Capítulo 2

Vindobona es, igual que Basilea, una población que ha crecido en torno a una guarnición defensiva de las fronteras del imperio romano, aunque es mucho más grande, más populosa y más activa y monumental que Basilea, dado que se halla situada en la confluencia de varias calzadas romanas y a orillas del rápido, ancho y oscuro Danuvius, la vía de agua con mayor tránsito de Europa.

En aquel poderoso río hay más gabarras y barcazas que barcas de pesca, algunas de ellas casi tan grandes como navíos y propulsadas por numerosos remeros, en algunos casos en dos o tres bancos, ayudándose cuando hay viento favorable con velas cuadradas. Estas embarcaciones de transporte viajan con la seguridad de no ser atacadas y saqueadas por Piratas o bandas armadas porque unos navíos de Roma que componen la flota de Pannonia, bien armados y de aguda proa, patrullan constantemente desde sus bases de Lentia y Mursa, río arriba y aguas abajo respectivamente.

La fortaleza de Vindobona, en la que está acantonada la Legio X Gemina, tiene capacidad para una guarnición seis veces mayor que la de Basilea y las defensas y bastiones que la rodean disponen de trampas, fosos, estacas y picas también más numerosos y más resistentes que las de aquella plaza; se halla situada en lo alto de un promontorio que domina un estrecho brazo del Danuvius, pero la ciudad que la rodea se extiende hasta las orillas del curso principal del río y sobre una extensión considerable de la llanura.

No es, como Basilea, una población de casas modestas con sus cabanae y sus talleres. En Vindobona, casi todos los edificios son de piedra o ladrillo, y muchos son inmensos y de una altura de tres o cuatro pisos; hay lujosas residencias y termas, lupanares, deversoria para viajeros y gasts-razna, almacenes en las orillas del río y grandes mercados con soportales en los que abundan talleres, herrerías y tiendas de todo tipo. Empero, en medio de los edificios más imponentes, hay también pequeñas tiendas selectas en las que venden alhajas, sedas, perfumes y otras codiciadas mercancías. Cuenta incluso con varios templos dedicados al culto de diversos dioses paganos, ya que la población la forman gentes de varias razas, naciones y religiones; no debe de haber muchos cristianos, o al menos no deben ser muy devotos, porque en toda la ciudad no vi más que una iglesia católica y otra arriana, y las dos eran modestas, de sencillo aspecto y algo deterioradas, mientras que los templos eran lujosos y bien cuidados.

Por otra parte, Vindobona es una ciudad moderna y de cultura refinada como Roma, aunque en menor escala, claro, que se jacta de ser la más antigua del imperio después de la Ciudad eterna; sus cronistas dicen que cuando Rómulo y Remo estaban fundando su ciudad (y peleándose por cómo habían de trazarse las calles), una primitiva tribu de celtas, ya hace tiempo desaparecida, acampaba permanentemente en los terrenos de Vindobona, y que el asentamiento duró hasta que hace unos tres siglos Marco Aurelio fortificó toda la frontera norte del imperio, es decir las orillas sur y oeste del Rhenus y del Danuvius, con torres vigía, baluartes, burgos y destacamentos, y situó uno de ellos en el actual emplazamiento de la ciudad.

Thiuda no comenzó a ensalzarme a voz en grito y a pregonar mi magnificencia hasta que cruzamos los arrabales y afueras de Vindobona y entramos en la ciudad. Así, mientras el voceaba y yo fingía tenaz indiferencia y los viandantes se apresuraban a saludar solícitos, recorrimos una amplia avenida al final de la cual se veía la empalizada de la fortaleza. Al cabo de un rato, Thiuda cesó su vociferante panegírico y, ya a mi lado, se dedicó a preguntar a cuantos pasaban:

—¡Escuchad gentes! ¡Decidnos dónde está el lugar de alojamiento más excelente, más palaciego y más costoso de esta ciudad, pues mi principesco fráuja no acepta más que el alojamiento de mayor rango!

