Capítulo 9
En la ciudad montañosa de Corfinium, un enclave de importantes vías romanas, estuvimos acampados unos días para que Teodorico recibiese la rendición de manos del urbis praefectus, darle las reglas por las que habían de regirse bajo la ley marcial, nombrar los habituales judex y oficial de justicia del tribunal y enviar cinco contubernio, de infantería como fuerza ocupante. Salimos de la ciudad por la vía Salaria y yo iba cabalgando y conversando de cosas intrascendentes con Teodorico en cabeza de la columna, cuando vimos que en nuestra dirección venía otra columna mucho menos numerosa con un grupo de jinetes escoltando a una bonita carruca tirada por mulas. Al detenernos las dos formaciones, salió del carruaje un hombre de pelo blanco muy acicalado y de aspecto distinguido a saludarnos; las sandalias rojas y la ancha banda roja de la túnica eran los símbolos inequívocos de su cargo, y pronunció con impecable acento romano el nombre de nuestro rey.
—Salve, Teodoricus. Soy el senador Festus, y quisiera hablar con vos.
—Salve, patricius —contestó cortésmente Teodorico, aunque sin ninguna ostentación; tal vez a mí me infundiera respeto ver por primera vez en mi vida un senador romano, pero a Teodorico le daba igual. Al fin y al cabo había sido cónsul del imperio oriental.
—Vengo de Roma a vuestro encuentro —continuó Festus—, pero esperaba haberos hallado más cerca de ella, y ahora veo que no pretendéis marchar sobre Roma.
—Dejo a Roma para el final —contestó Teodorico despreocupadamente—. ¿O es que me traéis la rendición incondicional?
—Es de lo que quería hablaros. ¿Nos apartamos del camino y nos sentamos cómodamente?
—Esto es un ejército y no llevamos asientos y comodidades para senadores.
—Pero yo sí.
Festus hizo seña a sus hombres y, mientras Teodorico llamaba a sus oficiales y hacía las presentaciones, la escolta del senador erigió rápidamente un espléndido pabellón con almohadones y hasta trajeron botas de vino de Falernio y vasos de cristal para servirlo. Festus seguramente habría iniciado una florida conversación, pero Teodorico le indicó que esperaba llegar al anochecer a Aufidena, la ciudad más próxima, y el senador fue al grano.
—Teniendo al anterior rey cercado, habiendo un nuevo emperador en el trono del Este, y siendo vos incuestionablemente quien manda, el senado romano, al igual que todos los ciudadanos romanos, no sale de su perplejidad ni de su incertidumbre. A mí me gustaría que la titularidad y el poder se transfiriese lo antes posible y sin entorpecimientos, para que el reinado de facto de Teodorico fuese un acto de jure. Aunque no pretendo representar el criterio de todo el senado…
—Al senado romano —le interrumpió tajantemente Teodorico— no se le pide criterio desde la época de Diocleciano.
—Cierto, cierto. Y durante el último siglo ha quedado reducido a un simple cuerpo que se limita a ratificar los actos y decretos del que manda.
—Querréis decir de cualquier bárbaro que manda. Emplead la palabra sin empacho, senador. Ya desde Estilicón, primer extranjero que tuvo influencia en el imperio, el senado romano no ha tenido otra función que corroborar y asentir.
—Vamos, vamos —replicó Festus, sin ofenderse—, su función no es enteramente superflua. Considerad el propio vocablo «senado» que deriva de «senex» y que significa asamblea de ancianos. Desde la antigüedad, una de las funciones de los ancianos de una tribu ha sido la de dar su aprobación a los logros de los jóvenes. Del mismo modo, Teodorico, necesitáis que vuestras hazañas sean reconocidas y que vuestra proclamación como rey sea legitimada.
—Sólo el emperador puede hacerlo, no el senado.
—Y por ello he venido. Como os decía, no represento a la mayoría senatorial, y considero innecesario deciros que esa mayoría se alegraría si vos y todos los demás bárbaros volvierais a las espesas forestas germanas para que ella fuese quien eligiese debidamente a sus gobernantes; pero represento una facción a la que le gustaría sobremanera ver que Italia vuelve a la paz y a la estabilidad. Y los senadores somos conscientes, en virtud de nuestras relaciones con Anastasio cuando era un simple funcionario del tesoro, de que es un hombre inclinado a vacilar y contemporizar. Por lo tanto, os propongo lo siguiente. Si me facilitáis transporte y un salvoconducto, iré a Constantinopla e instaré a Anastasio a que proclame inmediatamente que Odoacro está derrocado y que a partir de ahora sois Teodoricus Rex Romani Imperii Occidentalis.
