por las puertas, cerrándolas para que los combatientes no pudiesen huir ni esconderse. Los hérulos de ambos bandos se movían nerviosos, comentando la situación, y algunos señalaban a los del bando opuesto marcados con otro color. Pero al cabo de un instante, todos se volvieron, mirando hacia la tribuna; y lo mismo hicieron los espectadores, gritando «¡Let faírweitl gaggan!», instando a Estrabón a que diese comienzo al espectáculo. Yo también me volví, pero para dirigir una mirada a Odwulfo, quien inclinó la cabeza, dándome a entender que había hecho lo convenido, y, luego, añadió una mueca, como diciendo «a ver qué sucede».
Estrabón sonrió, perdiendo tiempo a propósito para hacer rabiar a sus súbditos. Luego, se levantó perezosamente de la camilla y se acercó a la barrera de la tribuna para dirigirse a los gladiadores. Si aquellos hombres no le habían visto anteriormente, debieron maravillarse al ver que miraba al mismo tiempo a los dos bandos. Su discurso se ciñó bastante a lo que yo le había dicho: que, dado que aquellas tribus rebeldes se habían mofado de la autoridad real, tratando de aniquilarse mutuamente, ahora se les daba la oportunidad de hacerlo: verdes contra azules, y que a los dos únicos adversarios supervivientes se les perdonaría la vida y quedarían alistados como honorables guerreros en la guardia real de palacio.
—¡Háifsts sleideis háifstjandáu! ¡Luchad con bravura! —concluyó Estrabón, y regresó morosamente a su camilla, tumbándose en ella de manera que sus adornados pies pudiesen verse desde todas partes. A continuación, agitó y dejó caer el trapo blanco para que comenzase el combate.
Y comenzó, pero no como esperaban él y los espectadores, sino de la manera que yo había planeado y Odwulfo se había encargado de difundir. Nada más caer el trapo blanco, los verdes y los azules no se apresuraron a enfrentarse, sino que dieron media vuelta y se llegaron al perímetro; algunos de ellos, con la espada entre los dientes, saltaron la barrera y otros, aupándose en las manos entrelazadas de dos compañeros, hicieron lo propio, para, acto seguido, izar a los de abajo. Los espectadores de las primeras filas, al ver aquellos hombres desnudos armados que se les echaban encima, se arremolinaron apresuradamente para huir, pero los demás, Estrabón incluido, se quedaron tan pasmados que no acertaban más que a mirar atónitos aquel barullo inaudito, murmurando incrédulos.
El murmullo se transformó en chillidos y gritos cuando los hérulos desnudos comenzaron a asestar golpes indiscriminados en las gradas atestadas de espectadores indefensos; algunos alzaban los brazos para protegerse y allá fueron volando brazos cortados, dedos y manos, orejas y narices, y más de una cabeza —principalmente de niños, que eran las más fáciles de cortar— y trozos informes de carne, y chorros y salpicaduras de roja sangre.
El clamor se convirtió en una monótona cacofonía, entre gritos y carcajadas de los hérulos que tajaban y pinchaban cruelmente; los que podían gritar lo hacían, mientras otros barbotaban, heridos en el cuello o en otra parte, y los que aún estaban enteros vociferaban, plañían y se aplastaban unos a otros, apretujándose hacia las gradas superiores, conforme los verdes se abrían paso por un lado del anfiteatro y los azules por el otro. Muchos de los guardianes de Estrabón, situados en los pasillos y escaleras, quisieron hacer frente a los atacantes, pero la multitud se lo impidió, arrollándoles hacia arriba y muchos perecieron pisoteados. Mientras, los otros guardias que habrían podido intervenir —los que habían sacado a los hérulos a la arena— seguían tranquilamente en los bajos del anfiteatro sin intervenir, pues, oirían, sin duda, el clamor, pero supondrían que era debido al combate entre verdes y azules.