Varios de los que nos oyeron nos indicaron inmediatamente varias direcciones, pero casi todos coincidían en que «el deversorium de Amalrico el Gordo» era el que más nos complacería. Así, Thiuda señaló a uno de los que lo había comentado y le ordenó:

—¡Condúcenos allá! Y tú, buen hombre, corre delante de nosotros a anunciar nuestra llegada a Amalrico el Gordo —añadió apuntando implacable con el dedo a otro que también nos lo había aconsejado—. Así tendrá tiempo de reunir a su familia y servidumbre ante la puerta para dar cumplida bienvenida a Thornareikhs, el huésped más distinguido que ha honrado su establecimiento.

Aquel descarado despotismo de Thiuda me causó rubor y musité «Iésus» para mis adentros. Pero, para mi gran sorpresa, le obedecieron y uno de los hombres echó a correr acto seguido y el otro, no sólo nos precedió, sino que se unió a Thiuda vociferando «¡Paso! ¡Paso a Thornareikhs!». Se me disipó el rubor por la impostura y meneé la cabeza maravillado. Cuánta razón tenía Thiuda. Basta con proclamar que eres alguien, creyéndotelo, y lo eres realmente.

El deversorium era en verdad una buena posada de ladrillo, con tres pisos y una entrada decorada con casi tanto colorido como las de Haustaths; el dueño era realmente gordo, igual que la mujer que supuse sería su esposa y los dos adolescentes que debían ser los hijos; se notaba que habían vestido sus mejores ropas y a toda prisa, pues se las veía a medio abrochar. El amplio y acogedor patio lo llenaba la servidumbre, que, igual que la familia, había salido a recibirme; algunos llevaban delantal, otros esgrimían cucharones y otros plumeros. En algunas ventanas de los pisos se asomaban curiosos otros huéspedes.

Gordo como era, el posadero hizo una profunda reverencia y dijo en latín, gótico y griego:

¡Salve! ¡Háils! ¡Khaíre!

No era la fórmula prescrita para condición real, noble, gubernamental o clerical, pero como Thiuda en su pregón había cautelosamente evitado decir quién era exactamente, el hombre dijo lo mejor que sabía.

Yo miré altivamente hacia abajo y dije con pasmosa indiferencia:

—¿Eres Amalrico, niu?

—Lo soy, Señoría. Vuestro indigno servidor Amalrico, si a vuestra Señoría le place mandarme en el antiguo lenguaje. En griego, mi nombre es Eméra, en lenguaje celta, Amerigo y en latín, Americus.

—Creo que —dije displicentemente— te llamaré… Gordo —alguien en el patio soltó una risita, y Thiuda me dirigió una mirada sonriente, asintiendo con la cabeza, mientras que Amalrico hacía una reverencia aún más profunda—. ¿A qué aguardas, pues, Gordo? Ordena a un mozo que coja nuestros caballos.

—Lamento que no tuviera noticia antes de vuestra visita, Señoría —dijo el Gordo retorciéndose las manos, mientras él y su esposa nos hacían pasar—. Os habría ofrecido el mejor aposento de nuestra casa, pero ahora…

—Ahora que estoy aquí, me lo ofreces —dije, que empezaba a encontrar natural mi grosera actitud.

—¡Oh, vái! —gimió el hombre—. Es que esta misma tarde espero la llegada de un mercader riquísimo que siempre lo ocupa y que…

—¿Eso dices? ¿Cuánto vale ese ricacho? —repliqué, y vi que Thiuda reía en silencio a espaldas del Gordo—. Cuando llegue, lo compraré. Puede servirme de esclavo de reserva.

Ne, ne, Señoría —dijo el Gordo, suplicante, comenzando a sudar—. Le daré otro aposento con excusas que no le ofendan… Quiero decir que podéis disponer del aposento. Muchachos, traed el bagaje de Su Señoría. ¿Puedo preguntaros, Señoría, si deseáis también aposento para vuestro… heraldo… sirviente… esclavo? ¿O suele dormir con los caballos?

Yo habría dicho algo desagradable en consonancia con la farsa que interpretaba, pero Thiuda se me adelantó.

