Capítulo 3
Esta vez me dirigí hacia el Este, alejándome del camino, el transitado río Dubis, y de todo signo de civilización. Después de dejar atrás las minas de sal y los campamentos madereros, me interné en la espesura de los bosques sin seguir ningún sendero.
Salvo los escasos lugares del continente en que hace mucho tiempo que se ha asentado el hombre —granjeros, pastores, viñateros, agricultores, mineros y leñadores—, casi toda Europa, desde Britania al mar Negro, ha estado cubierta de bosques desde tiempos inmemoriales, y aún lo estaba cuando yo vagaba por ella y lo sigue estando, por lo que sé. Por muy vastas que sean las zonas taladas y cultivadas, por muchos habitantes que tengan y por muy imponentes que sean pueblos y ciudades, esos claros no son más que islas en medio de un mar de vetustos árboles.
Conforme avanzaba hacia el Este por los bosques, iba dejando atrás las tierras de los burgundios para adentrarme en las de los alamanes. Allí no esperaba encontrar gallineros donde robar ni pajares para guarecerme, pues los alamanes son nómadas sin granjas, viñedos ni casas; según el dicho «pasan toda su vida a caballo». Los alamanes no tienen rey como la mayoría de las naciones —ni siquiera dos reyes, como era el caso de los burgundios en aquel entonces— sino una multitud de ellos, pues llaman «rey» al jefe de cada insignificante tribu de su pueblo. Esas bandas de alamanes recorren constantemente los bosques y viven de la tierra y gracias a su ingenio y habilidad. Es lo que ahora me convendría hacer a mí.
Hasta entonces el invierno había sido aceptablemente suave, pero ahora estaba en las estribaciones de las impresionantes cumbres que en latín se llaman los Alpes, y las montañas más bajas que cruzaba se llaman en el antiguo lenguaje los Hrau Albos —Alpes Crudos— por sus rudos inviernos. Aquel invierno era ciertamente duro y lo fue conforme avanzaba hacia el Este. Incluso a mediodía, los bosques eran oscuros, desagradables y fríos, no paraba de nevar, y se respiraba sin cesar un aire helado que habría despellejado a un buey.
De la vida en el bosque sabía lo poco que había aprendido vagando por el Circo de la Caverna; sabía que tenía que tener mucho cuidado para no perder el pedernal y la yesca de la bolsita que llevaba en la cintura, y lo guardaba tan concienzudamente como la redoma con la gota de leche de la Virgen; sabía encontrar leña seca para hacer fuego, sabía cómo encender un fuego debajo de un árbol o de una roca cubierta de nieve, que se derretiría con el calor y acabaría apagándolo. Era bastante hábil con la honda, lo que me permitía cazar de vez en cuando una ardilla o una liebre, pero había pocas ardillas y las liebres blancas eran difíciles de distinguir en la nieve. En los arroyos de montaña no había más que pececillos diminutos, por lo que pasaba hambre y me hallaba débil, pero, a pesar de todo, procuraba no agotar mi reserva de embutido, pues quería que me durase lo más posible y, además, me daba mucha sed; creía que la nieve paliaría la sed, pero no era así. Por lo tanto, recurría al embutido únicamente cuando acampaba junto a algún arroyo de cierta anchura en el que hubiera posibilidades de encontrar agua bajo la capa de hielo.
Fue el juika-bloth quien me enseñó a encontrar comida más fácilmente. El águila estaba siempre gorda y sana y no tenía que volar muy lejos para encontrar presas; la observé y vi que se contentaba con hurgar en grietas de las rocas y en ellas encontraba toda clase de serpientes y lagartos dormidos en estado de hibernación, y a veces racimos de serpientes enroscadas para darse mutuo calor.
Seguí su ejemplo y con una vara pinchaba la nieve y a veces encontraba una hoquedad en la roca o una grieta en el suelo que era la guarida de un erizo, de un lirón o de una tortuga. Lo que más me complacía era cuando descubría madrigueras de marmotas, porque su carne es gustosa y tiene mucha grasa, lo que me ayudaba a mantener el calor del cuerpo tiempo después de haberla comido. Además, las madrigueras de marmotas están siempre llenas de nueces, raíces, semillas y bayas secas, que aquéllas acumulan para comérselas si se despiertan, y eran un buen complemento a la carne de marmota.
