Capítulo 6
Querría el destino que viera una vez más a Estrabón en mi vida, y sólo a distancia; sería años más tarde y lo explicaré en su momento.
Entretanto, el cruel tirano cumplió aquella promesa hecha al borde de la muerte y llevó una vida cristiana y piadosa; la gente se maravillaba y hacía conjeturas al no verle montar a caballo, esgrimir la espada, desflorar doncellas ni encabezar a sus tropas para la guerra o el pillaje. A partir de entonces estuvo tan recluido como un anacoreta dedicado a sus solitarias devociones; se decía que la única que le atendía era su nueva esposa Camilla, madre de su nuevo hijo Baíran, y ella no podía —siendo sordomuda— revelar nada. Los escasos oficiales que accedían a su presencia para recibir órdenes, instrucciones o castigo, salían de las entrevistas tan callados como la reina.
Naturalmente, creí esa historia del enclaustramiento de Estrabón porque comprendía el motivo. Y me divertía saber que la humilde y horrorosa sirvienta había hecho un matrimonio tan alto para sus pobres orígenes; no me cabía duda que lo había logrado haciendo saber a Estrabón que su violación en estado de ebriedad la había dejado embarazada, pues la mujer debía conocer las ansias de paternidad del viejo. Desde luego que no habría tenido necesidad de casarse con ella, del mismo modo que Teodorico no habría necesitado casarse con Aurora, pero yo suponía que, dada su actual incapacidad para todo, se habría resignado a tener por real consorte a aquella pobre lerda.
Empero, la supuesta renuncia de Estrabón a sus crueldades y ambiciones de conquista, la atribuía yo no a un impulso de regenerarse como cristiano, sino a la fuerza de las circunstancias; su aparente piedad era simple adaptación a su deplorable estado. A la fuerza ahorcan, como dice el refrán. Una vez que el pueblo supo que Teodorico Amalo era el verdadero rey de los ostrogodos, la mayor parte del ejército de Estrabón juró fidelidad al rey Teodorico, igual que los ciudadanos y campesinos —y no sólo ostrogodos, sino hasta los eslovenos— desde Singidunum en el Oeste hasta Constantiana en el Este y Pautalia al Sur.
A Estrabón no le quedó más que un resto de tropas, en su mayoría los vinculados a él por parentesco a través de la rama del linaje amalo. Sus súbditos, formados principalmente por las familias de esos soldados, se convirtieron con él en nómadas, que iban de una a otra de aquellas ciudades «fuertes» de que tanto había alardeado ante mí, ciudades que ya no eran ningún refugio y en las que no les recibían tan de buen grado. En los años que siguieron, Estrabón logró hacer acopio de fuerza para emprender un modesta guerra o efectuar alguna incursión de pillaje, pero fueron molestias sin trascendencia para Zenón o Teodorico y las legiones del emperador o del rey repelían sin dificultad a los intrusos.
(Diré que la única cosa que Estrabón podría haber hecho, causándome un buen tropiezo, no la hizo, o al menos nunca me llegó noticia de que la hiciera, pues nunca dijo palabra a nadie de la escena en que la supuesta princesa Amalamena le había mostrado sus partes pudendas, diciéndole que era el Mannamavi Thorn. Lo único que se me ocurre pensar es que lo había borrado de su mente, creyéndolo una horrible alucinación provocada por la agonía).
Retikakh, su hijo, nunca acudió a su lado y siguió viviendo en Constantinopla. De poco le había servido a Zenón como rehén y ahora ya de nada le servía, por lo que ya no residía en el palacio Púrpura; pero era evidente que su padre le había dado una buena bolsa, quizá muy superior a los recursos actuales del propio Estrabón, pues, según contaban, Retikakh poseía una buena mansión y llevaba la vida ociosa y placentera de un illustrissimus.
