Capítulo 4
No quiero dar la impresión de que los trece años que pasé en el Circo de la Caverna no fueron más que penoso trabajo y arduo estudio. El valle era un lugar espacioso y agradable, y siempre encontraba momentos para dejar las obligaciones y el estudio y disfrutar de la hermosura natural del paraje. Y puede que con mis escapadas a la naturaleza haya aprendido tanto como con los maestros, los pergaminos y los códices de la abadía.
Describiré el Circo de la Caverna para los que no lo conozcan. El valle tendrá unas cuatro millas romanas de largo y de ancho y está rodeado por un acantilado en forma de herradura que se alza en vertical como si fuese un cortinaje. El punto más alto de esta muralla de piedra —treinta veces la altura de un hombre, como mínimo— se halla en el fondo del arco de la herradura; por ambos lados va perdiendo altura —o es lo que parece, ya que, en realidad, es el terreno el que se va elevando— hasta que en la parte abierta el terreno del valle se une al de las tierras altas que lo rodean, la inmensa llanura ondulante llamada en el antiguo lenguaje la lupa. El único camino que sale del circo pasa por ese extremo abierto de la herradura, y, una vez en las tierras altas, se bifurca para tomar dirección nordeste hasta Vesontio y sudoeste hasta Lugdunum y el gran río Ródano. Hay muchos otros ríos menos importantes que cruzan la llanura, muchos pueblos y hasta pequeñas ciudades entre Vesontio y Lugdunum.
Había también un pueblo dentro del Circo de la Caverna, pero no ocupaba mayor área que las dependencias de una de las dos abadías y lo formaban nada más que rudimentarias chozas de techo de paja, en las que vivía la población local que labraba las tierras de San Damián o las suyas propias, además de los talleres artesanales del alfarero, el curtidor, el carretero y algunos otros. El pueblo no contaba con ninguno de los atractivos de la civilización, ni siquiera plaza de mercado, ya que no se compraban ni vendían provisiones ni nada. Los artículos que no producían sus propios habitantes llegaban en carro de otras localidades más importantes de la lupa. El valle se abastecía de agua no en un río corriente, como los de la meseta, sino en un riachuelo que surgía un tanto misteriosamente del acantilado y que nadie sabía de dónde procedía. En lo alto del muro, en lo que yo he denominado «el fondo del arco de la herradura», había una gran caverna, profunda y oscura, de la que brotaba el agua; desde su borde recubierto de musgo, el agua descendía por una serie de terrazas en las que se iba embalsando antes de caer a la siguiente. Finalmente, antes de precipitarse al valle por el declive al pie del farallón, el riachuelo se transformaba en una amplia balsa honda, en un extremo de la cual se había formado el pueblo.
Sin embargo, el mejor sitio del riachuelo era el punto en que saltaba salpicando del labio rocoso de la caverna y descendía risueño al albur por las plácidas terrazas. En torno a las cristalinas balsas que en ellas se formaban había bancos de tierra, sedimentos arrastrados de las entrañas ocultas en que nació el manantial. Como aquellas parcelas de tierra eran demasiado reducidas y de difícil acceso para que los aldeanos se molestasen en ararlas, se habían llenado de flores silvestres, yerbas olorosas y arbustos, razón por la cual, en los meses templados del año, resultaba una zona ideal para bañarse, jugar o simplemente tumbarse a soñar.
Yo me aventuré muchas veces en el interior de la caverna de la que surgía el agua, y seguramente me habré adentrado mucho más que ninguno de los timoratos lugareños. Siempre elegía la hora en que el sol más penetraba, que no era mucho; en el Circo de la Caverna estábamos acostumbrados a que el sol «se acostara temprano» tras la cresta del farallón. Aun cuando entrase en el momento preciso, cuando el sol doraba el musgo del borde y las enredaderas que colgaban de la bóveda, la luz no alcanzaba más de veinte pasos hacia el interior; pero yo avanzaba cuanto podía a la luz del tenue resplandor para encender la antorcha lo más tarde posible. Siempre llevaba una al menos, un tallo hueco de cicuta relleno de lino embebido en cera, y bien guardado en la escarcela el pedernal, el eslabón y la yesca de pedo de lobo para encenderla. Esa clase de antorcha dura igual que un cirio y da mucha más luz.
