Capítulo 2
Cuando Estrabón se marchó, poco antes del amanecer, para irse a dormir a otro sitio, dejó abiertas las cortinas de la carruca y me ordenó dejarlas así; los dos guardianes se sonrieron al verme desnuda e imaginarse lo que había ocurrido. A mí esas naderías poco me importaban y no hice caso; me tapé con el cobertor y me quedé dormida. Pero por la mañana, saqué otro vestido de Amalamena del arca y me lo puse por los posibles mirones del camino.
Al final de la tarde llegamos a Serdica. Como sabría, no era una ciudad de Estrabón ni de ningún otro pretendiente, sino propiedad del imperio romano, e incluso estaba la Legio V Alaudae guarneciéndola. Empero, como aquella legión era del imperio de Oriente y Estrabón gozaba del favor del emperador Zenón, la llegada de una nutrida tropa de ostrogodos no indujo a que nos repelieran los legionarios. En cualquier caso, Estrabón no iba para asediarla ni pillarla, sino para hacer un alto en el camino hacia sus tierras. Así, dejó la mayor parte de los hombres acampados fuera de los muros y alquiló habitaciones en un deversorium para nosotros dos y sus oficiales.
El deversorium no tenía ni con mucho el lujo de los que yo había elegido cuando escoltaba a la princesa amala; me dieron una habitación muy mal amueblada, que no tenía ni puerta ni cortina que asegurase la intimidad. Y de nuevo me pusieron un guardián para vigilarme y acompañarme cada vez que tenía que salir al retrete. El cuarto de Estrabón tenía tan pocos muebles como el mío y se hallaba enfrente, de modo que me veía constantemente. (Aun en mi poco envidiable situación, consideré con cierto humor el hecho de que sólo podía verme con un ojo).
Pero al menos no se negó cuando le pedí que me enviase un soldado a recoger una cosa del bagaje que sus hombres me habían arrebatado. Lo que quería era una de las alforjas que llevaba Velox, y se la describí al soldado para que la encontrase; no me cupo duda de que la habían registrado para comprobar que no había ningún puñal, veneno o similares. Y no había nada de eso, aparte de que lo que contenía no habría llamado la atención, pues eran prendas y adornos femeninos de Veleda. Cuando un criado del deversoñum me trajo una jofaina con agua, pude quitarme el polvo del camino y las diversas manchas de la noche anterior, restos de la múxa, smegma y bdélugma de Estrabón, y el bromos musárós que me había impregnado desde que había comenzado a encarnar a Amalamena. Luego, me puse un vestido de Veleda y me sentí limpia por primera vez en mucho tiempo.
Cuando Estrabón y sus oficiales fueron al comedor para nahtamats, tuve que quedarme en el cuarto, vigilada, y allí me trajeron la comida. La alimentación de la posada era igual que las habitaciones, pero la sensación de estar limpia me ayudó a disfrutar con la vista de Serdica que tenía desde la ventana; el criado que me trajo la comida me dijo que la ciudad había sido una de las residencias preferidas de Constantino el Grande y que había estado a punto de elegirla como la Nueva Roma en lugar de Byzantium. No me extrañó, pues Serdica se asienta en una planicie elevada de los montes Haemus que le procuran una salubre atmósfera con clima agradable y un aire fresco casi constante que la limpia; la domina el pico más alto de la cordillera Haemus, que veía perfectamente desde mi ventana. Los lugareños le llaman Culmen Nigrus, pero nadie supo explicarme por qué; yo creo que es un nombre inapropiado porque la cumbre está coronada de brillante nieve todo el año.
Aquella primera noche dispuse del cuarto para mí sola. Estrabón no vino a molestarme, probablemente porque necesitaba dormir bien tanto como yo; pero a la mañana siguiente, mi guardián me condujo al otro lado del patio a una sala en la que estaban Estrabón, un escriba militar, el optio Ocer y unos oficiales.
—Quiero que oigas esto, princesa —dijo él, con aquel tonillo sardónico habitual al pronunciar el título—. Voy a dictar las condiciones a tu hermano.
