Capítulo 6

Paccius nos condujo a través del vestíbulo y varias salas, todas magníficamente amuebladas y decoradas con mosaicos en suelo y paredes, divanes, mesas, tapices, lámparas y otros objetos cuya utilidad desconocía. Pensé que el cuidado de tales aposentos requeriría gran número de criados, esclavos u ordenanzas militares, pero no vimos a nadie. A continuación, Paccius nos hizo salir afuera otra vez, a un jardín con columnata que había en el centro del edificio. También allí había nieve, todas las plantas estaban sin flor y sólo se veía a un hombre paseando de arriba a abajo por una terraza enlosada, abrumado, al parecer, pues se retorcía las manos igual que había hecho el tratante sirio de esclavos.

Su pelo era blanco y tenía arrugas en su rostro curtido y afeitado, pero caminaba bien erguido y parecía fuerte para su edad. No vestía uniforme, sino una larga túnica de lana fina de Mutina, elegantemente orlada de armiño. Para un noble como él, Wyrd y yo deberíamos parecer unos salvajes que su signifer había apresado en una guarida remota. No obstante, al vernos, se iluminó su preocupado rostro y se nos acercó animoso, exclamando:

—¡Caius Uiridus! ¡Salve, salve!

Salve, Clarissimus Calidius —contestó Wyrd, al tiempo que ambos se agarraban mutuamente la muñeca con la mano derecha.

—He de encender una lámpara a Mitra —añadió Calidius— por enviarte en estos momentos de terrible desgracia, viejo guerrero.

—No sé por qué Mitra me honra con sus favores —replicó con sorna Wyrd—. ¿Cuál es la desgracia, legatus?

Calidius hizo señal a Paccius de que se retirase y, sin preocuparse por mi presencia, respondió:

—Los hunos han raptado a una mujer romana y a su hijo y los tienen como rehenes, exigiendo un rescate que me es imposible pagar.

—Por mucho rescate que pagues —dijo Wyrd torciendo el gesto—, no esperarás que te devuelvan los rehenes.

—Ciertamente, no abrigaba la menor esperanza… hasta que supe que habías llegado, viejo compañero.

Aj, viejo sí soy, pero sólo he venido a vender unas pieles de oso y…

—¡Eheu! No tienes necesidad de ir a discutir y regatear con todos los mercaderes de Basilea. Yo mismo te compraré todo lo que tengas y al precio que pongas, por muy alto que sea. Quiero que persigas a esos hunos y rescates a la mujer y al niño.

—Calidius, ahora ya no mato hunos, sino osos. Es improbable que los parientes de los osos muertos me persigan.

—Antes no hablabas así —replicó el legado con viveza—. Y no siempre respondías al nombre proletario de Cayo Uiridus, cuando derrotamos a Atila en los campos Cataláunicos —al oír esto yo me volví sorprendido y maravillado a mirar a Wyrd con mayor respeto aún—, eras un respetuoso decuria de tropas auxiliares que luchaba con los antesignani en cabeza de los estandartes. Hace quince años no le hacías ascos a matar hunos.

—¡Ni entonces ni ahora, centurión venido a más! —replicó Wyrd—. Lo que sucede es que ya no me salgo de mi camino para matar enemigos. Si yo estuviera en tu caso, Calidius, me preocuparían menos las víctimas del secuestro que los cobardes que tienes a tu mando. Si un huno zarrapastroso es capaz de robar aunque sólo sea una boñiga de caballo de una ciudad con guarnición romana, bien se merece el trigo y el vino de tus hórreos. Y a partir de ahora todos tus legionarios, reservistas y auxiliares deberían alimentarse únicamente con la cebada y el vinagre de la desgracia.

El legado asintió entristecido.

—Realmente, más que una desgracia ha sido la tozudez de una mujer —dijo, torciendo el gesto—. Una mujer mal llamada Placidia. Su hijo de seis años —por nombre Calidius, en homenaje a mi persona— tiene un caballito, un animal que nunca habían montado en invierno, que tenía la pezuña del casco crecida y había que recortársela; y resulta que las caballerizas del mejor herrero de Basilea están lejos, en las afueras, y el pequeño Calidius se le antojó ir con su caballito allí, por lo que Placidia, que está preñada de otro hijo y a punto de dar a luz y presenta, por tanto, un aspecto poco apto para presentarse en público, se empeñó en acompañarle, y sin ningún esclavo de escolta; se fue con el niño, únicamente con los cuatro esclavos porteadores de la lectica y un esclavo a pie conduciendo al caballo. Y…

—Perdona, Calidius —le interrumpió Wyrd con un bostezo—, yo y mi aprendiz estamos rendidos y en imperiosa necesidad de darnos un baño. ¿Son realmente necesarios todos esos detalles triviales?