Si el riachuelo había cubierto antaño el suelo de la caverna de extremo a extremo, en mi época no lo cubría y se podía pasar bien por los dos lados. Naturalmente, el piso de roca era muy resbaladizo por la humedad y la llovizna que caía del techo, pero, por suerte, las botas que yo tenía estaban hechas de una pata de vaca sin curtir y con el pelo hacia afuera; les habían quitado la pezuña, pero habían dejado en el talón las pezuñas secundarias y se agarraban estupendamente al traicionero terreno.
Nunca llegué al nacimiento del manantial, ni siquiera en un par de ocasiones en que fui con un haz de antorchas; pero sí que entré hondo en otras direcciones y no tardé en descubrir que el túnel por el que llegaba la corriente de agua era uno de tantos que se comunicaban. Al principio, no acababa de decidirme a aventurarme en los otros túneles por temor a que hubiese algún skohl escondido desde la época de la antigua religión, o algún monstruo que un cristiano pudiese recelar, cual un demonio o un lujurioso súcubo. Además, aunque no hubiese nada de eso al acecho, temía que los túneles se fuesen bifurcando y acabara perdiéndome. Pero luego, cuando me fui habituando a andar por subterráneos, comencé a explorarlos y acabé por recorrer todos los que descubría, aunque fuesen tan estrechos que me obligaran a avanzar a gatas y, a veces, a arrastrarme tumbado. Nunca encontré habitantes que pudieran atemorizarme, de no ser unos lagartos blancos ciegos y muchos murciélagos colgados del techo, que se despertaban agitados chillando y me salpicaban con sus cagadas. Los túneles solían dividirse en diversos ramales, pero yo siempre sabía rehacer el camino por el rastro de hollín que dejaba la antorcha en el techo.
Si no puedo reivindicar el descubrimiento del manantial, sí puedo decir que hallé cosas maravillosas, que mucho dudo alguien haya visto. Los túneles no sólo se bifurcaban y se entrecruzaban como el Laberinto de la antigüedad, sino que muchas veces desembocaban en espacios subterráneos mayores que la caverna de entrada, tan vastos que la luz de la antorcha no llegaba al techo. Y aquellos inmensos salones poseían un fantástico mobiliario: escabeles y bancos, pináculos y agujas de piedra que habían crecido en el suelo, y la materia de que estaban hechos me parecía como si se hubiera fundido. Del techo colgaban unas formas que semejaban carámbanos y cortinajes, también de roca como fundida. En una exquisita tracería de aquella roca fundida y congelada escribí con el humo de la antorcha la inicial de mi nombre, para demostrar que yo, Thorn, había estado allí, pero, luego, pensé que turbaba la prístina belleza del lugar y la borré con el dobladillo del hábito. Sin embargo, por muchas cosas misteriosas y extraordinarias que hallase bajo tierra, la más misteriosa y extraordinaria la encontré fuera, en el reborde de una de las cascadas. No era más que una piedra corriente, junto a una de las balsas, con un filo que parecía la hoja de un hacha; estaba casi toda cubierta de musgo, como las otras, pero lo que me llamó la atención es que tenía una muesca en forma de V en el borde, cual si realmente algún hachero hubiese golpeado con el filo contra algo más duro y se hubiese mellado. Pero la piedra no era un hacha; nunca lo había sido. El surco parecía haber sido hecho como con una lima de herrero, una buena lima gruesa, pues la muesca era casi tan ancha y profunda como mi dedo meñique, y, además, no tenía musgo y las caras internas estaban tan pulidas como el vellón tratado con piel de topo. No acababa yo de entender cómo, quién o por qué motivo habían hecho aquel surco, y tardé mucho en averiguarlo, comprendiendo entonces lo maravillosa que era aquella cosa tan simple y cuanto más maravillosa era lo que la había motivado.
Pero de eso hablaré a su debido tiempo. Ahora, proseguiré la descripción del Circo de la Caverna.
