Capítulo 7

Tuvo su origen en simples rumores, y el primero me llegó a través del que antaño había sido soldado y después caupo de taberna, Ewig. Desde su llegada a Roma, él había sido mi speculator privado entre la gente del común de la ciudad, manteniéndome informado de sus actos, opiniones y actitudes —si estaban contentos, si se quejaban, si había rumores de malestar, o lo que fuese— para que yo pudiese contribuir a que Teodorico siguiese en contacto con la masa de sus súbditos. Un día en que Ewig vino a informarme, mencionó una tal Caia Melania, una viuda recién llegada a Roma que había comprado una mansión en el Esquilino, contratando a numerosos artesanos para acondicionarla. Estupendo, pensé, una nueva residente que da trabajo a la gente, aunque no había nada de particular en la noticia.

Cuando en semanas sucesivas oí a amigos de otras clases sociales hablar de Caia Melania —generalmente con comentarios favorables y hasta admirados por el dinero que estaba gastando— seguí sin darle importancia. Me vino a la memoria que en Vindobona había una mujer del mismo nombre, y pensé si no sería la misma, pero también me dije que Melania es un nombre muy común.

Llamó verdaderamente mi atención cuando oí que se hablaba de ella en el triclinium durante una fiesta en la villa de Roma del princeps senatus, el anciano senador Símaco. Había muchos personajes de relieve entre los convidados —otros senadores con sus esposas, el magister officiorum de Teodorico y su esposa, Boecio y su esposa, el urbis praefectus de Roma, Liberius, y unos cuantos ciudadanos importantes— y todos ellos parecían estar mejor informados sobre la viuda Melania que yo; en cualquier caso, se comentaron mucho sus despilfarros y se especuló notablemente sobre la clase de establecimiento que iba a ser la nueva casa.

Luego, cuando las damas se retiraron del triclinium y los hombres pudimos hablar libremente, el senador Símaco nos dijo que él conocía a la misteriosa mujer; y, pese a que era anciano y respetable, se complació en contárnoslo todo. (Sí, era anciano y respetable, pero aún tenía a la puerta de su casa aquella estatuilla de Baco con el fascinum erecto, ante la que algunos de sus invitados pasaban apartando la vista).

—Esa Melania —dijo, saboreando las palabras— es una viuda rica que viene de provincias; pero no es una simple mujer madura que se gasta el dinero que ha heredado del marido. Ha venido aquí con una misión, una vocación, quizá de inspiración divina. Lo que está construyendo en el Esquilino es la casa de citas más elegante y cara desde la época legendaria de Babilonia.

Eheu, ¿la misteriosa mujer no es más que una lena? —dijo el praefectus Liberius—. ¿Y ha solicitado una licencia?

—Yo no he dicho que su casa sea un lupanar —replicó Símaco, conteniendo la risa—. No es la palabra. Ni tampoco eso de «lena» para aplicárselo a la viuda Melania. Yo la conozco y es una dama muy cortés y distinguida, y me hizo el honor de mostrarme el establecimiento. Solicitar a un tabularius la licencia para un lugar como ése sería como solicitar una licencia para los palacios del rey Teodorico.

—De todos modos, una empresa comercial… —rezongó Liberius, siempre interesado por los impuestos.

—La casa —prosiguió el senador, sin hacerle caso—, pese a sus riquezas, es pequeña, es un joyero. Cada noche, sólo se permitirá la entrada a un… cliente; y allí no entra nadie sin habérselas previamente cara a cara con Caia Melania, quien le hará toda clase de preguntas —no ya sólo su nombre, posición, carácter y capacidad para pagar el exorbitante precio—, sino también sus gustos y preferencias y sus caprichos más íntimos. Incluso sus anteriores experiencias con mujeres… respetables y no respetables.

—Impúdica salacidad, diría yo —terció Boecio—. ¿Qué hombre decente hablaría de su esposa, o de sus concubinas, con una alcahueta complaciente? ¿A qué viene ese interrogatorio?

Símaco hizo un guiño y se puso el dedo estirado junto a la nariz.

