Capítulo 6
Quizá no sea propio de un guerrero escribir sobre la guerra, pero debo confesar a posteriori que, batalla tras batalla, siempre afloraba mi emoción femenina: una inmensa piedad y una sincera lástima por todos los caídos.
Pero aquel día, en aquel campo segado, sentí una mezcla de emociones. Una de ellas era una pena que sólo puedo calificar de ternura maternal; aunque no conocía la maternidad, vertí lágrimas de madre por Freidereikhs, aunque sólo fuese por el hecho de que sabía que su verdadera madre nunca lo haría. Mirando aquel pobre cadáver profanado, me parecía oír las palabras que otrora oyera una auténtica madre amorosa: «Tu hijo está llamado a perecer… y una espada traspasará tu alma». Mi alma, dada la clase de alma que era, sufría a la vez el dolor de la tristeza masculina, porque penaba también por la pérdida de Freidereikhs cual si hubiera sido un hermano mayor. Con el joven Frido había visto en un viaje la fantasía de los «alegres danzantes»; era al jubiloso jovenzuelo a quien yo había enseñado las artes de la vida al aire libre, y al Frido más mayor a quien había inducido a que conociese por primera vez una mujer. Y ahora, para mi vergüenza, al recordarlo, reconocía en mí otra emoción femenina, y obscena; sentía un remordimiento mohíno y egoísta por no haber sido la primera mujer en su vida o alguna de las últimas que habían dado placer al hermoso y joven rey, deleitándose con él, pues ahora ya no tendría ninguna oportunidad…
En cualquier caso, pese a mis ambiguas emociones y no del todo sublimes, el sentimiento que predominaba —espero que en honor a mi persona, tanto de hombre como de mujer— era la fría y rapaz decisión de vengar aquella atrocidad.
Entretanto, fui advirtiendo que en el campo había gentes vivas. Los lugareños de la aldea y los campos estaban morosamente abriendo grandes zanjas para enterrar los cuerpos amontonados, entre gruñidos y maldiciones por aquella casquería que les habían dejado; no lejos del cadáver de Freidereikhs, cuatro campesinos viejos enterraban un montón de muertos. El más cercano, al advertir mi mirada, se echó la azada al hombro y se acercó a decirme:
—Amigo, os preguntaréis por qué rezongamos cuando deberíamos estar contentos. Salvo por los numerosos bastardos con que ha obsequiado nuestro noble señor a nuestras hijas, este abono para la tierra es lo único que nos ha regalado.
—¿Qué señor? —inquirí—. ¿El rey Odoacro?
—El clarissimus Tufa —replicó él—. Magister militum de los ejércitos de Odoacro, que es dux de esta provincia de Flaminia y legatus de la ciudad de Bononia.
—¿Un dux romano ha hecho semejante carnicería? —dije yo, entrando en el campo.
—¿Romano? Nullo modo. No es romano, es un barbáricus, y un cerdo bárbaro con toga sigue siendo un cerdo. Veo que sois extranjero. Espero que no viajéis con esposa o hija; pues, aparte de estos arrebatos de furia, el otro placer del dux Tufa es desflorar a las doncellas y deshonrar a las mujeres.
—¿Y por qué se complace Tufa en estos arrebatos de furia? —inquirí, señalando el campo.
—Suis barbáricus —contestó el viejo, encogiéndose de hombros—. Odoacro y Tufa llegaron al trote con sus columnas —añadió, para explicármelo, señalando acá y allá— por esta vía y los del pueblo salimos a aclamarlo gritando «¡Io triumphe!», como nos obligan a hacer. Parece ser que Odoacro había ganado una batalla en algún sitio, pues llevaba muchos prisioneros a rastras de los caballos. Luego, de pronto, llegaron otros jinetes al asalto, dando gritos barbáricos, y hubo una breve refriega; pero los atacantes eran pocos y cayeron pronto. Ahí está uno de ellos —dijo, señalando el cadáver de Brunjo—. Cuando cesó la lucha y ya estaban todos muertos, Tufa dio órdenes a sus soldados para que mataran a los cautivos también. Y luego nos mandó a nosotros que los enterrásemos antes de que apestaran, y continuó el camino con su ejército. Llevamos tres días haciendo la faena y bien cansados. Menos mal que el tiempo sigue fresco y seco.