Como he dicho, en el valle, había pastos para ovejas y vacas; no muy vastos, claro está, como los de la lupa. En el pueblo había huertos, y en las afueras campos de labor con cultivos diversos, árboles frutales, viñas, tierras con lúpulo y hasta olivares, pues el acantilado del circo servía de resguardo y permitía que esa clase de árbol creciese tan al norte de las tierras mediterráneas de donde procede. Y entre esas tierras cultivadas había otras en barbecho.
En los huertos, pastos y campos de labor, siempre había hombres, mujeres y niños trabajando de lleno. Un forastero que hubiese contemplado a la gente trabajar en el Circo de la Caverna, difícilmente habría podido decir quiénes de los adultos eran lugareños y quiénes monjes de San Damián, pues todos vestían la misma harpillera gris con capucha para protegerse del sol o la lluvia. El hábito de hombres y mujeres en las comunidades religiosas —desde el del monje o la monja hasta el del obispo— lo hacían ex profeso de modo que no se distinguiese del traje del campesino más modesto, y cuando trabajaban en los campos, monjes y campesinos no sólo no se diferenciaban, sino que trabajaban igual de callados, salvo los pastores y cabreros que hacían sonar sus caramillos. (Estoy convencido de que el dios pagano Pan inventó esos caramillos, por la misma razón que los pastores los tocan: por puro aburrimiento). Cuando yo paseaba, los monjes me hablaban o al menos me saludaban con una inclinación de cabeza, pero los campesinos, hombres y mujeres, parecía como si no me vieran, ni a mí ni nada que no fuese la tarea que se traían entre manos; su mirada era tan vacua como la de las vacas, y no es que fuesen altaneros ni hostiles. Era, sencillamente, su torpor natural.
Un día pasé junto a un hombre y una mujer ya ancianos que esparcían estiércol de oveja entre unos olivos y les pregunté por qué aquellas filas tan limpias del olivar tenían en el centro un enorme espacio circular. El viejo se limitó a lanzar un gruñido y siguió trabajando, pero la mujer se detuvo y me dijo:
—Muchacho, mira tú mismo lo que crece en él.
—Sólo dos árboles —contesté—. Árboles para dar sombra.
—Ja, y uno de ellos es un roble. A los olivos no les gustan los robles y no soportan que haya ningún roble cerca de ellos.
—¿Y por qué será? —repliqué—. El otro árbol que está junto al roble es un tilo, y no parece importarle.
—Aj, muchacho, siempre verás un roble y un tilo creciendo juntos. Antes, un hombre y una mujer que se amaban en los viejos tiempos —cuando la antigua religión— suplicaron a los dioses que les dejaran morir al mismo tiempo, y los dioses compasivos se lo concedieron, y más aún. Al morir los viejos, los hicieron renacer en forma de roble y tilo, que crecen amorosamente uno al lado del otro. Y así esos dos árboles han seguido haciéndolo desde entonces.
—¡Slaváith, esas viejas habladurías! —gruñó el marido—. ¡A tu faena!
—Oh, vái, los viejos tiempos eran buenos tiempos —murmuró la mujer, y siguió esparciendo estiércol.
Pero tampoco los campesinos se pasaban todo el día trabajando sin parar. Por la tarde, los nombres solían reunirse para jugar a los dados y emborracharse con vino y cerveza a la vez. Cuando lanzaban los tres cubitos de hueso con puntos, invocaban con voz ronca a Júpiter, Halja, Nerthus, Dus, Venus y otros demonios. Naturalmente, no podían invocar a ningún santo cristiano como intercesor en un juego en el que se hacían apuestas, pero resultaba evidente que los dados eran más antiguos que el cristianismo, pues a la combinación más valiosa —tres seises— la llamaban «la tirada de Venus». Igual que la tendencia de los campesinos al juego, otras de sus costumbres me parecían bien contrarias a las admoniciones prohibitivas de la Iglesia. Todos los veranos se celebraban un desordenado festejo pagano en honor de Isis y Osiris, y se entregaban a la comida, la bebida y el baile y, por lo visto, otra clase de recreos, pues nueve meses después nacían muchos niños. Además, aunque era habitual que los niños fuesen bautizados o que las parejas de campesinos se casasen, o fuesen enterrados al morir conforme a la religión cristiana, ellos efectuaban en esos casos otro tipo de rito. Un anciano del lugar hacía girar, sobre el recién nacido, la novia o la tumba, un martillo rudimentario de piedra, unido al palo por correas. Yo conocía el objeto por mis lecturas de textos en el antiguo lenguaje y sabía que era una réplica del martillo del dios Thor. A veces, en el muro de una casa en que había nacido un niño, en la que iba a vivir la novia o en el montón de tierra de la tumba, marcaban un signo —la cruz gamada de cuatro brazos iguales en ángulo con pedúnculo, que algunos llaman cruz «apretada»— como símbolo del martillo de Thor agitado en círculo.
