Capítulo 4

Fueron nuestros speculatores, en avanzadilla de las columnas del ejército, quienes avistaron aquellas fuerzas que defendían la frontera de Venetia. Después de otear cautelosamente su frente de Norte a Sur —desde el golfo de Tergeste, donde el río Sontius desemboca en el mar Hadriaticum, hasta las estribaciones de los Alpes Juliani, donde nace el río— los vigías regresaron para informarnos. Fue su optio quien habló con cierto tono de temor.

—Rey Teodorico, el enemigo tiene tropas casi en número incalculable. Están dispuestas a lo largo de casi cuatro millas en la otra orilla del río, y su mayor concentración se halla en el extremo del pons Sontii, el único puente que existe, justo enfrente de nuestra línea de avance.

—Tal como me esperaba —dijo Teodorico sin inmutarse—. Es natural, pues Odoacro ha tenido tiempo de sobra para reunirías. ¿A qué otra cosa ha dedicado el tiempo, optio? ¿Qué defensas han preparado las legiones contra nosotros?

—Parece ser que confían en su superioridad numérica —contestó el oficial—. No han construido más que los habituales campamentos romanos muy ordenados a lo largo del río; filas y filas de grandes tiendas para dormir y en medio de ellas cobertizos de abastecimiento, corrales para caballos y tiendas para armerías, herrerías y cocina, y apriscos y porquerizas para el ganado. Todo lo propio de un campamento. Pero no han construido edificios ni bastiones o barricadas.

—Han previsto acertadamente que será un duro combate cuerpo a cuerpo —dijo Teodorico, asintiendo con la cabeza—, y quieren terreno libre para mayor facilidad de movimientos. ¿Y en las cercanías del río, optio?

—Desde el golfo hasta las estribaciones todo es plano, igual que aquí, con una diferencia en la orilla que ellos ocupan, y es que han talado los árboles en una profundidad de aproximadamente un cuarto de milla. No sé si habrá sido para facilitar la posición del campamento o para los movimientos del combate, o simplemente para procurarse leña.

—¿Y en esta orilla? ¿Hay bosque hasta el río?

Ja, rey Teodorico. Tal como decís, habrían tenido tiempo de talarlo si hubiesen querido. Quizá piensen que los árboles estorbarán el despliegue de vuestras tropas.

—¿Algo más, optio?

—Hemos observado otra cosa digna de mención —contestó el oficial, al tiempo que trazaba en la tierra con una vara unas líneas paralelas, figurando el río, marcando el lugar en que nos encontrábamos—. En el terreno más elevado al norte han construido dos plataformas de señales, cuyos humos son visibles a lo largo del río.

—¿Plataformas o torres? —inquirió Teodorico.

—Plataformas, ja —dijo el optio, trazando dos pequeños rectángulos aguas arriba del esquema—. Aquí. No son muy altas ni sólidas y están cerca una de otra.

—Bien, bien —dijo Teodorico—. El antiguo sistema de Polibio, ¿no? Me llegaré allí a caballo una noche para ver cómo hacen las señales. Thags izvis, buen optio. Y da las gracias a los vigías. Bien, Odoacro habrá dispuesto sin duda sus vigías en ese bosque para observar nuestro avance y habrán calculado cuántos somos; pero prefiero que no vean cómo nos desplegamos. Optio, toma los hombres que necesites, adelántate y ahuyenta a los vigías antes de que alcancemos el río. Habái ita swe.

El optio saludó, volvió grupas y se puso de nuevo a la cabeza de sus hombres. Teodorico permaneció en cuclillas junto al esquema y llamó a sus mariscales, generales y al rey Freidereikhs.

—Vamos a separar las columnas y a hacer avanzar parte de ellas sobre esta ruta —y señalando acá y allá en el diagrama, fue dando órdenes para que las distintas unidades de caballería, infantería y carros de pertrechos adoptaran diversas posiciones—. Pitzias, este destacamento que envío aquí —añadió, marcando un punto aguas arriba—, que vaya con herramientas para talar y lleven troncos a la orilla, por si necesitamos echarlos al agua para pasar tropas o pertrechos. ¿No querías utilizar las máquinas de asedio? —dijo, dirigiéndose al joven Freidereikhs—. Pues ahora lo harás. Que las traigan y las preparen.

