Capítulo 2

Wyrd y yo llegamos a la ciudad de Constantia a pie, llevando los caballos de las riendas, porque las sillas iban sobrecargadas de pieles. Habíamos remontado el curso del Rhenus desde Basilea, cazando toda clase de animales con piel comercial; en su mayoría, animales pequeños —armiños, martas, turones— y casi todos capturados a pedradas con mi honda, porque de un flechazo los habría estropeado la piel y no habríamos podido venderla. Pero Wyrd se sirvió de su arco huno para abatir tres o cuatro glotones y un lince. El atardecer en que avistamos al enorme y precioso lince incautamente encaramado a un árbol —nos observaba, quizá con la esperanza de lanzarse sobre el águila que iba en mi hombro—, yo hice una seña a Wyrd para que no utilizase el arco, pero él se me había anticipado y lo mató de un flechazo.

—Debías haberle cogido vivo —dije, y le conté lo que me había explicado tiempo atrás un campesino.

—Superstición de ignorantes —replicó con uno de sus bufidos de desdén—. El lince no es ningún mestizo mágico de zorro y lobo. Míralo bien y verás que es de la familia del gato montes. En cuanto a conseguir piedras de lince o cualquier otra clase de piedras preciosas, igual te daría con guardar en un frasco los meados del campesino ese que te lo dijo. Cachorro, no te creas esas fábulas, te las cuente un bobo o un obispo, o incluso un viejo sabiondo como yo. Guíate por lo que ves, por tus experiencias y por tu propia razón para discernir la verdad.

A ratos, cuando teníamos un buen acopio de pieles recientes, nos deteníamos y acampábamos unos días. Wyrd me enseñó a rascar las pieles para limpiarlas y a estirarlas en aros de sauce, y mientras se secaban y curaban descansábamos.

Uno de aquellos altos lo hicimos junto a las cataratas del Rhenus, una enorme y tumultuosa cascada triple todo lo ancho del río. A mí me recordaban las cascadas del Circo de la Caverna, aunque aquéllas, en comparación, parecían una miniatura; las del Rhenus eran una maravilla, que de día reflejaban el arco iris y por la noche, la luna. Pero constituían un trastorno que maldecían los barqueros porque zarandeaban peligrosamente las barcazas; tanto si navegaban río arriba como aguas abajo, los barqueros tenían que descargar la mercancía y llevarla a cuestas, salvando las cascadas, y esperar a que llegase otra barcaza cargada para intercambiarse el medio de transporte; por eso había almacenes con muelles antes y después del salto de agua, para guarecer hombres y mercancías en casos de larga espera. En uno de aquellos almacenes, en el que en aquel momento no había nadie, nos alojamos Wyrd y yo cómodamente unos días, dedicándonos a limpiar y estirar las pieles y a gozar del espectáculo de las cascadas.

—Una vista magnífica, ja —dijo Wyrd—. Allá a lo lejos de la otra orilla está la Selva Negra. Aj, ya sé, ya sé que no es más negra que cualquier otro bosque espeso, pero así se la llama desde tiempo inmemorial. Es en ella en donde se juntan varios arroyos, dando origen a un río mucho más grande que el Rhenus: el Danuvius, que corre desde la Selva Negra hasta el mar Negro. Si prosigues el viaje para encontrar a tus compatriotas godos, algún día verás el Danuvius, cachorro.

Remontando el curso del Rhenus, nos detuvimos en un destacamento militar romano llamado Gunodorum; la guarnición no era tan importante como la de Basilea, pero nos recibieron muy hospitalarios y encontramos alojamiento, pues Wyrd tenía amistades; vendimos parte de las pieles para subvenir a ciertos gastos del viaje —sal, cuerda y anzuelos— y el cocinero del destacamento nos obsequió con manjares de la región. Comí hasta hartarme filetes a la brasa de un pez gigante llamado siluro y el exquisito queso duro Sbrinz, que los romanos dicen es el mejor de todos, y también bebí cuanto quise de vino blanco Staineins y del tinto Rhenanus, de los que Wyrd bebió hasta más no poder.