Antes de que Estrabón hubiese comprendido qué es lo que realmente sucedía, mi guardián salió de su estupefacción y llevó el brazo al lado derecho para echar mano a la espada, pero di un tirón a la cadena y lo impedí, y, manteniéndola tensa con todas mis fuerzas para obligarle a tener el brazo estirado, permití que Odwulfo le asestase un tajo que le cortó el antebrazo por encima del grillete. Ya he dicho que, como el hombre era muy gordo, el grillete estaba bien hundido en su carne, por lo que me quedé no sólo con la cadena y dos grilletes, sino con su mano ensangrentada, colgando y crispada; y tengo que reconocer el valor del hombre, pues, aun gravemente mutilado como estaba, se las arregló para desenvainar la espada con la mano derecha y defenderse de los golpes que intentó asestarle Odwulfo. Estrabón se había puesto en pie y me gritaba:
—¡Puta asquerosa, esto es obra tuya!
Llevaba también espada y la alzó contra mí, y habría muerto allí mismo, de no ser que, por el hecho de que, al ser una mujer desarmada, no se preocupó de adoptar la postura de ataque adecuada ni calcular debidamente el golpe ni asestarlo con todas sus fuerzas y la espada sólo me dio en una de las cazoletas de bronce desviándose; un golpe suficiente para hacerme daño, dejarme sin respiración y hacer que me tambalease, pero antes de que tuviera tiempo de situarse en posición para asestar otro tajo más peligroso, Odwulfo, que ya había acabado con el guardián, lo abatió a mis pies de un tajo. Curiosamente, aturdida como estaba, advertí que Estrabón no sangraba.
—Le he… pegado… con la espada de plano… —jadeaba Odwulfo—. No me habías… dicho si… y no sabía… si le querías vivo… o muerto…
—No… mejor así… —balbucí yo, recuperando la respiración y mirando al anfiteatro.
Los guardias que se habían encerrado en los bajos comenzaban a salir y, al ver lo que ocurría, trepaban ya por encima de las barreras para perseguir a los hérulos; en las gradas de ambos lados había cadáveres —cadáveres mutilados, cadáveres retorcidos y trozos de cadáveres— algunos en donde habían caído y otros cayendo por gradas y escalinatas. Y, probablemente por primera vez en la historia, y en un combate de gladiadores, la arena se hallaba impoluta, mientras que el inmenso cuenco de mármol de Paros se veía tinto en sangre.
Empero, los hérulos habían iniciado la matanza en los dos lados más largos del anfiteatro y ni ellos ni sus adversarios alcanzaban los extremos curvados del recinto; así, a los espectadores acomodados en los extremos —más los que estaban situados cerca y por encima de nuestra tribuna— habían tenido tiempo de huir hacia las salidas, pero se hallaban atascados en tal embudo —empujándose, dándose codazos, patadas, retorciéndose y despedazándose mutuamente— que levantaban un griterío más fuerte que si los estuviesen matando. Y era evidente que muchos de ellos perecían —las mujeres y los niños desde luego— al ser pisoteados y aplastados por los más fornidos, aterrados y despiadados en su intento de huida. En definitiva, nadie en el anfiteatro prestaba la menor atención a los que estábamos en la tribuna.
—No quiero que Estrabón muera… todavía —dije a Odwulfo—, sino… que desee haber muerto. Rompe el grillete, que no necesito para nada tres manos; dame la espada del guardián y ayúdame con tu espada y tu fuerza. Las rodillas y los codos son más fáciles de cortar que los huesos largos —añadí.
Estrabón seguía desvanecido cuando comenzamos a mutilarle, pero en seguida recobró el sentido. Naturalmente, se debatía como un loco y era una bestia enorme y fuerte, pero había quedado algo débil por el espadazo de Odwulfo y perdió aun más fuerzas en cuanto comenzó a sangrar; además, sólo se cubría con tela y Odwulfo tenía su armadura y yo no era una débil fémina. Así, finalmente, no hacía más que gritar y pedir clemencia, tan lastimosa e inútilmente como sus desgraciados súbditos de Constantiana.