—¿Máquinas de asedio? Pero si los vigías dicen que no hay bastiones, muros ni barri…

—¡Acepta las excentricidades, joven! —le interrumpió Teodorico con cierta exasperación—. Quizá simplemente desee oír el ruido y estrépito de las máquinas. Lo que no quiero oír son críticas a mi plan de batalla.

Ja, ja —se apresuró a decir Freidereickhs avergonzado—. Desde luego. Haré que mis hombres las hagan sonar lo más fuerte posible.

Tres o cuatro días más tarde, nuestras columnas de vanguardia, con Teodorico a la cabeza, avanzaron hacia el Sontius y allí las mantuvo lejos de la orilla al amparo del bosque, mientras diversas unidades se desplegaban aguas arriba y río abajo. Ni siquiera se acercó a la orilla a mirar al enemigo al otro lado. Parecía totalmente despreocupado por el enorme ejército de la orilla opuesta, y sólo prestó suma atención a la disposición de nuestras tropas conforme iban llegando y a las provisiones establecidas para su alimentación, comodidad y buen ánimo. Durante los sucesivos días y noches, el rey se dedicó a cabalgar hacia el Norte y el Sur, inspeccionando las líneas y dando órdenes y sugerencias a sus oficiales.

Mientras, las primeras líneas de ambos ejércitos se hallaban a tiro de arco; era una distancia bastante grande para acertar, pero una lluvia de flechas podría haber hecho considerable daño. Nuestras tropas quedaban ocultas únicamente por árboles y maleza y sin notable protección, pero las de Odoacro ni siquiera contaban con ese cubrimiento. Pero Teodorico prohibió terminantemente que nadie cediese al impulso de lanzar una sola flecha, y Odoacro debió ordenar lo mismo.

Teodorico explicó el motivo cuando, una espléndida noche, me hizo acompañarle a caballo río arriba para ver si había un lugar en que el Sontius se estrechara y fuese poco profundo para vadearlo.

Al regresar, me dijo:

—Como ciertamente ha de ser la guerra más importante que he de emprender en mi vida, voy a atenerme a la cortesía de declararla formalmente antes de iniciarla, y lo haré con escrupulosa atención a las tradiciones aceptadas por romanos y extranjeros. Cuando considere que es el momento adecuado, me llegaré al pons Sontii y gritaré mi desafío, exigiendo que Odoacro se rinda antes de ser derrotado, que me allane el camino a Roma y que me reconozca como su sucesor y señor. Claro que no lo hará; se llegará él o un oficial de cierto rango hasta el puente y gritará una negativa desafiante; tras lo cual, nos declararemos mutuamente el estado de guerra. La costumbre exige, además, que ambos tengamos tiempo de regresar sin tropiezo a nuestros respectivos bandos y, después, cuando determinemos, demos la orden de ataque.

—¿Cuánto falta para eso, Teodorico? ¿Lo que quieres es que nuestros hombres tengan un buen descanso después de tan larga marcha? ¿O es que estás atormentando y exacerbando a Odoacro, después de su larga espera para que desespere?

—Nada de eso —contestó Teodorico—. Y no todos los hombres han estado descansando. Bien sabes que algunos han sido legionarios y visten uniforme romano. Estas noches pasadas, les he enviado a nado a la otra orilla y, en cuanto sequen sus ropas, se mezclarán cautelosamente con el enemigo para ver y oír cuanto puedan; he dispuesto también una buena guardia para asegurarme de que no se infiltran espías del enemigo.

—¿Y los nuestros han oído o visto algo interesante? —Una cosa al menos. Odoacro es, desde luego, un militar capaz y con experiencia, pero tiene… sesenta años o más. Lo interesante es que he sabido que ha confiado el mando a un hombre más joven, aproximadamente de nuestra edad. Ese hombre es Tufa, y es de origen rugió.