—Es que hasta que Melania no se ha formado una idea completa del candidato, no hace un discreta seña a un criado oculto, y en ese momento, de la antecámara que está toda llena de puertas, se abre una y en el umbral aparece la mujer con que ha soñado toda su vida ese hombre. Eso es lo que Caia Melania promete y yo estoy dispuesto a creérmelo. Eheu, amigos, ¡lo que daría por ser un mozo de sesenta años! O incluso un joven de setenta… Sería el primero en acudir a esa casa.

Otro senador se echó a reír y dijo:

—Acude, de todos modos, sátiro impenitente. Y te llevas la estatuilla de Baco para que actúe por ti.

Sonaron más risas, comentarios burlones y de toda laya, preguntándose cómo Melania podía procurar la «mujer soñada», pero yo no presté mucha atención; lupanares conocía yo de sobra, y, aunque éste tuviera la pretensión de ser una joya, no dejaría de ser una casa de putas, y Caia Melania una vieja alcahueta mercenaria.

En ese momento, Símaco cambió el tema de conversación y dijo ya más serio:

—Me preocupa un hecho reciente, y me gustaría saber si soy el único. Ayer llegó un emisario con una misiva del rey. Teodorico me felicita y me dice si prestaré apoyo en el senado a la propuesta de estatuto estableciendo límites más estrictos a las tasas de interés de los prestamistas.

—¿Y eso te preocupa? —inquirió Liberius—. Es una buena medida, según tengo entendido.

—Claro que sí —contestó el senador—. Lo que me preocupa es que Teodorico me envió ya hace más de un mes la misma misiva y yo apoyé la medida con un largo discurso, y la propuesta se aprobará sin dificultades cuando se vote. Ya se lo comuniqué al rey. Tú lo sabes, Boecio. ¿Por qué se repite Teodorico?

Hubo un breve silencio y, luego, se oyó una voz complaciente:

—Bueno, los viejos pierden memoria…

—Yo soy más viejo que Teodorico —espetó Símaco— y aún no me olvido de recomponer decentemente mi toga cuando salgo de una letrina. Y, desde luego, no se me olvidan las principales legislaciones.

—Bueno… —añadió otro—, un rey tiene muchas más cosas en la cabeza que un senador.

—Cierto —dijo Boecio, siempre fiel a su rey—. Y una cosa que afecta notablemente a Teodorico estos días es la prolongada enfermedad de la reina. Se encuentra muy abatido. Lo he notado yo, lo ha notado Casiodoro, y hacemos cuanto podemos por que no se manifiesten esos descuidos; pero muchas veces envía mensajes sin consultarnos. Esperamos que vuelva a ser el mismo cuando Audefleda se reponga.

—Si Teodorico, incluso a su edad, está privado del coito conyugal —dijo un medicas—, tal vez sufra congestión de sus fluidos animales. Es bien sabido que los ductos normales se constriñen por una abstinencia sexual prolongada. Podría ser eso la causa de sus trastornos.

—Pues entonces —añadió un joven noble descarado—, invitemos al rey a Roma y, hasta que Audefleda pueda volver a servirle, que vaya al lupanar de esa Melania. Así se le desbloquearán los ductos.

Otros jóvenes rieron ruidosamente la intervención, pero los mayores rechazaron malhumorados la impertinencia y aquella noche no se volvió a mencionar a Melania.

Pero durante los meses que siguieron no dejé de oír el nombre de boca de uno u otro de mis amigos y conocidos; eran hombres importantes, casi todos de mi edad y condición cuando menos, hombres de gran discreción. Y ahora hablaban en términos encomiables, sin que se les preguntase, de las mujeres tan fantásticas de que habían gozado en la casa del Esquilino.

—Una muchacha del Quersoneso, de ojos grises, que se contorsionaba como no podéis creer…

—Una etíope, negra como la noche, pero como el sol naciente…

—Una armenia, con unos pechos tan grandes como la cabeza…

—Una polona blanca, de ocho años. Las mujeres polonas sólo están bien de niñas, ¿sabéis?, porque en la pubertad se llenan de grasa…

—Una sármata, fiera, salvaje, insaciable. Yo creo que debe haber sido amazona…

—De todos modos, la pieza más importante de la colección de Melania aún no ha encontrado el hombre adecuado, según me han dicho. O quizá el hombre con dinero suficiente para pagarla. Dicen que es una criatura de gran exotismo, y todos los hombres de Roma están deseando saber cómo es y ver si tiene la suerte de que les toque.