—¡Quin taces! Bien sé yo que tú tienes también buen pico. Y los detalles son importantes, porque es muy posible que los hunos hayan estado al acecho en las afueras, esperando la oportunidad. Un grupo cayó sobre la reducida comitiva, mataron a los cuatro porteadores y desaparecieron, llevándose ellos mismos el palanquín. El esclavo que se salvó regresó con el caballito y trajo la horrible noticia. —Le mataste, naturalmente.

—Eso habría sido demasiada clemencia. Está preso a perpetuidad en el pozo del molino —ese que los esclavos llaman «el infierno viviente»—, haciendo girar la rueda. Allí las condenas de por vida no duran mucho, dado el trabajo agotador con aquel calor y el polvillo asfixiante. Bien, dos días después se presentó con bandera blanca un huno que hablaba el suficiente latín para decirnos que Placidia y el pequeño Calidius seguían con vida y seguirían vivos si le dejábamos regresar indemne con los suyos y le dábamos garantías para volver aquí con las instrucciones que le diesen. Le di tales garantías, y el mismo huno canalla volvió al cabo con una lista de las exigencias para el rescate. No te las enunciaré todas —vituallas, caballos y sillas, armas—, pero basta que sepas que son unas demandas exorbitantes que no puedo aceptar. Contemporicé, diciéndole que necesitaba tiempo para considerar si los rehenes valían ese precio y que le contestaría al cabo de tres días. Es decir, que ese maldito enano volverá mañana. Comprenderás mi desesperación y por qué me he alegrado al saber que habías venido y por qué…

—No, no acabo de comprenderlo —dijo Wyrd—. Calidius, me perdonarás que abra viejas heridas, pero recuerda que cuando tu hijo Junius cayó en los campos Cataláunicos, tú nos dijiste que no guardásemos luto. Dijiste que la muerte de un soldado no era una pérdida intolerable para el ejército; y eso que era tu propio hijo. Por qué ahora, por una simple mujer temeraria y su desventurado hijo, aunque se llame… —Uiridus, tuve otro hijo que aún vive, el hermano de Junius. Y sirve a mis órdenes.

—Lo sé. El optio Fabius. Un muchacho estupendo.

—Bien, esa tozuda Placidia es su esposa; mi nuera. Y su hijo y el que lleva en las entrañas son mis dos únicos nietos. Si están vivos… Tienen que estarlo. Son mis únicos descendientes.

—Entiendo —musitó Wyrd, poniéndose tan serio como el legatus—. Fabius habría debido salir inmediatamente en su persecución, buscándose la muerte.

—Así es, pero logré con una argucia encerrarle en el cuerpo de guardia antes de que se enterase del secuestro; y allí continúa, maldiciéndome furiosamente a mí y a los hunos.

—Pues, de nuevo te digo que no sé por qué te desesperas —dijo Wyrd—. Lamento parecer despiadado, pero sé muy bien que un hombre puede soportar la pérdida de su esposa y hasta olvidarla con el tiempo, al menos a una como la que me dices es esa Placidia. Fabius es joven y hay muchas mujeres, y algunas mucho más plácidas. Y los hijos son la cosa más fácil del mundo de hacer. No tiene por qué perderse tu apellido.

El legado lanzó un suspiro.

—Es exactamente lo que yo le he dicho, y suerte que nos separaban las barras de la celda. No, Uiridus, por lo que sea, Fabius está loco por esa mujer y embobado con el pequeño Calidius y se halla muy ilusionado con que nazca su otro retoño. Me ha jurado que si mueren, a la primera ocasión se clavará la espada. Y sé que, siendo mi hijo, lo hará. Tengo que salvar a esos rehenes.

—Quieres decir que tengo que salvarlos yo —dijo Wyrd malhumorado—. Pero ¿por qué crees que los hunos no mienten y los tienen todavía vivos?

—Ha aportado pruebas las dos veces que ha venido —contestó el legatus con otro suspiro, metiendo la mano en su túnica y sacando dos pequeños dedos lívidos y tendiéndoselos a Wyrd—. Son de Placidia. Uno cada vez.

Yo volví la cabeza para no vomitar, y, mientras Wyrd los examinaba, el legado prosiguió como si nada:

—Cada vez que ha traído uno, he amputado yo mismo dos dedos a ese miserable esclavo condenado al molino, y si las negociaciones para el rescate se estancan, acabará empujando la muela con los codos.

—Son dos dedos índices —musitó Wyrd—. Pero éste fue el primero que trajo, ¿verdad? Ha perdido la rigidez. Mientras que éste, lo han cortado hace poco. Muy bien, de acuerdo. La mujer seguía viva, al menos hace dos días. Calidius, manda traer ahora mismo a ese esclavo, antes de seguir mutilándole.