En aquel viaje no nos dedicamos a cazar por sistema —salvo para conseguir alguna carne para el puchero— hasta que llegamos cerca del gran lago en que vierte el Rhenus. En el lago Brigantinus desaguan numerosos arroyos y, tal como me había dicho Wyrd cuando nos conocimos, en sus riberas viven muchos castores. Precisamente por entonces comenzaban a salir de sus madrigueras para trabajar denodadamente en reconstruir las represas que se había llevado la corriente en invierno y mantener el agua al nivel que a ellos les gusta. Wyrd quería capturar la mayor cantidad posible antes de que comenzasen a cambiar su lustrosa y densa piel de invierno, por lo que nos dedicamos con gran industria a cazarlos. Mejor dicho, se dedicó Wyrd, porque el castor es demasiado grande para abatirlo con la honda; aparte de que es animal muy cauteloso y despierto, por lo que casi siempre hay que abatirlo al primer flechazo; pero Wyrd casi nunca fallaba. Además, cuando despellejábamos uno, aprovechaba algo más que la piel: unas bolsitas que el animal tiene junto al ano.

Castoreum —me dijo—. Lo vendo a los boticarios.

Iésus —exclamé tapándome la nariz—. ¿Tanto pagan que vale la pena transportarlo? Huele peor que mis pieles de turón.

Estuvimos muchos días contorneando el lago lejos de la orilla y no pude verlo. Rodea al Brigantinus una pista romana, ancha, bien pavimentada y muy transitada, junto a la que hay fuertes, guarniciones, asentamientos y pueblos prósperos. Se alza también una ciudad, Constantia, importante centro de comercio, dado que allí confluyen otras calzadas romanas, incluidas las que cruzan los Alpis Poenina, los Alpis Graia y otros pasos de montaña. Con todo aquel tráfico y movimiento en las orillas del Brigantinus, Wyrd y yo nos vimos obligados a alejarnos bastante para encontrar caza, por lo que remontamos hacia el Oeste el curso de los arroyos que desaguan en el lago. En dos ocasiones —una de un flechazo y otra con el hacha, yendo al galope— Wyrd mató un jabalí que se revolcaba en el fango de un arroyo. La piel áspera y desigual del jabalí no vale nada, pero su carne es estupenda.

Yo me sentía algo a disgusto ayudándole en la caza del castor, para obtener la piel y el castoreum, ya que lo único comestible de ese animal es la cola, que, por otra parte, no es nada exquisita. Una noche en que cenábamos cola de castor, comenté:

—No sé por qué me afecta más la muerte de un animal salvaje que la de un ser humano.

—Quizá sea porque los animales no lanzan lamentos rastreros ni se retuercen las manos cuando se ven acorralados por el matarife, la enfermedad o un dios, y saben morir noblemente sin asustarse y quejarse —dijo Wyrd, rechupándose los dientes y pensativo—. La gente también era así antes. Los paganos y los judíos aún lo son; no es que esperen complacidos la muerte, pero saben que es algo natural e inevitable. Luego, llegó el cristianismo y, para que la gente cumpliera sus numerosas prohibiciones en esta vida, tuvo que inventar algo más terrible que la muerte. E inventaron el infierno.

Por entonces había para mí un ser por cuya muerte derramaría lágrimas, pero antes de eso, no recuerdo haber llorado una sola vez en mi vida. Mi juika-bloth llevaba varias semanas cazando reptiles por puro entretenimiento, o por no perder la práctica, porque estaba perfectamente alimentado con las sobras de la caza, pero llegó un momento en que el águila ya no salía a cazar y raras veces remontaba el vuelo; permanecía posada en mi hombro, en la silla o en una rama al lado del campamento. Pensé que se iba volviendo cómoda y gandula, pero un día hizo por primera vez una cosa: la llevaba cabalgando subida al hombro y me manchó la túnica con una cagada, y advertí que el excremento no era blanco con pintas negras, sino verde amarillento.

