Capítulo 9
Después de que el legatus Calidius hubo abrazado y acariciado a su nieto, y tras dejarle en manos de la nodriza y los esclavos para que le bañasen y le diesen de comer, Wyrd le dijo una mentira piadosa:
—Clarissimus, tu hijo Fabio resistió de pie hasta la muerte como un soldado romano. Y su esposa Placidia murió valientemente como una matrona romana —añadió, en honor a la verdad—. Vi cómo los hunos no quitaban la vida al desgraciado carismático, lo que quiere decir que creen seguir teniendo cautivo a tu nieto y, por consiguiente, piensan que sigues siendo víctima de su coacción.
Detalle, este último, del que por entonces se me escapó la importancia.
—Entonces, aún no se habrán dispersado, emprendiendo la huida —comentó el legatus.
—No. Pensarán que ha sido una incursión desesperada de unos cuantos, quizá sin tu permiso, y que ha sido un fracaso. Calidius, dime ¿cuándo y dónde conviniste enviar el rescate?
—Esta misma tarde, a una curva que hace el río Birsus al sur de Basilea.
—En dirección a los Hrau Albos —dijo Wyrd, asintiendo con la cabeza—, en esta misma orilla del Rhenus. Muy bien. Sugiero que sin pérdida de tiempo ni aguardar otra demanda, envíes allí el rescate, como si no supieras el fracaso de la incursión ni el hecho de que los hunos siguen acampados al norte del Rhenus, cual si realmente esperases recibir a los rehenes a cambio del rescate convenido.
—Quieres decir, claro, que envíe un rescate falso.
—Por supuesto. Los caballos que han pedido, con las cajas de armas exigidas, forraje y lo que sea, transportado, me imagino, por unos cuantos esclavos. Pero, naturalmente, nada más llegar, los bultos, al estilo troyano, se abren y resultan ser fieros soldados bien armados. Y supongo que todo concluye en una matanza bien merecida.
—Quizá —osé terciar yo—, si el inocente Becga está con ellos, se le podría salvar.
No me hicieron caso y Wyrd prosiguió:
—Mientras tanto, Calidius, envías otra tropa más numerosa al campamento huno y…
—¿La dirigirás tú, decurio Uiridus?
—Clarissimus, apelo a tu indulgencia —contestó Wyrd un tanto vejado—. Estoy muy cansado de montar a caballo, hambriento y asqueado de ver y oler a los hunos, igual que mi insolente aprendiz. Puedo dar las debidas instrucciones a tus hombres, pero sugiero que sea mi viejo amigo Paccius quien mande esa tropa. Ya es hora de que le ascienda de su rango de signifer.
—Sí, sí, claro. Excúsame, Uiridus. Te has ganado de sobra un descanso —replicó el legatus con evidente sinceridad—. Estoy tan eufórico por haber recuperado a mi nieto, por haber preservado mi linaje, y tan entusiasmado por aniquilar a esa lacra huna, que he hablado sin pensar. Daré inmediatamente las órdenes y diré que traigan comida para…
—No, gracias. No tengo ganas de ricos manjares y vino resinado; quiero atiborrarme de comida que llene y hastiarme de vino corriente. Vamos a la ciudad a la taberna del viejo Dylas. Envíame allí a Paccius para que le dé instrucciones.
—Muy bien. Haré que os acompañe un heraldo, para que anuncie oficialmente al pueblo que pueden abrir las puertas y salir a la calle. Uiridus, has librado a Basilea de un gran peso y te lo agradezco de todo corazón… y a ti también, Thorn.
Esta vez no tuvimos que aporrear la puerta de la taberna de Dylas. El caupo nos la franqueó hospitalario y por primera vez pude ver de su persona algo más que aquel ojo legañoso. Dylas era tan viejo como Wyrd e igualmente cano de pelo y barba, aunque notablemente más alto y gordo, con un rostro que parecía una gruesa tajada de carne cruda. Se abrazaron los dos, dándose enérgicos manotazos en la espalda, y llamándose mutuamente nombres obscenos en latín y en gótico. Dylas vociferó a alguien en la trastienda «¡trae carne, queso y pan!» y él mismo descolgó un pellejo de vino y cogió unos cuernos de un estante, haciéndonos seña para que nos sentásemos en una de las cuatro mesas que había en el local.