—Una virgen preciosa, saio Thorn, una muchacha del país llamado Serica —me dijo mi speculator Ewig, que sabía todo lo que sucedía en Roma bajo cuerda—. La trajeron bien envuelta y desde entonces la tienen escondida. Es una muchacha amarillo claro toda ella, si os lo podéis creer…

—Sí —dije—, color melocotón claro, para ser más exactos.

—Si conocéis esas cosas, saio Thorn —dijo Ewig, mirándome sorprendido—, a lo mejor sois el hombre al que está destinada la virgen.

Bien, como antaño observaran los monjes de san Damián, la curiosidad siempre ha sido mi vicio dominante.

—Ewig —dije—, tú que conoces a los artesanos que han trabajado en la casa… Tengo entendido que no es muy grande. Entérate del plano de su disposición y me lo explicas.

Así, una noche de verano, me presenté en la casa del Esquilino y una criada no excesivamente hermosa me hizo pasar a la antecámara. Era circular y espaciosa, y, a la manera del veterano guerrero, la recorrí de una ojeada; había una mesa de mármol rosa en el centro, con asientos de mármol rosa a ambos lados y ningún mueble más. Caia Melania estaba medio sentada, medio reclinada en el banco situado frente a la puerta por la que entré; en la pared curvada que tenía a sus espaldas había cinco puertas cerradas; en un extremo de la mesa de mármol tenía un cuenco de cristal lleno de melocotones recién cogidos, todos perfectos y sin tacha, cubiertos de rocío, y un cuchillito de oro encima de ellos. Al otro extremo había un cuenco de cristal mucho más grande y hondo, con agua en la que nadaban unos pececillos, también color de melocotón, meciendo armoniosamente sus finas aletas y colas, semejantes a velos.

Por lo visto, el color rosado o de melocotón era el preferido de Melania; o al menos aquel día, porque su estola samita era de la misma tonalidad; tal como me habían dicho, no era una mujer joven, sino ya madura, unos ocho o diez años más joven que yo; aunque para su edad era muy atractiva, de buenas formas y esbelta, y se apreciaba lo encantadora que habría sido de joven. Ahora, en su cabello dorado, el dedo trémulo del tiempo había trazado unas mechas de plata y en sus mejillas marfileñas, alguna leve arruga; pero sus ojos azules eran grandes y brillantes, sus labios rosados y jugosos y no teniendo necesidad de cosméticos ni colorete, no llevaba ninguno.

Hizo un breve ademán indicándome el asiento frente a ella y me senté muy erguido. Sin saludarme y sin sonreír, comenzó el interrogatorio. Tal como me habían advertido, constaba de muchas preguntas, pero —aunque su voz era muy agradable— las hacía muy a la ligera, lo que me hizo sospechar que debía estar muy bien informada de todos los candidatos antes de que acudieran a su casa; cuando llegó a las relativas a mis gustos y preferencias, aún mantenía aquella actitud de poco interés y la interrumpí para comentar como quien no quiere la cosa:

—Tengo la impresión, Caia Melania, de que ya me has descalificado para pretender esa valiosa alhaja de tu joyero.

Ella arqueó una ceja, se echó un poco hacia atrás y me dirigió una fría mirada.

—¿Qué os hace pensarlo? —inquirió.

—Pues porque he contestado a todas tus preguntas con toda sinceridad y no he fingido ser un patricio ni nada parecido, y, además, has debido entender que no soy el mayor libertino de Roma.

—¿Luego creéis no merecer lo mejor de esta casa?

—Es tu casa y tú decides, no yo. ¿No es cierto?

—Echad un vistazo.