Se lo comenté preocupado a Wyrd y la cogió —sin que se resistiera—, la examinó detenidamente y meneó la cabeza.

—Tiene los ojos turbios y le cuesta mover la membrana. Además, la carne en torno al pico está seca y blanquecina. Temo que haya contraído la fiebre del cerdo.

—¡La fiebre del cerdo, un águila!

—El águila ha estado comiendo tripas crudas de jabalí, y algunos están infectados por un parásito que se transmite a otros organismos.

—¿Como los piojos? Le peinaré las plumas y…

Ne, cachorro —me interrumpió Wyrd, entristecido—. Ese parásito es como un gusano, que come desde dentro hacia afuera, y es capaz de matar a un hombre. Casi con toda seguridad acabará con el ave. No se me ocurre qué hacer, a no ser que le demos castoreum de vez en cuando como tonificante.

Probamos y el juika-bloth se lo tomaba con indiferencia, pese a que antes habría rechazado algo tan pestilente. Seguí dándole trocitos de castoreum de vez en cuando, pero no hizo efecto. Incluso, a escondidas, quité el grueso tapón de latón del frasquito del que nunca había dicho nada a Wyrd, incitando al águila a probar la preciosa leche de la Virgen. Pero el juika-bloth tan sólo me dirigía una mirada, mezcla de desdén y de conmiseración, con sus ojos obnubilados por la membrana y no se movía.

Al ver que iba debilitándose más y más y que su plumaje bruñido se marchitaba y se ajaba, yo no hacía más que reprochármelo, a veces en voz alta:

—Esta valiente águila siempre me ha servido fielmente y yo ahora se lo pago haciéndole daño. Se está muriendo.

—Déjate de lloriqueos —dijo Wyrd—. El águila no llora, y va a despreciarte si te ve así. Cachorro, todos tenemos que morir de algo. Y un rapaz sabe mejor que ningún otro ser que no vivimos eternamente.

—Es que la culpa es mía —replicaba yo—. Si no le hubiese sacado de su ambiente natural, sólo habría comido cosas limpias. Por mis propios sentimientos —añadí, amargamente—, debería haber sabido que no hay que poner trabas a la naturaleza ajena.

Wyrd me miró sin comprender y no dijo nada. Seguramente, debió de pensar que la pena me hacía barbotar incoherencias.

—Si el juika-bloth tiene que morir —proseguí— debería hacerlo luchando a muerte, que es su naturaleza. O al menos, morir en el aire, que es su elemento y donde más feliz se siente.

—Eso aún es posible —dijo Wyrd—. Toma —añadió, dándome su arco—; haz que vuele.

—Sí, fráuja —dije, anonadado—, pero no estoy muy acostumbrado a ese arco y sería incapaz de alcanzar a un pájaro al vuelo.

—Prueba a hacerlo ahora que tu amigo aún puede volar.

Incliné la cabeza hacia el hombro para frotar mi mejilla con el águila, que se me arrimó más. Alcé la mano y, por primera vez en muchos días, el ave se posó en mi dedo. Miré por última vez aquellos ojos otrora tan vivos y ya tan pitarrosos y el juika-bloth me miró con toda la fiereza de que era capaz. Daba mi adiós al único vínculo vivo que me quedaba con el Circo de la Caverna y con mi niñez, y creo que el ave también me lo daba a su manera.

Alcé el brazo y el juika-bloth remontó el vuelo, no hacia arriba del modo alegre en que solía, sino aleteando de acá para allá angustiosamente, cual si sus alas ya no fuesen capaces de sentir y dominar el aire; pero continuó decidido, sin alejarse de mí, simplemente ascendiendo y descendiendo para poder oír y obedecer a mi llamada si le mandaba regresar. Pero no le llamé y dejé de verle, al nublárseme los ojos con lágrimas.

