Capítulo 5
A la mañana siguiente, aunque me desperté a las primeras luces, Wyrd ya había desaparecido del campamento. Le encontré en el sitio en que había caído el oso, y ya llevaba mucho tiempo —por lo que se veía— despellejándolo. Le musité los gods dags y, sin que me lo pidiera, le llevé un poco de carne de íbice recalentada y agua del arroyuelo para que desayunara. Me dio las gracias con un gruñido y, sin dejar su sangrienta y grasienta tarea, fue dando bocados y sorbos de agua.
Yo me dediqué a enrollar las pieles en que habíamos dormido, guardando en ellas nuestras pertenencias, incluida la carne ahumada, y, como de costumbre, me aseguré de que mi redoma con la gota de leche de la Virgen estuviera a buen recaudo y entera. Los preparativos me llevaron poco tiempo, así que cogí la cabeza del íbice, que había constituido el desayuno de mi águila; pero lo que yo quería era arrancar los magníficos cuernos. Encontré una piedra adecuada y me serví de ella a guisa de martillo para cascar el cráneo, y luego guardé cada uno de los cuernos en nuestros respectivos bultos de viaje.
Los dos acabamos nuestras tareas casi al mismo tiempo, un poco antes del mediodía; yo miré asombrado la enorme piel que traía en los brazos y aguardé resignado a que la uniera al fardo con que había cargado la jornada anterior. Pero él aprobó con un gesto que hubiese quitado los cuernos del íbice y dijo:
—Ya tienes carga suficiente, cachorro, y, además, no aguantarías el olor que desprende la piel, porque no la he desollado como es debido y no voy a perder el tiempo estirándola y secándola. Yo estoy acostumbrado al olor a rancio, así que yo la llevaré.
—Thags izvis —dije yo agradecido—. Fráuja Wyrd, ¿vas a matar más osos?
—Ne, ya llevamos bastante carga. Y no conozco ningún otro cubil de hibernación de aquí a Basilea. Así que vamos a redoblar el paso hacia esa guarnición. Ja, saldremos de este crudo clima y nos daremos un lujoso baño caliente romano.
—¿Voy a cortar un poco de carne del oso por si la necesitamos en el camino?
—Ne. Una vez que el cadáver se ha quedado tieso, la carne ya no se ablanda por mucho que la cuezas. Déjalo.
—Es una pena desperdiciarla.
—Nada se desperdicia en la naturaleza, cachorro. Esa carroña dará alimento a muchísimos animales, pájaros e insectos. Y si antes pasa por aquí una manada de lobos, les distraerá para que no nos sigan por el olor de la carne que llevamos. Y, mejor aún, si lo encuentra una banda de hunos errantes, esa carnaza les mantendrá entretenidos un buen rato.
—Yo vi una vez un lobo —dije— y me pareció capaz de matar fácilmente a un hombre. Nunca he visto a un huno, pero me parece, fráuja, que tú prefieres enfrentarte a los lobos antes que a los hunos, ¿no?
—¡Por la Estigia infernal, no sólo yo, sino cualquiera! Los lobos atacan las vituallas o los caballos, pero no atacan a las personas. Nunca entenderé por qué al inteligente, respetable y mañoso lobo se le ha dado esa fama de salvaje devorador de hombres. Ahora que sí sé por qué la tienen los hunos. ¡Cachorro, atgadjats!
He olvidado cuántos días caminamos tras abandonar aquel lugar, pero a partir de allí, casi todos los días andábamos cuesta abajo y el tiempo era, también, algo más clemente, y la carga —por imposible que lo hubiera creído— parecía cada día menos pesada. Como había predicho Wyrd, la piel y los músculos de mis hombros y espalda se iban acostumbrando al ejercicio y los otros músculos y tendones también se endurecían. Ya no tropezaba ni arrastraba los pies y era capaz de seguir el paso del viejo cazador.