Era prudente y no fisgaba en madrigueras más grandes, porque podía tratarse del refugio de invierno de algún oso. No estaba muy seguro de ser capaz de matar a un oso —aunque estuviera profundamente dormido— de una cuchillada, pues sabía que no tendría una segunda oportunidad. También tenía cuidado de esquivar a otros animales mayores que viven bien despiertos y activos en invierno; varias veces tuve que trepar a los árboles para evitar el encuentro con un alce cíe grandes cuernos o un bisonte de enorme giba. Y en cierta ocasión tuve que pasarme toda la noche en un árbol mientras un gigantesco uro —que era cuando menos un pie más alto que yo— escarbaba enfurecido en tierra, bramando por no poder cazarme, topando constantemente el árbol con sus temibles cuernos.
Hubo muchos días en que creí morir de hambre o sed, y muchas noches en que pensé que iba a morir congelado, pero seguía ansiando tropezarme con un grupo de errantes alamanes que me dejasen unirme a ellos, participar en sus cacerías, y aprender a llevar una vida nómada.
Pero casi con la misma frecuencia deseaba morirme, y así podría ir al más allá, llamado en el antiguo lenguaje Walis-Halla, «la morada de los elegidos», que algunos pueblos paganos creen se halla en la cara oculta de la luna. (Los paganos romanos deformaron las palabras Walis-Halla transformándolas en Avalonnis y creían que eran una especie de islas afortunadas situadas en el Océano al oeste de Europa). En cualquier caso, tanto los pueblos paganos germánicos como los romanos dicen que en el más allá hay seis estaciones al año y que ninguna es invierno; las estaciones son dos radiantes primaveras, dos suaves veranos y dos otoños dorados de abundantes cosechas. En mis frecuentes crisis de desesperación, aquel concepto me atraía profundamente, aunque, teniendo en cuenta la vida pecaminosa que había llevado, era más probable que «muriese dos veces», como creen los cristianos germánicos que les sucede a los malos. Moriría primero para ir a un ardiente infierno y luego a un infierno gélido, un «infierno brumoso». O quizá, meditaba yo —sobre todo cuando el hambre me daba vahídos—, ya había muerto dos veces y me hallaba en ese insoportable infierno gélido y brumoso.
A veces detectaba en mi camino signos de que los alamanes habían pasado hacía tiempo por los mismos lugares que yo. En ocasiones encontraba unas simples piedras partidas, pero examinándolas minuciosamente advertía que las había partido el fuego, lo que significaba que alguien había hecho allí una hoguera. A veces salía del bosque y entraba en un gran calvero en donde se notaba que había acampado un número importante de personas durante cierto tiempo, pero la broza daba a indicar que lo habían hecho hacía mucho. En algunos de esos lugares encontraba otros indicios del paso de los alamanes: una piedra lisa o una plancha basta de madera en la que estaba grabada la cruz con los brazos angulados que representa el martillo de Thor girando, y debajo encontraba runas inscritas en un círculo o un triángulo o en forma de serpentina.
Sólo pude descifrar del todo uno de aquellos objetos, que decía: «Yo, Wiw, hice estas runas», cual si el tal Wiw hubiese esculpido la frase para proclamar a la posteridad que era él el autor de las breves palabras. Había otros que en gótico denominábamos «las runas favorables, las runas victoriosas, las runas medicinales o las runas amargas», estilos grabados de un modo ligeramente distinto y que se empleaban para dar las gracias a un dios pagano por algún favor, para mostrar agradecimiento por haber ganado una batalla, para implorar la curación de una herida o enfermedad o para pedir venganza contra una persona odiada o alguna tribu enemiga. En uno de aquellos claros encontré un gran trozo de madera con un extenso mensaje inscrito totalmente en caracteres góticos modernos. Era una madera gastada por el tiempo y enmohecida, pero las palabras no se habían borrado y pude leerlas todas:
Caminante, breve es la vida.
Detente y lee estas runas.
Esta sombría losa cubre a una mujer hermosa.
Su nombre es Juhiza.
Era mi luz y mi amor.
Lo que yo deseaba lo deseaba ella.
Lo que yo evitaba ella lo evitaba.
Era buena, casta, leal y discreta.
Caminaba con nobleza y hablaba suave.
Caminante, eso es todo.
Sigue.