El viejo aguardó a que hiciese algún comentario, pero yo reflexionaba. El ataque audaz y tan poco eficaz en que se había sacrificado Brunjo le habría indicado a Tufa lo que quería saber: que el ejército no sufriría un ataque masivo antes de alcanzar Ravena, y, por consiguiente, ya no necesitaba cubrirse con rehenes. Lancé un suspiro de abatimiento, pues sin la intrépida intervención del centurio, Freidereikhs y los rehenes habrían llegado a Ravena, estarían encarcelados, humillados, posiblemente sometidos a sevicias, pero aún con vida. Aj, bien, tal vez no. A lo mejor Tufa los habría matado a las puertas de la ciudad; no había por qué hacer reproches ni difamaciones. Si Brunjo había cometido un error lamentable, bien lo había pagado.
—Ya veis —añadió el sepulturero— que no vamos a sacar mucho de nuestro trabajo más que el abono, porque a estos cautivos —no sé quiénes serán— ya les habían despojado los legionarios. No queda nada de las armas o corazas, todo lo de valor ha desaparecido. Sólo las moscardas se están dando un festín.
Era evidente por lo que decía el hombre —«no sé quiénes serán»— que ignoraba que Italia había sido invadida por los ostrogodos y sus aliados. Probablemente, teniendo en cuenta las innumerables guerras que aquella tierra había conocido a lo largo de la historia, el campesino estaba más que acostumbrado a tales desastres y poco le importaba quién luchaba contra quién. En cualquier caso, posiblemente porque le había hablado en latín, instintivamente no me había tomado por extranjero enemigo. Ni yo le consideraba a él como tal, pues también era evidente que no era un encarecido admirador del dux Tufa.
(Me sorprendió un tanto encontrarme con un rústico tan bien hablado, pero recordé que estaba en el corazón del imperio romano y que allí los campesinos debían ser más instruidos que en otras provincias. Además, después supe que los lugareños eran de origen celta, de una de las ramas de los boyos que se habían asentado en Boiohenum al norte del Danuvius; eran gentes de tez clara y más altos que sus parientes celtas, los vénetos que habíamos visto en Venetia, y, sin duda, por vivir cerca de Roma, hablaban un latín mucho más correcto).
Como el viejo charlaba y parecía hacerlo complacido y sin inhibiciones, decidí obtener de él la mayor información posible.
—Imagino que ese cerdo barbaricus de Tufa se dirigía con su ejército a Ravena —dije—. ¿Conduce allí esta vía?
—¿Es que queréis ir a ver a la fiera? —inquirió, sardónico, ladeando la cabeza.
—Tal vez quiera darle las gracias de parte de las moscas, por el regalo.
El viejo contuvo la risa.
—La vía Aemilia termina en el puerto de Ariminum en el Hadriaticus. Pero a unas cuantas millas de aquí —añadió con un gesto— hay un mal camino a la izquierda que se abre paso entre las marismas hasta Ravena. Pensaréis que en los años que hace que la ciudad es capital del imperio podían haber hecho una vía decente, pero no han querido dar un buen acceso a tan sagrada sede.
—¿Y no hay otro camino?
—Sí. Cambiad vuestro bonito caballo por una barca y podéis llegar a Ravena por el Hadriaticus; el otro camino posible es la vía Popilia, que va por la costa, pero tampoco es muy buena, es la que usan las mulas que traen la sal de los Alpes para enviarla por mar.
—Muy bien —dije—. Iré por las marismas.
—Tened cuidado, pues cuando Odoacro está en la ciudad, Ravena se halla rodeada de guardias y centinelas. Os darán el alto, aunque muchas veces disparan sobre los intrusos nada más avistarlos.