Y comenzó a enumerarlas, despacio, puesto que el escriba no era muy hábil y escribía con mucha menos soltura de la que yo lo habría hecho. En resumen, Estrabón exigía a Thiudareikhs Amalo, hijo de Thiudamer Amalo, que evacuase la ciudad de Singidunum y la rindiese a las fuerzas imperiales que enviase el emperador Zenón; que cesase en y desistiese de importunar al emperador pidiéndole concesiones de tierras, títulos militares, la consueta dona en oro y otros privilegios; que cesase en y desistiese de llamarse rey de los ostrogodos, renunciase a todas sus reivindicaciones de soberanía y jurase debida fidelidad y sumisión al auténtico rey, Thiudareikhs Triarius. A cambio de su aceptación de estas condiciones, Estrabón consideraría qué disposición se adoptaría con Amalamena Amala, hija de Thiudamer Amalo, recientemente capturada por él en limpio combate y actualmente detenida como prisionera de guerra. Añadía Estrabón algunas sugerencias en cuanto a esa «disposición» de Amalamena en el sentido de que contrajese un matrimonio de conveniencia —sin especificar el esposo— para así subsanar las viejas disensiones entre las ramas amalo divergentes de los ostrogodos y cimentar la concordia y una paz duradera.
—Advertirás —me dijo Estrabón, con una mueca de rana— que no me quejo del estado… ejem… defectuoso de la mercancía. Como estoy seguro de que habrás ocultado a tu hermano tu lamentable estado depreciado, no voy a desvelárselo, no sea que considere que no vale la pena acceder a mis demandas.
No me digné hacer ningún comentario; me limité a arrugar la nariz y mantener mi porte de princesa ofendida. Estrabón estiró la mano, me acercó a él de un tirón, enredó sus dedos en la cadenita de oro, me la quitó y sacó los tres dijes.
—Toma —espetó, devolviéndome la cadena y dos de ellos—, quédate con tus santos amuletos y que te aprovechen. Éste se lo enviaremos a tu hermano —añadió, cogiendo el sello de Teodorico y metiéndolo en el pergamino doblado que acababa de darle el escriba— para que se convenza, si es que necesita convencerse de que te tengo en rehén.
El escriba vertió unas gotas de cera sobre el documento y Estrabón imprimió en ellas su sello, formado por dos solas runas la thorn y la teiws, con el significado de Thiudareikhs Triarius, y entregó el paquete al optio, diciéndole:
—Ocer, llévate cuantos hombres creas necesarios por si hay bandidos o tenéis accidentes, y llégate al galope con este documento a Singidunum. Se lo entregas a ese necio pretendiente de Teodorico y le dices que tienes que aguardar una respuesta por escrito. Si quiere saber dónde está su hermana presa, le dices que, sinceramente, no lo sabes, que en este momento vamos de camino. Descansaremos aquí en Serdica una noche más y luego —hizo una pausa para mirarme— seguiremos hacia donde sabes. Llévame allí la respuesta. Irás mucho más de prisa que nuestra columna, así que llegarás aproximadamente al mismo tiempo que nosotros. ¡Puedes marchar!
—¡A la orden, Triarius! —exclamó el optio, poniéndose el casco y haciendo seña a los otros oficiales para que le siguieran.
—Tú —me dijo Estrabón— vuelve a tu cuarto. Descansa… —añadió con su mueca de rana y sonrisa lujuriosa— que pronto anochecerá, y mañana emprenderás un largo viaje.
Bien, pensé, sentada en mi cuarto mirando el Culmen Nigrus cubierto de nieve, el mensaje de Estrabón a Teodorico era más o menos lo que yo esperaba. Pero ¿qué respondería Teodorico? Aunque Swanilda no hubiese llegado con el pactum de Zenón, dudaba mucho de que Teodorico se aviniera a las exigencias de Estrabón. No, ni siquiera por el bien de su querida hermana; al fin y al cabo, era el rey de un pueblo y no iba a malograr sus esperanzas por una mujer. Aunque sí que le apenaría saber que Amalamena estaba presa y en peligro.
Y más le apenaría saber que la princesa ya había muerto, pero al menos eso le evitaría la preocupación de pensar en las posibles maneras de salvarla, poniéndose con ello él y otros en peligro. ¿Cómo podría hacérselo saber? No cedas, Teodorico; no pienses siquiera en fingir que vas a cumplir sus desmesuradas condiciones; tu posición es irreductible, Teodorico, y el documento auténtico de Zenón debe estar en alguna parte. Y no te apenes mucho por Amalamena. Tú no lo sabías, pero tenía los días contados y, en realidad, tuvo una muerte mejor de lo que cabía esperarse.