Me enseñó también a caminar pausadamente —riéndose muchas veces cuando me equivocaba— y así aprendí a plantar siempre el pie antes de echar en él el peso para no romper alguna rama o hacer crujir hojas secas que pudiera haber tapado la nieve, y aprendí a no soltar de golpe ninguna rama que hubiese apartado para pasar y otros muchos trucos de la vida en el bosque. A veces, cuando habíamos cruzado un tramo rocoso en el que el viento había barrido la nieve y al final hallábamos nieve otra vez, él hacía que retrocediésemos hasta pisar de nuevo roca desnuda. Decía que con esa argucia no engañaríamos a las fieras, pero sí a posibles hunos que siguieran nuestro rastro.
Wyrd interrumpía a veces la marcha a media tarde o la prolongaba hasta el anochecer, de modo que siempre acampábamos junto a una charca o un riachuelo cubierto por una capa de hielo. Muchas veces, en plena marcha, se detenía de repente —y me hacía seña para que me parase— dejaba despacio los bultos en tierra, sacaba sin hacer ruido el arco y asaetaba una liebre de las nieves o un armiño que, estando inmóviles en aquel paisaje blanco, yo era incapaz de ver. A mí me parecía que Wyrd tenía tres o cuatro sentidos más que la gente y se lo comenté con admiración.
—Skeit —gruñó él, recogiendo su última presa—. Fue tu águila quien descubrió éste, y yo estaba mirando al ave. Le gustarán más los reptiles, pero lo ve todo, y mirándola a ella yo también lo veo. Es una compañera muy útil esa águila. Tu vista es muy perezosa, cachorro; tendrás que aguzarla igual que otras cosas. En cuanto a tu olfato, se ve que has vivido mucho tiempo entre paredes y bajo techado. Si vives al aire libre, aprendes a distinguir los distintos olores de la nieve, el hielo y el agua.
Lo cierto es que nunca desarrollé la perspicacia de Wyrd para oler el agua, pero sí que traté de utilizar mejor mi vista y, para mi gran sorpresa, comprobé que con la práctica es posible ver cosas que antes no veía. Por ejemplo, aprendí que el movimiento se percibe mejor mirando directamente al lugar en el que se prevé (o teme) que surja el movimiento; sin embargo, los objetos pequeños, quietos u oscuros, y las diferencias de color, se perciben mejor de reojo. Finalmente, fui capaz, igual que Wyrd, de «ver por los lados de los ojos», por así decir, y diferenciar un animal pequeño blanco del blanco ligeramente distinto de la nieve en que permanecía quieto, aguardando a que pasásemos.
Cuando adquirí experiencia descubriendo esos pequeños animales, y cuando no nos era crucial cazar uno para comer por la noche, Wyrd me dejaba que probase yo primero con la honda; pero generalmente tenía una flecha preparada en el arco para tirarle cuando yo fallaba, cosa que al principio era bastante frecuente.
—Eso es porque esgrimes la honda al estilo bíblico de David —decía, enfadado—. Sin duda, consecuencia de haberte criado en un monasterio. Dándole vueltas así, sobre tu cabeza, antes de soltar la piedra, la lanzas más lejos y con fuerza, sí, pero sin mucho tino. Tienes que procurar no lanzar una piedra por encima de los Albos de cualquier modo. Tiene que dar en algo y esa cosa concreta está bastante cerca, tratándose de un animal, o incluso de Goliat. Cachorro, afinarás más la puntería si la haces girar en sentido paralelo a tu costado.
Le obedecí pero, como no estaba acostumbrado a lanzar de aquella manera, lo hice muy torpemente.
—¡Ne, ne! —exclamó Wyrd disgustado—. No tienes que darle vueltas como una peonza; basta con dos o tres vueltas. De todos modos, lo haces mal y lanzas la piedra por debajo. Entérate bien, cachorro, los músculos del brazo actúan de tal manera que puedes levantarla con mayor rapidez y fuerza con que la bajas. Así que gira la honda al revés y lanza la piedra por arriba con fuerza.