Wyrd me lo presentó y Dylas lanzó un amistoso gruñido, asintiendo con la cabeza y tendiéndome uno de los cuernos. Yo lo cogí, tapando con el pulgar el orificio del extremo estrecho y él me lo llenó. Cuando los tres tuvimos a rebosar los recipientes de cuerno, él dejó el pellejo, alzó el suyo ante nosotros dos y dijo:
—Iwch fy nghar, Caer Wyrd, caer Thorn.
Comprendí que era un saludo, pero no sabía en qué lengua. Alzamos nuestros respectivos cuernos, echamos la cabeza hacia atrás, destapamos el orificio y dejamos que el vino regase nuestra boca. Como había dicho Wyrd, no era vino aguado ni perfumado, sino un Oglasa rojo, fuerte y viejo. Como el cuerno no se puede dejar en la mesa hasta que se vacía, nos apresuramos a apurarlos y yo, que me sentí bastante mareado, rehusé cortésmente cuando Dylas quiso volver a llenármelo.
—Las noticias han llegado antes que tú, viejo Wyrd —dijo Dylas—. Se cuenta que Basilea se ha librado de apuros un poco gracias a ti. ¿Qué es lo que has hecho?
Wyrd pasó a explicárselo, o al menos es lo que yo imaginé, pues hablaron en el extraño idioma de antes.
—Aj, eso me recuerda los buenos tiempos —comentó Dylas entusiasmado, y la conversación continuó en una mezcla de gótico y latín—. Pero tú ya no eres un legionario que aspires a ascensos. ¿A quién has beneficiado con la aventura?
—He obtenido un precio excelente por mis pieles, y un buen caballo con arreos de regalo. Tuve que abandonar el primer corcel que me dio Calidius, pero elegiré otro. Una soldada por un día de trabajo mucho mejor de la que ganaba como decurio.
—¡Por todas las vaquillas de Hertha que es cierto! ¿Sabes que cuando aprendí a contar, calculé que con mis treinta años de servicio me quedó al licenciarme una paga de menos de medio denario al día? Pero ¿no estás ya demasiado viejo para tantas cabriolas y andanzas, Wyrd?
—Aplícate el cuento, tripa gorda.
—Que vengan o no mal dadas, un tabernero siempre come bien —replicó Dylas complacido, palmeándose la panza— y sin necesidad de andar por los bosques buscándose la pitanza cruda. Siempre dije que tú y Juhiza habríais tenido que abrir una taberna como nosotros. Mi vieja esposa, Magdalan, nunca fue hermosa como Juhiza, y puede que tenga el cerebro de una chinche y la gracia de un uro, pero sabe guisar.
Como si aquellas palabras fuesen una introducción, de la trastienda salió una vieja gorda y sucia, envuelta en una nube de vapor de delicioso aroma, trayéndonos una gruesa rebanada de pan sobre la que había un montón de berzas cocidas con costillas de cerdo. A continuación puso en la mesa una bandeja de quesos de la región, con trozos de Greyerz, Emmen y cremoso Novum Castellum. Para beber, además del vino, añadió unos picheles de cerveza negra que Dylas nos explicó ufano era de fabricación casera.
Dylas y Wyrd interrumpían repetidas veces su yantar a dos carrillos para trazar con el dedo, en el vino derramado en la mesa, esbozos de antiguas batallas en las que habían participado; hablaron de compañeros muertos en una o en otra, y Wyrd corregía al tabernero o viceversa cuando surgía algún dato incorrecto de aquellos antiguos enfrentamientos; en general, los dos viejos guerreros pasaron un buen rato rememorando los tiempos pasados, pero todas aquellas batallas se habían librado años antes de nacer yo y en sitios desconocidos para mí, y, como los dos utilizaban con frecuencia palabras de un extraño idioma, no pude realmente entender por qué habían tenido lugar, quién las había ganado ni quiénes eran los contendientes.
Estábamos acabando las rebanadas —ahora el pan estaba ya empapado con los apetitosos jugos— cuando oímos tintineo de metal y crujir de cuero, y Paccius entró con traje completo de combate. Wyrd hipó, se excusó y, un tanto tambaleante, fue a sentarse con el signifer en una mesa limpia para darle los detalles sobre el campamento de los hunos y las instrucciones para proceder al ataque.