—Me arriesgaré por cuenta de las moscas —dije sonriendo.
—No os será necesario si lo único que queréis es dar las gracias de parte de las moscas a su benefactor. Odoacro se encierra muchas veces en Ravena durante meses, pero a Tufa sus deberes militares le obligan a viajar. Ya os he dicho que es legatus de Bononia; así que basta con que le aguardéis en su palacio allí y pronto o tarde aparecerá. Claro que no os será fácil llegar a su presencia… sin que os interroguen, desnuden y registren sin contemplaciones. No sois el primero que trata de hacer alguna clase de cumplidos al clarissimus Tufa.
Nuestro coloquio fue interrumpido por los gritos de sus compañeros diciéndole que dejase de hacerse el remolón y volviera a la faena. El viejo farfulló una maldición, me saludó con la azada y dijo jovial:
—De todos modos, extranjero, hacednos la merced de llevaros unas cuantas moscas. Vale, viator.
Y fue a ayudar a los otros que estaban echando a la fosa los restos de Freidereikhs y seis o siete guerreros rugios.
Por malo que fuera el camino de las marismas —mal pavimentado, desfondado y con hoyos— me alegré de tenerlo bajo los pies; avanzaba por él en plena noche y las vueltas que daba eran prueba que nos libraba a Velox y a mí de las arenas movedizas y otros peligros de la ciénaga. Habría recorrido doce millas después de salir de la vía Aemilia y no sabía cuánto faltaba para Ravena, pero no veía luces ni nubes que reflejasen un posible resplandor. Iba andando despacio, con Velox de las riendas y agachado, procurando que mi figura no destacase en la noche despejada.
Bien que apreciaba la situación defensiva de Ravena; un ejército que se aproximase a la ciudad por aquel sinuoso camino tendría que hacerlo paseando y sólo en fila de cinco jinetes en fondo, lo cual no era un frente eficaz. Ni por el camino ni fuera de él se podía aproximar ningún speculator a espiar sin ser visto, ni de día ni de noche, salvo a gatas. El terreno era tan liso como el camino y no había en él donde ocultarse más que hierbas, juncos y algunos matojos. Y, desde luego, todo él era barro y fango, y si un ejército trataba de cruzarlo, sus soldados serían un blanco perfecto. No había visto aún Ravena por el lado del mar, pero estaba llegando a la conclusión de que un asalto por tierra era imposible, si no se disponía de numerosos pontones para el cruce simultáneo de la tropa, o entrenando a los pájaros de las marismas; esta última opción, más absurda que la otra.
Sabía que aquella noche no podía aproximarme más, pues no tardaría en hacerme notar por algún centinela. Me detuve a considerar si no sería mejor trabar a Velox a alguna mata y seguir yo con cautela, o quedarnos donde estábamos y esperar al alba para ver mejor la situación, pero mientras lo pensaba salí de dudas. No sé a qué distancia se encendió una luz, y tan de súbito que pensé que era un espectral draco volans, común en terrenos pantanosos como aquél. Pero, acto seguido, la luz se dividió en nueve puntos y vi que se separaban en dos grupos —cinco a la izquierda y cuatro a la derecha— y me di cuenta de que eran las antorchas del sistema de señales de Polibio.
Para mi gran sorpresa, vi que no comenzaban inmediatamente a enviar un mensaje, sino a moverse arriba y abajo; al cabo de un momento de perplejidad, di en volverme y mirar hacia atrás, y a una distancia incalculable vi otra línea igual de nueve luces. Comprendí que en la lejanía, al noroeste de las marismas, legionarios o speculatores romanos —o quién sabe si simples ciudadanos— se disponían a comunicarse con las tropas del interior de Ravena. La línea de antorchas situadas al oeste comenzó a emitir un mensaje y pensé maravillado en que la noticia procedente del exterior desde algún lugar remoto se transmitía por sucesivos puestos de aquella clase de luces y pronto la sabrían Odoacro y Tufa en su reducto. Y yo que estaba fuera de él.