Ne, buen posadero Gordo. Indícame la posada más próxima, barata y miserable, y me contentaré con un catre. Sólo voy a estar esta noche en Vindobona, pues mañana he de levantarme al amanecer a hacer lejos de aquí encomiendas de mi fráuja Thornareikhs. Mensajes urgentes y secretos, ¿sabes? —añadió, inclinándose hacia él y cubriéndose la boca con la mano.

—Claro, claro —contestó el Gordo impresionado—. Bien… la más próxima… veamos —añadió, rascándose la calva reluciente de sudor—. Pues, el tugurio miserable de la viuda Dengla, que a veces atrae engañosamente a extranjeros incautos a que se alojen allí, pero nunca permanecen mucho tiempo porque les roba las cosas.

—Yo dormiré encima de mis pertenencias —contestó Thiuda—. Ahora… posadero, sólo permaneceré aquí el tiempo justo para probar los excelentes platos y frescos vinos del excelente banquete que estoy seguro ofrecerás a mi señor. Pues, por supuesto, Thornareikhs no accedería a probar un solo bocado hasta que yo no haya comprobado que todas las viandas han sido enteramente preparadas a su gusto.

—Naturalmente, naturalmente —dijo el pobre hombre, sudando ya de tal modo que parecía un asado—. Cuando Su Señoría se haya lavado y refrescado, estará preparada la mesa con las más exquisitas viandas de nuestras despensa y con los vinos de nuestra bodega. Si Vuestra Señoría se digna seguirme —añadió, dirigiéndose a mí con gesto de desesperación— le mostraré sus aposentos.

Thiuda nos siguió escaleras arriba junto con los dos hijos que transportaban mis modestas alforjas. Los aposentos eran de lo más confortable y estaban bien amueblados, limpios y ventilados, pero yo, desde luego, los miré frunciendo la nariz como si me hubiesen hecho pasar a una pocilga y despedí a los posaderos con un gesto de desdén; en cuanto hubieron salido, Thiuda y yo nos echamos uno en brazos del otro, riendo a carcajadas y dándonos palmadas en la espalda.

—¡Eres el pecador más desvergonzado que he visto en mi vida! —exclamé cuando pude hablar—. Y yo, por seguir tu farsa, engañando a todo Vindobona… y a ese gordo desgraciado…

—Que el diablo se los lleve —dijo Thiuda sin dejar de reír—. Ese gordo, lo sepa o no, es tan farsante como tú.

Llevará el nombre de Amalrico, pero puedo asegurarte que no tiene la menor relación con el linaje real Amalo de los ostrogodos. Engáñale cuanto puedas.

Aj, me divierte hacerlo —dije, dominándome un poco—. Ahora bien, puede resultar muy caro. ¿Has visto a los huéspedes mirando por la ventana y escrutándonos en el vestíbulo? A juzgar por sus ropas son personajes ricos y de importancia.

Thiuda se encogió de hombros.

—Por lo que yo he vivido, los más pomposos y pretenciosos son más fáciles de engañar que los suspicaces posaderos y mercaderes.

—Lo que quiero decir es que si he de guardar las apariencias, tendré que gastarme dinero en un atavío en consonancia.

—Si quieres —contestó Thiuda, encogiéndose otra vez de hombros—. Pero me parece que lo has hecho muy bien. Podrías probar a vestirte con más mugre y actuar con mayor vileza. Y hablando de mugre, vamos a quitarnos el polvo del camino y luego bajamos al comedor y nos enfurecemos si no han puesto aún la mesa y así forzamos al gordo Amalrico a que nos apacigüe con sus mejores vinos.

Y es lo que hicimos. Como habíamos pedido que nos dieran de comer a una hora tan intempestiva, entre el prandium del mediodía y la cena de la noche, éramos los únicos en el comedor. Y debo decir que todo era tan apacible y acogedor como en aquel comedor estilo romano que había visto en Basilea; las mesas estaban recubiertas con manteles limpios de lino y había camillas en vez de sillas, banquetas o bancos. Nos reclinamos ante una de las mesas y comenzamos a tamborilear en ella impacientes con los dedos, por lo que el Gordo se llegó corriendo a deshacerse en excusas por no tener la mesa lista, gritando a sus hijos que trajeran vino.