Aj, entonces Tufa conocerá las estrategias y tácticas de combate germanas; el ataque en manada de jabalíes, etcétera. —Bueno, Odoacro también. Ha luchado de sobra contra tribus germánicas en sus buenos tiempos. Ne, eso no me preocupa mucho. Lo que he pensado es que… como ese general Tufa es compatriota de nuestro rey Freidereikhs, si no se dejaría convencer por un rugió…

—¿Para traicionar a Odoacro y ceder en las defensas? ¿O incluso pasarse a nosotros?

—Es una posibilidad interesante, pero no voy a tomarla en cuenta —contestó Teodorico, dejando el tema, pues habíamos alcanzado, río arriba, el cuerpo de tropas que se preparaba a talar árboles en caso necesario—. Decurio —añadió, dirigiéndose al oficial—, que empiecen a cortarlos. Si el río es menos profundo en algún punto, será demasiado al norte para que el vado nos sea de utilidad. Que los hombres tengan una buena provisión de troncos por si los necesitamos.

El decurio se alejó a dar órdenes en la oscuridad y momentos después oíamos los primeros hachazos. Casi inmediatamente, Teodorico me dijo:

—Fíjate, Thorn —y señaló al otro lado del río, en donde rasgaba la oscuridad un punto luminoso, seguido al poco de otros y algunos más.

—Antorchas —dije yo.

—Señales de Polibio —añadió él—. Las lanzan desde esas plataformas que nos indicaron. Vamos a salir de la arboleda —dijo, bajándose del caballo— para acercarnos a ver mejor qué es lo que dicen.

—Yo nunca pude leer ni las señales del pharós de Constantinopla —comenté mientras nos sentábamos en la orilla.

—El sistema de Polibio es muy sencillo. Con antorchas de noche o humo de día, se expresan las palabras; las veinte letras del alfabeto romano se dividen en cinco grupos de cuatro. A, B, C, D, E, F, G, H y así sucesivamente. Las cinco antorchas de la plataforma de la izquierda indican el grupo. ¿Ves? Una de las antorchas se eleva un momento sobre las demás. Y en la plataforma de la derecha se alza una de las cuatro para señalar qué letra es del grupo en cuestión.

Ja, entiendo. Han alzado la segunda antorcha en la izquierda, y en la derecha la primera. Ahora están todas al mismo nivel. Ahora, otra vez la primera de la izquierda y la cuarta de la derecha.

—Sigue repitiendo los movimientos —dijo Teodorico agachándose—, que yo voy a tomar notas con ramas.

—Muy bien. Cuarta antorcha de la izquierda; tercera de la derecha; tercera de la izquierda… tercera de la derecha. Cuarta de la izquierda, segunda de la derecha.

—¿Qué más? —inquirió Teodorico al ver que no decía nada.

—Eso es todo. Ahora están repitiendo la misma secuencia. Me da la impresión de que es una palabra de cinco letras.

—Vamos a ver si descifro las ramas. Hummm… segundo grupo, primera letra… la E. Primer grupo, cuarta letra… la D.

Macte virtute —musité admirado—, sí que da resultado.

—Y P… y L… y O. Edplo. ¿Edplo? Humm… me parece que no da resultado. Edplo no es ninguna palabra latina, gótica o griega.

Yo estaba mirando de nuevo las antorchas, y dije:

—Pues siguen repitiendo la misma señal. Es la quinta vez.

—Pues, entonces, lo tenemos bien —gruñó Teodorico impaciente—. Pero, maldita sea, ¿en qué lengua…?

—Espera —dije—. Creo que lo tengo. Sí que es latín, pero no es el alfabeto romano. Muy astutos. Emplean el futhark, el antiguo alfabeto rúnico. No es A, B, C, D, sino faihu, úrus, thorn, ansas… A ver: segundo grupo, primera letra… sería radia. Primer grupo, cuarta letra… ansus. Así que tenemos R y A… luego teiws… y eis… y sauil. La palabra es ratis. ¡Sí que es latín!