Había debido hacer su señal convenida, pues se abrió lentamente una de las puertas y en el umbral apareció la muchacha de Serica. Tal como yo había comprobado años antes, las hembras de esa raza no tienen vello púbico y la túnica transparente que vestía ésta no ocultaba detalle alguno de su anatomía, por lo que todos sus encantos quedaban desvergonzadamente expuestos a mi admiración, y era evidente que la muchacha sabía exponer su cuerpo color melocotón de un modo encantador.

—¿Ésta es la rareza? ¿El premio de tu colección? —inquirí—. ¿Es para mí? No abrigaba muchas esperanzas. Ciertamente, estoy abrumado.

Y para desmentir lo que decía, di un prolongado bostezo.

La muchacha hizo un mohín ofendida y Melania dijo con aspereza:

—No parecéis realmente abrumado.

—Creo que… —añadí, ladeando la cabeza— a su edad has tenido que ser mucho más hermosa, Caia Melania.

Ella parpadeó sorprendida y vaciló un instante, pero me espetó:

—Yo no soy la que se vende, sino la muchacha seres. ¿Es que vais a decirme que no es irresistible?

—Eso es. Yo pretendo regirme por lo que dice el poeta Marcial: «Haber vivido y mirar hacia atrás complacido su propia vida es vivir dos veces» —dije con pedantería—. Así pues, has de saber que hace ya muchos años gocé de una muchacha seres. Y ahora vivo de recuerdos, mi segunda vida, por así decir. Te recomiendo que guardes la muchacha para alguien menos hastiado, alguien más inexperto…

—Está reservada para un solo hombre —replicó Melania entre dientes.

—¿Y lo soy yo? ¿Por qué?

—Bueno… —contestó, ya algo desconcertada— una virgen es algo exclusivo. Si vos declináis la oportunidad y otro resulta con condiciones…

—Tendrá la exclusiva —dije, asintiendo con la cabeza—. Tienes razón. Eheu, no faltan riesgos en el mundo.

Melania miró a la muchacha de Serica, que ahora hacía un mohín entristecido, y luego volvió a mirarme detenidamente. Debió pensar que mi aire de hastío no era más que una máscara para ocultar mi pueril nerviosismo y, haciendo un esfuerzo por contener su propia impaciencia y hacerme sentir más cómodo, añadió:

—Quizá parezca que he querido atosigaros, saio Thorn —dijo, haciendo un gesto para que se cerrara la puerta y desapareciese la muchacha—. Vamos a charlar apaciblemente un rato. Mirad, compartiremos un hermoso melocotón.

Cogió el pequeño cuchillo, pero aguardó cortésmente a que yo eligiese la fruta y se la tendiese; y, con escrupuloso cuidado, la partió por la mitad, quitó el hueso y me dio medio melocotón. Yo tampoco lo toqué hasta que ella dio un bocado en su mitad, cosa que hizo con fruición nada fingida, sonriendo mientras lo masticaba.

—Es una delicia —añadió—. Es de esos melocotones que, más que comerlos, se beben.

Dicho lo cual, yo cogí mi mitad pero la sostuve sobre la pecera, dándole un apretón que hizo caer todo el jugo y la pulpa en el agua. Inmediatamente, los pececillos se arremolinaron agitados y uno de ellos se dio la vuelta y flotó hasta la superficie panza arriba. Dirigí la vista a Melania, que estaba pálida con los ojos muy abiertos, y comenzaba a ponerse en pie temblorosa, pero yo meneé la cabeza, haciendo sonar en la mesa mi señal, a la cual se abrieron las cinco puertas y en ellas aparecieron los cinco soldados que había traído, con la espada desenvainada. Esperaban otra señal para avanzar, pero me limité a esperar hasta que la mujer hablara.

—Creí haberlo planeado todo tan perfectamente… —dijo con un leve temblor en la voz—. Lo había preparado con tanto primor… Era imposible que supieses quién era. He tenido muchísimo cuidado de que no me vieran en público en Roma. Y tú me conocías antes de venir a la casa. ¿Cómo ha sido?