Por tener algo de qué hablar, se me ocurrió decirle a Dylas:
—¿Quién es o era Juhiza?
Él vació otro cuerno de vino y meneó su cabezota.
—No debería haberla mencionado. Ya has visto la cara que ha puesto Wyrd. No le hables nunca de ella.
—Se ve que tú y Wyrd os conocéis hace mucho —dije para cambiar de tema.
Se limpió la grasa de la barba, o, mejor dicho, se la restregó por ella distraídamente y contestó:
—Desde que éramos reclutas en la vigésima legión en Deva. Recuerdo cuando le pusieron por nombre Wyrd, el Amigo de los lobos.
—Ahora se llama Wyrd, el Cazador —dije—, pero sé que le gustan los lobos.
Dylas asintió con la cabeza.
—No se lo pusieron por su sentimiento, sino en el sentido de que mataba a muchos enemigos y dejaba los cadáveres para los animales carroñeros. A veces le llamaban también Wyrd, el Carroñera. En Deva era muy famoso entre los lobos y… los gusanos.
—No sé dónde está Deva.
—En la región de Cornubia de la provincia de Britannia. Las Islas del Estaño, como decís en el continente. Wyrd y yo somos ciudadanos romanos por el servicio militar, pero britanos de nacimiento y por eso a veces hablamos británico en recuerdo de los viejos tiempos.
—No lo sabía. ¿Y por qué os marchasteis de esas islas?
—Un soldado va a donde le ordenan. Éramos los dos únicos de allí de los miles de soldados que Roma fue retirando de Britannia cuando los bárbaros de Europa comenzaron a amenazar sus colonias. Wyrd y yo acabamos el servicio sirviendo de auxiliares en la undécima legión, combatiendo contra los hunos.
Hizo un gesto en dirección a una pared de la taberna y vi una plancha de metal colgada, que me acerqué a mirar. Eran los títulos de Dylas, dos planchas de bronce unidas, del tamaño de una mano. En una de ellas figuraba grabado su nombre (es decir, una versión en latín: Diligens Britannus) su grado al licenciarse y la unidad (Optio Aquilifer, Cohors IV Auxiliarum, Legio XI, Claudia Pía Fidelis), el nombre de su último comandante, la fecha de licenciamiento (dieciséis años atrás), y los nombres de los testigos de la provincia en que le había licenciado: Gallia Lugdunensis.
—Por la vaca parda que alimentó a san Pirano —añadió—, habríamos preferido —si un soldado pudiera tener preferencias— haber ido a defender nuestra región natal de Cornubia contra los pictos, escoceses y sajones.
—Ahora que estás licenciado, podrías volver allí.
—¡Aj!, ¿para qué? Como Roma ha abandonado totalmente Britannia, el país ha vuelto a degenerar cayendo en la barbarie de antes; las mejores ciudades y fortalezas, las mejores granjas y villas no son más que míseros campamentos de gente tan salvaje y sucia como esos hunos de los que tú y Wyrd habéis logrado escapar esta mañana.
—Ya. Es una lástima —dije yo.
—Gwyn bendigeid Annwn, faghaim —dijo él con un suspiro—. Adiós para siempre al bendito Avalonnis.
Sus viejos ojos legañosos se nublaron y dijo casi para sus adentros:
—Ahora, debemos contentarnos con sentirnos orgullosos de nuestros recuerdos… por haber sido de la vigésima, la Valeria Victrix, una de las cuatro legiones más poderosas que dominaron y civilizaron aquellas tierras. Ah, en los buenos tiempos de la vigésima —en los buenos tiempos del imperio— se podía viajar desde las Islas del Estaño hasta el Este a los puertos de la Pimienta, y viajar seguro, hablando latín en todas partes.
Se sirvió otro cuerno de vino y brindó otra vez por mí:
—Iwch fy nghar, Caer Thorn. Tú, igual que nosotros, has nacido demasiado tarde.
Y lo vació de un trago.
