Capítulo 6

Apreté el paso por las oscuras calles vacías hasta la casa de la viuda, para poder salir antes de que llegasen Dengla o Melbai. Me limpié la cara y me puse las escasas prendas de Thornareikhs que guardaba escondidas entre mi vestuario de Veleda. Con todo lo demás hice un bulto y abandoné para siempre aquella casa.

Antes de marcharme pensé en prenderle fuego y se me ocurrió también mandar aviso a los mellizos para sugerirles que se vengasen de su odiosa madre lupalena. Pero no hice nada, pues, aunque aquella perversa mujer bien que merecía recibir mal por mal, no era de mi incumbencia el hacérselo. Seguramente llegaría un día en que tuviera que comparecer ante un tribunal más severo que yo. Abyssus abyssum invocat, el infierno atrae al infierno, como dice el proverbio.

Comenzaba a amanecer cuando llegué al deversorium de Amalrico el Gordo, pero ya había algunos domésticos levantados y atareados; pedí comida y bebida para desayunar, con mi habitual modo imperioso de Thornareikhs, subí las cosas a mi aposento, y cuando bajé ya tenía la mesa dispuesta.

Mientras paladeaba un vino de Cefalonia, degustaba un queso de Sassina con higos secos de Cauno y una buena rodaja de pan blanco, reflexioné sobre las últimas cosas que había aprendido sobre el mundo, los hombres, las mujeres y los dioses. Desde luego, si alguien me preguntara alguna vez cómo era una orgía, podía con todo conocimiento de causa decir que no era algo deliciosamente perverso, sino maligno y repugnante.

De los distintos dioses que había tenido ocasión de conocer, Baco era indudablemente el más repulsivo; Mitra, el preferido de los militares, tampoco me atraía porque el mitraísmo excluye a las mujeres y yo era mujer. El único ser humano que había conocido y me parecía equiparable en utilidad a cualquiera de los dioses paganos era el viejo adivino Wingurico de la tribu del rey Ediulfo, pero Wingurico había entrado en relación con la divinidad gracias al medio absurdo de los estornudos; la única deidad admirable que había encontrado hasta aquel momento de mi vida era el dios de los cristianos arrianos, a quien no parecía importarle que una persona le adorara a él o a otro dios rival, con tal de que esa persona llevase una vida noble.

Seguía meditando todas esas cosas, y, ya bien alimentado, comenzaba a sentir un sopor tras la noche en blanco, pero al entrar Amalrico me despejé totalmente.

—Amalrico, vamos, siéntate y ayúdame a terminar este estupendo vino de Cefalonia que me han servido.

Thags izvis, Señoría —contestó, tumbándose en una camilla y ordenando a un criado que le trajese una copa—. Hace mucho tiempo que no conversamos.

—He estado… ocupado —respondí yo—. Me he dedicado a explorar esta hermosa ciudad —añadí, pensando en que no hacía mal alguno incrementando mi impostura—. Buscando negocios en que invertir.

Él se sirvió vino y dijo:

—Perdonad mi presunción, Señoría, pero, considerando la actual situación inestable del imperio, sería más prudente que guardaseis bien el dinero, de momento.

—¿Ah, sí? Últimamente no he seguido los asuntos de estado por mis ocupaciones privadas. Ni siquiera he recogido y descifrado los mensajes de mis agentes extranjeros. Y en mi conversación con… las personas con quien he tratado, no he comentado temas de actualidad. ¿Cuál es la gran novedad, Amalrico?

—Pues sí que debéis haber estado explorando… buenos barrios de la ciudad, porque no se habla de otra cosa más que del nuevo emperador de Ravena.

—¿Cómo? ¿Otro? ¿Tan pronto?

Ja. Glicerio fue destronado y le ha sustituido Julio Nepote. A Glicerio le han dado el premio de consolación de nombrarle obispo de Salona en Illyricum.

—¡Iésus! Glicerio era militar, luego, emperador, ¿y ahora obispo? ¿Y quién es ese Julio Nepote?

—Un valido del emperador León de Constantinopla. Él y Nepote eran parientes por matrimonio.

—¿Eran? ¿Es que ya no lo son?

—¿Cómo iban a serlo? —replicó Amalrico, meneando la cabeza—. ¿Es que no os habéis enterado de que ha muerto León?

—¡Credat Judaeus Apella! —exclamé; era una expresión de moda que había aprendido en mis contactos con la alta sociedad y que significaba: «¡Que se lo crea el judío Apella!».

—Creedlo, creedlo —replicó Amalrico—. Ya os digo que corren malos tiempos. Es una sucesión de acontecimientos casi catastrófica.

Iésus —repetí—. Me parece que León era emperador desde que yo nací, y yo creía que lo sería por mucho tiempo.

A], aún Ijay un emperador León en Constantinopla, pero es el nieto, León segundo, un niño de cinco o seis años; así que habrán nombrado algún regente. Además, no sé si habréis oído que los hermanos reyes de los burgundios, Gundioco y Childerico, han muerto esta primavera.