Probé una y otra vez y, aunque no acababa de hacerlo bien, vi que el método de Wyrd me daba más seguridad; seguí practicándolo siempre que podía y antes de concluir el viaje era yo el que cazaba casi todos los venados pequeños.
Por fin salimos del cielo perpetuamente gris de los Albos y comenzamos a tener muchos días soleados a ratos. Afortunadamente, en aquellas tierras bajas, andábamos por bosques tan espesos, que, aunque los árboles estuviesen desnudos, nos daban sombra, pues de no haber sido así, el reflejo de la nieve habría sido cegador. Allí, en la provincia romana llamada Rhaetia Prima, llegamos al río Birsus, un arroyo tan estrecho que estaba helado igual que los torrentes y riachuelos de las montañas.
Seguimos el Brisus aguas abajo y, en donde se junta con el gran río Rhenus, avistamos Basilea. Lo primero que vimos a lo lejos fue la muralla construida sobre una terraza que domina la confluencia de los dos ríos. Wyrd me explicó que el rápido y estrecho Rhenus, que corre en dirección Oeste, traza una brusca curva hacia el Norte y se ensancha en curso más lento, y en aquel punto está el límite de la navegación corriente arriba de esa gran vía de agua que cruza toda Europa por el Norte hasta el océano germánico.
Basilea no es más que una ciudad menor con guarnición romana, comparada con otras que yo conozco. Pero todas han crecido y se han desarrollado del mismo modo a lo largo de los años. El campamento fortificado ocupa la zona más elevada y más fácil de defender, y suele ser muy extenso; está rodeado de terraplenes, barricadas, torres de vigía, zanjas, fosos, setos espinosos y diversos obstáculos. Inmediatamente antes de estas defensas, y rodeando al fuerte, están las cabanae, palabra que, aunque significa «caseta», designa unas edificaciones bastante consistentes, divididas en bloques por calles, plazas de mercado y otras vías características de una auténtica ciudad. No cabe duda de que en origen no eran más que las barracas precarias de los servicios ambulantes que no siempre el ejército romano proveía a la soldadesca —buena comida, buenos vinos, mujeres baratas y diversión—, pero en todas las guarniciones de solera, las cabanae constituyen el alojamiento de la comunidad civil y en ellas bulle el comercio, la actividad y la animación.
Pasadas las cabanae, en las afueras de la ciudad se hallan las industrias necesarias para la tropa y los ciudadanos —almacenes de madera, tejares, corrales de ganado, alfares, herrerías, etcétera—, casi todas ellas propiedad de los veteranos romanos licenciados casados hacía tiempo con indígenas. Además de todas esas instalaciones y edificaciones de la guarnición, Basilea contaba con muelles, obradores, cererías y almacenes a lo largo de la ribera del Rhenus.
Como el Rhenus es un curso de agua con importante tráfico de viajeros y comerciantes, sólo hay dos calzadas estrechas y en mal estado que conducen a Basilea. Por una de ellas entramos en la ciudad. Era de esperar que en las carreteras hubiese pocos viajeros, pero lo cierto es que sólo íbamos nosotros. No vimos carros, carretas, gente a caballo ni a pie, y Wyrd rezongaba sorprendido. Próximos ya a la ciudad, seguimos sin ver una sola alma trabajando ni andando. Las puertas de las casas por las que pasábamos estaban cerradas y atrancadas, y no había forjas ni hornos encendidos ni se advertía el ajetreo de una comunidad populosa. Ni siquiera se oía ladrar perros.
—Por el cuerpo asado de san Policarpio —gruñó Wyrd—, esto es de lo más raro.
—Mira, fráuja, se ve salir humo de las cabanae —dije.
—Ja. Vamos, cachorro, te voy a enseñar mi taberna preferida. Es de un viejo amigo que no agua el vino. Le preguntaremos a él si es que ha llegado la peste.