Tenía que decirle todo eso, pero ¿cómo? Mañana reemprenderíamos el viaje y una vez que llegásemos al nido de águilas de Estrabón, estuviese donde estuviese, me vería más enclaustrada y vigilada que ahora. Serdica era mi mejor y quizá única oportunidad de enviar un mensaje a Teodorico. Sí, pero ¿cómo? ¿Ofreciendo mi cadenita rota a uno de los sirvientes del deversorium para sobornarle? Imposible. Había siempre un guardián a mi lado; y durante el resto del día los oficiales de Estrabón no cesaban de entrar y salir de su cuarto, que estaba enfrente del mío.
Miré los dos dijes que me quedaban de la cadenita, y la mirada que dirigí al frasquito relicario fue realmente de aborrecimiento; la leche de una virgen no tenía que tener alimento ni casi gusto, y, así, el frasquito había demostrado no pocas veces su inutilidad. ¿Y el otro? Considerado cruz cristiana o martillo pagano de Tor, tenía una virtud: era de oro y se podía hacer con él una marca rascándolo en alguna superficie. Podía escribir con él; claro, podía dejar un mensaje en la pared de la habitación, pero tan sólo con una levísima esperanza de que lo viera algún criado una vez que nos hubiésemos marchado y que se diese cuenta de que era un mensaje —y menor esperanza todavía de que ese criado se molestase en buscar a alguien que lo leyese— y una esperanza casi absurda de que el mensaje le llegase a Teodorico de algún modo. En cualquier caso, una vana esperanza es mejor que nada. Miré con cautela al guardián del pasillo y me acerqué a la pared del hueco de la puerta para que no me viese si no asomaba la cabeza. Luego, me dije, ¿en qué idioma se lo escribo y con qué alfabeto? En el antiguo idioma, pues probablemente es más reconocible que el latín para un criado. Y en rúnico, pues que pensadas en su origen para ser grabadas en madera, casi todos sus trazos son sencillas líneas rectas, más fáciles de escribir con un instrumento improvisado. Después, me puse a pensar en el texto del mensaje. Cuanto menos palabras mejor, pero convincentes…
Y en aquel momento me llevé tal sobresalto, que la cruz-martillo estuvo a punto de caérseme de las manos porque el guardián, cual si hubiese adivinado mis intenciones, exclamó:
—Princesa, no hagáis ningún ruido ni os mováis.
Constantemente había uno o dos guardianes, pero cambiando de turno. De todos modos, cuando no hacía oídos sordos a sus insultos o a sus groseras insinuaciones, ni siquiera me fijaba en ellos; por lo tanto, podía ser cualquiera de ellos, pero éste, al hablar, no había irrumpido en el cuarto, sino que lo hacía desde afuera y con voz queda y en términos respetuosos.
—Princesa, tengo que hablar rápido ahora que no hay nadie.
—¿Quién…, e… eres? —inquirí con un leve tartamudeo, acercándome a la puerta, pero me detuve al oírle decir:
—Ne, no os acerquéis. No podemos arriesgarnos a que nos vean hablar. Me llamo Odwulfo, princesa. No me conocéis, pero yo iba en la columna; era lancero de la turma del optio Daila e hice todo el viaje desde Novae a Constantinopla y estuve en la matanza del río Strymon.
—Pe… pero…, ¿cómo no has muerto como los demás?
—Por mi mala estrella, princesa —contestó él en tono realmente sincero—. Recordaréis que el optio puso guardianes a lo largo del camino y del río, y a dos de nosotros, yo y Augis, nos envió de vigías a lo alto del acantilado por encima del campamento. —Ja…, ja, lo recuerdo.
—Augis y yo estábamos llegando arriba cuando atacó Estrabón, y, al darnos cuenta de lo que sucedía, descendimos inmediatamente. Pero todo acabó en seguida. Lo siento, princesa. Lo lamentamos los dos.
—No te apenes, Odwulfo, mejor que sigas con vida. Hoy estaba esperando un milagro, y helo aquí. Pero ¿cómo es que estás aquí?
—Después del combate reinaba una gran confusión y los hombres de Estrabón andaban corriendo de un lado para otro recogiendo a los caballos desbandados y desnudando y saqueando a los muertos; vimos que os llevaban junto a los fuegos y esperábamos que Estrabón hubiese dejado también con vida a nuestro mariscal Thorn, pero de él sólo encontramos la coraza de cuero y el casco; las dos únicas cosas que no recogieron porque el mariscal, como sabéis, era pequeño y esas piezas no les servían a ninguno. Bien, lamento informaros que saio Thorn pereció con los demás.