Los chicos entraron con una pesada ánfora, que ambos miramos con cierta sorpresa y alegría, pues en nuestra época de modernos barriles y toneles es raro ver un ánfora antigua auténtica de barro cocido; era, además, no de las que tienen el fondo plano, sino ahusado, de modo que no se tienen en pie, por lo que nos imaginamos que había estado hundida en la tierra de la bodega para que el vino madurara, y nos congratulamos con la prometedora perspectiva de que no sería vino corriente de taberna.

No obstante, cuando el Gordo rompió el sello, metió un cazo de mango largo y sirvió el rojo líquido en una copa, Thiuda lo cogió con gesto imperioso, lo olió con suspicacia, dio un sorbo, lo paladeó lentamente y puso los ojos en blanco. Yo creo que habría osado decir que no era bueno y pedir otra ánfora de no haber estado sedientos del viaje. Por ello, lanzó un simple gruñido y dijo:

—Un Falerno decente. Está bien.

Y dejó que el satisfecho posadero nos llenase las copas.

Luego, cuando comenzaron a traer la comida —en diversos platos, siendo el primero una sopa de sesos de ternera con guisantes— yo hice caso omiso hasta que Thiuda fue probándola ceremoniosamente para, tras una pausa inquietante, dar su parecer de «aceptable» o «adecuado», e incluso de «satisfactorio» en uno de los platos, lo que casi hizo que el Gordo se echase a bailar de alegría; pero una vez cumplimentada la farsa, Thiuda atacó con ganas y se puso a devorar con el mismo apetito que yo.

Entre los dos platos principales —anguilas del Danuvius braseadas con hierbas y liebre guisada con salsa al vino— hice una pausa para eructar, respirar y preguntarle a Thiuda:

—¿De verdad que te vas tan pronto para ir al pueblo donde naciste?

—Sí, pero no sólo por eso. Hace mucho tiempo que no he visto a mi padre, así que voy a bajar por el Danuvius hasta Moesia y a Novae, que es la capital de los ostrogodos, para verle.

—Siento que te vayas.

Vái. Te has recuperado de la mordedura de víbora y aquí te tratan como a un personaje. Aprovéchalo. Vindobona es una ciudad agradable para pasar el invierno. Yo pernoctaré en casa de esa viuda para levantarme temprano sin esperar a que los mozos del establo me preparen el caballo.

—Pues, entonces, Thiuda, quiero decirte cuánto me alegro de haberte conocido. Te debo la vida y, aunque sé que, como terco ostrogodo que eres, no aceptarás las gracias, espero algún día poder devolverte el favor.

—Muy bien —dijo él, afable—. Cuando oigas decir que el rey Babai y sus sármatas han comenzado a hacer de las suyas en algún sitio, dirígete allá y me encontrarás luchando contra ellos; y te invito de todo corazón a que combatas a mi lado.

—Lo haré; te doy mi palabra, lo haré. Huarbodáu mith gawaírthja.

Thags izvis, Thorn, pero prefiero no viajar en paz. Para un guerrero la paz es desazón. Dime, igual que yo te digo: huarbodáu mith blotha.

Mith blotha —repetí, alzando mi copa para brindar con vino color sangre.

Pasé aquel invierno en Vindobona, y algún tiempo más, pues es una ciudad con grandes posibilidades para divertirse y entretenerse, y más un personaje como yo.

Aunque no poseía la fortuna que aparentaba, bastaba con que lo fingiera; mantuve mi altiva actitud hacia los inferiores y actuaba como si casi todos fuesen siervos, con lo cual lograba que se inclinasen, se arrastrasen y me tratasen como si reconociesen ser inferiores. Pero me mostré más afable con personas de condición similar a la que yo aparentaba y entablé relación con algunos huéspedes selectos del deversorium, lo cual parecía halagarles. Ellos me presentaron a sus conocidos de alcurnia en la ciudad y éstos a otros de igual condición social. Finalmente, me invitaron a casa de los prohombres de Vindobona, y asistí a reuniones familiares y a grandes fiestas y elaboradas celebraciones que animan la estación invernal, haciendo muchas amistades entre los notables de la localidad.