—Rex Italiae es suficiente —replicó Teodorico sonriente—. No puedo declinar tan generoso ofrecimiento, senador, y os doy las gracias por vuestros buenos oficios. Id en buena hora y con mis deseos de éxito. Si seguís hacia el Norte llegaréis a la vía Flaminia, que os llevará a Ariminum, en donde el navarchus Lentinus, jefe de la flota del Hadriaticus, lleva a cabo un proyecto. Mi mariscal Thorn, aquí presente, conoce el camino y al navarchus. Saio Thorn encabezará vuestra escolta y se encargará de que Lentinus os haga embarcar en el primer navío para Constantinopla.
Así, Teodorico y el ejército continuaron sin mí y yo regresé por donde había venido a la cabeza del séquito de Festus; no podía quejarme de que me asignasen esa misión de escolta, pues así no tenía que dormir a la intemperie y alimentarme de la intendencia del ejército durante largas jornadas cabalgando, pues que el senador viajaba como es potestativo de un dignatario y de ello se beneficiaban sus acompañantes; se preveían todas las etapas del itinerario para que concluyesen en un pueblo o una ciudad con un buen hospitium, con excelente cocina y termas en condiciones.
En Ariminum, Lentinus procuró amablemente a Festus un crucero rápido que zarpó inmediatamente hacia Constantinopla; era el más pequeño de los veloces dromos y el senador no pudo embarcar más que a dos de sus ayudantes, dejando al resto de la comitiva con gastos pagados hasta su regreso, lo que significaba un enorme gasto, ya que probablemente no estaría de vuelta antes de cuatro semanas.
No tuve ocasión de pasear por Ariminum, pues Lentinus me instó a ir con él a ver lo que habían construido para el bloqueo de Ravena. Acababan de terminar los improvisados navíos de transporte de tropas y los habían puesto a flote cargados de soldados; el navarchus se las prometía muy felices, y deseaba ver la obra, y yo también. Así, al día siguiente cabalgamos juntos en dirección Norte por la vía Popilia. (Era cierto lo que me habían dicho de que la vía Popilia se hallaba muy descuidada; el pavimento roto y con hoyos, o faltando en largos tramos). Al término de la tarde llegamos al lugar en que concluía nuestra línea circular de asedio por tierra a Ravena en la costa sur; los centinelas se hallaban prudentemente situados fuera del alcance de las flechas de los defensores de la ciudad, pero lo bastante próximos para poder ver los muelles del puerto.
—En realidad, desde aquí no se ve Ravena —dijo Lentinus, mientras desmontábamos entre las tropas de asedio—. Eso que veis, muelles, embarcaderos y almacenes, es el suburbio mercantil y proletario de la ciudad, el barrio marítimo llamado Classis. La zona patricia, Ravena propiamente dicha, se halla a dos o tres millas tierra adentro y la une a Classis una calzada que cruza las marismas, bordeada de chozas y chabolas del suburbio llamado Cesárea en el que viven los trabajadores.
Era evidente que el puerto debía ser un lugar de gran actividad en tiempos normales; en su ancha y espaciosa dársena, protegida de los temporales por dos islotes, podían anclar doscientos cincuenta navíos y contaba con espaciosos muelles para la carga y descarga de todos ellos al mismo tiempo. Pero ahora sólo se veían algunos navíos, todos bien amarrados, con las escotillas bien cerradas, sin tripulación, con las velas bien recogidas y sin que hubiera barcas yendo y viniendo entre ellos y la orilla. En época normal, aun desde aquella distancia, habríamos contemplado el ajetreo de mozos de carga, carretas y carros en muelles y embarcaderos, pero ahora lo único que atisbábamos eran algunas personas paseando; los tinglados estaban cerrados, no salía humo de las fraguas y las grúas de molino de rueda estaban inmóviles. Sólo vi seis cosas en movimiento: seis pesados artefactos que avanzaban despacio, uno detrás de otro, desde un extremo a otro del puerto por delante de los islotes; se balanceaban mucho, pero lograban mantener la formación a cierta distancia formando dos líneas paralelas de tres unidades en sentido opuesto. Salvo por los escudos de los guerreros colgados en la borda y las puntas de las lanzas que brillaban por encima de ellos, los artefactos tenían aspecto de inmensos cajones. Cada uno de ellos contaba con dos filas de remeros, pero carecían de mástiles, y sus extremos eran cuadrados de manera que pudieran indistintamente ser la proa o la popa.