No tardamos mucho en amputarle las extremidades. En el anfiteatro proseguía aquel maremagnum —ahora ya había muchos cadáveres de hérulos y de soldados— cuando me incorporé y me quedé mirando los restos desmembrados de Thiudareikhs Triarius. Pero no me dirigí a él por ese nombre.
—Cerdo —dije, jadeante de nuevo por el ejercicio quirúrgico—. Hasta que te desangres… y mueras… puedes andar a cuatro patas… con los muñones. Un auténtico cerdo, ¿niu?
Ahora callaba, pero sus ojos estrábicos lloraban lágrimas a raudales por los lados de los carrillos, mezclándose con el charco de sangre que iba llenando el suelo de la tribuna. Cogí una de sus extremidades —una pierna, en cuyo pie aun tenía la lujosa babucha— y la coloqué apoyada en la camilla para que quedase derecha; a continuación, cogí un antebrazo con mano y lo crucé sobre el otro para que pareciese el carácter rúnico llamado nauths.
—Y aquí te dejo mi aspa nauthing —dije—. Puedes contemplarla mientras agonizas lentamente. Mírala con el ojo que prefieras. Como tú mismo me dijiste, el aspa continuará profiriendo mis injurias hasta que tu puerco corazón deje de latir.
—Vamos, Swanilda —dijo Odwulfo—. La muchedumbre empieza a salir por esa puerta. Podemos mezclarnos con ella y llegar a la calle sin que nos vean.
—Ja —contesté, mirando hacia donde decía—. ¿Dónde están los caballos y la coraza de Thorn?
—Bien escondidos y alojados —contestó él riendo—. Es que los tengo dentro de una casa enfrente de la salida de la tribuna. Sus habitantes habían salido a ver el espectáculo y pensé que era una buena oportunidad.
—Bien hecho. Vamos, pues. Adelántate —añadí, inclinándome sobre Estrabón—. Y dos cosas más.
Sus extremidades amputadas se crisparon como para protegerse de un golpe, pero lo único que hice fue sacar el frasquito relicario de la cadenita, abrirlo y metérselo a Estrabón en los labios, ya pálidos.
—Toma, éste es el único sacramento que tendrás. Muchas veces te reíste de la leche de la Virgen. Quizá ahora quieras mamar mientras rezas tus últimas plegarias.
Me incorporé y miré en derredor para asegurarme de que Odwulfo ya no podía oírme.
—Y la otra cosa —añadí— es darte un magro consuelo en tu agonía. No te avergüences por haber muerto a manos de una mujer, porque no soy la princesa Amalamena —y le dije una mentira, aunque a medias—. Amalamena está a salvo con su hermano Teodorico… igual que el auténtico pactum escrito y firmado por el emperador Zenón. Me he dejado capturar y que me llevases cautivo para impedir que lo supieras el mayor tiempo posible.
Él profirió una especie de lamento y luego croó como una rana.
—Pero… ¿quién… eres… perra?
—Nada de perra —repliqué sin ofenderme—, ni soy un ave de rapiña hembra. Soy un rapaz. Tú que esperabas que concibiera un hijo… ¿niu? —añadí, soltando una carcajada—. No te has estado acostando con una mujer todo este tiempo, y no es una mujer quien te ha plantado el aspa.
Me alcé la camisa llena de sangre y me quité la faja de las caderas. Los ojos de Estrabón se le desorbitaron de tal modo, que pensé que las pupilas se le caerían rodando por las mejillas como si fuesen lágrimas, mezclándose al charco de sangre. Luego, los cerró con fuerza, mientras le dirigía las últimas palabras:
—Quien te ha engañado, se ha mofado de ti, ha sido más listo que tú y te ha mutilado, convirtiéndote en un cerdo, es un ave rapaz llamado Thorn el Mannamavi.