Cuando llegamos a la taberna, aunque el humo indicaba que la chimenea estaba encendida, nos encontramos con la puerta cerrada como las demás. Wyrd golpeó malhumorado con la aldaba, gritando diversas groserías:
—¡Dylas, abre la puerta! ¡Que los dioses te maldigan, sé que estás ahí!
Hasta que no hubo aporreado la puerta a modo y manera entre maldiciones, no se abrió la rendija de una ventana por la que asomó un ojo legañoso y enrojecido y se oyó una voz malhumorada en el antiguo lenguaje con un acento inidentificable como el de Wyrd:
—Wyrd, viejo pariente, ¿eres tú?
—¡Ne, soy el ágil Jacinto que ha venido a seducirte y fornicarte! —bramó Wyrd con tal fuerza que en las casas cercanas se abrieron algunas rendijas más en las ventanas—. ¡Desatranca esta puerta, por Iésus, antes de que le dé una Patada!
—No puedo abrir, Wyrd, amigo —respondió el ojo—. Tengo prohibido abrir a todo extranjero.
—¿Qué? ¿Prohibido? ¡Por los diviesos de Job, tú y yo hemos contraído y sobrevivido a todas las enfermedades posibles! No corremos peligro de contaminarnos mutuamente ni a nadie. ¡Y no soy un extranjero! Vuelvo a repetirte que si no abres…
—Si por una vez en tu vida cerrases esas bocaza, vejestorio, tal vez tus orejas oyesen las cosas. La puerta está cerrada por orden del legatus Calidius, igual que todas las puertas de Basilea. No es que haya entrado la peste, sino los hunos.
—¡Iésus! Y Calidius atranca el establo después que han robado los caballos, ¿niu?
—Eso que dices es más cierto de lo que piensas. Esta vez sólo se han llevado la yegua y el potro.
—¡Perdición, Plutón y pandemónium! —vociferó Wyrd—. ¡Ábreme y cuéntamelo todo!
—Tengo prohibido hasta hablar de lo que ha ocurrido, igual que todos los ciudadanos. Hay que comunicar a la guarnición la presencia de cualquier extranjero y forastero, Wyrd. Ésa es la única puerta que se te abrirá.
—Dylas, desgraciado, ¿qué es lo que pasa? En este rincón del mundo no hay hunos suficientes para atacar a una guarnición romana.
—Nada más puedo decirte, viejo amigo. Ve a la guarnición.
Y eso hicimos; seguimos por las calles que conducían a lo alto por entre las cabanae, mientras Wyrd mascullaba en voz baja toda clase de barbaridades y yo guardaba prudente silencio. Cuando alcanzamos la cima en que se asentaba la fortaleza, continuamos por el sendero en zig-zag que atravesaba los setos de espino y salvaba los fosos y trampas, un sendero por el que pasaba bien un hombre, pero que impedía cualquier tipo de ataque a pie o a caballo. Finalmente, nos vimos al pie de la gran muralla. Como he dicho, Basilea tenía una de las guarniciones menos importantes, pero a mí, en aquel entonces, me pareció impresionante. La muralla tendría unos cien pies de largo y, aunque debía ser de ladrillo o de piedra, estaba revestida por fuera con una gruesa capa de turba para aminorar los impactos de los arietes. Sobre la gruesa puerta de madera colgaba un tablero con letras talladas y pintadas: en oro el nombre del primitivo emperador que había fundado el fuerte, VALENTINIAN, y en rojo el nombre de la legión a que pertenecían las tropas de la guarnición, LEGIO XI CLAUDIA.
La impresionante puerta se hallaba cerrada como las demás y desde una de las torres que la flanqueaban se oyó gritar una voz, en latín y luego en el antiguo lenguaje:
—¿Quis accedit? ¿Huarjis anaquimith?
Para mi gran sorpresa, Wyrd contestó en los dos idiomas.
—¿Est caecus, quisquís? ¿Ist jus blinda, niu? Paccius, ¿quién crees que llega, cachorro presuntuoso? ¡Soy tu puta madre! Signifer, conoces mi voz tan bien como yo la tuya.