—Así no tienen que virar en redondo conforme van y vienen —me dijo Lentinus—. Es mucho más fácil para los remeros dar la vuelta en el banco y cambiar de dirección que virar para que den la vuelta a esos mazacotes. Y así, yendo y viniendo de un lado a otro del puerto, por lentos que sean, dos cualesquiera de ellos que converjan pueden interceptar cualquier barco que quiera entrar en el puerto. Cada uno de ellos carga cuatro contubernia de lanceros ostrogodos, armados también con espada; tropa suficiente para abordar cualquier navío mercante y reducir a la tripulación.
—¿Y han tenido el placer de atacar ya a algún barco enemigo? —inquirí.
—De momento no, y no espero que lo hagan. Cuando comenzaron a patrullar apareció entre los dos islotes un gran navío cargado de maíz seguido de una hilera de barcazas remolcadas por galeras, pero al ver relucir las armas, viraron en redondo y desaparecieron en altamar. Creo que hemos logrado interrumpir el abastecimiento por mar.
—Cuánto me alegro —musité.
—Y puedo aseguraros que, por la vía Popilia, les ha llegado poco tocino —prosiguió Lentinus— desde que se iniciaron los trabajos de las barcazas de bloqueo. Si la línea de asedio es tan infranqueable en todo el derredor de la plaza, y así lo creo, lo único que entra y sale de Ravena es algún mensaje. Vuestros hombres han comunicado que se ven antorchas que comunican desde las marismas según el sistema de señales de Polibio y que les contestan desde las murallas. Es evidente que Ozoacro tiene partidarios fuera de la ciudad, pero a partir de ahora las únicas reservas de alimentos en Ravena son las que hayan podido recibir antes por mar.
—Odoacro aún puede sostenerse mucho tiempo, pero tendrá que ceder —comenté complacido.
—Y estoy preparando otra cosa —añadió Lentinus con una gran sonrisa— para molestar su resistencia. Hagamos noche aquí con las tropas, saio Thorn, y mañana recorreremos la línea de asedio hasta el río y os enseñaré algo mucho más divertido que esos cajones flotantes.
Pensé que tendríamos que rehacer el camino por la vía Popilia para dar la vuelta a Ravena, pero resultó que las tropas que la asediaban, como no tenían mucho que hacer, habían marcado un sendero de ronda bien afirmado entre las charcas y arenas movedizas. Así, al día siguiente pudimos cabalgar casi tan rápido y sin dificultad como por la destrozada vía. El sendero se internaba y llegaba hasta el camino de las marismas en donde yo había visto las señales de antorchas —aunque esta vez lo cruzamos más cerca de las murallas, a distancia visible— y por fin llegamos al río. Allí, la línea de asedio quedaba interrumpida, pero vi que continuaba en la otra orilla. En ésta, un grupo de hombres, desnudos hasta la cintura debido al calor, se afanaban en el proyecto de que me había hablado Lentinus.
—Éste es el brazo del río Padus situado más al sur —dijo—. Advertiréis que a nuestra izquierda se divide en dos ramales que rodean las murallas de Ravena antes de desaguar en el mar. No es una circunstancia enteramente natural, porque el foso se construyó para abastecer de agua a la ciudad. Aunque, como veis y podéis oler, el agua del río no es muy limpia, dado que cruza las ciénagas; pero es la única de que dispone Ravena, ya que el acueducto hace años que está abandonado. Así pues, las aguas discurren lamiendo las murallas y penetran en la ciudad a través de unos arcos bajos que las canalizan. Lo que estoy disponiendo es que esas aguas introduzcan en Ravena algunas sorpresas.
—Para ser un observador neutral, navarchus, parece que os ha ganado el espíritu de conquista —comenté, admirado—. Lo que construyen esos hombres, ¿son embarcaciones? Me parecen demasiado frágiles para transportar tropas.
—Barcas son, pero irán sin tropas. Por eso no es necesario que sean sólidas. Y son expresamente pequeñas para que pasen por los arcos.
—¿Y por qué, entonces, llevan mástil y vela? ¿No les impedirán el paso por los arcos?
—Los salvarán al revés —contestó él, sonriente.