—¡Ja! —exclamó Teodorico, riéndose como un niño—. ¡Ratis es balsa!

—Han oído los hachazos y señalan a Odoacro que preparamos balsas río arriba.

—Bueno —dijo Teodorico mientras regresábamos a donde habíamos dejado los caballos—. Si Odoacro y Tufa son tan tontos como para creerse que somos tan necios como para construir balsas para más de veinte mil hombres y la mitad de caballos, que se lo crean.

—Y entretanto, ¿qué haremos?

—Atacar con todo el ímpetu posible —contestó él, mientras montábamos y regresábamos hacia el campamento—. He decidido que sea mañana, antes de amanecer. Gritaré el desafío y comenzará la guerra.

—Bien. ¿Dónde quieres que combata?

—¿A caballo o a pie esta vez?

Aj, mi Velox no me lo perdonaría si le dejara atrás —dije, dándole una palmadita en el cuello.

¿Velox? —repitió Teodorico pensativo, inclinándose a columbrar en la oscuridad—. Pensé que sólo Wotan tenía un corcel inmortal, Sleipnir. Vamos a ver, Thorn, no puede ser el mismo caballo que montabas cuando nos conocimos hace… ¿quince años?

—No debería aclarar tu perplejidad —dije yo riendo—. No, éste es Velox Tercero. He tenido la suerte de que los descendientes han salido tan buenos como el padre.

—Ya lo creo. Aunque te retires de la vida militar, debes dedicarte a la cría de caballos. Pero como aún eres guerrero y con un buen corcel, mañana irás con la caballería de Ibba en vanguardia.

—¿No prefieres que cabalgue con el joven Freidereikhs?

—No va a cabalgar. Tal como ordené, él y sus rugios manejarán las catapultas, las balistas y los onagros. Sus soldados ha estado recogiendo piedras y proyectiles desde que llegamos.

—Proyectiles ¿para qué, Teodorico? ¿Vas a demoler el pons Sontii?

—¿Cómo diablos iba a hacer eso? Lo necesito para cruzar el río.

—¿Para qué, entonces? Como dijo Freidereikhs, no hay barricadas ni bastiones que batir.

Aj, sí que la hay, Thorn. Lo que pasa es que no la ves porque no es de hierro y madera. Únicamente espero que Odoacro y Tufa piensen igual que tú que no hay necesidad de utilizar máquinas de asedio. Pero todo lo que me impide el paso, yo lo considero una barricada y tengo que arrasarla.

Al día siguiente, al amanecer, comprendí lo que quería decir: la barricada a demoler era de carne, hueso y músculo.

No fue Odoacro, sino el rugió romanizado Tufa quien acudió al puente Sontii a enfrentarse a Teodorico. Después de que ambos cumplieran con los formalismos y Teodorico gritara su desafío y Tufa le replicara, los dos declararon: «¡Es la guerra!». Tufa volvió grupas hacia su extremo del puente y Teodorico permaneció donde estaba, desenvainó la espada e hizo el ademán enérgico que indica «¡Ímpetus!». Pero no fue Ibba quien lanzó la carga de caballería, y, en lugar de oírse el retumbar de los cascos de los caballos, oímos fuertes trallazos a nuestra espalda, una serie de crujidos como de terremoto y, a continuación, ruidosos silbidos sobre nuestras cabezas, cual un nutrido batir de alas inmensas, y la luz perlada del amanecer se iluminó de pronto con una a modo de lluvia de meteoros ígneos que abrasaban el cielo desde nuestra retaguardia y caían a tierra entre explosiones y chispas al otro lado del puente.