Oí al centinela contener la risa, antes de replicar.
—Sí, te conozco, viejo. Pero algunos de los sesenta arqueros de la muralla no te conocen y ya te están apuntando con sus flechas. Anúnciate.
—¡Por los veinticuatro testículos de los doce apóstoles! —exclamó furioso Wyrd, dando una patada—. ¡Me llaman Wyrd el Cazador!
—¿Y tu acompañante?
—Otro cachorro, cachorro impúdico. Es mi aprendiz guardabosques, Thorn el Inútil.
—¿Y su acompañante?
—¿Qué? —replicó Wyrd al límite de la paciencia, dándose la vuelta a mirarme—. Ah, el pájaro. Bueno, Paccius, supongo que un legionario romano sabrá qué es un águila. ¿Quieres que nombre uno por uno los dedos de mis pies, que están deseando sacudirte en tu sucio culo?
—Aguardad.
Aunque Wyrd no paró de vociferar cosas cada vez más groseras y blasfemas, desde arriba no llegaba palabra. Yo ansiaba que callase, pensando en que nos apuntaban más flechas que las que habían asaetado a san Sebastián.
Pero no hubimos de aguardar mucho. Al otro lado se oyeron los golpes sordos, los crujidos y el rechinar de las vigas de madera al ser descorridas y la enorme puerta se abrió con pasmosa lentitud y lo justo para dejarnos paso. Nos recibió el centinela Paccius que se hallaba, igual que los demás legionarios de la entrada, en atavío de combate. Era la primera vez que yo veía soldados y, además, con coraza.
Todos llevaban un casco redondo de hierro que por detrás se prolongaba para protegerles el cuello y por delante tenía unas lengüetas sobre los maxilares; y artísticamente cincelado. La coraza era de infinitas escamas metálicas superpuestas y la llevaban sobre un jubón de cuero; en el cuello tenían un pañuelo para paliar el roce de la rígida prenda y se ceñían con un ancho cinturón adornado con gruesos tachones metálicos; del lado izquierdo del cinturón pendía un puñal envainado y del derecho otra vaina con muchos más adornos, pues la espada la tenían todos preparada en la mano. Por el centro del cinturón colgaba una especie de delantal de láminas de hierro engastadas en correíllas de cuero, que les permitían mover las piernas con la amplitud de la faldilla de sus túnicas de lana, pero que, en combate, servían para protegerles el vientre y sus partes pudendas. Todos ellos —en particular el llamado Paccius, que debía ser de rango superior a los demás— eran fuertes, estaban curtidos y se veía que eran hombres capaces, valientes y aguerridos, y a mí me entraron deseos de ser un hombre adulto para poder alistarme de legionario.
—Salve, Uiridus, ambulator silvae —dijo Paccius sonriente, alzando el puño derecho al estilo romano.
—Salve, Signifer —masculló Wyrd, sin poder devolver el saludo por tener los brazos cargados—. Cuánto has tardado.
—He tenido que comunicar tu llegada al legatus praesidio, quien no sólo te autoriza la entrada, viejo Wyrd, sino que manifiesta su contento porque hayas llegado, y te invita a que le veas ahora mismo.
—¡Vái! El perfumado Calidius no querrá recibirme así como vengo. Paccius, ya me habrás olido antes de abrir la puerta. Voy a los baños. Vamos, cachorro.
—¡Siste! —gritó Paccius antes de que hubiésemos dado tres pasos—. Cuando el legatus dice que pases, quiere decir ahora mismo.
—Tú eres un soldado a las órdenes de cualquier otro de rango mayor al de signifer —replicó Wyrd, fulminándole con la mirada—, pero yo soy un ciudadano libre.
—Se ha decretado el jus belli, y según la ley marcial, como bien sabes, hasta los civiles deben acatar órdenes. Pero si hace falta, viejo tozudo, Calidius te ruega que te presentes a él. Cuando hayáis hablado, verás que no exagero.