Me gustaría poder decir que todo lo que planeé aquel día sucedió tal cual, pero no fue así.
Escondí la espada en un pliegue del vestido y eché a correr en la dirección por la que Odwulfo había desaparecido, crucé la puerta y descendí una escalinata —saltando por encima de varios cadáveres— pero me encontré el descansillo atascado y allí estaba Odwulfo, que tampoco había podido avanzar.
La enfurecida multitud le acosaba y le daba empujones, lanzando imprecaciones.
—¡Es un cobarde guardia de Estrabón que huye!
—¿Por qué no se enfrenta a esos demonios?
—¡Mi hija ha muerto y él trata de salvarse!
—¡No se saldrá con la suya!
Odwulfo intentaba protestar, pero no lograba hacerse oír por encima de los gritos, y era evidente que, como soldado profesional, no iba a desenvainar la espada frente a inocentes ciudadanos; yo lo habría hecho para salvarle la vida, pero la multitud era demasiado compacta para intentar abrirme paso y llegarme hasta él a tiempo. Él que había gritado «¡No se saldrá con la suya!» le había arrebatado al mismo tiempo la espada de la vaina y, cuando Odwulfo trató de decirle algo, el hombre se la clavó con tal fuerza en la boca, que la punta le salió por el cuello.
Al caer el valiente Odwulfo, con la espada vertical en la boca, como una cruz en una tumba, la multitud recobró el sentido común y, comprendiendo el horrendo crimen que habían cometido —e ignorando que Estrabón ya no podía castigarles— huyeron atemorizadas escaleras abajo, dispersándose en la calle. Yo les seguí, haciendo un alto para dirigir a Odwulfo el saludo godo antes de dejarle allí.
Las calles estaban llenas de gente, en su mayoría huyendo de la matanza, pues tenían sus vestidos de fiesta llenos de sangre y destrozados; algunos corrían a sus casas y otros simplemente se detenían aturdidos y llorando en silencio o lanzando lamentos. Había también numerosos soldados armados corriendo hacia el anfiteatro en ayuda de los compañeros que seguían dentro. En aquella confusión, una mujer con el vestido revuelto y ensangrentado pasaba desapercibida. Y como no necesitaba realmente fingir cansancio, avancé tambaleándome hasta la puerta por la que habíamos entrado con Estrabón y el guardián.
Al otro lado de la calle había una lujosa mansión, sin duda de alguna familia importante; empujé la puerta y me encontré en el elegante vestíbulo con mi querido Velox, provisto de las cuerdas para los pies y hasta —no sé dónde Odwulfo pudo encontrarlos— la silla y los arreos. El caballo relinchó sorprendido y complacido de volverme a ver; había otro corcel, pero como Odwulfo no podía usarlo, decidí dejarlo allí mismo, para que se sorprendieran aún más los que vivían en la casa al regresar. En una mesa estaban mi casco, la coraza y el manto de piel de oso; pensaba en la mejor combinación posible con el vestido de mujer que llevaba, cuando advertí un rostro atemorizado que me espiaba desde una puerta del vestíbulo.
Le hice un gesto autoritario como si fuese el dueño de la casa y el anciano sirviente se acercó arrastrando los pies. Debió quedarse atónito al ver que Odwulfo metía dos caballos allí, pero más debió sorprenderle que una joven amazona le ordenase quitarse la túnica, los calzones y los zapatos de cuero. Como yo esgrimía una espada aún tinta en sangre, no hizo objeciones y se apresuró a obedecer, quedándose temblando de frío o de miedo.