Pero en aquel momento sucedió algo que, más que sorprenderme, casi me dejó sin respiración. Al moverse las luces «exteriores» —alzándose la primera antorcha de la izquierda y la tercera de la derecha— lo que comunicaban, a menos que Odoacro hubiese alterado recientemente el sistema, era la tercera letra del antiguo alfabeto rúnico. Y las luces continuaron señalando esa misma letra una y otra vez, como para dar énfasis, y esa tercera letra del futhark es la runa llamada thorn. Estaba atónito y bastante consternado. ¿Cómo era posible? No sólo habían advertido mi cauteloso avance por la marisma, sino que avisaban urgentemente a Ravena de quién se acercaba.
Pero al instante me reí de mí mismo; mi presunción era exagerada. Las luces dejaron de repetir la letra thorn, hicieron una breve pausa y, luego, señalaron la ansus, la dags, la úrus y de nuevo la ansus —A, D, U, A— y comprendí. Tan lento sistema de deletreo debía necesariamente ceñirse a un mínimo de palabras e incluso condensarlas lo más posible. En la palabra ADUA se había suprimido una D innecesaria; la thorn que yo había confundido con mi nombre no era más que TH, el sonido que representa ese carácter rúnico y que en el mensaje era una abreviatura de la palabra «Theodoricus»; ahora advertía que el mensaje decía algo sobre Teodorico y el río Addua, pero la comunicación concluía con una palabra más, o parte de una: las letras rúnicas winja, eis, nauths y kaun, V, I, N y C; y, a continuación, las dos filas de antorchas volvieron a repetir el movimiento arriba y abajo y se apagaron súbitamente.
Permanecí en la oscuridad, que me parecía más impenetrable que nunca, reflexionando. El mensaje enviado y recibido —TH ADUA VINC— era una maravilla de concisión y sin duda bien explícito para los de Ravena, pero yo lo entendía apenas. Teodorico había estado o estaba en aquel momento en el río Addua, en donde se hallaba el otro ejército romano de Odoacro; eso era bastante claro. Y el VINC, en su contexto, tenía que significar «vincere», victoria. Conforme a lo que tuvieran estipulado, los que se comunicaban debían saber de qué persona, tiempo y modo del verbo se trataba, pero para el no iniciado, como yo, ese VINC abreviado podía significar que Teodorico había vencido, o que había sido vencido, que estaba a punto vencer o de ser vencido, o que ya lo había sido.
Bien, pensé, sea lo que sea, el mensaje tiene por propósito hacer salir a Tufa de Ravena a toda prisa. Odoacro puede seguir escondido ahí mientras su país se libre o no de los invasores, pero su comandante supremo no podía demorarse más; así que decidí que aguardaría a que saliera. Y, tal como había sugerido el viejo campesino enterrador, Bononia era el lugar más idóneo para esperarle. Di la vuelta y comencé a conducir a Velox hacia la vía Aemilia, francamente libre del pesar de no tener que intentar infiltrarme en Ravena.
Mientras avanzaba cautelosamente en la oscuridad, me dije que planeando asesinar a Tufa desobedecía órdenes y me excedía en mis obligaciones; Teodorico me había encomendado investigar y comunicarle cómo estaban allí las cosas —no ser de nuevo su «Parmenio tras las líneas enemigas»— y, por consiguiente, debía dirigirme a galope en dirección norte para encontrarme con él. Podía alcanzar el Addua en unas dos jornadas cabalgando de prisa, y el lugar de un mariscal en el combate es al lado de su rey. Tenía, además, que tener en cuenta que en otra ocasión en que había querido dar su merecido a un cerdo barbaricus —el llamado Estrabón— no había culminado la tarea; aun si en esta ocasión lograba hacerlo con Tufa, quizá Teodorico no me lo agradeciera, pues Tufa era culpable de un agravio más abyecto que la matanza de prisioneros indefensos: Tufa era un regicida.