A mi regreso a Novae, tras la reunión con Teodorico, esperaba haber podido descansar y recuperarme hasta que mi rey me confiara otra misión, pero él se hallaba muy ocupado con otros asuntos propios de un monarca, como son atender las necesidades y deseos de sus súbditos. Y ahora, como auténtico rey de todos los ostrogodos, se veía desbordado por los innumerables asuntos de la administración. Además, al haber asumido el mando de las tropas que defendían la frontera del Danuvius, debía ocuparse también de no pocos asuntos militares. Aparte de que, cuando Aurora dio a luz una hija, Teodorico demostró ser un esposo deferente y amante y, siempre que le quedaba tiempo, los dedicaba a su consorte y a la pequeña Arevagni.
No pretendo decir que me menospreciasen u olvidasen; todo lo contrario. Se me concedía toda la deferencia de un herizogo estimado y podía disfrutar de mi buena fortuna con toda placidez. Teodorico me concedió las propiedades de otro herizogo que acababa de morir sin herederos, una próspera granja a orillas del Danuvius, administrada por hombres libres y trabajada por esclavos; una finca casi tan grande como las tierras de la abadía de San Damián en el Circo de la Caverna, dotada de campos de labor, huertos, viñas y pastos. El principal edificio, en el que yo vivía, no era un palacio sino una casona rústica, pero de obra resistente, bien amueblada y lo bastante espaciosa y con alojamiento separado para la servidumbre; había también viviendas para los libertos y los esclavos y sus respectivas familias. Contaba con herrería, molino y fábrica de cerveza, así como colmenas y vacas lecheras, de buena producción. Y no faltaban los correspondientes graneros, establos, pocilgas, corrales y bodegas, bien surtidas de los productos del país: ovejas, cerdos, caballos, gallinas, trigo, uvas, queso, frutas y verduras. Si hubiera decidido vivir el resto de mis días como un terrateniente noble, habría podido hacerlo en la abundancia.
Pero mis administradores eran tan competentes y la explotaban tan bien, que se la confié complacido sin inmiscuirme. Al contrario; para su sorpresa y admiración, a veces les echaba una mano, con la misma naturalidad que cualquier esclavo, en las tareas que había hecho cuando pequeño: soplar los fuelles, desplumar pollos, limpiar los gallineros y cosas similares.
Tan sólo en un aspecto de la agricultura ejercí control y autoridad. Cuando me hice cargo de la finca, el único ganado equino de establos y pastos lo constituían caballos corrientes apenas mejores que los de raza zhmud de los hunos, por lo que adquirí dos yeguas de raza kehaila —por un precio por el que poco menos habría podido comprarme otra granja— y las hice cubrir por Velox e igualmente a las potrillas. Al cabo de unos años era propietario de una respetable yeguada de caballos bastante finos a los que saqué buen rendimiento. Y cuando una de las yeguas parió un potro negro casi idéntico al padre —incluso con el «dedo del profeta» en la parte baja del cuello— le dije al encargado de las caballerizas:
—Éste no lo vendemos. Lo quiero para mí, como sucesor de su noble padre, y no lo ha de montar nadie más que yo. Y como creo que tan soberbio linaje merece una designación semejante a la sucesión de reyes y obispos, a éste le llamaré Velox segundo.
Desde que le ensillamos por primera vez, Velox II se acostumbró a llevar el estribo de cordaje en el pecho y en seguida aprendió a saltar sin resistirse a aquella extraña silla tan poco romana, y se volvió tan diestro como Velox I en quedarse bien plantado cuando me entrenaba en la lucha, por mucho que le hiciese caracolear y efectuar regates. Al final, de haber subido con los ojos vendados al poyete de montar, difícilmente habría podido distinguir de cuál de los dos Velox se trataba.