El legado gritó «¡Paccius!» y el signifer apareció inmediatamente por una puerta, saliendo acto seguido, tras recibir órdenes.

—Una cosa que he aprendido respecto a los hunos —dijo Wyrd mientras aguardábamos— es que tienen muy poca paciencia. Puede que una cuadrilla estuviese al acecho en las afueras esperando una oportunidad para capturar a alguien, pero no estarían mucho rato ante la escasa posibilidad de que se tratase de rehenes importantes para el compasivo clarissimus Calidius. Sabían a quién esperaban, cuándo iba a aparecer esas personas y lo indefensas que iban. Me resulta sospechoso que uno de los cinco esclavos escapase milagrosamente ileso.

—Demos gracias a Mitra —dijo el legatus— de que todavía no le haya matado.

Paccius regresó con dos guardias que arrastraban al esclavo al que hacían ir casi corriendo a trompicones. Era un hombre fornido y de tez clara, pero tembloroso y asustado, y sólo se cubría con un taparrabos y unas vendas sucias y sanguinolentas en las manos. Nada más dejarlo en presencia nuestra, vi que al legatus le temblaban las manos, como conteniéndose por no estrangularle, pero Wyrd se limitó a interrogarle en el antiguo lenguaje.

Tetzte, ik kann alls («Desgraciado, lo sé todo»). Sólo tienes que confirmarlo y prometo liberarte del molino.

Cuando Wyrd tradujo en latín la última frase, el legatus profirió una protesta, pero Wyrd le acalló con un gesto y prosiguió:

—Por el contrario, desgraciado, si te niegas a confesar la verdad, te prometo que volverás al molino.

Kunnáith, ¿niu? («¿Lo sabéis?») —balbució el esclavo.

—Claro —contestó Wyrd con displicencia como si realmente lo supiera, y siguió traduciendo lo que decían en latín para que se enterase el legatus—. Sé que primero hablaste con un huno al acecho en las afueras de Basilea en otro viaje que hiciste al herrero, que conviniste con los hunos para que estuviesen preparados cuando la dama Placidia y su hijo fuesen a la herrería y que le aseguraste que no le aguardaba ningún peligro y que no saliera con escolta. Y, luego, te alejaste como un cobarde mientras tus compañeros se enfrentaban desarmados a los hunos y morían.

Ja, fráuja —musitó el miserable, sudando copiosamente a pesar del frío que hacía en el jardín—, lo sabes todo.

—Todo menos dos cosas —añadió Wyrd—. Una, ¿por qué lo hiciste?

—Esos reptiles amarillos me prometieron llevarme con ellos y dejarme vagar libremente en su compañía por los bosques sin ser esclavo; pero una vez obtuvieron lo que querían, se rieron de mí y me dijeron que me marchase… y que diera las gracias de que no me hubiesen quitado la vida. No me quedó más remedio que regresar y fingir que había sido también víctima —dijo, mirando atemorizado de reojo al legatus, que contenía su cólera—. Y ¿qué he sido sino víctima? Wyrd lanzó un bufido y añadió:

—La otra cosa que quiero saber es a dónde han llevado a la señora y al niño.

Meins fráuja, no tengo ni idea.

—Pues, ¿dónde está su campamento, su guarida, su escondrijo? No puede estar muy lejos de aquí, ya que han estado por los alrededores y, además, han huido con una litera pesada.

Meins fráuja, de verdad que no lo sé. Si, como me prometieron, me hubiesen llevado con ellos lo sabría. Pero no lo sé.

—Te aseguro, desgraciado imbécil, que no habrías ido muy lejos con ellos. Pero has hablado con esos hunos y sabrás si mencionaron algún lugar, una señal, una dirección…

El esclavo frunció el entrecejo, haciendo, sudoroso, esfuerzos por recordar, y acabó diciendo:

—Señalaban de vez en cuando, pero sólo en dirección a los Hrau Albos; nada más. Lo juro, fráuja.

—Te creo —dijo Wyrd, resignado—. Los hunos son mucho más prudentes y astutos que tú, desgraciado.

—¿Mantendrás tu promesa? —añadió el esclavo con voz lastimera.

—Sí —contestó Wyrd, y el legatus, al oírlo, estiró los brazos con un rugido, dispuesto a estrangularle, pero Wyrd se le adelantó y, sacando el puñal, lo hundió veloz en el abdomen del esclavo, por encima del taparrabos, rajándole hacia arriba hasta que la hoja chocó con el esternón. Al desgraciado se le salieron los ojos de las órbitas a la vez que los intestinos, pero no profirió grito alguno y cayó muerto en brazos de los guardianes, que, encabezados por Paccius, salieron del jardín con aquel siniestro fardo.