Y la costumbre y la tradición determinaban que el asesino de un rey fuese castigado por mano de alguien de condición real. Además, había faltado a su palabra, lo cual era un grave insulto al propio Teodorico. Desde cualquier punto de vista, la venganza era potestad de Teodorico.
Empero, me arriesgaría a la repulsa de mi soberano. Freidereikhs había sido mi amigo, mi pupilo, mi hermano menor, y, aunque Teodorico no lo supiera quizá, su propia hija había pensado en desposarle algún día. No contendría mi mano; vengaría la muerte inútil del joven rey y de sus guerreros.
Y en nombre de todos los afligidos: yo mismo, Teodorico, Thiudagotha, el pueblo rugió, los…
Mis reflexiones cesaron bruscamente al sentir en mi vientre el pinchazo de una punta aguzada. Abstraído en mis pensamientos, no había hecho caso del piafido de advertencia de Velox ni había advertido la figura al acecho en la oscuridad, hasta notar aquella punta de lanza y oír una voz ronca amenazadora:
—Te he reconocido, saio Thorn.
Iésus, pensé, sí que estaba en lo cierto; los romanos me venían siguiendo desde mi llegada allí. Pero no… aquel hombre hablaba en el antiguo lenguaje. Me equivocaba de nuevo. Mas, para mayor turbación mía, inquirió:
—Di la verdad, mariscal, o te saco las tripas. ¿Estás con Odoacro, niu?
—Ne —contesté, arriesgándome a decir la verdad—. He venido a matar a un partidario de Odoacro.
La lanza no me penetró en el vientre, pero tampoco se apartaba de él. Y añadí:
—Soy partidario de Teodorico, y estoy aquí por orden suya. Lancero —añadí tras otro tenso silencio—, me has reconocido en la oscuridad. ¿Te he visto yo a ti a la luz del día?
Finalmente, apartó la lanza y se quedó firme, pero seguía siendo una sombra en la oscuridad; lanzó un suspiro y dijo:
—Mi nombre es Tulum, y no creo que me hayáis visto jamás. Soy signifer de lo que fue la tercera turma de la centuria de caballería de Brunjo; la centuria que Teodorico envió a Concordia y al Sur a patrullar. Cuando llegamos a Bononia, yo fui uno de los que Brunjo destinó al servicio de vigía a diversa distancia de la ciudad.
—¡Aj! —exclamé—. Has escapado a la matanza.
Volvió a suspirar, cual si lo lamentase, y contestó:
—Llevaba cierto tiempo en mi puesto sin que hubiese sucedido nada y regresé a la ciudad a informar a mi centurio. No lo encontré y oí que los habitantes comentaban que los romanos habían pasado a toda prisa por allí con muchos cautivos; cuando logré enterarme en qué dirección había marchado Brunjo y, al final, di con él en aquel campo de trigo… bien, ya sabéis lo que vi.
—Y estuviste espiándome.
—Ja. Erais el único vivo, y mirabais cómo los enterraban, hablando tranquilamente con uno de aquellos romanos. No os pediré excusas, saio Thorn, por haber sospechado.
—No tienes por qué excusarte, signifer Tulum. Cierto que ha habido muchas traiciones.
—Cuando vi que seguíais camino de Ravena, igual que las columnas romanas, se confirmaron mis sospechas, pensé que llevabais mucho tiempo en connivencia con el enemigo y os seguí a distancia prudencial. Os he ido a la zaga toda la noche, cada vez más cerca, hasta que, tanto habíamos avanzado en las marismas, que pensé que los centinelas de la ciudad nos rodearían en cualquier momento. A vos os acogerían alborozados, pensé, y creí que iba a matar a un traidor —añadió, con una especie de risa tímida—. Os aseguro que cuando os detuvisteis, mientras brillaban esas antorchas, si hubieseis dado un paso más hacia Ravena os habría matado. Pero luego disteis la vuelta y eso me hizo dudar y decidí pediros una explicación. Me alegro de haberlo hecho.