—No estés tan seguro —dije yo, sonriendo por primera vez aquel día—. El mariscal era muy astuto.
—Pero no era un cobarde —añadió Odwulfo, saliendo en defensa mía—. Me han contado que combatió en Singidunum. Bien, Augis y yo nos hemos traído su armadura, por si acaso.
Reprimí mi gozoso deseo de darle las gracias. Mi armadura hecha a medida se había salvado; sabía dónde estaban mi caballo y mi espada, y ahora, inesperadamente —¡qué increíble!— podía contar con dos valientes.
—Pero vos, princesa, habíais salido con vida —prosiguió Odwulfo—, y Augis y yo pensamos que si seguíamos cerca, tal vez podríamos tener ocasión de liberaros.
—¿Y habéis seguido hasta aquí a la columna de Estrabón?
—Ne, ne. Hemos venido con ella. Nos mezclamos con los demás y cabalgamos con ellos. Aj, hemos corrido peligro de que nos descubriesen, ja, pero como son más de un centenar no se conocen todos unos a otros; quizá el optio Ocer habría podido advertir la presencia de dos desconocidos, pero hemos hecho lo imposible porque no nos vea, y sólo ahora que él no está he dejado que un signifer me asigne este servicio de guardia… slaváith, princesa. Alguien viene.
Era otro suboficial que entró en el cuarto de Estrabón. Y Odwulfo aguardó a que los dos entablaran una ruidosa conversación para continuar en voz baja:
—Decíais, princesa, que esperabais un milagro. Decidme cuál es e intentaré lo que sea.
—Antes que nada, debo decirte, valiente guerrero, que no soy tu princesa Amalamena. Pero…
—¿Quéee? —casi exclamó embobado.
—Pero actúo siguiendo órdenes de la princesa, fingiendo ser ella, y Estrabón también cree que lo soy.
—Pe… pero…, ¿quién sois, entonces?
—Tú tampoco me habrás visto más que de lejos. Soy Swanilda, la cosmeta de la princesa.
El balbuceo de Odwulfo se hizo casi un suspiro ahogado.
—¡Liufs Guth! Augis y yo hemos arriesgado nuestras vidas por seguir a una criada…
—Que cumple órdenes de la princesa, te he dicho. Y es lo que debes hacer tú por lealtad a ella.
Volvieron a interrumpirnos y Estrabón y el suboficial salieron del cuarto riéndose a carcajadas y siguieron pasillo adelante; una vez que hubieron desaparecido, Odwulfo entró en el cuarto y se me quedó mirando.
—¿No ves? —dije—. Yo tengo los ojos grises, no azules como los tenía Amalamena.
—¿Cómo que los tenía? —inquirió él, frunciendo el ceño—. ¿Es que Estrabón la ha matado?
—Ne, Estrabón cree que la tiene cautiva. Y sólo me tiene a mí.
Odwulfo meneó la cabeza como si estuviera despejándose, lanzó un suspiro y añadió:
—Muy bien. Si sólo quedas tú, Augis y yo te rescataremos. Tenemos que planearlo lo mejor…
—Ne —le interrumpí—, no quiero que me rescatéis.
—¿Estás mal de la cabeza, mujer? —replicó él, mirándome ahora de hito en hito.
—No preguntes más, lancero Odwulfo. Escucha, ahora que estamos solos y haz lo que te digo.
—Que me lleven todos los demonios si entiendo lo que es esto —replicó—. No estoy acostumbrado a acatar órdenes de una criada.
—Cuando te las dé, las obedecerás contento. Ahora, slaváith y escucha. Has visto partir al optio Ocer; va a Singidunum a presentar a Teodorico las condiciones de rescate que exige Estrabón, creyéndose que tiene en su poder a Amalamena. Hay que decirle a Teodorico lo que sucede.
Odwulfo se lo pensó y replicó:
—Ja, lo entiendo. En cuanto quede libre de servicio…
—Ne, ne, tú no vas. Ahora que te conozco y puedo reconocerte, tienes que quedarte acompañándome y haciendo lo posible porque no te descubran. Que vaya a avisar a Teodorico tu compañero Augis. Que salga a galope tras Ocer… o que llegue a Singidunum antes que él, si cabe. Toma, que lleve esto —añadí, dándole el martillo de oro de Tor—. Eso probará que el mensaje es cierto. Y que le diga a Teodorico lo siguiente: que desgraciadamente nada puede hacer para salvar a su hermana la princesa, porque Amalamena ha muerto.