—¿Cómo? —exclamé, mirando perplejo a él y a la barca en cuestión. Si los artefactos de bloqueo del puerto eran cajones gigantescos, aquellas barquitas eran una especie de tinas del tamaño de un hombre; en los dos o tres casi acabados, estaban acoplando un mástil, un mástil sin desbastar con una pequeña vela cuadrada.
—Las barcas se deslizan por la superficie, como cualquier navío —prosiguió Lentinus—, pero con la vela sumergida; así la corriente las impulsa despacio para que no vayan a la deriva y puedan enredarse en los juncos de la orilla o se atasquen en los arcos de los estrechos canales. Y en la concavidad del casco es donde llevan la carga.
—Muy ingenioso —musité admirado.
—No es invento mío. Los antiguos griegos, cuando aun guerreaban entre sí, lo llamaban khelé, la pinza del cangrejo. Si había una flota enemiga anclada en un puerto, los enviaban corriente abajo para que se infiltraran entre los barcos enemigos, desgarrándolos por debajo.
—Desgarrarlos ¿cómo? —inquirí—. ¿De qué vais a cargarlos?
Me enseñó uno de los khelaí terminados que cargaban en aquel momento.
—Con fuego húmedo, como decimos los marinos. Otro invento de los griegos antes de convertirse en una nación decadente. Es una carga consistente en una mezcla de azufre, nafta, brea y cal viva. Tal vez sepáis, saio Thorn, que la cal, al mezclarse al agua, se altera y cuece, y desprende suficiente calor para encender los otros ingredientes, y la mezcla arde furiosamente bajo el agua. Ya habéis visto lo frágiles que son los khelaí. Bien, los he calculado para que aguanten flotando hasta dentro de Ravena; una vez allí comenzarán a hacer agua y ésta hará que reaccione la cal y… ¡euax, el fuego griego! —concluyó con una sonrisa de muchacho travieso, impropia de un hombre maduro.
—¡Qué maravilla! —exclamé, admirado sin reservas, aunque pensé que debía hacerle una advertencia—. Pero supongo que Teodorico querrá tomar Ravena más o menos entera, y no creo que aplauda el que se la reduzcáis a cenizas.
—Eheu —exclamó, echándose a reír—, perded cuidado. Le hago esto al maldito Ozoacro para perturbar el sueño de sus tropas. Aunque confieso que también por procurar cierta diversión a vuestros soldados, tan aburridos con el asedio en esta solana insoportable. Cuando hagan efecto los primeros khelaí dudo mucho que los defensores dejen entrar ninguno más que pueda estallar, pero así estarán todos nerviosos y atemorizados.
Cuando anocheció, siguiendo las instrucciones de Lentinus, varios soldados se echaron a nadar para llevar los khelaí al centro del río y que la corriente los arrastrase. Una vez que los tres artefactos siguieron corriente abajo y desaparecieron, todos nos acercamos a la orilla para contemplar el distante resplandor rojizo que proyectaban en el cielo las lámparas y los fuegos de Ravena. Si algún centinela veía que se aproximaban los khelaí, seguramente pensaría que eran troncos, ya que en el río flotaban muchos restos; al menos uno de ellos cruzaría las murallas por algún canal. Vimos cómo el fulgor del cielo aumentaba de pronto y saltamos alborozados con gritos de «¡Sai!». y «¡Euax!», dándonos palmadas en la espalda. El fuego griego estuvo ardiendo un buen rato y nos imaginamos, con gran contento, a los habitantes yendo de un lado para otro consternados, tratando inútilmente de apagar unas llamas que misteriosamente se resistían al agua.
Cuando disminuyó el resplandor, dije a Lentinus:
—Gracias por el espectáculo. Mañana ya no estaré para compartir la diversión con vosotros, pues he de comunicar a Teodorico cómo está la situación aquí; no olvidaré alabar vuestro ingenio.
—¡Oh no, os ruego que respetéis mi neutralidad! —replicó él, sonriente, alzando una mano en signo de protesta.
—Muy bien. Alabaré la calidad de vuestra neutralidad. Y neutral o no, vos seréis el primero en comprobar si Ravena se cansa del fuego griego o vacía del todo sus despensas, o simplemente se harta de estar sitiada y cede. Así pues, confío en que enviéis un emisario a galope en cuanto se rinda.
Pero Ravena no se rendía.