Quizá cueste creerlo, pero durante todo el tiempo que estuve en Vindobona, ni una sola persona —ni siquiera entre los amigos que hice— me preguntó en ninguna ocasión cuál era exactamente mi posición, título o linaje, ni de dónde procedía mi ostensible riqueza; los más íntimos me llamaban «Thorn», otros más formalistas me trataban de «clarissimus» o de «liudaheins», equivalente gótico.

Añadiré que no era el único que fingía lo que no era en aquellos círculos. Muchos, incluso los de origen germánico, habían adoptado hábitos romanos al extremo de ser incapaces —o fingían serlo— de pronunciar la letra rúnica «thorn» ni el «kaunplaus-hagl», por lo que evitaban con sumo cuidado la pronunciación de esos sonidos con «th» y «kh» y siempre me llamaban al estilo romano, Torn o Tornaricus.

Me apresuraré a decir que, aunque proseguía mi impostura y ellos no dejaban de tratarme en consonancia con el rango que me había atribuido, nunca me valí de mi posición para defraudar a nadie materialmente, y, al contrario de lo que Thiuda había sugerido, pagaba al posadero de vez en cuando lo que le debía y dejé de llamarle despreciativamente Gordo para decirle Amalrico. Con esas concesiones logré que se hiciese amigo y me dio muchos consejos útiles para aprovechar al máximo mi ventajosa posición entre las familias importantes de Vindobona.

Desde los primeros días decidí vestir en consonancia al personaje que representaba, y le dije a Amalrico que, aunque me placía viajar sin ostentación, ahora deseaba mejorar mi vestuario, y le pedí me aconsejara los mejores sastres, zapateros y joyeros de la ciudad.

—¡Aj, Señoría! —exclamó—. Un hombre de vuestra condición no va a verlos; son ellos los que deben venir aquí. Permitid que los convoque, y perded cuidado, elegiré únicamente a los proveedores del legatus, el praefectus, el herizogo y otros liudaheins.

Así, al día siguiente se presentaron en mi aposento un sastre con sus ayudantes para tomarme medidas y enseñarme los modelos de prendas y las distintas clases de tela. Había algodones de Cos, linos de Camaracum, lanas de Mutina y hasta tules de Gaza… y una tela increíblemente fina, suave, maravillosa, casi viva, que nunca había visto.

—Es seda —me dijo el sastre—. La teje un pueblo llamado los seres, y me han dicho que la extraen de una especie de vellón o quizá una pelusa, que recogen de las hojas de un árbol que sólo se cría allí. No sé siquiera donde están esas tierras, sólo que se hallan en Oriente. Es un tejido tan escaso y caro, ilustrissimus, que solo las personas ricas como vos pueden costeárselo.

Luego me dijo el precio —y no por la medida común para las telas de tres pies, ni siquiera por pies, sino por uncía— y yo me mantuve impasible, pero pensé Iésus, vale más que oro hilado, y sabía que el ilustre Thornareikhs no tenía medios para pagarse tal capricho, cosa que no le dije al hombre, por supuesto, y musité una excusa, alegando que la seda me parecía demasiado endeble para el uso que fuera a darle.

—¿Endeble? ¡Ilustrissimus, una túnica de seda dura más que una coraza!

Le dirigí una mirada airada y el hombre no volvió a abrir la boca, mientras yo elegía telas más baratas, aunque no sin mucho pensármelo y refunfuñar a propósito de su mala calidad. Elegí modelos de túnicas, camisas, calzones, una capa de lana de invierno y hasta una toga al estilo romano, que el sastre insistió en que me sería necesaria para «recepciones oficiales».

Otro día, vino un sutor, también con modelos y muestras de fieltro y cuero —toda clase de pieles, desde corzo suave hasta llamativo crocodilus— y le encargué varios pares de sandalias para andar por casa, zapatos de calle con hebillas al estilo escita y un petasus para el invierno. Otro día vino un unguentarius con un cofre lleno de frascos que fue abriendo uno tras otro para que oliera los perfumes.

—Éste, illustrissimus, es esencia de flores de la llanura de Enna en Trinacria, en donde hasta los perros de caza pierden el rastro en medio de tanta fragancia. Y éste, esencia pura importada del valle de las Rosas en la Dacia, un valle en el que sus habitantes no dejan que crezca ninguna otra planta para que no empañe la pureza de sus rosas. Tengo también esta esencia de rosas, no tan cara, porque viene de Paestum, en donde las rosas florecen dos veces al año.