—¡Iésus! —exclamó Odwulfo, presignándose—. Pero dijiste que no la habían matado.
—Murió consumida por un mal. Teodorico puede verificarlo enviando un emisario al lekeis de la corte en Novae. Pero antes de morir, la princesa y yo convinimos esta sustitución para engañar a Estrabón. Así que, mientras crea que tiene cautiva a Amalamena y espera a que Teodorico acceda a sus pretensiones, no obstaculiza nada y Teodorico puede continuar con sus planes, afianzar su presencia en Moesia, reforzar sus relaciones con Zenón y hacer lo que le plazca. ¿Entiendes?
—Creo… creo que sí. ¿Y por eso no quieres que te rescaten?
—Ja. Y, además, mientras esté con Estrabón puedo ver, oír o enterarme de algo de sus planes… de cosas que después pueden servir a Teodorico.
Odwulfo asintió con la cabeza y calló un instante. Luego, añadió:
—Swanilda, perdona que te haya hablado antes de ese modo. Eres una joven valiente y lista. Le diré a Augis que se lo mencione a Teodorico. ¿Algo más?
—Ja. Ocer presionará a Teodorico para que conteste inmediatamente a Estrabón. Que no cumpla ninguna de las exigencias, que le haga esperar cuanto pueda. Aconsejo que mate al optio y sus hombres. Cuando llegue Ocer a Singidunum, verá que lleva dos espadas, una más corta que otra. La más corta es del saio Thorn. Decidle a Teodorico que le mate con ésa.
Odwulfo sonrió y volvió a asentir con la cabeza. En ese momento se oyó ruido al fondo del pasillo y él asomó la cabeza a ver qué era.
—Mi relevo que llega. Se lo diré todo en seguida a Augis para que se ponga en camino. ¡Aprisa!, ¿hay algo más?
—Sólo que guardes bien la… armadura de Thorn y la lleves a donde vayamos. Ése será su recuerdo.
El nuevo guardián no tenía nada que decirme salvo que estaba muy atractiva con aquel nuevo vestido y que estaría mucho más atractiva sin él, todo ello con sonrisas y gestos indecorosos. Así que me senté, congratulándome para mis adentros del giro que tomaban los acontecimientos. Naturalmente que a Odwulfo no le había explicado todas las secretas vicisitudes que se habían dado en nuestro viaje desde Constantinopla; y algunas cosas que le había dicho, a Teodorico le causarían confusión. Por ejemplo, si Swanilda ya había llegado, se quedaría más que extrañado pensando en quién sería la «Swanilda» cautiva y que hacía voluntariamente de espía entre las fuerzas de su enemigo Estrabón. Bien, yo había procurado dar un mensaje lo más sucinto posible; como si hubiese tenido que garabatearlo en la pared.
El viaje fue realmente largo. Desde Serdica hasta nuestro destino había mucha más distancia que desde Novae a Constantinopla; tomamos en dirección este, siguiendo las estribaciones del Haemus, cruzando las provincias de Thracia y Haemimontus, una región en la que prácticamente no existen caminos; razón evidente por la que Estrabón eligió aquella ruta, pues así evitaba tropezarse con tropas ostrogodas de su rival Teodorico. Así, nuestro avance fue lento a lo largo de rodadas de carros y senderos de herradura.
Habríamos podido avanzar más rápido si yo hubiera propuesto que me dejaran cabalgar y abandonasen la gran carruca dormitoria. Estrabón y algunos otros me lo farfullaron varias veces, pero yo me negué en todo momento. Si me llevaban a lejano cautiverio, que me llevasen. Al fin y al cabo, encarnaba a una princesa y debía ser tratada como tal. Como durante el camino no vimos ninguna población lo bastante importante en la que hubiese el más modesto pandokheíon, taberna, gasts-razn o krchma, tuvimos que acampar al aire libre; yo al menos estaba guarecida en la carruca del frío y el mal tiempo que iban en aumento, y siempre que Estrabón no entraba a pasar un rato —cosa que hacía cada tres o cuatro jornadas— podía dormir toda la noche cómodamente.