—Por la Estigia, Uiridus, ¿por qué lo has hecho? —inquirió el legatus entre dientes.

—Cumplo lo que prometo y le había prometido librarle del molino.

—Yo habría hecho igual, pero muchísimo más despacio. De todos modos, ese desgraciado no nos ha dicho nada que nos sirva.

Nihil —gruñó Wyrd, asintiendo—. Ahora tendré que esperar a que vuelva el huno para seguirle cuando marche. Calidius, dile que aceptas todas sus exigencias para que salga sin pérdida de tiempo a comunicárselo a los suyos.

—Muy bien. ¿Y qué harás entonces?

—¡Por los pesados pies de bronce de las Furias!, ¿cómo voy a saberlo?

—Hay que hacer preparativos. Soldados, caballos, armas… te daré cuanto necesites.

—No puedes. Ni el emperador podría. Lo que necesito es ser invisible como Alberico y tener la suerte infalible de Arión. Tendré que hacer un secuestro por sorpresa igual que los hunos, pero, a continuación, no puedo huir por el bosque con una débil mujer, que, además, está en cinta e irá herida; pues, a pie o a caballo, seguro que nos capturan. El legatus reflexionó un instante.

—Uiridus, lo que dices es tan implacable como tus anteriores palabras. ¿No podrías, al menos, salvar al niño?

Aj, así sí sería más factible, ya lo creo. Mucho más factible. ¿Dices que tiene seis años? Podrá seguir mi paso. De todos modos, no es nada fácil sacar a un niño pequeño de un campamento bien guardado y con centinelas.

A esto siguió un largo silencio reflexivo, tras el cual hablé yo. Por primera vez, sin que me lo pidieran, pero tímidamente y con una vocecita, dije una palabra: «Substitutus».

Los dos se volvieron a mirarme, como si hubiese surgido de pronto de entre las losas que pisaban. Se quedaron mirándome en silencio y no porque hablase latín igual que ellos, o por la simple osadía de hablar, sino porque estaban pendientes de lo que fuera a decirles.

—Sustituidle por uno de los carismáticos. Tras otra larga pausa, los dos dejaron de mirarme y se miraron mutuamente.

—Por Mitra, es una idea ingeniosa —dijo el legatus a Wyrd.

—¿Quién dijiste que era el aprendiz? —añadió en tono humorístico.

—Por Mitra, Júpiter y Guths, este cachorro aprende rápido —exclamó Wyrd ufano—. El aprendiz ya ha asimilado gran parte de la misantropía del maestro. Sí, la sustitución es una idea ingeniosa, y mejor que sea un carismático, Calidius, porque sería difícil que te apropiaras de un niño de la guarnición o de la ciudad.

—No he visto la manada de capones de ese tratante y no sé si habrá alguno que pueda servirnos —añadió el legatus, dirigiéndose a mí.

—Hay dos o tres que tendrán la edad adecuada, clarissimus —contesté—. Vos mismo comprobaréis si hay alguno que se parezca lo bastante a vuestro nieto. El sirio los llevó a los baños, pero si queréis verlos, seguramente ya habrán vuelto al barracón.

—No —replicó el legatus—, aún estarán en los baños. Se ve que no conoces lo que es un baño romano, muchacho —añadió sin asomo de desprecio—. Bueno… ninguna clase de baño.

—Calidius, es de mala educación responder a un favor con un insulto —terció Wyrd mordaz—. El chico es una persona muy limpia —como yo— y nada más llegar lo primero en que hemos pensado es en un baño…

—Perdona, Torn —dijo el legatus—. Yo también quisiera darme hoy otro baño después de haber tenido tan cerca a ese asqueroso esclavo. Vamos los tres a las termas ahora mismo.

Conforme nos dirigíamos a los baños, yo iba pensando en que Calidius había oído mal mi nombre y por eso lo había dicho incorrectamente, pero luego supe que los romanos de pura cepa eran constitucionalmente incapaces de pronunciar el sonido «th», pese a que muchas palabras de su idioma procedían del griego o del gótico y se escriben con las dos letras. Los romanos me llamarían siempre Torn y comprobé que no era el único caso en que eludían la «h»; los romanos se referían constantemente a su emperador Theodosius como Teodosius y, cuando el imperio de Occidente quedó bajo el mando de Theodoric, todos los ciudadanos romanos le denominaban Teodorico.