Salvo por mis ocupaciones ecuestres y mis esporádicas faenas, la mayor parte del tiempo lo pasaba ocioso y sin propósito concreto, igual que hacía Rekitakh en Constantinopla, según los informes. Pero no siempre estaba en la granja; había vivido demasiado de un lado para otro para acostumbrarme ahora a pasar todo el tiempo en un mismo lugar. Así, de vez en cuando, ensillaba a uno de los Velox, le echaba una alforja y me iba por ahí unos cuantos días, dos semanas y hasta un mes. (Cada vez elegía más a Velox II para los viajes largos, considerando que su padre bien se había ganado la jubilación para disfrutar de los pastos y las yeguas). Naturalmente, en tales ocasiones pedía permiso a Teodorico antes de ausentarme, preguntándole si podía efectuar algún servicio de paso. Él solía decirme: «Bueno, si ves alguna fuerza de bárbaros rondando por ahí, toma nota del número, potencia y dirección que sigue y me lo comunicas cuando regreses».
Yo así lo hacía, pero nunca me asignaba ninguna misión concreta, por lo que vagaba a voluntad por donde me placía.
Como siempre, viajar era lo que más me gustaba, pero también era agradable volver a casa, pues era algo que nunca había tenido. Aun por entonces y por mucho tiempo después me afligía la pérdida de Amalamena, o, por decirlo más francamente, como mis anhelos por la encantadora ninfa no habían sido correspondidos y ya no lo serían jamás, na me animaba deseo alguno de tomar consorte que me acompañase en mi retiro. De hecho, me veía obligado a rehuir los halagadores esfuerzos de Aurora por encontrarme pareja entre las mujeres casaderas de la corte de Novae, desde nobles viudas hasta la preciosa cosmeta Swanilda.
Por consiguiente, en parte por evitar la tentación de llegar a una unión duradera, y en parte porque se supone que el amo de esclavos debe arrogarse su derecho irrenunciable, alguna vez escogía una joven esclava para que me calentase la cama.
Había muchas en la finca y probé a varias, pero sólo dos eran lo bastante atractivas y sensuales para usarlas con frecuencia. Naranj, de la tribu de los alanos, esposa del administrador del molino, con su larga melena negra como la sombra de la luna, y Renata, una sueva, hija de mi bodeguero, con un pelo largo excepcional de oro plateado como el de Amalamena. Recuerdo los nombres de esas dos, y recuerdo su pelo maravilloso, y recuerdo como tanto la mujer como la muchacha apreciaban el honor y se esforzaban en darme todo el placer posible. Pero nada más recuerdo de ellas.
Por otra parte, estaba mi segunda naturaleza a satisfacer. En mi papel de Veleda, ansiaba borrar de mi memoria al abominable Estrabón y los repugnantes ultrajes que me había infligido, y, como había suprimido tan radicalmente mi femineidad en cada ocasión en que me había violado, ahora necesitaba algo que ratificase la natural disposición de mi sexualidad femenina; podría haberla confirmado fácilmente con uno o dos de mis esclavos, pues poseía una buena manada de hombres fornidos y nada feos, pero no me apetecía volver a pasar por los disfraces y tretas que requería la solución.
Así, cogí parte de las rentas y, encarnando a Veleda, adquirí y amueblé una casita en Novae. Tenía que servirme de ella con discreción, y ser cautelosa al abordar y hacer amistad con los hombres que consideraba dignos de compartir conmigo aquel santuario —fuese una hora o una noche entera— pues Novae era una ciudad mucho más pequeña que Vindobona, por ejemplo, en donde ya había sido Veleda, o Constantia en donde había sido Juhiza. Allí en Novae no podía correr el riesgo de hacerme notar, suscitando chismes y conjeturas: ¿quién sería aquella mujer recién llegada, de dónde venía y qué hacía? Tuve buen cuidado de no acercarme a ningún militar de alta graduación con el que algún día tuviese que vérmelas como Thorn, ni con ningún familiar de Teodorico, nobles u otros notables a quienes pudiese encontrarme en la corte.