A ciegas, solté la cuerda del arco y oí las plumas rotas por el impacto de la flecha y el triste y sordo sonido del cuerpo en el suelo. No había apuntado porque habría sido incapaz, y estoy convencido de que el juika-bloth voló al encuentro de la flecha.

Desde aquel día en que fui testigo de su valentía, me he prometido a mí mismo que cuando llegue mi hora procuraré con todas mis fuerzas enfrentarme a ella con gallardía.

Al cabo de un rato, cuando pude hablar, murmuré mirando al águila:

Huarbodáu mith gawaírthja. El águila merece un entierro de héroe —añadí.

—Se entierra a los animales domésticos —gruñó Wyrd—, como lo son soldados, mujeres y cristianos. No, deja el cadáver para las hormigas y los escarabajos; la carne de águila es dura y poco apetitosa, y raro será que se la coma un mamífero y se infecte, mientras que los insectos la convertirán en abono y así tu amiga accederá a la otra vida.

—¿Cuál? ¿Cómo?

—Convirtiéndose en flor, quizá, que a su vez alimentará a una mariposa, y ésta a una alondra y la alondra a otra águila.

—Difícilmente llegará así al cielo —repliqué con sorna.

—Eso es el cielo. Dar con la muerte nueva vida y belleza a este mundo. No todos lo logran. Deja a tu amiga aquí. ¡Atgadjats!

Cuando por fin Wyrd decidió que teníamos pieles suficientes y que las últimas que cobrábamos ya no eran tan buenas, estábamos casi en verano. Bajamos desde la cabecera de los arroyos en que habíamos estado operando, cruzando bosques, hasta el lago Brigantinus, y así contemplé por fin la extensión más vasta de agua que había visto en mi vida. Wyrd me dijo las millas romanas que tenía de largo y de ancho y que en su punto más profundo ciento cincuenta hombres, uno de pie encima de otro, no alcanzarían el fondo; pero no necesitaba números para darme cuenta de su inmensidad. El hecho de que no alcanzase a verse la otra orilla, ni siquiera en el sitio más estrecho, era más que impresionante para una persona habituada a un valle cerrado.

Empero, aquel lago no es mi preferido, pues, al no tener montañas que lo resguarden, la menor brisa lo hace turbulento, y en días de verdadera tempestad sus aguas hierven y se agitan espantosamente; incluso en días tranquilos y soleados, cuando en ellas hay multitud de barquitas de pesca —los tomi o «astillas», como las llaman los pescadores de allí— el Brigantinus se halla cubierto por una neblina que le da un aire triste. Sin embargo, sus alrededores son más alegres; está todo él rodeado de huertos y viñas bien cuidadas e incontables jardines con flores vistosas y fragantes.

Constantia no es una ciudad de la importancia de Vesontio ni está en lo alto; tampoco tiene catedral, y su única vista es el melancólico Brigantinus. Pero en lo demás sí se parece a Vesontio: tiene el dique con paseo y es una encrucijada importante para viajeros y comerciantes; la mayoría de sus habitantes son descendientes de los helvetii, gentes antaño nómadas y guerreras, que ahora viven prósperamente en paz, atendiendo a las necesidades de los nómadas actuales, es decir, mercaderes, transportistas, negociantes, misioneros y hasta ejércitos de otras naciones que van de camino a otras regiones a hacer la guerra; se dice que los helvetii ganan más de la guerra con su neutralidad que los vencedores de la misma.

Como Constantia se halla en la confluencia de tantas calzadas romanas, hay muchos menos helvéticos que extranjeros de paso, procedentes de todas las provincias y rincones del imperio; pero sus habitantes han aprendido a hablar multitud de lenguas extranjeras y todos los edificios que no son establecimientos de venta, compra, comercio o almacenaje, son un hospitium o un deversorium para alojamiento de viajeros o termas y baños, tabernas o caupona y lupanares. No pude saber dónde dormían, comían, se bañaban y copulaban los propios helvetii cuando no estaban ocupados, y le pregunté a Wyrd si realmente lo hacían.