—Cachorro, no bebes —dijo Wyrd, hipando, volviendo a la mesa, mientras Paccius abandonaba la taberna, alzando el puño cerrado a guisa de despedida—. Y te vas a quedar dormido si sigues aquí escuchando los recuerdos de dos viejos soldados. Vete a dormir cómodamente en el barracón. Pero… toma esto.
Se quitó la bolsa del cinturón, la abrió y me echó en la mano un montón de monedas de cobre, bronce, plata y hasta una de oro.
—¿Y qué hago con ellas, fráuja? —inquirí.
—Lo que quieras. Es tu parte de las pieles que hemos vendido.
—¡Si no he hecho nada para ganar tanto…! —repliqué perplejo.
—Slaváith. Yo soy el maestro. Hic. Tú eres el aprendiz. Soy yo quien juzga lo que valen tus servicios. Cómprate algo que creas que necesitas para el viaje. O algún capricho.
Le di mis más sinceras gracias por su generosidad, agradecí a Dylas el festín, les deseé a ambos una buena velada y me marché. Había un solidus de oro, muchos solidi y siliquae de plata y no pocos sestercios de bronce y bummi de cobre; en total, el asombroso equivalente de dos solidi de oro.
Miré en derredor y vi que Basilea volvía a la vida. Hombres, mujeres y niños deambulaban tranquilamente por las calles; las casas abrían sus ventanas y se oía el ruido sordo de los telares de las amas de casa. En la cuesta de la colina que había detrás de la guarnición, en donde daba la sombra y aún quedaba nieve, había varios soldados fuera de servicio jugando como niños, que se dejaban deslizar sobre sus escudos y gritaban alegremente. Las tiendas de las cabanae estaban todas abiertas y numeroso público entraba y salía para reponer las provisiones que habían agotado durante el enclaustramiento.
No sabía qué podía necesitar para mis posibles viajes; ya había adquirido casualmente más riquezas de las que una persona reúne en toda su vida: un magnífico caballo con silla y arreos, una espada con vaina, una cantimplora militar y todo lo que había comprado en Vesontio; pero apenas tenía sentido llevar dinero a los bosques para no poder usarlo, y, por otra parte, tenía dinero de sobra para comprar cualquier cosa útil que hubiera a la venta en Basilea, y que no fuese uno de los carismáticos de diez solidi del sirio. No es que deseara comprar eso, pero al recordar aquellos desgraciados seres asexuados di en pensar en otra cosa, dado que yo era precisamente lo contrario a lo asexuado.
Tenía un rudimentario vestuario femenino —vestido y pañoleta— por si en alguna ocasión y en algún lugar consideraba conveniente ser una chica ante los demás, pero me faltaban detalles y complementos de adorno. Así, mientras andaba por las cabanae, busqué una myropola y la encontré. Entré en la tienda y —en parte por ocultar el hecho de que la quería para mí y en parte por justificar que llevase tanto dinero— dije a la tendera que era criado de una femina clarissima, y, como aquella mujer debía conocer a todas las damas de Basilea, añadí que mi señora acababa de llegar y que durante el viaje había perdido su estuche de cosméticos.
—Naturalmente —alegué—, mi señora desearía tener el mejor aspecto posible al entrar en la ciudad y por eso me ha enviado por delante a comprarle los tintes, lociones y afeites necesarios. Pero como yo no sé de esas cosas, caía myropola, confío en ti para que me proveas de todo lo necesario para una dama.
La mujer sonrió —con cierta codicia por la oportunidad de hacer una buena venta— y dijo:
—Dime el color de tez y del pelo de tu señora.
—Es que por eso me ha enviado a mí en vez de a una de sus criadas —respondí—, porque de tez y pelo somos casi iguales.
—Hummm —musitó, ladeando la cabeza y examinándome con gesto de profesional—. Creo que… un fucus de color melocotón… y una creta de marrón ceniza.
Y se puso a rebuscar por la tienda, haciendo acopio de pomos, tarros y pinceles.
Fue una compra costosa, pero podía permitírmelo y salí de la tienda con un precioso envoltorio de ungüentos y polvos, frasquitos con líquidos y varitas de tiza, auténticos adminículos femeninos de los sucedáneos de zumo de bayas, hollín y sebo con que nos adornábamos las novicias en Santa Pelagia.