Para no chocarle aún más, me oculté entre los caballos mientras me quitaba el vestido y guardaba en las alforjas de Velox las fíbulas, la cadena de oro y las benditas cazoletas de bronce. La túnica y los calzones del viejo me sentaban bastante bien, pero los zapatos me venían grandes; no obstante, como no tendría que caminar mucho, me valdrían para cabalgar. Una vez decentemente vestido, ordené al criado que me ayudase a abrochar la coraza de cuero. A continuación me puse el casco y me eché el manto de piel de oso por los hombros. Como no tenía cinto para la espada, la colgué de la silla con una correa por debajo de la empuñadura. Tiré el vestido ensangrentado al viejo sirviente por si no tenía con qué cubrir su desnudez, y llevé a Velox hasta la puerta que entreabrí hasta que vi que no había soldados en la calle. Me volví hacia el viejo y le dije: «Anciano, di a tus amos que el otro caballo es un regalo de Thiudareikhs Triarius». Saqué a Velox a la calle, monté en él y me dirigí a medio galope hacia el oeste, alejándome del mar.
Hallándose la ciudad aún presa de gran confusión, un jinete con atavío militar ostrogodo llamaba tan poco la atención como la cansada mujer que había encarnado momentos antes. Cuando me cruzaba con algún soldado, me limitaba a gritar: «¡Gaírns bokos!». ¡Mensaje urgente!, y ninguno hizo señal de que me detuviera. Cuando hube cruzado la última garita de vigilancia de las afueras de la ciudad, puse a Velox a paso más lento.
Había escapado.
Allí estaba, viajando otra vez, tan solo y carente de recursos como lo había estado cuando salí del circo de la Gruta, siendo niño. Mi única arma era una espada robada de tamaño inapropiado; me había quedado sin el estupendo arco huno de Wyrd y prácticamente casi todas mis pertenencias, salvo lo que había dejado en Novae. Empero, conservaba la cadena de oro de Amalamena que podía convertir en dinero eslabón por eslabón, y el último dije, el martillo cruz. Tenía un largo viaje invernal por delante, pero no era el primero y no preveía dificultades insuperables para llegar hasta Teodorico.
—¡Y qué maravillosa historia tendré el placer de contarle!
No pude evitar decirlo en voz alta. Nadie podía oírme aparte de Velox, pero el caballo volvió las orejas hacia mí como si estuviera escuchando, y continué:
—Bueno, pues he matado a un rey igual que Teodorico había matado al rey sármata Babai. O al menos he matado a un rival y pretendiente al trono de la nación ostrogoda. Y quizá más que eso: he librado a los godos de un auténtico tirano.
Y me callé, porque tenía que admitir que la hazaña y mi fuga habían sido de costosas consecuencias para otros. Sólo los dioses sabían cuántos ciudadanos de Constantiana habrían perecido en el logro de mis planes, sin contar los seiscientos desgraciados hérulos. Además, había perdido con Odwulfo un fiel compañero; pero eso tampoco era muy lamentable, en el sentido de que ya no tenía que seguir disfrazado, o cambiando de disfraz con arreglo a las circunstancias. Y cuando encontrase a Teodorico, al aparecer solo, no tendría que darle complicadas explicaciones de quién era.
Oh, vái, ¿y quién eres?
Eso no lo dije en voz alta ni por voluntad consciente. Era una pregunta que surgía de mi interior.
O ¿qué eres?, proseguí diciéndome, para justificar tan fácilmente toda la sangre derramada hoy como medio necesario para lograr tus fines. ¿Es que te has vuelto tan indiferente hacia los seres de la tierra como el juika-bloth? Recuerda que ante el propio Estrabón alardeaste de ser un rapaz. La primera vez en tu vida que te has definido arrogantemente como rapaz.
Inquieto y con malestar, deseché aquellas ideas; no dejaría que mi naturaleza femenina, sentimental y susceptible, entorpeciera y mermara mis aciertos masculinos. Porque ahora seguía siendo Thorn. ¡Thorn!
—¡Y por todos los dioses, si soy un rapaz, soy un rapaz vivo y sin enjaular! —grité con todas mis fuerzas.
No dije nada más y apreté el paso del caballo hacia el oeste para llegar al Danuvius y seguir aguas arriba.