Ja, en la intimidad; siempre en la intimidad. La mayor parte del tiempo lo pasan admitiendo en público que algunas cosas las hacen en privado. Pero hasta en copular son tan económicos como en lo demás y lo hacen sólo cuando anochece, a oscuras, bajo las sábanas y siempre en la misma posición. Y, aparte de ser buenos ciudadanos romanos, son buenos cristianos católicos, así que sólo copulan para reproducirse, no por placer; y toda mujer decente no lo hace más que con la camisa puesta. —¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Como no soy helvético, cristiano, ni una mujer decente, no lo sé —contestó Wyrd con sorna—. Vamos, cachorro, que nos hemos ganado el derecho a divertirnos un poco. Conozco un deversorium confortable en el que alquilaremos una habitación para cada uno; y en cuanto descarguemos y metamos los caballos en el establo, iremos a los mejores baños de Constantia. Y de allí, a una taberna que nunca me ha decepcionado.

El deversorium estaba muy bien atendido y limpio. Además de tener habitaciones individuales, el alojamiento estaba totalmente separado del almacén en donde dejamos las pieles. Tuve otra vez una cama con patas y en el cuarto había un armario y un arca para mis pertenencias y de un retrete cerrado para mí solo; el establo estaba tan limpio como las habitaciones y en todas las casillas de los caballos había una cabrita para que el animal no se aburriera.

—Cachorro, en los bosques éramos cazadores —dijo Wyrd cuando salimos de las termas después de un largo y agradable baño—, pero ahora somos mercaderes. La taberna adonde voy a llevarte la frecuentan muchos mercaderes itinerantes.

Allí también estuvimos bastante tiempo, degustando buenos platos de pescado blanco asado del lago Brigantinus, con sus respectivos cuernos de fuerte Staineins, mientras veíamos entrar y salir a otros muchos mercaderes; Wyrd me dijo de donde procedían algunos, cosa de la que yo habría sido incapaz. Sí reconocí a algunos nativos de naciones germánicas y vi que había burgundios, francos, vándalos, gépidos y suevos, pese a que vestían y hablaban muy parecido; también noté que tres que estaban sentados juntos eran judíos, así como varios sirios de mirada furtiva, que estaban sentados lo más alejados posible unos de otros, pero había muchos que no sabía de dónde eran.

—Creo que ese de ropas bastas y rústicas, que está pidiendo de comer —dijo Wyrd—, debe ser de una tribu germánica que se llaman rugii y viven en la costa del Ámbar al norte del golfo wéndico. Si es así, es mucho más rico de lo que aparenta, pues será mercader del valioso ámbar. En la mesa que tenemos detrás, ese grandote de pelo amarillo es uno de nuestros primos godos, un ostrogodo de Moesia, me parece, y…

—¿Cómo —inquirí sorprendido—, un godo mercader?

—¿Por qué no? También los pueblos guerreros tienen que ganarse la vida en tiempos de paz. Y la venta suele traer mejor cuenta que el pillaje.

—¿Pero qué venden? ¿Lo que saquean a otros pueblos?

—No necesariamente. Por los senos arrancados de santa Ágata, cachorro, ¿es que crees que los godos han de ir cubiertos de pieles manchadas de sangre y con un cinturón lleno de cabezas de doncella?

—Bueno… es que a los godos sólo los conozco por su fama. He leído los historiadores romanos y todos dicen que a los godos les encanta holgazanear, pero odian la paz. Y Tácito dice que desprecian ganar honestamente con el trabajo las cosas que pueden obtener derramando sangre ajena.

—Humm. Las características calumnias romanas a quienes no son romanos. Y, sin embargo, ningún romano admitirá jamás que ellos aprendieron de los godos a lavarse mejor con jabón y no con aceite. O que les han enseñado el cultivo del lúpulo. Modestas contribuciones, si quieres, a la civilización —añadió Wyrd, encogiéndose de hombros—, pero contribuciones en cualquier caso.