Siguió cerrada a cal y canto y sin comunicaciones. Ni siquiera dio salida a un emisario que inquiriese sobre la posibilidad de negociar una capitulación favorable. Y como nada podíamos hacer, salvo esperar que el prolongado asedio venciera la obstinación de Odoacro, Teodorico decidió olvidarse de la situación y dedicarse en los meses que siguieron al gobierno de sus nuevos dominios como si la bloqueada capital y el ex rey no existiesen.
Comenzó, por ejemplo, a repartir entre sus seguidores las buenas tierras que le habían conquistado, y, como no había batallas en perspectiva, dispersó a las tropas en destacamentos por todo el país. Luego, emulando en términos generales al tradicional sistema romano de «colonatus», concedió a cada soldado una parcela de terreno (si el soldado quería tierra) para poder construir, cultivarla o dedicarla a pastos. Por supuesto, muchos, en vez de tierra, optaron por una suma equivalente en dinero para poner una tienda, una herrería, una caballeriza o cualquier otro modesto negocio en pueblos y ciudades. Las tabernae contaron con muchos adeptos.
Todo aquello seguía su curso y Odoacro no debía ignorarlo a juzgar por las señales de sus speculatores; se daría cuenta de que había acabado para siempre su reinado. En Ravena debían tocar a su fin las posibilidades vitales, y hombre razonable habría debido solicitar tregua. Pero transcurrió otro invierno y de la sitiada ciudad no salieron ni personas ni noticia alguna. Ravena no se rendía.
Conforme los veteranos de la conquista se asentaban y se adaptaban a su nueva condición de propietarios, y únicamente guerreros cuando la necesidad lo impusiera, muchos de ellos —con el permiso y ayuda de Teodorico, e incluso por estímulo de él mismo— comenzaron a traer a Italia a las familias que habían dejado en Mesia. Las barcazas del Danuvius y del Savus que antes habían servido para transportar nuestros pertrechos militares, remontaban ahora esos dos ríos cargadas de mujeres y niños, ancianos y enseres domésticos; desde el nacimiento del Savus en Noricum Mediterraneum las familias llegaban por tierra, en convoyes de carros de la intendencia militar, a través de Venetia a sus diversos destinos.
Teodorico ya había hecho venir a su familia, que, naturalmente, había viajado más cómodamente; sus dos hijas llegaron acompañadas de dos primos, un joven y una joven, al cuidado todos de la tía de las princesas, la madre de los primos, que no era otra que Amalafrida, hermana de Teodorico. Era la primera vez que veía a la herizogin Amalafrida y la encontré bastante atractiva; era una mujer alta, delgada, elegante y serena. Su hija, Amalaberga, era bastante guapa y de carácter tímido y retraído, mientras que el hijo, Teodato, era un joven taciturno, de gruesas mandíbulas llenas de granos, que no me gustaba nada.
Las princesas Arevagni y Thiudagotha se echaron alborozadas en mis brazos dando gritos de contento; ya eran las dos unas mujeres, muy hermosas cada una en su estilo, y de actitud muy principesca; yo me había temido tener que decirle a Thiudagotha la muerte de su pretendido esposo, el rey Freidereikhs, aún príncipe Frido la última vez que ella le había visto, pero, como habría debido imaginarme, la noticia ya hacía tiempo que había llegado al palacio de Novae. Si Thiudagotha había llorado amargamente al saberlo, al menos no iba a dolerse toda su vida; en todas las ocasiones en que surgió en nuestras conversaciones el recuerdo de Frido, ella tuvo la entereza de no llorar ni caer en la sensiblería.
Teodorico alojó un tiempo a los miembros de su familia en una buena mansión de Mediolanum que le había correspondido en el botín, pues ya había ordenado que le construyesen allí un palacio y otro en Verona, que sería siempre su ciudad preferida en Italia. Además, cuando comenzó a repartir parcelas, me había preguntado qué deseaba yo, si otra finca o una residencia en algún pueblo o ciudad. Yo se lo había agradecido, pero no quise aceptar nada, alegando que estaba más que satisfecho con mis tierras en las afueras de Novae y no quería verme abrumado con demasiadas propiedades.
Todo esto sucedía y Odoacro debía saberlo por las señales de sus speculatores. ¿Cuál sería su estado de ánimo ahora que las familias de los conquistadores estaban instaladas en lo que habían sido sus dominios? ¿Y cómo sería ahora la vida en aquella ciudad cerrada? Pero Ravena seguía sin rendirse.