Continué mi camino, tal como me decían, pero sin dejar de pensar en el epitafio. No había en él ninguna mención a Dios ni a Jesús o a los ángeles, ni sentimientos afectados como «descansa en paz», ni siquiera una súplica para que los Manes paganos protegiesen la tumba de profanaciones. El apenado esposo que había grabado aquella lápida rudimentaria no era cristiano, católico ni arriano, y, al parecer, no adoraba a ningún dios ni tenía religión alguna. Desde luego debía ser bárbaro y nómada, y sin duda la gente civilizada le habría considerado un extranjero salvaje. Pero a través de esta manifestación de cariño —con palabras sencillas y expresivas, sin ninguna floritura— mostraba una sensibilidad y una profundidad de sentimientos nada bárbaros. Estoy convencido de que a cualquier mujer, incluso a una cristiana y hasta a la cristiana romana más patricia —y hablo como mujer—, en lugar de ser honrada después de muerta con un fastuoso monumento de mármol con aduladoras y simplonas frases piadosas, más la complacerían esa sencilla afirmación de: «Caminaba con nobleza y hablaba suave».
Llevaba ya varias semanas de viaje cuando me tropecé con el primer ser humano en los Hrau Albos. Fue al atardecer de un día en que nevaba, un día en que estaba muerto de cansancio, hambriento, sediento y entumecido por el frío. Como en el bosque oscurecía en seguida, andaba buscando desesperadamente agua para apagar mi sed de toda la jornada, tratar de hallar en las proximidades la madriguera de algún animal en hibernación y poder enrollarme junto a ella en mi piel de cordero para pasar la noche. Fue en ese momento cuando el juika-bloth en mi hombro aleteó ligeramente para avisarme. Alcé la cabeza, escrutando por entre los copos de nieve, y a cierta distancia atisbé una luz bermeja.
Me aproximé con cautela y vi que se trataba de un modesto fuego de campamento junto al que había alguien sentado e inclinado. Despacio y con gran cautela, anduve en círculo por detrás de aquel ser, acercándome cada vez más. Lo único que distinguía era que se trataba de una persona con una gran pelambrera gris descuidada, porque el resto de su figura estaba envuelta en gruesas pieles. Pensé que sería un hombre, pero no veía caballo alguno trabado por allí cerca ni otras gentes u hogueras. Y me pregunté, extrañado, qué haría un alamán solo y sin caballo rondando por los Hrau Albos. Seguía tiritando, sin decidirme a anunciar mi presencia o a retroceder y alejarme, cuando, de pronto, aquella figura, sin erguirse, sin volver la cabeza, ni alzar la voz, dijo:
—Galithans faúr nehu. Jau anagimis hirjith and fon uh thraftsjan thusis.
Era voz de hombre, bronca, y hablaba el antiguo lenguaje con un acento que yo no conocía, pero sí que entendí lo que había dicho: «Ya que te has acercado tanto, podrías llegarte hasta el fuego y calentarte».
Me había esforzado tanto por aproximarme despacio y sin hacer ruido… ¿Sería algún demonio del bosque con ojos en la nuca? Habría optado por dar media vuelta y echar a correr, pero el chispeante fuego era una tentación muy fuerte. Me llegué sigilosamente hasta el otro extremo y pregunté con cierto apocamiento:
—¿Cómo sabías que estaba ahí?
—¡Iésus! —gruñó él disgustado. Era la primera vez que yo oía el nombre del Señor usado como expletivo—. Muchacho estúpido, hace por lo menos una semana que sé que andabas a trompicones detrás de mí.
Tal vez fuera un skohl con dotes sobrenaturales, pero tenía el aspecto de un ser humano muy peludo y barbudo. Era un viejo pero fuerte, igual que el buen cuero que se ha gastado mucho y se ha vuelto flexible. En realidad, la poca piel que podía verle entre la maraña de pelo parecía cuero bien curtido. No parecía faltarle ningún diente y eran, no amarillentos, sino blancos, cual si se alimentasen mascando cuero.
—Toda la caza del bosque se ha ido corriendo, dejándome atrás —dijo refunfuñando—, huyendo del ruido que haces. ¡Iésus! Eres como un abejorro andando por el bosque; se ve que no tienes costumbre de moverte por los bosques. Me he parado un rato para ver cómo eras y decirte lo torpe que eres, lo mal que usas la honda, y las veces que no ves animales de buena carne que se quedan quietos cuando pasas a su lado. No vales ni para besarle el trasero a la diosa cazadora Diana. Al final, cuando vi que eras capaz de espantarme la caza y que incluso podías despertar a los osos dormidos, decidí detenerme para que me alcanzases. ¿Quién eres, imbécil?
—Me llamo Thorn —contesté, aún más apocado.