—Y yo; no sabes cuánto. Thags izvis, Tulum. Vamos, pronto amanecerá y debemos llegar a la vía Aemilia. Hay mucho que contar de los acontecimientos que se han sucedido desde que fuiste al Sur. Para empezar, te complacerá saber que hay otro guerrero de tu centuria que no ha muerto. Brunjo envió a un optio llamado Witigis a que informase a Teodorico, y por eso estoy yo aquí. Y debo decirte que Witigis no estaba muy ufano de haber sobrevivido.
—Lo creo. Conozco a Witigis.
—Dime una cosa. ¿Cuántos fuisteis situados como vigías en las afueras de Bononia? ¿A cuántos no tendría tiempo Brunjo de recoger antes de atacar a las columnas romanas?
—No estoy seguro. Sé de otros tres a quienes les asignaron un puesto de vigilancia antes que a mí.
—Espero que aún sigan en él o podamos dar con ellos. Tengo una misión que encomendarles.
Llegamos a donde Tulum había dejado atado el caballo en una losa suelta del pavimento; la noche se había esclarecido y vi que el signifer era más joven que yo, alto y fuerte, y llevaba la coraza de cuero de la caballería; no había logrado verle porque había oscurecido su tez clara ostrogoda y la barba con barro del pantano. Conforme caminábamos, tirando de nuestros caballos, le expliqué cuanto había acontecido desde Concordia y concluí repitiéndole lo que había leído en las señales de antorchas.
—Y ya lo sabes todo, Tulum, salvo que he jurado, esta misma noche, hacerle pagar a Tufa su traición y crueldad.
—Bien. ¿Puedo ayudaros?
—Voy a ir a Bononia y allí desapareceré. Rodea la ciudad y trata de encontrar los vigías supervivientes que puedas y que se presenten a mí. Luego, ve a galope al Norte y da con Herduico en Verona, o con cualquier oficial que encuentres antes, y explica todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo aquí. Y asegúrate de que se lo comunican a Teodorico, para que sepa por qué no he regresado; puede que tarde mucho en poder acercarme a Tufa para matarle. Una vez que hayas comunicado las noticias… bien, te has perdido buena parte de la guerra, Tulum. Ve a combatir a Addua o a donde ahora haya batalla.
—Complacido, saio Thorn. Pero, si desaparecéis dentro de Bononia, ¿cómo van a presentarse los hombres?
—Debería habértelo dicho: a alguien que me sustituirá. Hay una fuente en la plaza central del mercado; es un lugar muy transitado, naturalmente, y allí los extranjeros pasan desapercibidos. Que los hombres se quiten la coraza, la escondan con las armas, vayan vestidos como ciudadanos cualesquiera y paseen cerca de la fuente —día tras día, si es necesario— hasta que los aborde una mujer.
—¿Una mujer?
—Deben respetarla y obedecerla como si portara mi insignia de mariscal. Recuerda bien su nombre: se presentará a ellos diciendo que es Veleda.
Ya en Bononia, alquilé un pesebre en un establo y dejé en él a Velox con todo lo que traía de Verona, incluida la espada romana; no cogí más que lo imprescindible y los dos artículos de mi vestuario de Veleda, que había llevado por si los necesitaba. Uno era la faja con dijes con la que ocultaba mi miembro viril cuando actuaba como mujer, fingiendo pudor romano, y el otro, las cazoletas de filigrana de bronce que había comprado en Haustaths para poner de relieve mis senos.
En las tiendas de la plaza del mercado compré —«para mi esposa»— un vestido, pañoleta y sandalias de mujer, y después me cambié en un callejón retirado, en que dejé mi atuendo de hombre y las botas. A continuación, busqué una taberna barata de viajantes de comercio en la que alquilé una habitación, diciendo al hospedero que «esperaba la llegada de mi esposo», por si se mostraba reticente en alojar a una mujer sola. Los tres o cuatro días siguientes, compré más prendas, de la mejor calidad, algunos cosméticos costosos y unos cuantos adornos de bronce corintio. Y así, muy bien vestida y adornada, dejé la humilde taberna y me personé en el hospitium más elegante de la ciudad. Como esperaba, sus hospes no tuvieron inconveniente en alquilar costosos aposentos a una viajera tan hermosa, bien hablada y evidentemente acomodada como yo.