En las termas comprendí por qué Calidius había dicho tan convencido que el sirio y sus pequeños eunucos estarían aún entretenidos bañándose. Un baño romano es un ritual prolongado, agradable y fastuoso, aunque el establecimiento en una guarnición militar no sea, evidentemente, comparable a las termas de una auténtica ciudad romana. Pero aun así, en aquéllos había piscinas, estanques y fuentes con agua a distinta temperatura, desde fría como el hielo hasta tibia, caliente y casi hirviendo; tenían también otras instalaciones, como patio para ejercicios atléticos o juegos, divanes para tumbarse, leer o conversar, y estaban decorados con esculturas y mosaicos agradables a la vista. Había muchos soldados exentos de servicio; dos de ellos luchaban desnudos y sus compañeros les animaban entre risas, otros jugaban a los dados y había un grupo tumbado junto a uno que leía en voz alta un poema. Y por todas partes se veían esclavos en taparrabos, que eran quienes bañaban a los romanos y atendían sus órdenes y deseos.

Calidius, Wyrd y yo nos desnudamos en una sala llamada el apodyterium ayudados cada uno por un esclavo, y antes de comenzar el baño nos dirigimos a un cuarto que había al fondo llamado el balineum, en donde los carismáticos, desnudos, esbeltos y relucientes como tritones —y con similar carencia de órganos sexuales— estaban regodeándose jocosos en la piscina de después del baño. Al otro lado de la misma, el sirio, totalmente vestido, se hallaba sentado en un banco de mármol, mirándolos con ojos de avaricia. En otros bancos había soldados que también los miraban intensamente, haciendo comentarios sarcásticos, burlescos o lujuriosos.

Tras contemplar brevemente la escena, el legatus musitó a Wyrd:

—Ese niño del fondo —el que ahora salpica al sirio— tendrá la misma edad y estatura de mi nieto. Sólo que éste es moreno y el pequeño Calidius es rubio; y tampoco se le parece mucho de cara.

—Los rasgos no importan —dijo Wyrd—. A los hunos de Oriente todos los de Occidente les parecen iguales, como nos sucede a nosotros con ellos. Manda que un esclavo le tiña el pelo con cenizas de struthium y ya está.

Cuando el legatus alzó un brazo para llamar a un esclavo, el sirio lo advirtió y se llegó apresuradamente desde el otro lado de la piscina, haciendo una rastrera reverencia.

—Ah, clarissimus magister, habéis aguardado a ver mis encantadores jovencitos tal como deben verse: desnudos, mostrando todos sus encantos, irresistibles. ¿Debo entender que uno de ellos ha sido objeto de vuestro magistral capricho?

—Sí —contestó el legatus tajante—. Aquél —añadió, dirigiéndose al esclavo que se había arrodillado ante él, para que fuera a por el niño.

—¡Ashtaret! —exclamó Natquin con gesto de éxtasis, juntando las manos—. ¡El legatus tiene un gusto excepcional! El pequeño Becga, que era el que yo pensaba quedarme. Casi parece una auténtica hembra, ¿no es cierto? Ah, clarissimus, se me parte el corazón por tener que separarme del precioso Becga. No obstante, vuestro humilde servidor no osará protestar porque lo hayáis elegido. Muy al contrario, en honor a vuestro buen gusto, lo tasaré en un precio especial y…

—¡Calla, vil alcahuete! —espetó el legatus—. No voy a comprártelo sino a llevármelo.

¿Quid…? ¿Quidnam…? —balbució estupefacto el tratante.

—Conforme a la jus belli, tengo potestad para confiscar propiedades privadas y me quedo con ése.

El pequeño carismático estaba ya ante nosotros, chorreando, y era evidente que la operación de mutilación se la habían practicado con notable precisión. En el sitio de sus partes pudendas no quedaba más que un hoyuelo; y yo me pregunté qué clase de «juguete» podría ser semejante ser asexuado para un amo. El pequeño eunuco debía pensar lo mismo, pues nos miraba atemorizado de hito en hito y el miedo debió hacerle orinarse, porque vi que por sus ya mojados muslos chorreaba un líquido amarillento que surgía por aquel hoyuelo en la entrepierna.

—Llévatelo —dijo Wyrd al esclavo que le había traído—, y tíñele el pelo con struthium; ya te dirá el legatus si queda suficientemente rubio.

—¡Ger-qatleh! —gimoteó el tratante en lengua siria—. Por favor, magisters, el struthium es para teñir lino y es muy posible que se le caiga el pelo.

—Lo sé —replicó Wyrd—, pero le durará hasta que le hayamos utilizado para nuestros propósitos.

—¡Magisters! —exclamó el sirio—. Si deseáis divertiros con un carismático rubio, ¿por qué no elegís a Blara o a Buffa? Son todavía más preciosos y tiernos que Becga.