En mis vagabundeos y aventuras llegué a familiarizarme con todos los árboles, plantas, insectos, aves y animales del Circo de la Caverna. De los animales salvajes que allí vivían o que iban de paso, el único del que siempre había que ir prevenido era la víbora, y había que matarla a la primera de ser posible. Incluso el pájaro carpintero de cabeza roja, tan nocivo, no era peligroso de día; yo muchas veces le seguía en sus revoloteos de un árbol a otro, porque se decía que ese pájaro conduce a las personas hasta un tesoro escondido, aunque a mí ninguno me descubrió riqueza. Pero sí que tenía la prevención de no tumbarme a echar un sueño cuando había un pájaro de esos, pues también se decía que a los que estaban durmiendo les hacía un agujero en la frente y les metía gusanos, volviéndoles locos. De las otras aves, las cigüeñas blancas llegaban todas las primaveras y a veces eran muy ruidosas y hablaban entre ellas repicando con el pico, de modo que parecía haber una multitud bailando en zuecos. Pero su presencia complacía a la gente, pues se decía que traían buena suerte a la casa del tejado en que hacían el nido.
En cierta ocasión, en una de mis salidas, me topé con un lobo adulto, y otra vez con un zorro, pero no eché a correr, pues en las dos ocasiones el animal ya apenas se tenía en pie y en seguida apareció un labriego con un azadón para rematarlo y quitarle la piel. Generalmente, esos depredadores entraban al valle sólo de noche y únicamente rondaban lejos de las zonas habitadas, pero los lugareños dejaban trozos de carne cruda con nomeolvides en polvo y eso era lo que hacía que lobos y zorros vagasen moribundos y ciegos por el día. El campesino que remató al lobo me dijo, mientras le pelaba:
—Muchacho, si alguna vez te encuentras con un lince atontado con el nomeolvides, no lo mates. El lince es como un gato grande, pero en realidad nace del apareamiento de un lobo con una zorra y es mágico. Cúralo, dándole de beber vino dulce y recoge la orina en frasquitos; luego, los entierras quince días y verás cómo quedan unas piedras de lince rojo brillante. Unas piedras preciosas tan valiosas como rubíes.
Nunca lo probé, pues jamás me tropecé con un lince, pero sí que tuve otro encuentro con un depredador —y éste no iba atontado— al trepar una tarde a un árbol. Me gustaba trepar a los árboles, como a todos los niños, y algunos, tal el haya y el arce, que tienen ramas cerca del suelo, son fáciles de escalar. Otros, como el pino, parecen columnas y las ramas les crecen muy alto, pero a éstos también sabía trepar bien; me soltaba el cíngulo y hacía un lazo en sus dos extremos, metía los pies en ellos y lo pasaba a caballo por el tronco, agarrándome con los brazos, y así, la cuerda tensa sobre la corteza me permitía subir casi con la misma facilidad con que habría ascendido por una escala.
Bien, eso era lo que hacía una tarde. Estaba trepando a un pino, porque sabía que en él había un nido, un nido del pájaro llamado torcecuello. Muchas veces había observado maravillado la manera en que el torcecuello menea la cabeza como si fuera una serpiente, pero nunca había visto su cría y sentía curiosidad por ver cómo era. Pero sucedió que un glotón grande había decidido fisgar en el nido, había salido cautelosamente de su madriguera por la noche y había trepado al árbol antes que yo. Y nos vimos cara a cara, en lo alto, y el animal gruñó y me enseñó los dientes. Yo nunca había oído que un glotón atacase a la gente, pero en aquella situación era probable que aquél no se anduviese con escrúpulos; así que abandoné inmediatamente mis planes, y me dejé resbalar por el tronco.