Los ardientes objetos, que escupían humo y chispas, no eran, desde luego, bólidos celestes, sino proyectiles lanzados por las balistas y onagros dispuestos en el bosque en retaguardia; piedras envueltas en maleza seca, mojada en aceite, prendidas antes de ser catapultadas, que siguieron volando sobre nuestras cabezas, pues los hombres de Freidereikhs cargaban una y otra vez las máquinas de asedio. Una balista liberada de la potencia acumulada en sus cuerdas tensas en torsión puede lanzar una piedra de doble peso que un hombre a una distancia de dos estadios, y un onagro grande, con la fuerza de sus vigas en torniquete, lanzaba una piedra con el doble de peso a una distancia de cuatro estadios. Así, las balistas apuntaban al extremo del puente y a las legiones desplegadas en la orilla de norte a sur, y los onagros lanzaban sus proyectiles aún más lejos, sobre la infantería y la caballería concentradas en el terreno talado frente al río.

No sé si estas máquinas, pensadas para batir despacio y sucesivamente sólidas fortificaciones, se habrían empleado antes en alguna guerra contra carne, huesos y músculos, pero era evidente que Odoacro y sus tropas no esperaban semejante ataque. Muchos hombres y caballos perecían aplastados por las piedras, pero el efecto más espectacular de la lluvia de meteoros fue la consternación que causaban. Cuando un proyectil caía sobre los legionarios bien formados, la unidad se deshacía como un ascua que salta en chispazos y sus soldados se dispersaban; cuando un proyectil caía en una unidad de caballería, la formación se convertía en un caos de caballos encabritados, jinetes derribados, coces a mansalva y hombres que intentaban en vano calmar a los animales enloquecidos. Y cuando una piedra caía en un corral o en una pocilga, aquello era una turbamulta de relinchos, balidos y gruñidos que se diseminaba en estampida; y cuando un proyectil encendido alcanzaba el lienzo de las tiendas de abastecimiento y pertrechos, el incendio añadía más humo y chispas al desorden. Las tiendas en forma de mariposa para ocho legionarios, al ser de cuero, no ardían, pero sus paneles desgarrados se agitaban al viento y se enrollaban en los pies de los soldados y en las pezuñas de los animales enloquecidos. Tal era el caos y el desconcierto que, cuando las formaciones de arqueros lanzaron una lluvia de flechas corrientes e incendiarias, las tropas romanas diezmadas y desbaratadas no pudieron devolver la andanada.

Todo aquello lo veía yo desde donde estaba, y sin duda igual destrucción se producía al sur, al norte y al oeste donde mi vista no alcanzaba. En aquel momento, el escudero de Teodorico llegó corriendo al puente con el caballo real; el rey montó de un salto, volvió a agitar su espada señalando el ataque y esta vez Ibba y los que íbamos en su caballería taloneamos a los corceles. Tal como debía haber sido dispuesto, las balistas ligeras de Freidereikhs cesaron de disparar al tiempo que Teorodico e Ibba cruzaban el puente, de manera que no corriésemos peligro de ser alcanzados por los proyectiles al ganar la otra orilla; pero sobre nuestras cabezas siguieron volando llamas y oyéndose silbidos. Es decir, que los onagros seguían machacando las fuerzas enemigas más en retaguardia.

En un ataque frontal, son siempre los que van a la cabeza los que tienen más bajas y sufren mayor daño. Pero en este caso, al cargar contra aquellas tropas desbaratadas y revueltas al otro lado del puente, casi no encontramos resistencia y organizamos una acendrada carnicería sin mucha dificultad, cual si estuviésemos segando; la única resistencia que hallaban nuestras lanzas eran el pecho del enemigo; luego, continuamos machacándole con las hachas de guerra y con las espadas serpentinas y los soldados caían como espigas. Detrás de nosotros llegó el resto del ejército, una vez desbrozado el terreno y, mientras las catapultas y los arqueros cubrían el cielo sobre sus cabezas con una lluvia de flechas, turmas, décadas y centurias de caballería y de infantería, en movimiento envolvente desde el Sur, el Norte y el Este y atravesando el río por el puente, desbordaron al enemigo.