—¡Cerdo! —dijo el legatus, abofeteándole con tal fuerza que le hizo doblar la cabeza—. Ningún romano ni extranjero decente se entregaría a vuestros obscenos vicios orientales. Este tierno cerdillo de tu rebaño tendrá el honor de hacer algo heroico, no perverso ni asqueroso. ¡Vete fuera de mi vista con el resto! Comienza a teñirle el pelo mientras nos bañamos —añadió, dirigiéndose al esclavo—. Luego veré cómo va quedando.

Así, el legatus, Wyrd y yo volvimos a la primera sala de los baños, el unctuarium, en donde los esclavos nos untaron de aceite de oliva, y los que nos atendían a Wyrd y a mí torcían el gesto al ver lo sucios que estábamos. A continuación, pasamos al patio de atletismo y los esclavos nos trajeron una especie de paleta ovalada cruzada por tiras de cuerda de tripa con la que nos dedicamos a lanzarnos una pelota de fieltro hasta que el sudor del ejercicio se mezcló al aceite que nos habían frotado.

Luego, fuimos al sudatorium, una sala llena de vapor más denso que la niebla de los Hrau Albos, y nos sentamos en unos bancos de mármol hasta perder la untura de sudor y aceite, tras lo cual nos tumbamos en las mesas de tablillas de un cuarto llamado el laconicum en donde los esclavos fueron eliminando con diversos utensilios curvados parecidos a cucharas llamados strigiles los humores que rezumábamos. Sólo cuando el esclavo que me atendía quiso meter el strigiles en mis partes pudendas, le aparté la mano, indicándole que yo mismo me las limpiaría. Ni Calidius ni Wyrd se percataron y el esclavo se limitó a encogerse de hombros, pensado sin duda que era el consabido patán pudoroso.

A continuación, nos sumergimos en la piscina más caliente del calidarium, en donde estuvimos chapoteando y sacudiéndonos hasta que nos cansamos. Al salir, los esclavos nos lavaron la cabeza, y a Wyrd la barba, con jabones fragantes para después ir al tepidarium a bañarnos en piscinas cada vez menos calientes hasta que pudimos, sin que nos causara fuerte impresión, sumergirnos en la piscina de agua helada del frigidarium. Después de este último baño yo me sentía aterido, pero los esclavos se apresuraron a frotarnos con unas gruesas toallas y en seguida noté una estupenda sensación de hormigueo que me dejó como nuevo y muy hambriento. Finalmente, los esclavos nos espolvorearon con talco de delicado aroma y regresamos al apodyterium para vestirnos. No habíamos tardado mucho en bañarnos —ya que omitimos los ejercicios de natación y de relajamiento— pero los esclavos de las termas ya nos tenían las ropas perfectamente lavadas y secas. Hasta a mi piel de carnero y a la enorme capa de piel de oso de Wyrd les habían quitado las manchas de barro y sangre, y hojas y tallos secos, mi piel de carnero volvía a ser blanca y mullida, y la piel de oso de Wyrd brillante y encrespada y su pelo y barba, antes grisáceos y enmarañados, ahora los llevaba peinados hacia abajo como helechos y con una textura erizada que se conjugaba perfectamente con su hosco carácter.

El signifer Paccius nos aguardaba afuera del apodyterium con el esclavo y el carismático Becga. El pequeño eunuco seguía desnudo, pero ya no estaba asustado. En realidad, sostenía un speculum y sonreía viendo su nueva imagen, pues su pelo marrón oscuro era ya color oro claro, muy parecido al mío.

El legatus no quiso tocarle, pero hizo que le volvieran la cabeza para un lado y el otro y, después de examinarle un rato, dijo:

—Sí, yo creo que es ése el color. Muy bien, esclavo. Paccius, lleva al niño a los aposentos de Fabius y vístele con ropa de Calidius —tienen que sentarle bien— y vuelve a traérmelo.

El signifer hizo un saludo para retirarse, pero antes de que hubiera girado sobre sus talones, Wyrd inquirió:

—Paccius, ¿no estaba el coquus de la guarnición preparando el convivium? Me comería un uro entero, con cuernos y pezuñas.

—Vamos, vamos, Uiridus —terció el legatus—, no tienes por qué cenar del convivium de la tropa. Tú y tu aprendiz, ahora que tenéis aspecto civilizado y oléis a seres humanos, cenaréis conmigo.