Hay otras cosas que debo mencionar en relación con los repartos de tierras. Nadie habría considerado extraordinario que un invasor se apropiase con todo derecho de hasta el último jugerum de la tierra conquistada, y la gente habría podido esperar con toda lógica que ello provocase un angustioso lamento por parte de los terratenientes desposeídos; pero nada de eso sucedió en Italia. Teodorico únicamente se apropió —para compartirlo con sus tropas— del tercio de tierras de la península que Odoacro ya había confiscado a sus propietarios años antes. Incluso lo que el propio Teodorico se quedó —la mansión de Mediolanum en que alojó a sus reales parientes y la tierra en que construía su nuevo palacio— también lo incautó de lo que antes Odoacro había arrebatado a otros. Así, por decirlo en pocas palabras, los antiguos propietarios de esas tierras e inmuebles no se vieron peor que antes, y, lejos de presentar quejas, quedaron gratamente sorprendidos y muchos de ellos alabaron la benevolente contención de Teodorico.
Bueno, algunos se sintieron ofendidos. Odoacro había obsequiado con las tierras confiscadas a sus cómplices y partidarios, y éstos guardaron rencor a Teodorico por arrebatarles sus regalos; algunos gozaban de altos cargos administrativos en Roma, Ravena y las más alejadas provincias y, por un motivo u otro, hubo de dejárselos, y ésos fueron los que, con la influencia que poseían, la utilizaron en contra de Teodorico.
Me apresuraré a decir que los miembros del senado romano no se contaron entre los descontentos; cierto que muchos senadores detestaban lógicamente a los extranjeros al principio, pero todos daban prioridad a los intereses de Roma y algunos, como Festus, colaboraron de buen talante con Teodorico desde el principio. En cualquier caso, nadie habría soñado con tamaña codicia o mezquindad para ponerse a lloriquear por la «disolución de propiedades»; el senado era, como siempre lo había sido, una asamblea de ancianos de las más antiguas familias romanas, y ninguna familia patricia se habría prestado a semejante iniquidad. Además, a cualquiera de aquellas familias aristocráticas se les habría podido privar de un tercio de sus propiedades sin que se vieran en gran apuro y a algunas sin que incluso lo notaran.
Pero hubo otros que, al verse beneficiados durante el reinado de Odoacro, le habían apoyado con gran complacencia —en particular la Iglesia cristiana católica y sus prelados, cuyas propiedades Odoacro había eximido de confiscación— y cuando Teodorico comenzó a repartir tierras entre sus soldados los hombres de la Iglesia se echaron a temblar, convencidos de que un «malvado arriano» les arrebataría con perverso júbilo las tierras y sus propiedades privadas. Efectivamente, corrió el rumor de que el obispo de Roma, el patriarca Félix III, había muerto abatido por una apoplejía provocada por ese temor. Pero Teodorico, igual que Odoacro, se abstuvo de tocar lo más mínimo las propiedades de la Iglesia. Sin embargo, no por eso los clérigos cesaron en sus abominaciones; los mismos obispos y sacerdotes que habían entonado el hosanna porque su hijo católico Odoacro había «respetado la santidad» de sus propiedades, ahora afirmaban que el arriano Teodorico no se atrevía a atacarlos, que era un hombre débil y un enemigo despreciable. En cualquier caso, por el motivo que fuese, había muerto el papa Félix, y le sustituyó un anciano llamado Gelasio, quien, con su ascenso, añadió una nueva vejación a Teodorico.
—El obispo Gelasio, o el pontífice, si queréis —dijo el senador Festus—, está muy mal visto en Constantinopla.
El senador acababa de regresar de su viaje y, en la audiencia que le había concedido Teodorico, aquello era lo primero que decía. Todos los que estábamos en el salón le miramos perplejos.
—¡Por Plutón que a mí eso me tiene sin cuidado! —exclamó Teodorico—. Fuisteis a obtener el reconocimiento imperial de mi reinado. ¿Os lo han dado?
—No —contestó Festus—. Pensé que convenía deciros gentilmente por qué Anastasio lo niega.
—¿Que lo niega?
—Bueno, lo retiene. Él sostiene que si no sois ni capaz de reprimir el mal comportamiento de un obispo polémico, es evidente que aún no tenéis bien metidos en cintura a vuestros súbditos y…
—Senador —dijo Teodorico en tono glacial—, ahorraos la retórica y las buenas palabras. Mi buen humor roza el límite.