Desde luego, nuestra irrupción no tardó en encontrar resistencia. Aquel día no combatíamos contra una bandada indisciplinada de nómadas ni a atacábamos las apresuradas defensas de una ciudad hostil. Nos enfrentábamos al ejército romano. A pesar de sus espantosas pérdidas iniciales y haber cedido a nuestro primer embate, no estaba en modo alguno derrotado ni en retirada. Por encima del estruendo del combate —gritos humanos y animales, choque de armas, escudos y corazas, golpazos de los proyectiles, rumor de botas y cascos— se oía el sonido estridente de las trompetas romanas tocando el «¡ordinem!» para comenzar a reorganizar sus turmas, décadas y centurias, reagrupadas en torno a sus estandartes y comandantes; se oían trompetas más distantes pidiendo refuerzos de las largas formaciones en la orilla del Sontius; así, una vez que los romanos reaccionaron al primer retroceso, lucharon con valor y habilidad y fiereza inhabitual (al estar lógicamente irritados de haberse tenido que encoger ante la lluvia de proyectiles). Estábamos librando una importante batalla; no cabía duda.

Pero habría podido irnos peor de haber efectuado el ataque al amanecer del modo tradicional y esperado, pues habríamos tardado una eternidad en abrirnos paso por el puente, o tratando de cruzar el río en balsas, nadando en la oscuridad, haciendo pontones, esperando a que se helara en invierno o por cualquier otro medio imaginable. Pero el empleo inaudito, quizá sin precedentes, que hizo Teodorico de las catapultas y los proyectiles incendiarios nos dio dos ventajas inestimables, pues puso fuera de combate a parte del enemigo antes del cuerpo a cuerpo y tanto sorprendió y desbarató a sus tropas, que no pudieron oponer una considerable resistencia antes de verse con un nutrido contingente de nuestros guerreros en medio de ellas. Una vez logrado aquello, no nos quedaba más remedio que luchar hasta el fin. Si hubiésemos permitido que el enemigo repeliese el ataque, no habríamos podido retroceder porque éramos demasiado numerosos para volver a cruzar el puente sin crear un atasco que nos habría dejado inermes. La única alternativa habría sido echarse al agua, lo que habría equivalido a nuestro exterminio. Teníamos que seguir luchando y vencer.

Los libros de historia dicen que la batalla del río Sontius fue uno de los más arduos choques entre dos ejércitos de nuestro tiempo, y un episodio crucial en los anales del imperio romano, tan trascendente que influiría sobre el destino futuro del orbe occidental. Pero los libros no cuentan lo que fue aquella batalla, ni yo me siento capaz de ello.

Ya lo he dicho antes: el que participa en una batalla sólo puede relatar con sinceridad su escueta experiencia personal de la misma. Al principio de ésta, cuando cargábamos a la lanza con la caballería… y después, cuando asestaba tajos con la espada, después de dejar clavada la lanza en la coraza de un signifer al que había atravesado… y aun después, cuando combatía a pie después de haber sido desmontado, aunque sin resultar herido, por un mazazo de un centurio… y en todo momento, sólo era consciente del alboroto a mi alrededor, salvo cuando a veces y un escaso instante veía a mi lado un rostro conocido. Atisbé a Teodorico en medio de la refriega, a Ibba y a otros guerreros que conocía, entre ellos el joven Freidereikhs, una vez que, concluida su misión con las catapultas, cruzó el puente para unirse a nosotros. Tal vez en algún momento cruzara mi espada con adversarios relevantes como Odoacro y Tufa, pero si lo hice, estaba demasiado abstraído en el combate para percatarme de ello. Como cualquier otro soldado, desde el rey hasta los cocineros y los armeros, lo único que me animaba era una cosa, y no precisamente que aquella batalla fuese digna de figurar en los libros de historia, se incorporara a los anales del imperio romano o afectase al futuro de Occidente. Me animaba un deseo menos enaltecedor, mucho más apremiante, lo único que todos los combatientes compartíamos aquella jornada.