Miré con nuevo interés a aquel fornido mercader de pelo amarillo.

—Por lo que a mercancías atañe —prosiguió Wyrd—, los armeros godos forjan las llamadas hojas serpentinas, con las que se hacen las mejores espadas y puñales; no suelen venderlas fácilmente, pero se las cobran regiamente cuando lo hacen. Y los orfebres godos son famosos por su habilidad haciendo filigranas artísticas, esmaltes y piezas con incrustación de oro y plata. Todos artículos de mucha demanda y elevado precio.

—Lo de los armeros lo sabía, pero ignoraba que entre los godos hubiese orfebres.

—Cuesta creerlo, ¿no? —dijo Wyrd riendo—, cuando todo el mundo repite que los godos son bestias inhumanas. Pues mira, dudo mucho que encuentres, ni siquiera entre los orfebres godos más refinados, a alguien afeminado, pero sentido artístico, ya lo creo que lo tienen. Sí, tanto como la tendencia guerrera y la ferocidad.

En los días que siguieron, anduvimos por Constantia, regateando de un comprador a otro para conseguir el mejor precio posible por las pieles y el castoreum. Como yo era aún un lego en cuanto a calidad y valor de la mercancía, y más inexperto aún en tratar con compradores veteranos, de nada le servía a Wyrd en las transacciones. Así que me dediqué a deambular por la ciudad para conocerla.

En seguida me percaté, por lo que oía en los lugares públicos, que la gente andaba algo alborotada. Ni en los baños, las tabernas o el deversorium habíamos oído otra cosa que no fuesen las habituales cuitas de los hospedados o de los viajeros de paso, pero a los ciudadanos helvéticos se les veía excitados —o lo más excitados, al menos, que puede esperarse de los imperturbables helvéticos— por el asunto de la elección de un nuevo sacerdote para la basílica de San Beatus, pues había muerto recientemente el anciano prelado (de un exceso de libación de cerveza, se decía). Efectivamente, el asunto de la elección era algo que aparecía de sumo interés entre la ciudadanía, y yo, como de costumbre, quise satisfacer mi curiosidad; así, siempre que me tropezaba con gente que hablaba de ello en un idioma que entendiera, me acercaba a escuchar.

—Yo votaré por Tigurinex —decía un individuo en un grupo de hombres de mediana edad, todos ellos con aspecto de pudientes y bien nutridos, que hablaban latín—. Hace tiempo que Caius Tigurinex ansia ser algo más noble aún que un simple mercader próspero y tacaño.

—Es una buena elección —dijo otro—. Tigurinex tiene más tiendas y almacenes, emplea a más villanos y compra más esclavos, que ningún otro propietario de Constantia.

—Del otro lado del lago ha llegado el rumor —añadió un tercero— de que en Brigantium hará pronto falta otro sacerdote. ¿Y si ellos piensan también en Tigurinex?

—Pues por insignificante que sea esa ciudad —comentó otro—, es casi seguro que Tigurinex trasladará todas sus propiedades allí si le ofrecen la prelatura. ¡Por Cristo que sería capaz de trasladarlas a las simas del Averno!

—¡Eheu! ¡Hay que procurar que se quede aquí!

—¡Hay que ofrecerle la estola!

Por ello, la curiosidad me impulsó a ir a la basílica de San Beatus para ver cómo hacían sacerdote a aquel Tigurinex. Al igual que los que había yo oído hablar, era un hombre de mediana edad, vientre generoso y casi calvo, por lo que no necesitaría tonsura. Tampoco tenía barba y creo que hasta se había puesto polvos en la cara para disimular una tez tan aceitosa como la de un sirio.