Ya en tierra, nos quedamos mirándonos rabiosos los dos. Yo quería matarlo: por una parte, tenía un precioso pelaje con rayas blanquecinas y amarillentas y, por otra, debía ser el que muchas veces me había robado topos de los lazos. Pero no llevaba ningún arma y, si iba a por una, el animal escaparía. Entonces se me ocurrió una idea. Me quité la camisa y las calzas, las llené con matorrales de los que crecían al pie del árbol y apoyé aquel pelele en el tronco; me escabullí con cautela y fui corriendo cuanto pude, desnudo, hasta la abadía. Muchos monjes y campesinos que se hallaban trabajando en los campos se me quedaron mirando con ojos como platos al verme pasar a toda velocidad, y el hermano Vitalis, que estaba barriendo el dormitorio cuando yo irrumpí en él, lanzó un grito escandalizado, dejó caer la escoba y salió corriendo, seguramente a contarle al abad que el pequeño Thornnulus había comido nomeolvides y se había vuelto loco.
Saqué de debajo de mi camastro la honda de cuero que me había fabricado yo mismo, me puse a toda prisa la otra camisa y eché a correr de nuevo por donde había venido. Efectivamente, el glotón seguía allí, mirando furioso al pelele. Tuve que tirarle cuatro o cinco veces —no era David, precisamente—, pero por fin le alcancé con una fuerte pedrada, el animal cayó de la rama y yo ya tenía preparado un grueso tarugo para partirle la crisma. El glotón pesaba casi tanto como yo, pero pude arrastrarlo hasta la abadía, donde el hermano Policarpio me ayudó a pelarlo, y el hermano Ignacio, el costurero, a hacerme una cogulla para el manto de lana de invierno.
Había un animal salvaje que no era temible, y no desagradaba a nadie ni suscitaba ansias por hacerse con su piel. Era éste una pequeña águila marrón que no anidaba en los árboles, sino en las crestas del circo. Había otros rapaces en el Circo de la Caverna —halcones y buitres—, pero a éstos sí que se les tenía reparo; a los halcones porque atacaban los corrales y a los buitres por el simple hecho de ser tan feos y alimentarse de carroñas. Al águila se la apreciaba porque sus principales presas eran reptiles, y entre ellos el único venenoso del continente: la víbora amarilla y negra.
Bien porque el águila era lo bastante hábil para evitar la picadura de la víbora o fuese inmune a su veneno, yo veía muchas veces al ave y al reptil en una enconada pugna de la que el águila siempre salía victoriosa. Las víboras más grandes no son de gran tamaño ni pesan mucho, pero he visto a una de esas águilas luchar con una serpiente que era tan larga como yo de alto, y debía pesar seis veces más que el ave, y vencerla; y como el reptil muerto era demasiado peso para llevárselo entero, el águila cortó en trozos el cadáver con el pico y los espolones y se los fue llevando a su alto nido. Desde entonces, por pura admiración, llamé a esa águila juika-bloth, que en el antiguo lenguaje significa «lucho por sangre», y a la gente del valle, que siempre la había nombrado con la palabra latina águila, le gustó ese nombre y se lo siguen aplicando.
No sería mi única experiencia con ese ave, pues durante mi último año en San Damián, el juika-loth me resolvió el misterio de aquel surco profundo y pulido en la piedra que había en la balsa de las cascadas. Estaba yo un día bañándome a la hora del crepúsculo en aquella balsa, dejándome flotar perezosamente —por lo que el agua no se movía ni yo hacía ruido— cuando vi descender, revoloteando desde la cresta del muro, un juika-bloth que se dirigió a la piedra. Posada en ella, comenzó a pasar y pasar su curvado pico, de arriba a abajo, de un lado a otro, por el misterioso surco. Se lo afilaba, como haría un guerrero con la espada. Aquello me sorprendió y me emocionó, pensando en las innumerables generaciones de águilas que habrían hecho lo mismo a lo largo de los siglos hasta desgastar de aquel modo la piedra. Me quedé quieto observando al juika-bloth hasta que, convencido de que había afilado bien su temible pico para la próxima presa, alzó el vuelo y desapareció.