Lo que compré a continuación me costó aún más. En el taller de un aurifex adquirí alhajas para «la dama que estaba a punto de llegar». Aunque prescindí de las joyas en oro y sólo las elegí de plata sin piedras preciosas engastadas, el joyero me dejó la bolsa medio vacía. Me compré una fíbula de plata que parecía una cuerda anudada para abrocharme las hombreras del vestido, un collar, una pulsera y pendientes a juego, todo ello hecho con cadeneta de plata. Después, subiendo la cuesta hacia la guarnición, me entraron dudas sobre lo que había comprado. ¿Serían aquellas alhajas, imitando cuerdas y cadenetas, debidamente femeninas? Pero luego me dije que si las había elegido en función de mi mitad varón, los hombres que me vieran con ellas las admirarían y, por consiguiente, me admirarían también. ¿Para qué, si no, llevan alhajas las mujeres?
Ya no había tanta gente dentro de la fortaleza, pues se habían marchado casi todos los campesinos y viajeros que habían estado recluidos, pero sí que continuaban allí el sirio y sus carismáticos, en el mismo barracón que Wyrd y yo, pues el tratante esperaba sin duda que Paccius le devolviera a Becga.
Una vez en el cuarto del barracón, vencí mi ansia femenina por desenvolver y probarme lo que había adquirido, porque antes tenía que hacer una tarea muy masculina y quería acabarla antes de que regresase Wyrd y me regañase por no haberla hecho. La noche anterior, al cortarle el cuello a la bruja huna, no había limpiado la sangre de mi espada corta antes de envainarla, y, al secarse, la espada se había quedado pegada al forro de lana de la vaina. Así que pedí una tina a uno de los soldados del barracón, la llené de agua y fui mojando la vaina hasta que pude extraer la espada; luego, limpié cuidadosamente la hoja, la sequé y dejé la vaina a remojo en la tina hasta que la lana recuperó su blancor.
A todo esto, me había entrado bastante sueño, pero mi natural femenino me impulsaba a probarme las alhajas y los afeites. Como no tenía speculum —y no me atrevía a preguntar a un soldado si tenía adminículo tan afectado— no podía ver cómo me sentaban las cosas, y, comprobando que en aquel momento no estaba el sirio, llamé a uno de los carismáticos, un muchacho de mi edad aproximadamente y de tez parecida, quien complacientemente —casi encantado— se sentó y dejó que le probase las alhajas, le diese colorete en las mejillas, le ennegreciera pestañas y cejas y le pintase de rojo los labios con un ungüento. Hecho lo cual, retrocedí para contemplar mi obra, mientras él me sonreía muy orgulloso. A pesar de su harapiento atavío, las alhajas de plata lucían muy bien y complementaban muy bien su pelo rubio; pero me había excedido en los afeites del rostro y más bien tenía el aspecto de lo que yo imaginaba debían ser los malignos skohls.
Fui a quitárselo, pero él tanto protestó y suplicó, diciéndome que «le gustaba estar guapa», que le dejé aquella máscara de diablo y llamé a otro de parecida edad y color de tez. Esta vez le embadurné más discretamente, aplicando los cosméticos con más habilidad, y, al contemplarlo, quedé satisfecho de mi obra. Aquella prueba me dio la seguridad suficiente de que cuando pudiese disponer de un speculum para pintarme yo, tendría suficiente experiencia para aplicar los afeites y lograría un resultado más que aceptable. Quité las alhajas al primer muchacho y se las puse al otro, y tanto el primero como yo convinimos en que parecía una auténtica chica y el propio interesado estaba diciendo que así se sentía realmente, cuando los tres nos sobresaltamos al oír al sirio exclamar con desdén a nuestras espaldas:
—¡Ashtaret, cachorro entrometido! Primero me robas a Becga, y ahora ¿qué estás haciendo con Buffa y Blara?
—Ponerles atractivos como muchachas. ¿Qué tienes que objetar? —repliqué zalamero.
—¡Bah! El que desee una pobre hembra puede obtenerla por un precio cien veces menor de lo que cuesta un carismático. Mocosos, quitaos inmediatamente esa porquería de la cara.