—Buen nombre te han puesto —replicó con una carcajada forzada—. Eso es lo que eres; una espina que me molesta, me entorpece la caza y me estropea el sustento. ¿Y qué te trae por aquí pilluelo Thorn? No cazas más que para comer, y con torpeza. Por los cuernos de san José, me sorprende que no te hayas muerto de hambre. Con lo poco que sabes vivir en el bosque, ¿cómo has cazado ese águila que llevas, niu? Seguro que estás vivo porque parte contigo las serpientes que caza. ¿A que sí? ¿Tienes hambre, pilluelo?
—Y sed —balbucí.
—Hay un arroyo detrás de esas matas, si es que aún tienes fuerzas para romper el hielo.
Siguió hablando mientras yo me acercaba y bebía con ansia. Me atemorizaba aquella locuacidad, y la descarada impiedad y blasfemia de muchas expresiones que usaba, pero debo admitir que era ecuánime con los dioses y personajes venerables a los que vituperaba en sus exclamaciones.
—Hay otros rapaces en el mundo además de tu águila, pilluelo. Rapaces mucho más malignos que te dejan sin bolsa, equipaje y ropa, y lo que hacen con tu cuerpo desnudo no te lo puedes ni imaginar. Me sorprende que no hayas sido presa de esos infernales hijos de perra. Si tienes hambre… toma.
Y mientras volvía a acercarme al fuego, me lanzó por encima de él un trozo de algo blando, crudo y marrón, que salpicó sangre al cogerlo.
—Hígado de alce. Lo guardaba para mí como regalo, pero yo he comido muchos. Y, por las siete penas de la Virgen, te comportas como si te faltase un buen hígado. Coge un palo y ásalo en las llamas.
—Thags izvis, fráuja —balbucí con respeto, dándole en gótico el título de «maestro».
—Vái, no hablas mucho, pilluelo, ¿eh? Otra prueba de que es la primera vez que vives en el bosque. Cuando hayas vivido en él tanto como yo, hablando, maldiciendo y blasfemando a solas, ya verás como charlas cuando tengas quien te escuche, aunque sea un buitre solitario.
Y ya lo creo que hablaba, mientras yo comía. Tenía tantas ansias por comer aquella carne que la tosté lo menos posible y luego, prescindiendo del cuchillo, la devoré vorazmente con los dientes casi sin masticarla, y los trozos que me caían de la boca se los daba al juika-bloth.
—La nieve cuaja —dijo el viejo—. Eso es bueno; así hará una manta caliente que nos cubra. Aún no me has dicho qué te ha traído a los Hrau Albos, pilluelo. Si eres, como supongo, un esclavo que ha huido, ¿por qué te has venido a estos bosques inhóspitos, niu? En esta soledad resultas más raro que un cocodrilo de las tierras tórridas. ¿Por qué no has ido a una ciudad en donde puedas mezclarte entre la gente y pasar desapercibido?
—No soy un esclavo, fráuja —contesté con voz pastosa, con la boca llena y con la barbilla manchada de sangre—. Nunca he sido esclavo. Hasta hace poco era novicio en un monasterio, pero me… vi que no tenía vocación para tomar la tonsura y la cogulla.
—¿Ah, sí? —replicó, mirándome con recelo—. ¿Ibas a hacerte monje? Entonces, ¿por qué te he visto a veces aliviándote en cuclillas?
Me quedé mirándolo con la boca abierta sin saber qué decir, porque no tenía ni idea de qué hablaba. Por lo que él repitió la pregunta en voz más alta y con palabras más vulgares y comprensibles:
—¿Por qué te he visto a veces meando como una chica?
La brusca pregunta me cogió desprevenido. En cualquier caso, ¿cómo podía explicarle que orinaba de pie o agachado, según el momento y la circunstancia en que me considerara hombre o mujer?
—Pues porque… —balbucí—, porque así me exponía menos que… si lo hacía de pie con mi… órgano urinario… si me atacaban de repente…
—¡Aj, balgs-daddja! Deja de decir mentiras bobas —replicó sin aspereza—. Ya veo que cuando hablas utilizas palabras remilgadas para evitar indecencias. Órgano urinario —repitió con desdén, soltando una carcajada—. ¡Por el conejo de la impúdica diosa Cotytto! Lo que quieres decir es tu svans. Escucha, pilluelo, a mí me tiene sin cuidado si eres chico o chica, ninfa o fauno, o las dos cosas. Yo ya soy viejo y hace muchos años que no tengo tuétano en los huesos. Así que, aunque fueses más hermoso que la célebre señora Popea o el legendario Jacinto, no correrías peligro a mi lado.