Desde luego, me complació comprobar que seguía siendo atractiva para los hombres y que podía fácilmente atraerlos y cautivarlos, y que mis órganos femeninos, la sensibilidad, los flujos y las emociones no se habían alterado; pero en ninguno de los que en Novae compartieron mi lecho puede compararse el deseo y el afecto que había sentido por mi primer amante, el joven Gudinando de Constantia. No estuve unida mucho a ninguno de los hombres, y me desprendí lo más rápidamente posible de los que se enamoraron abyectamente de mí y me suplicaron unión eterna; tampoco me arrepiento del comportamiento libertino de Thorn o de Veleda en aquella época, ni creo que deba excusarme por ello. Fue uno de los períodos de mi vida en que tuve facilidades y ocasión de entregarme al placer —con mis dos naturalezas— y me entregué plenamente.
Puede que haya parecido rapaz en el modo de elegir y desdeñar amantes, pero ninguno de ellos, liberto o esclava, se quejó jamás de sentir mal de amores por mí. Si acaso apené a alguien, sería a los futuros amantes de esas mismas personas, a sus esposas o esposos, que muy posiblemente resultaran inferiores a mí en el lecho.
De los amantes varones sólo recuerdo a uno por su nombre —Widemaro— y muy vividamente. Aunque sólo estuvimos juntos en dos ocasiones, mi encuentro con Widemaro en Novae acarrearía otro futuro encuentro, el más relevante de mi vida, quizá el más fantástico que dejar pueda huella en la vida de un ser humano. A Widemaro le conocí en la plaza del mercado de Novae, del mismo modo que había conocido a otros, y los dos buscamos pretexto para presentarnos y hacer amistad. Widemaro era unos cuatro o cinco años más joven que yo, y vestía como cualquier joven godo de buena familia, aunque tenía un aire extranjero en el corte de sus ropas, por lo que supuse que era visigodo en vez de ostrogodo. Efectivamente, en nuestra primera escaramuza de conversación se confirmaron mis sospechas; me dijo que había llegado a Novae desde Aquitania para entregar un mensaje y que sólo se quedaría el tiempo justo para recibir la respuesta y regresar con ella a su país.
Eso me convenía. Prefería alguien de paso a un residente de la ciudad, pues así era menor el riesgo de que quisiera convertirse en mi rendido y exclusivo amante y en molestia inaceptable. Empero, debía haber indagado en su vida con más detalle para saber quién era y qué mensaje portaba; y lo habría hecho de no haber quedado prendada en un primer momento; y ello se debió a que era casi idéntico al Teodorico que antaño había conocido y tomado como compañero de viaje en Panonia. Widemaro tenía casi sus mismos rasgos, color de tez y contextura física, y era casi tan guapo y poseía su mismo desparpajo despreocupado. Así, contrariamente a todas mis precauciones cuando conocía a un hombre, le llevé a mi casa aquel mismo día y le concedí muchos más variados placeres que los que solía conceder a un nuevo amante en la primera ocasión.
Y ya que lo menciono, diré que yo también disfruté más de lo acostumbrado durante la primera cópula; Widemaro se parecía mucho más al joven Teodorico de lo que yo podía imaginar, aun viendo con mis propios ojos su gran parecido físico. Y había otra razón más tangible. Yo siempre me había imaginado que el apéndice amatorio de Teodorico debía ser de un vigor notable. Y así fue como resultó ser el de Widemaro, y lo utilizaba con encomiable destreza.
Me revolqué de tal manera, en medio de un rapto indescriptible, que cuando concluimos nuestros retozos, decidí recompensarle por sus méritos y cambié de posición para agasajarle con una caricia especial. Pero al inclinarme sobre su faascinum y ver que era de un fuerte color oscuro, retrocedí exclamando:
—¡Liufs Guth! ¿Padeces alguna enfermedad?
—Ne, ne —contestó riendo—. Es un simple antojo de nacimiento. Pruébalo y verás.
Lo hice y no me había mentido.
Aquella tarde le dije que se marchase porque había de vestirme para un compromiso que tenía más tarde, y nos separamos con fervientes gracias y cumplidos por ambas partes y expresando nuestro deseo de volver a vernos en otra ocasión. Dudo mucho de que Widemaro esperara verme; yo, por mi parte, no lo esperaba.