—Parece ser que el primer acto de Gelasio como obispo patriarca de Roma —comenzó a decir sin circunloquios Festus— ha sido acusar a su hermano prelado, el patriarca Akakiós de Constantinopla —la noticia llegó estando yo allí—, de no haber sido lo bastante severo para suprimir a ciertos elementos difamadores que hay en la Iglesia de Oriente, y el pontífice exige que se borre el nombre de Akakiós de la lista de padres de la Iglesia a los que rezan los creyentes. Me han dicho que todos los cardenales de Roma están enviando pastorales a toda la cristiandad prohibiendo las preces de los fieles. Y, como podéis imaginar, esto ha causado gran indignación en Constaninopla. Anastasio dice que duda en nombraros Teodoricus Rex Romani mientras sus airados súbditos piden que Roma sea arrasada y que todo el que tenga la menor gota de sangre romana sea condenado a la gehenna. Eso es lo que dice. Dede luego, no es más que una excusa para posponer vuestro…
—¡Skeit! —tronó Teodorico, dando tal puñetazo en el brazo del sillón que casi lo astilla—. ¿Es que ese viejo loco cree que voy a mediar en una disputa de obispos? Tengo toda una nación que necesita gobierno y se me niega la autoridad para hacerlo. Me niego a creer que una disputa eclesiástica tenga prioridad.
—Por lo que pude entender —prosiguió Festus con cautela—, la disputa afecta a la facción monofisita de la Iglesia de Oriente. Parece ser que Gelasio la considera un elemento disolvente y que Akakiós es abiertamente tolerante. Los monofisitas creen que la naturaleza divina y humana manifiesta en la persona de Jesús…
—¡Iésus Xristus! ¡Otra de esas enrevesadas disquisiciones! Discuten por la sombra de un burro, como dicen los rústicos. ¡Skeit! Llevamos casi quinientos años de cristianismo y los padres de la Iglesia siguen ignorando al mundo que les rodea mientras se enzarzan en sutilezas teológicas. Pretenden ser sabios que reflexionan sobre profundas cuestiones y ni siquiera saben elegir títulos adecuados para su cargo. ¡Pontífice! ¡Hay que ver! ¿Es que no sabe Gelasio que el pontifex era un sumo sacerdote pagano? ¡Diáconos cardenales! ¿Ignoran que Cardea era la diosa de las puertas? ¡Por la Estigia, si Anastasio quiere que mejore la Iglesia cristiana, que empiece por arrojar un poco de luz en la ignorancia de los cristianos!
—Ja, ja —bramó saio Soas, secundando a Teodorico, que había callado—. Además, todos los obispos patriarcas ansian llamarse papa para estar a la altura del santo León que vivió hace cincuenta años, y a quien los cristianos de Roma llamaban cariñosamente papa por considerarle autor del milagro que había alejado a Atila de Italia, aunque lo cierto es que los hunos, siendo seres acostumbrados al clima frío del Norte, temieron fiebres y pestilencias en estas tierras más calurosas del Sur. Por eso Atila no invadió la península. El papa León sería santo, pero en eso no intervino para nada.
—Volvamos a los asuntos actuales —dijo el senador—. Teodorico, si Anastasio no os cede Roma, que sea la ciudad quien se os entregue. Todos saben que sois el nuevo rey, con sanción imperial o sin ella. Aunque Roma no es la capital, estoy seguro de que puedo convencer al senado para que os conceda un desfile triunfal y…
—No —replicó Teodorico enfurruñado.
—¿Por qué no? —inquirió Festus, algo exasperado—. Roma es vuestra —la ciudad eterna—, aunque me han dicho que no os habéis acercado a verla, ni siquiera desde lejos.
—Ni pienso hacerlo ahora —respondió Teodorico—. Juré no poner el pie en Roma hasta ser rey de Roma. Y no puedo ser rey hasta que primero entre en Ravena y celebre en ella mi triunfo. Si Anastasio me hubiera dado lo que es justo, me contentaría con esperar a que Odoacro se pudriera en Ravena, pero ya no puedo esperar. Saio Thorn —añadió, volviéndose hacia mí—, tú conoces esa región mejor que nadie de los que estamos aquí. Vuelve allá, averigua cómo Odoacro ha resistido tanto tiempo y encuentra un modo eficaz para que pueda desalojarlo. ¡Habái ita swe!