Me quedé mirándolo. Después de haber estado años con monjes y monjas, estudiando, preguntado y recibiendo admoniciones —sobre todo respecto al sexo— era una bendición encontrarse con una persona totalmente falta de interés por las cosas íntimas de otra.
—Y tampoco me importa un bledo de qué o de quién huyes, ni por qué —añadió.
Con la comida había recuperado mis energías, y dije con cierto ánimo:
—No soy un fugitivo, fráuja. Me dirijo a un sitio hacia el Este en busca de mi pueblo, los godos.
—¿Ah, sí? ¿A las tierras orientales de los ostrogodos? ¿Y por qué crees que vas en dirección Este, niu?
—¿Es que no voy? —inquirí, abrumado—. Cuando salí de Vesontio sí que partí en dirección Este; pero todo el tiempo que llevo recorriendo estas malditas montañas, las oscuras nubes me ocultan el sol y la estrella del norte Fenice. De todos modos, pensé que siguiendo estas estribaciones de los Alpes hacia el Sur…
El viejo meneó su erizada cabeza gris.
—Has tenido un viento de cara todo el tiempo, ¿no? El aquilón, el viento noreste. Aj, al final, estas estribaciones tuercen y te conducirán al Este; pero en este momento vas en dirección a la guarnición romana de la ciudad de Basilea, que es adonde yo voy.
—Iésus —musité, osando pronunciar por primera vez el nombre del Señor en vano, sin persignarme, también por primera vez—. Entonces, ¿cómo se orienta uno cuando no se ve el sol ni la estrella norte?
—Pilluelo ignorante, se recurre a una piedra de sol —dijo, sacando algo de su voluminosa masa de pieles y tendiéndomelo. No era más que un trozo de esa piedra tan común llamada glitmuns en gótico y mica en latín, un mineral opalino y medianamente transparente formado por varias capas escamosas.
—No te indica la estrella Fenice —añadió—, pues sólo funciona de día, pero, aunque esté muy oscuro y nublado, miras a través de ella el cielo y lo ves casi todo rosado, menos el lugar en que debería verse el sol que se ve azul claro. Así determinas fácilmente la dirección.
—Tengo muchas cosas que aprender —dije con un suspiro.
—Si vas a vivir en los bosques cazando, ja.
—Pero, fráuja, tú que conoces bien el bosque y eres buen cazador y dices que hace mucho que vives así, ¿por qué vas a una ciudad?
—El bosque me habrá trastornado —contestó de mal humor—, pero aún no estoy completamente loco o senil, y no cazo por costumbre, por gusto o por satisfacer un deseo sanguinario, y ni siquiera por satisfacer a mi panza. Cazo para obtener pieles y cueros. Éstas son todas pieles de oso —añadió, señalando un enorme fardo atado con correas, en el que yo no había reparado, resguardado en el hueco de un árbol—. Se las vendo a los colonos romanos de Basilea y otras localidades que no se atreven a salir de las fortificaciones para conseguirlas por sí mismos. Iésus, no me extraña que el imperio esté tan mal. ¿Sabías, pilluelo, que muchos de esos insulsos romanos —hasta los colonos— tienen costumbres tan refinadas que sólo comen pescado y aves? La buena carne roja la consideran sólo adecuada para los braceros, campesinos y extranjeros poco finos.
—No lo sabía, pero me alegra ser un godo extranjero si con ello puedo comer esas carnes desdeñadas por la gente excesivamente civilizada. Y tú, fráuja, ¿eres un extranjero alamán?
No me contestó directamente.
—Hace años que los alamanes —dijo— no andan por los Hrau Albos. Últimamente sólo recorren las tierras bajas, entre el río Rhenus y el Danuvius. Ya te he dicho que estos bosques están plagados de bandidos malvados.
—Pues si no son alamanes, ¿qué son? —Aj, los alamanes son nómadas, fieros y amigos del combate, pero tienen leyes y se rigen por ellas. Pilluelo, me refiero a los hunos, extraviados, proscritos, la escoria; los que quedaron rezagados cuando los demás regresaron a la maldita tierra de donde vinieron.
—De Sarmatia, me han dicho.