Pero nos vimos, y aquella misma noche. Mi compromiso era en el palacio de Teodorico, que había invitado al mariscal Thorn a un banquete, pero yo no sabía que se celebraba en honor de un emisario llamado Widemaro; como le presentaron a tantos cortesanos, seguramente no debió darse cuenta de que a uno de ellos le había ya conocido en circunstancias muy distintas. En cualquier caso, yo sí que me sentí lógicamente un tanto incómodo cuando Teodorico nos enfrentó, diciendo:
—Saio Thorn, da la bienvenida a mi primo Widemaro, hijo del hermano de mi difunta madre. Aunque es un noble amalo, Widemaro optó hace años por buscar fortuna en Aquitania, en Tolosa, la corte del balto Eurico, rey de los visigodos.
Le saludé con el brazo alzado y dije con mi más profunda voz masculina:
—Waíla-gamotjands.
Widemaro me devolvió el saludo sin el menor indicio de haberme reconocido.
—Widemaro —prosiguió Teodorico— ha llegado como emisario, con la nueva de que el rey Eurico y el rey romano Odoacro han concluido un acuerdo para a establecer como frontera entre sus dominios los Alpes Maritimae. A nosotros poco no afecta, naturalmente, pero me place que me lo hayan informado, por el simple hecho de que ha dado pie a la visita de Widemaro. No nos veíamos desde que éramos niños.
—Te deseo una agradable estancia en Novae, joven Widemaro —dije yo, cortésmente.
—Aj, ya ha sido más que agradable —contestó él, sin el menor asomo de doble sentido o insinuación.
A continuación, mientras los numerosos invitados bullían por el salón charlando y bebiendo, logré alejarme de él y, cuando todos pasamos al comedor a ocupar las camillas para la cena, yo me acomodé en una alejada de ellos dos. Pero debí beber imprudentemente en exceso, porque antes de que concluyera la velada hice un comentario imprudente por demás.
Estaba contando Teodorico a su primo los acontecimientos de su vida en todos aquellos años que habían estado separados y, a tenor con la animación de la fiesta, le relataba los más superficiales y entretenidos. Los demás invitados escuchaban con interés, salvo cuando se carcajeaban o le interrumpían añadiendo detalles de su propia cosecha, generalmente groseros o indecentes. Y no sé por qué yo me sentí impulsado a contribuir con una salacidad; supongo que al ver a Widemaro y a Teodorico juntos, tan parecidos, la borrachera me haría equivocarme respecto a la naturaleza que en aquel momento encarnaba. En cualquier caso, estaba demasiado ebrio para darme cuenta de que debía pasar desapercibido.
—… y entonces, Widemaro —decía Teodorico muy risueño—, cuando pusimos sitio a Singidunum, me puse a vivir con una moza de allí para pasar el tiempo, y aún la tengo conmigo. No sólo no me la he quitado de encima, sino que fíjate —añadió, señalando a su esposa, reclinada en medio de otras cortesanas—, ¡se multiplica!
Cierto, Aurora tenía otro visible embarazo, pero ahora no le turbó la broma; se limitó a sacarle la lengua a Teodorico y a reírse con las demás. Y fue en ese momento cuando se oyó mi voz por encima de las risas.
—¡Y fíjate que Aurora ya no se ruboriza! ¡Teodorico, dile a Widemaro cómo se ruborizaba! ¡Vái, se ponía de un color más oscuro que el antojo del svans de Widemaro!
Las risas cesaron inmediatamente, salvo alguna risita femenina aquí y allá. Y, como si mi exabrupto relativo a cosa tan íntima no fuese bastante, la palabra «svans» cayó como un jarro de agua fría en aquella reunión mixta. Varias mujeres enrojecieron como tomates —igual que Widemaro— y todos volvieron la vista hacia mí, atónitos. Sin duda el silencio se habría roto inmediatamente por una avalancha de preguntas para saber en qué consistía la gracia, pero yo, dándome cuenta demasiado tarde de mi indiscreción, tuve el suficiente buen sentido para fingir un desvanecimiento por efecto de la ebriedad y me dejé caer al suelo. Lo cual suscitó nuevas risitas femeninas y algunas exclamaciones sordas de «¡Dumbsmunths!» por parte de los varones. Yo seguí tendido donde estaba, con los ojos cerrados, y fue un alivio oír que Teodorico reanudaba su relato sin que ninguno hiciese comentarios de mi zafia interrupción.