Y así lo hicimos. En el suntuoso triclinio de la mansión de Calidius, cené por primera vez al estilo romano. Es decir, era también la primera vez que comía tumbado, apoyado en el codo. Todos cenamos en aquella postura en tres divanes dispuestos a la manera de la letra C, con la mesa en el centro, a la que los criados accedían por la parte abierta de la C. Resultaba evidente que no era la primera vez que Wyrd cenaba así, porque se mostraba muy cómodo y desenvuelto. Yo no sabía aún nada de sus orígenes, aunque me constara que no siempre había sido un cazador solitario, y comenzaba a sospechar que aquel viejo rudo y hosco debía haber gozado de una buena posición social, superior seguramente a la de decuño al mando de diez auxiliares de una legión romana.

Yo me sentía muy fuera de lugar en aquella mansión, pero, como es propio de los jóvenes, hice como si aquella cena fuese lo más natural del mundo para mí, y Calidius y Wyrd —e incluso los criados— tuvieron la discreción de no reírse de mis muchas torpezas. Estaba, sí, acostumbrado a comer con cuchillo, y la cuchara la había usado muchas veces en los dos conventos, pero eran dos adminículos que me costaba manejar con soltura en posición reclinada. Y lo que es peor, en aquella mesa había un tercer objeto para cada comensal —un chisme de metal con dos pinchos, que se empleaba para ensartar los trozos de comida y llevárselos a la boca— y que verdaderamente me costó dominar.

Me preocupé tanto por no mostrarme fuera de lugar, que comía despacio, pese a que yo solía hacerlo con voracidad. Tenía hambre de sobra, después del reconfortante baño, para haberme comido hasta la piel de carnero, pero ni que decir tiene que aquellas viandas eran mucho más selectas que las que hubiesen servido en el cenaculum de la tropa y mucho más refinadas que las que yo había jamás engullido.

—Siento que el vino no sea más que un simple caldo de Formio —dijo el legatus, sirviéndonos una copa—. Ojalá tuviese uno de Campania o de Lesbos con el cual brindar por el éxito de vuestra empresa, Uiridus.

Wyrd torció el gesto, porque el vino no sólo estaba aguado, sino que además lo habían perfumado con resina. Pero a mí me pareció bastante bueno.

Se inició la cena con unas gachas de castañas y lentejas y el plato principal fue jamón cocido con un envoltorio de pasta crujiente, servido en rodajas con guarnición de higos cocidos. Hubo un segundo plato de remolachas y puerros guisados en vino de pasas de Corinto y aliñado con aceite y vinagre, y otro de algo parecido a pasta seca y cortada en tiras estrechas y muy largas, aderezado con aceite con sabor a ajo. Este plato fue el que más me costó comer, pues había que llevarse el alimento a la boca enrollando las tiras en aquel utensilio con dos pinchos (yo miré cómo lo hacían ellos) formando una bola de tamaño adecuado. Yo aún estaba examinándolo cuando ellos ya habían terminado. Afortunadamente para mi compostura y competencia, que se suponía debía tener, la cena concluyó con dulces fáciles de comer: un ligero y delicioso pastel de queso con ciruelas, acompañado de unas copitas de un vino violeta.

Hubo un momento durante la cena en que un criado trajo recado de que el signifer Paccius había llegado, y el legatus le hizo pasar. Traía al pequeño carismático vestido y con mayor elegancia que ninguno de los niños que había visto yo en la ciudad de Vesontio. Era un atavío en miniatura del que llevaba el legatus pero de color más llamativo: una túnica ceñida de lino azul claro, de las que llaman alícula, con la orla bordada con flores, calcetines de algodón y botines de cuero blando de color aún más amarillento que el nuevo color de pelo del niño. Sobre la alicula llevaba echada una capa de lana rojo intenso, sujeta al hombro con un broche de plata.

El legatus permaneció tumbado, mascando pausadamente como un buey rumiante y mirando al pequeño. Luego, asintió con la cabeza e hizo seña a Paccius para que se lo llevara. Cuando hubieron salido, tragó ruidosamente, lanzó un suspiro y dijo emocionado:

—Es casi como mi propio nieto.

—Pues, ¿por qué no te quedas con él, en lugar de implicarme en un riesgo semejante con el nieto auténtico? —inquirió Wyrd, haciendo gala de insensibilidad.

—¡Cómo! —exclamó el legatus atónito—. ¿Quedarme con un eunuco a…? No tiene ninguna gracia lo que has dicho, Uiridus —añadió, al darse cuenta de la chanza—. Bueno, ya que ha surgido el tema durante la cena, dime cómo vas a intentar trocar un niño por otro.

—Ya te lo he dicho —gruñó Wyrd—. No lo sé. Tendré que pensarlo. Y me niego a pensar mientras como, porque entorpece el placer inmediato y la subsiguiente digestión.

—Pero hay que prepararse y hacer planes. El huno llegará en cuestión de horas. ¿Has decidido al menos cuántos hombres quieres que te acompañen?