Sin el menor balbuceo ni gesto alguno de indecisión, anunció con voz firme que aceptaba el nombramiento, como si de siempre hubiese merecido el honor y lo hubiese estado esperando con impaciencia. No obstante, Tigurinex no había condescendido aquel día a vestir hábito y cogolla; iba ataviado como de costumbre, fuese o no sacerdote, con unas ropas producto del sudor de otros, una vestimenta fastuosa y vanamente ostentosa; hasta para sus colegas y amigos mercaderes, debió resultar ofensivo ver la simple y blanca estola sobre aquellas prendas tan caras y suntuarias.

—Y para mi nombre de prelado —dijo al final de su parlamento— he elegido el de Tiburnius; a partir de ahora seré vuestro firme y afectuoso padre, vuestro Tata Tiburnius. No obstante, tal como lo exige la tradición, preguntaré si hay alguien entre los aquí congregados que impugne mis méritos para el cargo.

La iglesia estaba llena hasta las puertas, pero nadie hizo la menor objeción. Era natural, pues todos eran helvetii con gran sentido práctico, dedicados todos al comercio, y el que habían elegido, con una palabra o un solo gesto, habría podido hundir para siempre el negocio de cualquiera de sus feligreses.

Sin embargo, para mi sorpresa, se alzó una voz. Y para mayor sorpresa, no una voz con acento helvético, pues era Wyrd quien hablaba. Sabía yo que a él poco le podía importar que la basílica de San Beatus tuviera por prelado a Tigurinex o al mismísimo Satán; quizá estuviese borracho y simplemente quería dar la tabarra. El caso es que interpeló con voz sonora al que estaba en el altar.

—Querido padre, amado Tata Tiburnius, ¿cómo concilias tus principios cristianos con el hecho de que esta ciudad deba la mayor parte de su prosperidad a la guerra permanente entre las diversas facciones del imperio? ¿Predicarás contra eso?

—¡No! —espetó Tiburnius sin vacilar, dirigiendo una furiosa mirada hacia donde estaba Wyrd—. El cristianismo no prohíbe hacer la guerra si es una guerra justa. Como toda guerra concluye con la paz, y como la paz es una bendición divina, podemos decir que toda guerra es justa.

Fue la única objeción que le hicieron a Tiburnius, y Wyrd no quiso romper ninguna lanza más, así que el nuevo prelado siguió diciendo:

—Antes de despedirme de vosotros, hijos e hijas, os ruego que escuchéis un párrafo de las epístolas de san Pablo.

Había entresacado astutamente del epistolario del santo párrafos para complacer a los colegas comerciantes de su feligresía… para intimidar a los villanos, trabajadores, braceros y esclavos que hubiera presentes y para complacer a algún noble del lugar o forastero que hubiera asistido al acto.

—Dice san Pablo así: «Que todo hombre permanezca en la profesión para la que ha sido llamado. El que sea siervo bajo el yugo, que considere a su amo digno de todo honor y que no blasfeme del nombre del Señor y de su doctrina. Que toda alma acceda al puesto alto a que Dios la haya destinado. A todo hombre, pues, lo que merece. Tributo a quien le corresponda, derecho a quien lo detente, honor al que se le deba». Eso dice el santo apóstol.

Yo ya me abría paso entre la muchedumbre extasiada para llegar de los primeros a la puerta, y pensaba que Constantia había obtenido no sólo el prelado que quería, sino el que se merecía, cuando Tiburnius llegaba al final de su plática:

—San Agustín habla de lo mismo en su homilía. Esto escribió el santo: «Eres tú, Madre Iglesia, quien hace que las esposas se subordinen al marido y que el marido prevalezca sobre la esposa; quien enseña al esclavo a ser leal al amo; quien enseña a los reyes a gobernar en beneficio de su pueblo, y eres tú quien aconseja a los pueblos a ser obedientes a sus reyes…».

En mi precipitación, tropecé en la puerta con un joven que también parecía tener ganas de salir, y ambos nos apartamos, musitando excusas y, al hacer gesto de ceder el paso, lo dimos al mismo tiempo, volviendo a tropezar, nos reímos y salimos los dos juntos.

Así fue como conocí a Gudinando.