Había hecho «desaparecer» a Thorn y sería Veleda quien abatiera la presa; eso había decidido al recordar la advertencia del viejo campesino, que me había dicho que otros antes que yo habían atentado contra la vida del legatus de Bononia, y ahora no dejaban que se le acercase nadie sin interrogarle y registrarle para comprobar que no representaba ningún peligro. Eso significaba que tendría que inventar un arma invisible e indetectable. Ya tenía pensada una, pero era un arma que sólo podía utilizar una mujer, y sólo en determinado momento —el momento que bien conocía yo por mi experiencia como hombre y como mujer—, ese momento sublime en que cualquier hombre es más vulnerable y se halla más indefenso. Para conducir a Tufa a ese momento, determiné que debía hacer amistad con él, y hacerla de tal modo que pareciese ajena a mi voluntad.
Volví de nuevo a la plaza del mercado, y en la tienda de un comerciante que vendía herramientas estuve mirando piedras de amolar y, finalmente, adquirí una «para limarme las uñas», le dije al hombre, que me miraba risueño con ojos de admiración. Observé a la gente que paseaba por los alrededores. En una ciudad próspera como Bononia, se ven gentes de todas las nacionalidades y, naturalmente, no conocía la faz de todos los millares de guerreros de Teodorico, pero como casi todos en el mercado se ocupaban en una cosa u otra, no me costó percatarme de un hombre que paseaba ocioso cerca de la fuente con semblante aburrido. Aguardé hasta asegurarme de que sólo yo le miraba y le abordé, diciéndole en voz baja:
—¿Te ha enviado aquí el signifer Tulum?
El hombre se puso firme inmediatamente y replicó con voz alta, que hizo volverse a algunos que pasaban:
—¡Ja, dama Veleda!
—Tranquilo, habla natural —musité, sofocando una sonrisa—. Como si fuésemos unos viejos amigos que se encuentran. Vamos a sentarnos en el pretil de la fuente —él lo hizo, aún con cierta rigidez—. ¿Cuántos ha encontrado Tulum? —inquirí.
—Tres, señora. El signifer ha partido hacia el Norte y nosotros tres os hemos aguardado, turnándonos en dar paseos por la fuente.
—Di a los otros que vengan.
Los tres soldados de caballería se llamaban Evvig, Kniva y Hruth. Si les pareció extraño que una mujer les diera órdenes, no lo hicieron ver; en realidad, conservaban actitud tan marcial que tuve que decirles varias veces en voz baja que se relajasen.
—Por lo que hemos podido comprobar —dijo Ewig—, nosotros y Tulum somos los únicos supervivientes de la centuria de Brunjo. Tulum nos ha dicho que vos y saio Thorn vais a vengar a nuestros compañeros muertos en la bestial matanza ordenada por el general Tufa, y queremos —ne, ansiamos— participar y ayudar en lo que mandéis.
—Vamos a hablar paseando —dije, al ver que llamábamos la atención, pues varias mujeres que pasaban, entre ellas algunas damas notables, dirigían miradas de envidia al verme flanqueada por aquellos tres fornidos mozos.
—Nuestra víctima, el despreciable general Tufa —dije yo, conduciéndoles camino del hospitium—, se encuentra en este momento en Ravena, a unas cuarenta millas al este, pero tendrá que reintegrarse a su puesto de legatus aquí, que es donde voy a esperarle. Yo y saio Thorn —añadí, al ver que me miraban de soslayo—. Pero Thorn debe permanecer oculto hasta que llegue el momento de actuar. Ese edificio —fijaos bien— es el hospitium en que me alojo y en donde me informaréis. Otra cosa, en esta ciudad se hablan varias lenguas, incluida la nuestra, pero, claro, la más común es el latín. ¿Lo habláis bien alguno?