Pero no podía quedarme tumbado allí; afortunadamente el mariscal Soas y el médico Frithila vinieron en mi ayuda, no sin desaprobatorios resoplidos, me echaron agua en la cabeza y en la boca y, casi asfixiado, fingí recobrar el conocimiento. Les di las gracias con voz estropajosa y dejé que me llevaran a un rincón apartado, en donde me sentaron en un banco, apoyándome en la pared; cuando se alejaron, la preciosa cosmeta Swanilda se acercó a acariciarme la cabeza mojada, musitando palabras de consuelo, a las que yo respondí con balbucientes excusas por mi estupidez.
Finalmente, comenzaron a marcharse los invitados y Swanilda me dejó; yo trataba de pensar en el mejor modo de abandonar palacio tambaleándome, pero lo más desapercibido posible, cuando, de pronto, vi que Widemaro estaba delante de mí con las piernas separadas y los brazos en jarras, preguntándome en voz baja para que no le oyeran, pero lo bastante audible para que pudiera fingir no enterarme:
—¿Cómo sabías lo del antojo?
Le sonreí lo más bobamente de que fui capaz y contesté con fingida torpeza:
—Porque —quería decir porque— hemos calentado la misma cama.
—Ah, vaya —dijo él, sin darle importancia, levantándome la barbilla y escrutándome el rostro—. Claro que estaría caliente si la has usado en el poco tiempo desde que la dejé y tú llegaste a la fiesta —añadió, también sin darle importancia.
No supe qué responder y le dirigí otra sonrisa bobalicona. Él me sostuvo la cabeza alzada y me miró detenidamente, para, finalmente, decir:
—No te preocupes. Yo no soy chismoso. Pero me lo pensaré… y no lo olvidaré…
Y salió del salón, haciendo yo lo propio poco después.
Lo normal es que hubiese optado por no acercarme a palacio durante algún tiempo, hasta que mi atroz comportamiento se hubiese olvidado, pero ansiaba saber si había caído irremediablemente en desgracia con Teodorico y Aurora y los demás cortesanos. Y más ganas tenía de saber si Widemaro se había quejado en público de mi falta de respeto ante un emisario oficial. Así, pese a mis temores (y terrible dolor de cabeza) comparecí a primera hora del día siguiente.
Mis recelos disminuyeron notablemente cuando Teodorico no me regañó y se limitó a sonreírme y a reprocharme que hubiese bebido aisanasa, hasta enrojecer mi nariz, como se decía en el antiguo lenguaje. Me dijo también que Widemaro ya había partido aquella misma mañana hacia Aquitania, sin más comentarios sobre mi ebrio exabrupto que una simple sonrisa. Por su parte, Aurora me miró, contuvo maternalmente la risa, y se marchó a la cocina a prepararme un tazón de vino de Camerinum con ajenjo y atanasia, que me trajo, diciéndome con una sonrisa «Tagl af wulfa» —la cola del lobo que me había mordido, como se dice en el antiguo lenguaje—, y yo me lo bebí sumamente agradecido.
Así, no había caído irremediablemente en desgracia y no se me reprochó aquel desafuero. Además, ni Teodorico, ni Aurora ni nadie me inquirió posteriormente de qué «antojo» se trataba ni nada parecido. De todos modos, si nadie me mostró desdén por mi comportamiento, yo sí que me lo reprochaba, pues sabía que Widemaro se había comportado con mayor decencia que yo y, pese a las sospechas o intuiciones que hubiera tenido sobre mi gran secreto, no se lo había dicho a nadie. O es lo que yo creí, pues hasta más tarde —y en otro país— no me percataría de las consecuencias de aquel fatídico encuentro entre Veleda, Widemaro y Thorn.