—Puede —dijo con un gruñido—. Se dice que hace mucho tiempo, había entre los godos mujeres haliuruns tan malvadas que sus propias tribus las expulsaron. Y esas brujas proscritas que andaban errabundas se juntaron y aparearon con demonios del yermo y de ellas nacieron los hunos. ¡Por las diecisiete tetas de la Diana de Éfeso que me lo creo! Sólo la sangre negra de brujas y demonios mezclada puede explicar la increíble ferocidad de los hunos. Ya se han ido casi todos, pero los que quedan se han juntado en bandas con sus mujeres e hijos —de su propia raza o secuestrados a otros pueblos— y yo te digo que esas mujeres y niños son tan malvados como los hombres. Hay grupos merodeando por los Hrau Albos que hacen incursiones por pueblos y granjas de las tierras bajas y vuelven a refugiarse en los bosques. Y ningún legatus de una guarnición romana osa enviar una legión a que los persiga, pues los legionarios están acostumbrados a combatir en terreno despejado y en los bosques los aniquilarían. Y los alamanes nativos, aunque dados al combate, no piensan suicidarse; por lo que, en lugar de enfrentarse a los temibles hunos, han preferido abandonar estas tierras que antes eran suyas.
—Pero tú, no, fráuja —dije—. ¿Es que no tienes miedo a los hunos?
—Yo tenía cincuenta años cuando murió el khan Etzel, llamado Atila —contestó él con un bufido de desdén—, y desde niño llevo cazando en este y otros bosques unos cincuenta y tres años. En éste cazo desde la época de Atila, y lo conozco mejor que ningún huno. Comparados conmigo, esos hunos carroñeros que pululan por los Hrau Albos son casi tan neófitos e inexpertos como tú.
—¿Y vas a volver, después de ir a Basilea?
—No exactamente aquí, pero ja, en la guarnición sólo estaré el tiempo necesario para vender las pieles de oso y comprarme provisiones. No me gustan las ciudades, ni les gusto yo a ellas. Luego, iré hacia el Este, al gran lago Brigantinus, para cuando en primavera se rompa el hielo de los arroyos y los castores salgan de sus madrigueras con la piel nuevecita.
Me puse a pensar. El viejo parecía detestar o despreciar al resto de seres humanos; era grosero, mal hablado y blasfemaba (por lo que había podido oír, en todas las religiones). Por el simple hecho de estar en su compañía me contaminaba y me buscaba la condenación, y muy poco buen trato podía esperar de semejante sinvergüenza, pero conocía el bosque al dedillo y, si eran ciertos los peligros que me había dicho…
—Fráuja —dije tímidamente—, ya que vamos en la misma dirección…, ¿podríamos viajar juntos… y así aprendería cómo se vive en el bosque?
Ahora fue él quien se detuvo a pensar. Me miró un buen rato y, por fin, dijo:
—Aj, sí, podrías serme útil. ¿Puedes cargar con ese fardo de pieles?
Pobre viejo bruto, pensé, no es tan fuerte como quiere hacer ver. Seguramente chochea y se tambalea y, con el mal genio que tiene, irá quejándose todo el rato. Probablemente estaría mejor sin él; puedo apañarme solo y andaría más aprisa. Pero le contesté:
—Ja, creo que sí.
—Entonces, de acuerdo. Bien, basta de charla por esta noche. Toma, pilluelo, así dormirás más caliente —añadió quitándose una de las pieles y tirándomela.
Cuando se tumbó junto al fuego ya mortecino, sacó de no sé dónde una escudilla de latón, que era, sin duda, el plato en que comía y bebía; cogió una piedra, la sujetó en el puño y se colocó a dormir con el brazo apoyado sobre la escudilla. Yo no sabía para qué hacía aquello, pero en seguida comprendí el porqué. Si por la noche le turbaba el menor ruido, su mano dejaría caer la piedra en la escudilla y el sonido le despertaría. Bueno, ahora me tenía a mí para ayudarle a repeler cualquier ataque.
Mientras me tumbaba, abrigándome la piel que me había dejado, dije:
—Fráuja, si vamos a ser compañeros un tiempo, ¿cómo tengo que llamarte?
No me había dicho si era o no alamán ni de ningún otro pueblo, y yo no había podido reconocer su acento; tampoco su nombre me desveló nada sobre su origen, aunque tal vez fuese una variante del nombre del antiguo dios Wotan.
—Me llaman Wyrd el cazador del Bosque —respondió, y al instante se quedó dormido, respirando fuerte pero sin roncar para que no le oyera ninguna fiera, rapaz o huno que merodease de noche.