De vez en cuando, nos tropezamos con una vía romana decente, pero siempre discurría en dirección norte-sur, y una de ellas era la que conducía al paso Shipka que había cruzado nuestra columna en vida de la princesa. Pero Estrabón no quiso desviarse lo más mínimo, aunque con ello hubiésemos viajado mejor y más de prisa. Siempre seguíamos la dirección este; yo no sabía aún a que pueblo, ciudad o fortaleza nos dirigíamos, pero no ignoraba que si seguíamos así siempre hacia el este, acabaríamos por alcanzar el mar Negro.
Y es lo que sucedió. Y confieso que me decepcionó un tanto ver que el mar Negro no es, como se pensaría, de aguas negras como la Estigia. En realidad, es una hermosa extensión de agua turquesa con festones de espuma blanca en la arena de sus orillas, unas aguas que se van haciendo azules, azul verdoso y verde oscuro según su distancia de la orilla y, luego, se tornan de un azul más claro que se confunde con el azul del cielo en el horizonte. Es mucho más agradable bañarse en sus aguas que en las del Mediterráneo, porque tienen la mitad de la salinidad. Aunque he de decir que el mar Negro es un mar precioso cuando quiere, pues su triste nombre lo debe a que a intervalos imprevisibles, aun en el día más soleado, puede aparecer cubierto por una niebla tan densa que ciega y confunde totalmente a los barqueros como si estuvieran en plena noche.
Lo avisté por primera vez al llegar a un trecho deshabitado de la costa de Haemimontus; allí cambiamos de dirección hacia el norte, cruzando la frontera invisible de la provincia de Moesia Secunda, en los dominios de Teodorico, por lo que Estrabón nos hizo cruzar aquellas tierras lo más rápido posible, para seguir siempre hacia el norte hasta perder de vista el mar Negro; hasta que no hubimos atravesado otra frontera invisible en la provincia de Scythia, no volvimos a torcer hacia el este y, finalmente, llegamos a la ciudad costera de Constantiana.
Es otra ciudad fundada por Constantino el Grande, y debe su nombre a Constantia, hermana del emperador. Acertada o equivocadamente, por la simple rutina de la ocupación, Estrabón la utilizaba como plaza fuerte y debía considerarla su «capital». Bien, Constantiana merecía aún su honorífico título, pues era una ciudad bonita, agradable y populosa, y su amplio puerto estaba tan lleno de navíos, costeros y de navegación a mar abierto, como Perinthus del Propontís.
La residencia de Estrabón y el praitoriaún estaban bajo el mismo techo, pero un techo enorme que cubría muchas edificaciones, cuarteles, almacenes, viviendas de esclavos, caballerizas y otras dependencias, muy parecido al palacio Púrpura de Constantinopla, pero no a tan grande escala. El conjunto que hacía de palacio, administración y centro militar, presentaba una fachada plana de piedra sin ventanas que lo aislaba del resto de la ciudad, pero en su recinto interior había jardines, patios y una vasta explanada para desfiles. Me condujeron a uno de los patios y Estrabón me dijo que sería un patio exclusivo para mí para hacer ejercicio; lo rodeaban tapias demasiado altas para pensar escalarlas, y en una de ellas había una puerta —con un guardián permanente, claro— por la que se entraba a mis aposentos.
El cuarto tenía ventanas que daban a un jardín, pero era un jardín seco y vacío en aquella estación, y las ventanas estaban enrejadas. Para mi servicio, me esperaba ya una criada que tenía su propio cuarto; apenas se le podía dar el calificativo de cosmeta, pues Camilla era una horrenda campesina griega, y pronto descubrí que era sordomuda; sin duda elegida expresamente para que no pudiera convencerla de que me llevase mensajes ni pudiera obtener de ella ninguna información relacionada con mi cautiverio.
La vivienda distaba mucho de ser regia, pero yo había vivido en condiciones mucho peores y al menos no iba a estar encadenada en una oscura mazmorra. Me guardé mucho de hacerle ver a Estrabón ningún gesto de satisfacción ni de resignación, aunque a él parecía importarle un ardite lo que yo sentía.
—Espero que lo pases bien, princesa —dijo—. Y creo que así será. Espero que te acostumbres tanto a estos aposentos que tanto tú, como yo con frecuencia, e incluso nuestro hijo… nos complazcamos en vivir en ellos muchísimo tiempo.