Kniva dijo que lo entendía bastante bien y que sabía expresarse, mientras que los otro dos confesaron cabizbajos que no lo sabían.
—Bien, Kniva, tú me ayudarás aquí en Bononia, y vosotros, Hruth y Ewig, seréis mis speculatores fuera de la ciudad. Ewig, montarás a caballo y cabalgarás por la vía Aemilia hasta la desviación que lleva a Ravena, y sin llamar la atención, estarás al acecho cerca de ella para ver cuándo sale Tufa, momento en que regresarás a galope tendido para decírmelo; espero que pronto puedas avisarme de que viene para acá, pero si ves que se dirige a otro lugar, también quiero saberlo. Va. Parte ya. ¡Habái ita swe!
Ewig iba a alzar el brazo para saludar, pero yo fruncí el ceño y él se contuvo.
—A vuestras órdenes, señora —musitó antes de alejarse a buen paso.
—Quiero que salgas a caballo también hacia esa zona —añadí, dirigiéndome a Hruth—, pero vigila sobre todo de noche. A Ravena la tienen informada de la evolución de la guerra mediante señales con antorchas. Quiero que interceptes los mensajes y me informes.
Estaba segura de que un simple soldado de caballería no sabría leer ni escribir, ni contar, así que no intenté explicarle en qué consistía el sistema de señales de Polibio; le dije simplemente que cada vez que viera las luces hiciera unas rayas en una hoja o un trozo de corteza señalando las líneas de cinco y cuatro antorchas y otras rayas indicando las secuencias en que eran alzadas.
—Si lo haces bien —añadí— yo podré leer los mensajes —él me miró con gran respeto y me dijo que lo haría tal como yo decía—. Quiero que me anotes todos los mensajes y me los traigas de inmediato. Puede que tengas que ir y volver cada día después de haberte pasado la noche en vela, pero debes hacerlo. ¡Habái ita swe!
—¿A mí no me ordenáis nada, señora? —inquirió Kniva después de que Hruth hubo partido.
—Quiero que te emborraches y estés borracho.
—¡Señora…! —exclamó el muchacho atónito.
—Vas a ir por toda Bononia, bebiendo en todas las tabernas, bodegas y gastas-razns que encuentres y convidando a la gente. Y en latín y en el antiguo lenguaje irás diciendo que celebras el haber pasado la noche más deliciosa y delirante de placer sexual de tu vida.
—¡Señora…!
—Alardearás beodo y en voz alta, en las dos lenguas, que has pasado una noche con la puta más hermosa, más mañosa y más lasciva que has conocido. Di que acaba de llegar a Bononia, que es carísima y muy exigente con los clientes, pero que es incomparable en las artes sexuales y bien vale la pena pagarla.
—¿Vos señora…? —inquirió Kniva asombrado.
—Ja, dama Veleda, por supuesto. Y no se te olvide decir el hospitium en que se aloja.
—¡Señora! —exclamó el hombre, como abatido por el rayo—. ¡Os asediarán y cortejarán todos los hombres de Bononia!
—Espero que lo haga uno en concreto. Mira, Kniva —dije señalando—, ése es el palacio y praesidium del legatus Tufa. Ya ves que está rodeado de soldados casi a cada paso. Pues tengo que entrar ahí para matar…, quiero decir para de algún modo hacer entrar a saio Thorn para que lo mate. El maldito Tufa es conocido por su libertinaje y lascivia, y quiero que llegue a sus oídos mi fama de meretriz para que me invite a su residencia.
—¡Señora! —protestó Kniva con voz estrangulada—. ¿Vais a prostituir vuestro cuerpo por esta causa? ¿De verdad que…?
—Tú difunde mi fama de que lo hago a veces por un buen precio. Te aseguro, Kniva, que del mismo modo que la gente está dispuesta a creerse que el más sobrio se ha dado a la bebida, igual se cree que la mujer más piadosa y decente se ha dado al libertinaje. Basta con que se propale el nombre. Ve, Kniva, y dilo por toda la ciudad.