—Aj, muy bien —contestó Wyrd con un suspiro de impaciencia—. Antes, por lo menos, indícanos el barracón en que podamos dejar nuestros bultos.
—Venite —dijo Paccius echando a andar—. Tenemos casi todas las dependencias llenas de paisanos. Calidius ha ordenado que se refugie aquí la gente de los alrededores y toda la que llegue a Basilea; todos los que no puedan alojarse en las cabanae a seguro del fuerte. Tenemos hasta un tratante de esclavos sirio con todo su cargamento encadenado, pero os encontraré sitio o echaré al sirio si es necesario.
—¿Pero qué es todo esto? —inquirió Wyrd—. Abajo en la ciudad, el tabernero Dylas —ya lo conoces— me ha hablado de hunos, pero yo he pensado que está trastornado. No creo yo que los hunos vayan a atacarnos.
—No, ataque no, pero sí una visita de vez en cuando —contestó inquieto el signifer—. Ha venido un solo hombre, y el legatus ha recluido a todos para que nadie se comunique con ese visitante ni le hagan daño en sus idas y venidas ni intenten seguirle a su guarida.
—¿Es que os habéis vuelto todos locos? —replicó Wyrd, mirándole atónito—. ¿Permitís que un solo huno se pasee tranquilamente por Basilea y se marche por las buenas, sin llevarse su piojosa cabeza bajo el brazo?
—Ya te lo explicará el legatus —dijo Paccius, casi avergonzado—. Puedes alojarte aquí.
El largo barracón de madera tenía en toda su longitud una galería techada en la que tomaban el aire unos soldados libres de servicio. Había media docena de puertas y al lado de cada una de ellas, hundido en un hoyo, un cubo con tapa para echar la basura. Paccius nos hizo pasar y me encontré en el dormitorio más elegante que había visto en mi vida. Era una habitación enteramente de madera sin pintar y sin adorno alguno, pero había ocho catres y no estaban en el suelo, sino sobre unos armazones con patas, a salvo de bichos y sabandijas. Al pie de cada cama había un arca para las pertenencias con cierre para evitar robos, y enfrente de las camas, un cuartito con pedestal con jabón y un aguamanil y en el suelo un agujero para retrete. Y todo eso para el servicio, no de todos los del barracón, sino sólo los de aquel dormitorio.
Vimos al entrar que las camas estaban ya ocupadas. En una se hallaba sentado un hombre de barba negra, tez morena y nariz aguileña, con vestimenta de viaje de gruesa lana, y en las otras niños de entre cinco y doce años, todos con anillas de hierro en los tobillos unidas por una cadena, vestidos con harapos y de aspecto taciturno.
—¡Foedissimus Syrus, apage te! —dijo Paccius con desden al barbudo—. ¡Fuera, cerdo sirio! Coge a estos mocosos y mételos en el otro cuarto con los otros. Y quédate allí con ellos, que tenemos huéspedes que merecen un cuarto para ellos solos, sin compartirlo con un mugriento tratante de esclavos capados.
El sirio, cuyo nombre supe más tarde era Bar Nar Natquin, atinó a esbozar una sonrisa para congraciarse y despreciativa al mismo tiempo y, retorciéndose las manos, dijo en latín con algo de griego:
—Me apresuro a obedecer, centurio. ¿Me da su permiso el centurio para llevar a mis pupilos al baño antes de acostarlos?
—Sabes que no soy centurión, sapo lameculos. Por mí puedes tirar tu prole de sapos carismáticos a la letrina. ¡Apage te!