—Sabía perfectamente lo que iba a encontrarme, no a quién —contesté—. Yo mismo en cierta ocasión tendí una trampa igual a un hombre. No disponía de un cebo tan atractivo y exótico, ni tanta paciencia como tú has mostrado, pero las circunstancias no me eran desconocidas. Además, tengo cierta experiencia en venenos. La muchacha es una venéfica, ¿verdad?

La mujer asintió con la cabeza, abatida.

—Y por si la desdeñaba —añadí, cogiendo el cuchillito— un filo de la hoja estaba impregnado de veneno; sólo uno. ¿Cierto? —la mujer volvió a asentir con la cabeza—. ¿Cómo habría muerto? ¿Entre convulsiones, mientras me mirabas riéndote? ¿O paralizado y mudo para que me dijeras por qué moría? ¿O…?

—No —me interrumpió ella—. Rápidamente, sin dolor, con compasión. Así —añadió, señalando la pecera, en la que ya flotaban todos los peces.

—¿Y si hubiese yacido con la venéfica?

—Igual. Por medio del veneno más rápido y dulce que se conoce. Se extrae de las espinas del erizo de mar y no te habría hecho padecer. Era en venganza por quienes mandaste matar. Pero era innecesario el tormento. Yo no hago eso…

—Hace tantos años que no mando matar —dije con un suspiro—. ¿Por qué has esperado tanto?

—No es que haya esperado. He estado muy ocupada, haciendo muchas cosas todos estos años; me fue bastante fácil descubrir quién había sido el asesino, pero no me interesaba el mero instrumento; quería saber quién había dado la orden. Y eso tardé mucho en averiguarlo. Cuando supe que habías sido tú, tuve que preparar un plan para poder llegar a tu persona.

—Yo también me tropecé con ese problema cuando tendí una trampa igual al enemigo —dije, fingiendo risa.

—Has estado viajando años, de un lado para otro, y he tenido que irte siguiendo. Cuando por fin vi que te habías asentado en Roma, decidí que te tendería la trampa aquí, en Roma. Y tuve que dejar pasar más tiempo… Quería un cebo que te atrajese, algo que no pudieras rehusar —dijo sonriendo entristecida—, pero no contaba con tu gran experiencia. Por cierto, ¿qué clase de cebo femenino utilizaste en tu trampa?

—Yo mismo. No tenía a nadie más.

Me miró un tanto perpleja, pero continuó:

—Así, hace catorce años decidí comprar una niña de pecho de lo más exótico, enviando emisarios a medio mundo; ya puedes imaginarte lo largo y complicado que fue criarla acostumbrándola al veneno, saturándola. Las espinas de ese pescado lo exudan en cantidades ínfimas, así que tenía que dirigir una flota de pesca a la par que hacía todo lo demás. Todo para nada —añadió, encogiéndose de hombros.

—Has excluido a los asesinos materiales de tu venganza —dije—. Pero debes saber que yo sólo di la orden en nombre de Teodorico. ¿Por qué no me has excluido a mí también, buscando vengarte en él?

—Lo habría hecho si hubiera creído haberle podido sacar de su reducto. Eso habría sido posible de haber tenido éxito contigo —añadió, pensativa—. Aún puede serlo.

—Ya lo habéis oído. Ha amenazado al rey —dije, volviéndome hacia el optio y los soldados.

—Lo he oído, saio Thorn. ¿La matamos? —inquirió, avanzando un paso.

Hice ademán para que no usara la espada, al mismo tiempo que la mujer decía:

—Thorn, preferiría eso al Tullianum.

Yo no le contesté nada, pero le pregunté:

—¿Y ese nombre de Melania?

—Una tapadera. Adopté el nombre de la mujer que mataron tus soldados tomándola por mí. Era la hermana de mi esposo.

Asentí con la cabeza, recordando el incidente tal como me lo habían contado, y pregunté:

—¿Y el nombre por el que yo te conocí… volviste alguna vez al río de hielo a ver si nuestros nombres se habían desplazado de donde yo los grabé?

—No. Esperé mucho tiempo, esperando que volvieras. Luego, al casarme con Alypius, me marché al Sur y nunca más volví a Haustaths. Establecimos un negocio muy respetable en Tridentum.