Hay muchas maneras de matar a un hombre, sin aguardar a que lo hagan la enfermedad o la vejez. Se le puede privar de comida, de agua o de aire, o de las tres cosas, pero es una manera de matar lenta; se le puede quemar, crucificar o envenenar, pero tampoco muere rápido; se le puede dar un fuerte golpe, con una maza o un proyectil de catapulta, pero no se tiene la certeza de haberlo matado. No, la manera más cierta y rápida de matar a un hombre es hacerle un orificio y dejar que por él se escape su espíritu y su sangre. El orificio se le puede hacer con algo tan corriente como una estaca aguzada o algo tan extraño como lo que yo usaba con mis primeras víctimas: el pico de un juika-bloth. No dice la Biblia el arma que usó el primer asesino, pero sí habla de sangre; luego Caín hizo un orificio a Abel. Empero, desde entonces, a lo largo de la historia, el hombre se ha valido de su ingenio para inventar medios para hacer orificios en sus semejantes: lanzas, venablos, espadas, cuchillos, flechas, haciendo cada vez versiones más aguzadas y seguras. Los hombres del futuro dispondrán de armas que yo y mis compañeros ni podemos soñar, pero de una cosa estoy seguro, entre ellas, la más notable, será una capaz de hacer un agujero. La intención no diferirá nada en el futuro de la que existía en la época de Caín o la que primaba aquella jornada en el río Sontius: un hombre esforzándose en agujerear a otro, antes de que aquél le agujeree a él. Aj, sé que me arriesgo a que no se me crea y me gane reproches por hablar del combate viril —en la más fiera batalla de la guerra más cruenta— como una cosa absurda en vez de heroica. Pero preguntad a cualquiera que haya hecho la guerra.

Bien, al final vencimos. Cuando las trompetas romanas tocaron una última vez para que las legiones se reagruparan junto a sus estandartes, lo hicieron con el sonido acuciante pero lastimero del «¡receptus!», y todas las fuerzas que habían confluido hacia el combate principal iniciaron la retirada y las que aún seguían luchando se abrieron camino entre nuestras filas, de manera que todo el ejército en derrota se replegó hacia el Oeste, llevándose precipitadamente lo que podía de pertrechos y provisiones, armas y caballerías y los heridos capaces de moverse o ser evacuados. En todos los siglos de guerras mantenidas con una u otra suerte, el ejército romano no había efectuado muchas retiradas, pero sí que había aprendido a hacerlas rápidas y ordenadamente. Nuestros soldados, naturalmente, emprendieron la persecución, acosando a la retaguardia, a los flancos y a los rezagados, pero Teodorico mandó que los oficiales ordenasen reagruparse a las tropas y tras los romanos en fuga se limitó a enviar un grupo de speculatores para saber a dónde se retiraban.

Mi primera preocupación fue localizar a mi corcel, porque Velox llevaba silla romana y podría haber sido confundido con un caballo de ellos; aunque, al llevar también los estribos de cuerda, quizá lo habrían advertido los que recogían los caballos del enemigo. En cualquier caso, di con él indemne en la zona sur en donde habíamos luchado, pastando en un claro entre el puente y los árboles; el animal tenía que buscar con dificultad las hierbas tiernas, pues aquel lugar junto al rio estaba lleno de sangre. Él mismo estaba también cubierto de sangre, igual que yo y todos los que habíamos participado en el combate, muertos y vivos. Cuando los supervivientes fuimos a lavarnos, el Sontius estuvo bajando rojo durante mucho tiempo, y si había alguna población entre aquel punto y el Hadriaticus que no hubiese tenido noticia del combate, pronto se enterarían y sabrían que había habido una matanza.

En su retirada, las legiones romanas no dejaron ningún soldado útil; en esas legiones no se producían desertores. Pero sí que quedaron en el campo algunos de sus medici y capsarii —los físicos con rango de oficiales y sus ayudantes— para atender a los heridos que había en el campo. Y, naturalmente, como los heridos en esta ocasión eran hombres de valía, los vencedores no los remataron, sino que dejaron que los atendieran. Además, nuestros propios lekjos trabajaron codo con codo con los medici romanos curando a los heridos de ambos bandos. No sé cuántos de los heridos sobrevivieron y pudieron curarse, pero había al menos cuatro mil muertos de los nuestros y seis mil o más de los soldados de Odoacro. Cuando los equipos de sepultureros comenzaron a enterrar a los nuestros, algunos oficiales sugirieron que ahorraríamos tiempo y esfuerzos arrojando los cadáveres del enemigo al Sontius para que se los llevara la corriente igual que la sangre.