Los niños ocultaban su sonrisa al ver a su amo humillado, pese a que ellos mismos estaban incluidos en la humillación. Viéndoles sonreír me di cuenta de que todos eran notablemente guapos. En el momento en que el sirio se disponía a salir con ellos, Paccius añadió:
—Ese zalamero Natquin conserva su mercancía lo más limpia y atractiva que puede; incluso ha pretendido venderme uno de esos chicos. Pero juro que ese bárbaro no se ha lavado en su vida. Uiridus, deja aquí tus cosas y que tu mocoso las coloque mientras nosotros vamos a…
—¡Por todos los truenos de Thor! —le interrumpió Wyrd—. No nos des órdenes como si fuésemos sirios o esclavos. Thorn es mi aprendiz y está aprendiendo de su fráuja Wyrd… el magister Uiridus, si prefieres, y quiero que él se entere también de todo lo que me tenga que decir el legatus. Los dos iremos a ver a Calidius.
—¡Heu me miserum! Como quieras —replicó el signifer, alzando las manos exasperado—. Pero vamos de una vez.
Así pues, até mi juika-bloth a la cabecera de la cama y volvimos a seguir a Paccius. Esta vez nos condujo por la vía praetoria, la otra calle principal que cruzaba perpendicularmente la vía principalis y al final de la cual se hallaba el praetorium o residencia del legado con su familia y servidumbre, un edificio casi tan grande e impresionante como el cuartel general. Mientras seguíamos a Paccius, pregunté en voz baja a Wyrd:
—Fráuja, ¿qué son carismáticos?
—Pues esos chicos que hemos visto —contestó, señalando con el pulgar hacia atrás.
—Ja, pero ¿por qué les llaman así?
—¿No lo sabes? —inquirió, volviéndose hacia mí y mirándome de una manera rara.
—¿Cómo voy a saberlo? Nunca lo había oído.
—Viene del griego khárismata —contestó, mirándome aún de aquel extraño modo—. Un eunuco, sí sabrás lo que es…
—He oído hablar de ellos, pero no he visto ninguno.
—Khárisma, en griego —prosiguió él sin dejar de mirarme perplejo—, significaba un don o un talento especial de una persona, pero en la acepción moderna es una clase especial de eunuco; los más exquisitos y caros.
—Pues yo pensaba que los eunucos eran… pues, eso, nada… neutros. ¿Cómo puede haber varias clases de nada?
—Un eunuco es un hombre que ha dejado de serlo porque le han extirpado los testículos, y un carismático es uno al que ahí abajo le han extirpado todo. Svans y lo demás.
—¡Iésus! —exclamé yo—. ¿Por qué?
—Hay amos —contestó Wyrd, desviando la mirada— que los quieren así. Un eunuco corriente no es más que un criado con garantía de que no importune deshonestamente a la esposa de la casa, mientras que un carismático es un juguete para el propio amo. Y los amos los prefieren jóvenes y atractivos. Me apostaría algo a que esos que acabamos de ver son francos. Hacer carismáticos de los niños guapos huérfanos es el bollante comercio a que se dedica la ciudad franca de Verodunum. Pero claro, como muchos niños mueren por efecto de la brutal cirugía, los pocos que sobreviven alcanzan un precio astronómico. Ese vil sirio conduce un ganado que vale una fortuna, por así decir.
—Iésus —repetí, y proseguimos nuestro camino hacia el edificio, desde la puerta del cual Paccius nos hacía señal de que nos apresurásemos. Wyrd se volvió de nuevo hacia mí y dijo:
—Perdóname cachorro; al preguntarme qué es un carismático, me quedé sorprendido porque… Aj, bueno, pensé que tú eras uno de ellos.
—¡Ni mucho menos! —repliqué yo indignado—. ¡A mí no me falta ninguna parte del cuerpo!
—Ya te he dicho que perdones —añadió, encogiéndose de hombros—, no voy a decirte nada más… ni siquiera a preguntarte si eres descendiente del Hermafrodita. Te dije que me importaba un bledo lo que pudieras ser y te lo vuelvo a decir. Dejemos ese tema para siempre. Vamos, entra conmigo al pretoriado y nos enteraremos por qué el augusto Calidius se alegra tanto de que hayamos venido.