En parte por ahorrar y en parte porque no advertía la diferencia entre los dos perfumes, elegí el más barato. Otro día —o mejor dicho, una noche— vino un aurifex a enseñarme anillos, broches, brazales y fíbulas, además de piedras preciosas sin engarzar para hacer las alhajas que quisiera encargarle. Me mostró diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas, berilos, jacintos y otros muchos, unos montados en oro y otros en plata.

—Si no queréis hacer exagerada ostentación de riqueza, illustrissimus, hay diversas piedras preciosas que, engarzadas en el metal llamado bronce de Corinto, que es cobre con una pequeña aleación de oro y plata, lo hace brillar más que el mejor cobre. El nombre le viene, como quizá sabréis, illustrissimus, de haber sido inventado —o, mejor dicho, descubierto— cuando en la época antigua los romanos quemaron Corinto y todos los metales preciosos fueron amalgamados.

También por ahorrar, elegí dos fíbulas de bronce de Corinto, haciendo juego y engarzadas con granates violáceos. Creo que, a fin de cuentas, no gasté muy pródigamente, y que las cosas que elegí no eran muy ostentosas. Por ejemplo, cuando el sastre volvió con las prendas que le había encargado para hacer la primera prueba, me dijo:

—No he querido, desde luego, añadir ningún colorido ni a la orla de las túnicas o la toga ni a la capa. Como os he tratado profusamente de illustrissimus y no me habéis corregido, no estoy seguro de si ésa es vuestra condición —en cuyo caso adornaría todo con verde— o si tal vez sois de condición patricia y sois digno de la púrpura. Y tampoco me habéis indicado si deseáis esos adornos en colores simples o con figuras.

—Nada —le dije, agradeciendo para mis adentros su explicativo parloteo—. Ni colores, ni figuras; prefiero la tela sin adornos y en su color natural.

—¡Eaux! —exclamó el sastre, dando palmadas de alegría—. ¡Ha hablado un hombre de gusto! Comprendo vuestro razonamiento, illustrissimus. La naturaleza no hizo esas telas llamativas, ¿por qué habría de hacerlas el usuario? Sí, la simplicidad de vuestro porte os permitirá destacar entre los demás más que si lucieseis plumas de pavo real.

Yo me temía que estuviera halagándome, pero vi que no era el caso, pues cuando, después, acudí con aquellas prendas a los lugares en que me invitaban, varios personajes eminentes e inteligentes, y mucho más cosmopolitas que yo, me manifestaron sus sinceros cumplidos por mi gusto vestimentario.

El breve diálogo con el sastre me enseñó algo muy importante: a callarme cuando se trataba de algún asunto que habría debido saber y que ignoraba. Callando la boca, no hacía ver mi lamentable inexperiencia; y si la conservaba cerrada lo bastante, siempre alguien o alguna circunstancia me serviría de orientación.

Así, cuando mantenía un prudente silencio, ocultando mi ignorancia con un aparente desdén por la conversación, no sólo evitaba decir necedades, sino que hacía creer a los demás que sabía más que ellos. Una noche, después de una cena en el triclinium de Maecius, el anciano y obeso praefectus de Vindobona, las mujeres se habían retirado y estábamos entregados de lleno a la bebida, cuando entró discretamente un mensajero a entregar un escrito a nuestro anfitrión. El praefectus lo leyó y carraspeó para llamar la atención. Todos interrumpimos la conversación y nos volvimos hacia él.

—Amigos y conciudadanos romanos —dijo Maecius en tono solemne—, he de anunciaros una alarmante noticia. Mis agentes en Ravena me acaban de hacer llegar el mensaje, así que la sabréis antes de que nos llegue comunicación oficial. La noticia es que Olybrius ha muerto.

Una exclamación surgió de todos los presentes.

—¿Qué? ¿También Olybrius?

—¿Cómo ha sido?

—¿Otro asesinato?