—¡Ne, ni allis! —dijo Teodorico tajante—. Esos romanos muertos son seis mil impedimentos menos en nuestro camino en la conquista de Italia. Y cuando hayamos conquistado esta tierra, las viudas, los hijos y otros parientes de ellos serán mis súbditos, nuestros compatriotas. Que todos los romanos sean enterrados con la misma ceremonia que los nuestros. ¡Que así sea!

Y así fue, aunque la tarea ocupó a nuestros hombres varios días; al menos a los sepultureros y capellanes se les evitó el requisito de organizar diversos ritos, pues habría sido imposible determinar los cadáveres que eran cristianos, paganos o mitraístas, salvo en los raros casos en que el muerto llevaba una cruz, el martillo de Thor o un disco solar. Pero eso no constituyó un problema, pues los seguidores de Mitra, igual que los paganos, siempre han sido sepultados con la cabeza hacia el Oeste y, como los cristianos tenían estipulado el enterramiento «con los pies hacia el Este», nuestros soldados no tuvieron más que excavar fosas iguales en filas paralelas y enterrarlos a todos. En cualquier caso, sea cual sea su religión en vida, en la muerte todos son iguales.

Entretanto, nuestros armeros y herreros estaban también ocupados reparando corazas estropeadas, cascos abollados, hojas torcidas y amolando filos; otros soldados se dedicaban a recoger todo el equipo y pertrechos aprovechables de los romanos. Hubo cosas que se utilizaron de inmediato —como fue el caso de gastar la estupenda salsa garum de los romanos con nuestro cerdo y cordero— y lo demás lo cargamos en los carros que habían abandonado los romanos para llevárnoslo. Hasta los leñadores que habían cortado aquellos árboles corriente arriba tuvieron finalmente ocasión de hacer balsas, pues comprobamos que el pons Sontii era demasiado estrecho para el paso de los grandes armazones de las máquinas de asedio y tuvimos que pasarlas flotando.

Mientras, regresaron algunos de los speculatores que habían ido en seguimiento de las tropas de Odoacro y dijeron que había una grande y bonita ciudad a un día de marcha hacia el oeste, llamada Aquileia; como la ciudad se asienta en la llanura costera de Venetia y está abierta al mar y sin murallas, su facilidad de asalto habría debido inducir a Odoacro a no detenerse en ella. Los speculatores dijeron que su ejército se había encaminado por la estupenda vía romana que comienza en Aquileia para proseguir a buen paso hacia el Oeste.

—Es la vía Postumia —dijo Teodorico al consejo de oficiales—. Lleva a Verona, una ciudad fuertemente amurallada, rodeada en sus dos tercios por un río y, por lo tanto, fácil de defender. No me extraña que Odoacro se apresure a llegar allí. Pero me complace que haya dejado Aquileia a merced nuestra, pues es la capital de la provincia de Venetia y muy rica, o al menos lo era antes de que los hunos pasaran por ella hace cincuenta años. En todo caso, sigue siendo una de las principales bases navales de Roma y tiene parte de la flota del Hadriaticus anclada en el barrio marítimo de Grado. Será un lugar cómodo para descansar tras este año de esfuerzos y celebrar la gran victoria que hemos obtenido. Por lo que me han dicho los viajeros que en ella han estado, hay elegantes termas, sabrosos mariscos y buenos cocineros, así como bellas mujeres romanas y de Venetia; así que nos detendremos allá un tiempo, pero no demasiado. Una vez que hayamos descansado bien, saldremos en persecución de Odoacro. Si no llegan otros speculatores a decirnos que ha salido de la vía Postumia, le encontraremos en Verona. Y no debemos permitir que refuerce la ciudad más de lo que está. Allí es donde nos opondrá de nuevo resistencia. Y espero que sea la última.