Gudisks Himins —balbucí—. Ésos sí que reinaban desde que yo nací.

—Ahora sus hijos comparten el reino, Gundobado en Lugdunum y Godegiselo en Ginebra. ¿Y no os habéis enterado de que también ha muerto Teodomiro, rey de los ostrogodos? Éste no era viejo como los otros, pero sufrió unas fiebres.

—No lo sabía. ¿Y su muerte contribuye también a la inestabilidad del imperio?

—Oh vái, claro que sí. Teodomiro ha estado muchos años recibiendo recompensa del emperador León por mantener la paz en las fronteras del imperio oriental. En realidad era más bien un soborno para que los propios ostrogodos no se sublevasen. Aparte de eso, Teodomiro repelió eficazmente las invasiones e incursiones de otras naciones y tribus extranjeras.

Ja —dije—. Conozco algo de sus proezas en este sentido.

—Pues, ahora, con toda esta confusión en el imperio oriental y occidental, reyes y emperadores muertos, y los ostrogodos sin caudillo, los extranjeros que tanto tiempo han estado contenidos podrían considerar que es el mejor momento para entrar en acción. En realidad, ya hay una nación que lo ha hecho: la Sarmacia del rey Babai.

—Ya he oído hablar de ese pueblo —dije yo—. ¿Qué han hecho ahora?

—Han sitiado y ocupado el castrum de Singidunum en la frontera norte del imperio. Esperemos que no sea por mucho tiempo. Han llegado noticias de que el hijo de Teodomiro le ha sucedido en el trono de los ostrogodos y puede que sea digno hijo de su padre, nombre aparte, y se dice que encabeza un ejército de ostrogodos decidido a sitiar y reconquistar la ciudad.

Recordé las palabras de Thiuda: «Me hallarás combatiendo… y te invito a luchar a mi lado».

—¿Dónde está la ciudad de Singidunum? —inquirí.

—En Moesia Prima, Señoría, aguas abajo de aquí en el mismo Danuvius —dijo con un gesto—, en el lugar en que el río hace frontera entre Moesia Prima y esa tierra de bárbaros que ahora llaman la antigua Dacia. A unas trescientas sesenta millas romanas de aquí.

—¿Luego el camino más rápido para llegar allá es el río?

Aj, ja. Ningún hombre en su sano juicio cabalgaría semejante distancia a través de bosques y por tierras de gentes hostiles seguramente… —hizo una pausa y parpadeó—. Pero vuestra Señoría no pensará en ir allá…

—Pues sí.

—¿En plena guerra? Allí no encontraréis en qué invertir. No hay comodidades, ni diversiones como aquí. No hay nada bueno para explorar, como habéis dicho, y, por decirlo en plata, nadie bueno.

—Hay cosas más importantes y mucho más interesantes que el craso comercio —dije sonriente—. Más apetecibles que la indolencia y la diversión, y que los cuerpos bellos.

—Más… más…

—En este momento necesito un buen sueño reparador. Sin embargo, antes de retirarme, voy a ir al taller de un flechero a hacer una buena provisión, Amalrico. Mientras lo hago, envía a alguien al río a que contrate a un barquero que pueda llevarme a Singidunum, o, si el hombre es timorato, lo más cerca posible a esa ciudad. Y ha de ser un esquife o barca capaz para mi caballo. Luego, ocúpate de las provisiones; vituallas para mí y la tripulación, forraje de sobra para el caballo, y no sólo heno, sino buen grano que le ponga fuerte para lo que le espera. ¿Le han sacado todos los días a hacer ejercicio mientras yo he estado fuera? Durante el viaje no podrá hacer nada.

—¡Por Dios, Señoría! —exclamó Amalrico, ofendido.

Aj, bien, bien, ya sé que no tenía que preguntarlo, ni decirte nada. Excúsame. Ya sé que te ocupas de todo lo necesario. Luego, tenme listas las cuentas, pues pienso marchar al amanecer.

Nadie me obligaba a marchar, y, aunque lo había decidido tan de repente, su motivación llegaba en un momento oportuno. Ni Thornareikhs ni Veleda lamentarían abandonar Vindobona. Podía vivir feliz el resto de mis días sin siquiera atisbar en alguna calle a la despreciable viuda Dengla. En cuanto a las mujeres y muchachas que habían sido amigas o algo más… bien, todo me inducía a pensar que habría otras por doquiera fuese.

Estaba dispuesto para emprender el viaje de nuevo y ansiaba salir; tenía ganas de reanudar la amistad con Thiuda y verme por primera vez entre mis compatriotas godos para presentar mis respetos a su —a nuestro— nuevo rey. Así pues, sin ningún reparo, y sin mirar atrás, me despojé de mis identidades de Thornareikhs o Thornaricus —y provisionalmente de la de Veleda— y me hundí al día siguiente al amanecer en la niebla del río, en mi recuperada identidad de Thorn.