Lo que hice al día siguiente nunca me lo perdonaré. Pero yo, entonces, era un niño, ignorante de que un ave aprecia tanto su libertad, precisamente lo mismo que un niño. Fui otra vez a las cascadas, un poco antes por la tarde, con el manto de invierno y un fuerte cesto con tapa y eché en el surco de la piedra liga hecha con la parte interna de la corteza de acebo, que debe ser la sustancia más pegajosa que existe; pero aquello simplemente sujetaría al fuerte juika-bloth un momento, así que coloqué bajo la piedra un lazo de cuero crudo —era una versión agrandada de los lazos que utilizaba para cazar topos— y lo cubrí con hojarasca, cogí el extremo del cuero y me escondí detrás de un arbusto próximo. A la hora del crepúsculo vi que llegaba un águila. No sé si sería la misma del otro día, pero sí que hizo lo mismo: meter el pico en el surco. En seguida, profirió un chillido de angustia y comenzó a aletear furiosamente —de un modo muy parecido a como yo movía los brazos cuando nadaba hacia atrás— al tiempo que golpeaba con los espolones la piedra que la apresaba. Yo me puse en pie y lancé el lazo hacia el ave por la parte de atrás, por encima de la cola, y tiré de él. Luego, di un salto y le eché el manto por encima. Los siguientes minutos son un recuerdo borroso, y debieron ser ciertamente confusos, pues el juika-bloth no estaba atado, sino simplemente trabado, y tenía libres alas, pico y espolones para defenderse, y así lo hizo, destrozándome el manto y haciéndome sangre en los temblorosos brazos. Todo era un revuelo de lana y plumón, pero por fin pude reducirlo dentro del manto y, sujetándolo con los dos brazos, me arrastré con el bulto hasta donde había dejado el cesto, lo metí dentro y cerré la tapa.
Tuve aquel ave —a escondidas, porque en aquella época y lugar me habrían tomado por loco por tener un animal que no se ganaba la subsistencia— en una jaula que había en el palomar, a donde sólo iba yo, y la alimentaba con ranas, lagartos y otros animales que cazaba con trampas.
Por entonces yo no había oído hablar de «cetrería», y nada sabía de tal arte, a no ser que hubiese heredado de mis antepasados godos cierto instinto. Y eso debió ser, porque logré yo solo amaestrar al águila; comencé por cortarle la punta de las plumas de las alas para que no volase más que una gallina y siempre que la sacaba al campo la llevaba atada a una cuerda. Probando y probando —y tal vez por instinto— vi que el águila aprendía a quedarse quieta subida en mi hombro si le tapaba los ojos, y le hice una capucha de cuero. Usaba una serpiente muerta que cacé como señuelo y, dándole en recompensa trozos de carne, le enseñé a lanzarse sobre el cebo, gritándole «¡Sláit!», es decir, «¡Mata!». Para ello tuve que dedicarme a cazar serpientes, pues las destrozaba, y le enseñé también a que volviese a mí cuando decía «¡Juika-bloth!».
Así estábamos cuando al ave volvieron a crecerle las plumas de las alas. Un día, a campo abierto, le arrojé el señuelo de la serpiente lo más lejos que pude y, rezando para mis adentros, le solté la cuerda y la dejé libre, gritando al mismo tiempo «¡Sláit!». Habría podido volver a su vida libre, pero no lo hizo. Era evidente que había decidido tenerme como compañero, protector y provisor. Se lanzó obedientemente sobre la serpiente muerta, destrozándola con gran fruición hasta que grité «¡Juika-bloth!» y volvió volando a posarse en mi hombro.
Tuve aquel ave admirable conmigo, sirviéndome de diversos modos que relataré. Mencionaré únicamente que ambos teníamos algo en común, pues durante el tiempo que estuvimos juntos, el águila no pudo aparearse con otro miembro de su especie y nunca supe si era macho o hembra.