—Sé que necesitaré alguien que me ayude, pero no voy a pedir a nadie que se preste voluntario a un suicidio.

De nuevo me tomé la libertad de hablar.

—No tienes que pedirlo, fráuja, quiero decir magister. Soy tu aprendiz en eso como en todo lo demás.

Wyrd me dirigió una inclinación de cabeza agradecido y contestó al legatus:

—No necesito a nadie.

—Puede que no, pero quiero que lleves contigo a otro hombre: mi hijo Fabius.

—Escucha —replicó Wyrd—, voy a intentar, con muy pocas esperanzas, rescatar lo que quede de tu árbol familiar. Si fracaso, todos pereceremos, Fabius incluido. Y así no habrá posibilidad alguna de que perviva tu linaje. Es una tarea que requiere astucia, paciencia y sigilo. Un esposo profundamente ofendido, enloquecido y desesperado…

—Fabius es un soldado romano desde antes de casarse y sigue siéndolo por encima de todo. Si le pongo a tus órdenes, te obedecerá. Uiridus, piensa cómo te sentirías si estuvieras en su lugar… o en el mío. En cuanto a lo de arriesgar su vida y nuestro linaje, ya te he dicho que Fabius no soportará vivir si fracasa la empresa. Tiene derecho a intervenir y arriesgarse a morir por otra espada que no sea la suya.

Wyrd alzó los ojos al cielo.

—Recuerdo que Fabius era un muchacho fuerte. ¿Puedo ver si lo sigue siendo?

El legatus se volvió hacia un criado para darle orden de que trajeran a su hijo, pero con grilletes y escoltado. Estábamos acabando los dulces, cuando oímos ruido de cadenas y pasos y, al momento, apareció en la puerta un joven de gran parecido físico con el legatus. Vestía uniforme de combate, con el casco bajo un brazo y la cimera de desfile bajo el otro, pero llevaba las muñecas con grilletes unidos a unas cadenas que sujetaban cuatro cautelosos guardianes. Si necesitaba cuatro hombres para vigilarlo, pensé que entraría hecho una furia, tratando de lanzarse sobre el padre que había ordenado encarcelarle; pero Fabius se limitó a mirarle airadamente con sus ojos enrojecidos, que aún lo parecían más en contraste con la palidez del rostro. Me pareció oír rechinar sus dientes, pero al ver que su padre no estaba solo en el triclinium, dirigió la mirada a mí y luego a Wyrd.

Salve, optio Fabius —dijo Wyrd, con gran afabilidad.

—¿Eres Uiridus? —inquirió el joven, mirándole perplejo, posiblemente por ser la primera vez que le veía limpio—. Salve, Caius Uiridus. ¿Qué haces aquí?

—Yo y mi aprendiz Thorn estamos planeando una incursión contra esos hunos que han secuestrado a tu esposa y a tu hijo. Es muy posible que muramos todos en la arriesgada empresa, pero tu padre ha sugerido que tal vez desees morir con nosotros.

—¿Desear? —replicó Fabius, recobrando un poco de color en el rostro—. ¡Os prohíbo que vayáis sin mí!

—El que da las órdenes soy yo, y deberás obedecerme en…

—¡No digas nada más, decurio Uiridus! —exclamó el joven—. ¡Soy un optio de la undécima legión! —y con un súbito movimiento, que hizo estirar las cadenas y a punto estuvo de derribar a los guardianes, sacó de debajo del brazo la pieza curvada de metal con la cimera de crines de caballo, la introdujo en la ranura del casco y se lo puso—. Estoy listo para salir ahora mismo.

Iésus —musitó Wyrd—, ya lo creo que es un soldado romano. ¿Y no traes una trompeta para anunciar la marcha? —añadió con sorna—. Anda, bobo, quítate esas galas y mañana estate vestido con algo adecuado para andar por el bosque. Ya te avisaré cuando tengamos que partir.

Los cuatro guardianes le retiraron tirando de las cadenas, pero él se resistió y gritó:

—¿Qué te propones, Uiridus…? ¿Cómo atacaremos…? ¿Con cuántos hombres…?

Y siguió vociferando sin obtener respuesta hasta que su voz se perdió a lo lejos.

Iésus —volvió a musitar Wyrd—. Los judíos tienen un buen proverbio que dice que ni Adán habría tomado esposa si Jehová no le hubiese dejado inconsciente.

Calidius no dijo nada, por lo que yo me atreví a hablar de nuevo para pedir permiso para llevarme los restos de la comida para dárselos a mi águila. El legatus murmuró distraídamente «¿Un águila?», pero me dio permiso para levantarme. Y así no supe lo que ellos siguieron hablando hasta más tarde aquella misma noche.