No se me ocurrió decir, como hacía antes. «¿Y quién diablos es ese Olybrius?», sino que acogí la noticia con indiferencia y di un trago de vino.

—Esta vez no ha sido un asesinato —dijo Maecius—. El emperador ha muerto de hidropesía.

Se alzó un coro de murmullos.

—Bien, es un alivio saberlo.

—Es una muerte algo vulgar para un emperador.

—Cabe preguntarse qué es lo que sucederá ahora.

No dije tampoco, como antaño: «¡Yo creía que era Antemio el emperador de Roma!», y me contenté con dar otro sorbo de vino.

—¿Qué sucederá ahora? —repitió el praefectus—. Os sugiero que se lo preguntéis al ilustre joven Tornaricus, aquí presente, aunque me imagino que no os lo dirá. Miradle bien, amigos. Es el único al que no parece sorprender ni afectar la noticia.

En el comedor todos volvieron la vista hacia donde yo estaba, y yo no podía hacer otra cosa más que mirarles impasible. No consideré que venía a cuento reírme ni sonreírme, pero tampoco juzgué apropiado echarme a llorar.

—¿Habéis visto alguna vez actitud tan impávida? —dijo Maecius—. ¡He aquí un joven dotado de un admirable conocimiento!

Todos me miraban admirados, pero el praefectus prosiguió:

—Héteme aquí, cargo de praefectus tengo, y ¿qué sé de los acontecimientos del imperio? Que el emperador Antemio ha sido horriblemente asesinado y a instigación de su propio hijastro, el mismo que le entronizó, Ricimero. Exactamente cuarenta días más tarde muere el propio Ricimero, de supuestas causas naturales, y otro de sus acólitos, Olybrius, se hace dueño del imperio de Occidente. Y ahora, dos meses después de su entronización, muere también Olybrius. Vamos, Tornaricus, decidnos lo que sepáis. ¿Quién será el próximo emperador y por cuánto tiempo?

—Decídnoslo, decídnoslo, Tornaricus —me instaron otros.

—No puedo —contesté sonriente, a pesar de sus despropósitos.

—¿No veis? ¿No os lo había dicho? —espetó Maecius en tono jovial—. Los que aspiréis a ser hombres importantes, tomad ejemplo de Tornaricus. Un hombre dotado de tan profundo conocimiento siempre es depositario de importantes secretos. Por la Estigia que me gustaría tener vuestras fuentes de información, joven Tornaricus. ¿Qué agentes tenéis? ¿No podría sobornarlos a mi favor?

—Vamos, Tornaricus —dijo otro de los ancianos de la ciudad—. Si os negáis a darnos el nombre del sucesor de Olybrius, ¿no podríais al menos darnos una idea de la noticia que nos pueda llegar de Ravena? ¿Disturbios? ¿Desastres? ¿Qué, acaso?

—No puedo —repetí—. No sé nada que deciros de los asuntos de Ravena.

Todo eran murmullos a mi alrededor.

—Lo sabe pero no lo dice.

—Fijaos que no ha negado que pueda haber disturbios y desastres.

—Y no sólo en Ravena, ha dicho.

Así, cuando, tres, semanas más tarde, se supo en Vindobona la noticia de que el volcán Vesubio de Campania había tenido la mayor erupción desde hacía cuatrocientos años, mis amistades me miraron con increíble respeto y temor, y todos coincidieron en que era más que ducho no sólo en asuntos de estado, sino en designios de los dioses.

Después de aquello me abordaban muchas veces en algún rincón de los salones o en calles poco concurridas hombres ricos pidiéndome consejo para invertir en determinadas mercancías… Señoras preguntándome qué pensaba de la última recomendación hecha por sus astrólogos… Jóvenes solicitándome que adivinase lo que realmente pensaban sus superiores de su trabajo y cuáles eran sus posibilidades de ascenso… mujeres casaderas suplicándome les dijera qué pensaban realmente sus padres de uno u otro de sus pretendientes.

Pero yo, con mis iguales, rehusaba cortésmente pronunciarme, y a mis inferiores les desdeñaba fríamente, porque era precisamente manteniéndome callado en los asuntos que no conocía como había adquirido cierta reputación.