—Eso tengo entendido. Y recuerdo que una vez me dijiste que pensabas abrirte camino por ti misma.

—Y lo hice. Trabajé mucho; no fui una simple Caía Alypia que se limitara a ir pegada como un percebe al casco de la próspera galera de mi esposo. Yo trabajaba tanto como él. Y fue precisamente porque estaba en un pueblo distante, negociando la compra de la aceituna, por lo que no me encontraba en casa el día en que llegaron tus soldados. Cuando volví, hallé muertos a Alypius y a Melania, y los vecinos me dijeron que mi padre estaba cautivo, seguramente para que se pudriera en prisión. Eso ya fue terrible, pero luego me mostraron a mi hermano en el saco de sal, encogido, disecado y gris, como una loncha de tocino. No he conocido otro día peor en mi vida, salvo…

—Alypius sacrificó aquel día a su hermana para salvarte. ¿No habíais tenido hijos? —dije yo, al ver que callaba.

—¿Es que los habrías matado? —inquirió ella, con un arrebato como los que tenía cuando era niña; pero yo no contesté—. No, no teníamos hijos. De haberlos tenido, habría sido más difícil mi decisión de vengarme. Pero cuando supe que mi padre y mi otro hermano también habían muerto, eso me dio nuevas fuerzas. Ya sé, Thorn, que tú siempre los juzgaste unos inútiles. Quizá yo también; pero eran lo único que tenía. Y ahora quiero ir con ellos. ¿Por qué no acabamos de una vez?

—Has dicho que el día que volviste a Tridentum fue el peor de tu vida, salvo… ¿Qué otra cosa ha sido peor, Livia?

Dudó un instante antes de contestar.

—El día que supe quién era el asesino a quien perseguía —musitó—. El día que supe que eras tú —añadió, poniéndose en pie y mirándome desafiante—. Mátame ya.

—No creo que lo haga. Has sido muy considerada preparándome una muerte rápida, y a cambio de ello emularé, al menos, a Alypius y te salvaré. Pero comprenderás que no puedo dejar en libertad a una adversaria tan tenaz y resuelta. Puedo tolerar que seas un peligro para mi persona, pero no para el rey.

Me volví hacia el optio.

—Detén a todos los de la casa, criados incluidos, menos a la muchacha de Sérica. A ella déjala, y llévate a los demás ante el praefectus Liberius y que los reparta entre los lupanares con licencia. A él le gustará la tarea. La casa queda clausurada; pon guardia en ella día y noche a partir de ahora.

El optio saludó y se retiró con los soldados.

—Quedarás confinada por el resto de tus días, Livia. La muchacha seres será tu única sirviente. Los guardias se encargarán de traer provisiones y cuanto necesites, o de llevar mensajes, pero no volverás a salir de esta casa ni se permitirá entrar en ella a nadie.

—Thorn, te digo que prefiero morir a estar presa.

—Esto no se parece en nada al Tullianum, que me imagino tú no has visto; yo sí.

—Thorn, déjame sólo un instante el cuchillito, te lo suplico. Por lo que fuimos…

—Livia, lo que fuimos queda lejos, muy lejos. Mira cómo somos: dos viejos. Yo mismo, pese a que siempre he andado de un lado para otro, seguramente no encontraría inaguantable estar confinado el tiempo que me queda.

—Creo que tienes razón —dijo, abatida de pronto.

—Y si alguna vez te resulta insoportable, Livia —el encierro o la vejez— no necesitas el cuchillo. Te bastará con besar a tu sirvienta.

—Yo no beso a las mujeres —replicó con una carcajada sarcástica.

Yo reflexioné un instante y dije:

—Ni siquiera a mí me besaste jamás.

La abracé y puse mis labios en los suyos. Durante un largo minuto se limitó a no resistirse, y, luego, me devolvió dulcemente el beso. Pero en seguida noté que temblaba levemente y me rehuía; sus ojos buscaron los míos, pero no vi en ella expresión de ofensa o disgusto, sino un gesto de perplejidad que poco a poco se transformó en asombro. Me marché y la dejé allí, plantada.