Me devolvieron las alhajas y se marcharon obedientemente. Yo fui al cuarto a guardar mis cosas y acabar de limpiar con agua la funda de la espada, y el sirio me siguió, gimoteando.
—¡Ashtaret! —suplicó—. Estoy harto de que se me trate como a una alcahueta, cuando soy un respetable tratante que posee valiosas mercancías.
Me tumbé en el catre y, aunque realmente no me preocupaba, le pregunté:
—¿Quién es Ashtaret a quien tanto invocas?
—Es una gran diosa de la que soy devoto. Era la Astarté de los babilonios, y anteriormente la Isthar de los fenicios.
—No creo que merezca la pena —repliqué displicente, pero con intención— adorar a una diosa que se haya metamorfoseado dos o tres veces en la tradición.
—No hay ningún dios o diosa, o incluso un semidiós que no tenga su antecedente si se investiga bien. La diosa más prominente del paganismo romano, Juno, procede de la Uni de la religión etrusca; el dios griego Apolo, era en origen el Aplu etrusco —respondió él desdeñoso, con una carcajada—. Y si quieres que te diga los orígenes de tu Dios, de Satán y de Jesús…
No me cabe la menor duda de que me lo habría dicho, e incluso con datos ciertos, pero ya me había quedado dormido.
Me desperté a oscuras a media noche, cuando dos soldados medio borrachos entraron casi arrastrando a un Wyrd inconsciente. Después de dar tumbos de un lado a otro del cuarto y proferir maldiciones, vieron el catre vacío y le tumbaron en él; cuando les pregunté, un poco asustado, qué le sucedía a Wyrd, se echaron a reír y me dijeron que le oliese el aliento.
Una vez que se hubieron marchado, lo hice —por asegurarme de que respiraba— y me aparté asqueado y casi mareado por el hedor a vino. Me alegré de que me hubiesen despertado, pues la funda de la espada seguía en remojo; la saqué y la sequé cuanto pude y la metí entre la colchoneta y la madera, tumbándome encima para que al secarse el cuero no se combara, e inmediatamente volví a quedarme dormido.
Cuando me desperté ya había luz y la mañana estaba bastante avanzada; Wyrd estaba levantado e inclinado sobre la tina, metiendo repetidas veces la cabeza en el agua. Yo pensé cómo no habría advertido que el agua estaba tintada de rojo —pues se estaba lavando en sangre de huno diluida— hasta que se irguió, y, al volverse, vi que sus ojos estaban aún más enrojecidos que el agua.
—Oh, vái —balbució, retorciéndose la barba—, tengo un dolor de cabeza de padre y muy señor mío. El Oglasa se cobra un alto precio a sus adictos. Pero merece la pena… Sí que la merece…
—Quizá un desayuno te haga sentirte mejor —dije sonriendo—. Vamos al convivium a ver si nos dan algo de comer.
—Los muertos no comen. Vamos primero a las termas a ver si resucito con un buen baño.
Pero resucitó sin necesidad de darse el baño, porque en el apodyterium nos encontramos con Paccius que se estaba quitando la coraza, toda manchada y salpicada de sangre seca; él también estaba sucio y con aspecto de agotamiento, pero despierto y sonriente.
—Ah, signifer, salve, salve —dijo Wyrd—. ¿Todo ha ido bien?
—Perfectamente; ya está. Todo ha terminado —contestó Paccius animoso—. Y quiero estar bien presentable como corresponde al centurión que ya soy.
—Gratulatio, centuria —dijimos Wyrd y yo.
—Sí, hemos exterminado a esos salvajes en su campamento —añadió Paccius—. Y me ha dicho Calidius que la columna con el supuesto rescate ha hecho lo propio en el río Birsus. Esas carroñas no volverán a molestarnos; al menos no en bandadas.
—¿Y qué más? —inquirió Wyrd, ya desvistiéndose.
—Tal como dijiste, no hemos recogido los restos de Fabius y Placidia —dijo el romano muy serio—. Los quemamos con los demás cadáveres y le he dicho al legado que los cuerpos de su hijo y de su nuera ya habían sido quemados antes de que llegásemos nosotros. No podrá darles un entierro decente romano, pero así le ahorraremos el dolor de saber cómo murió Fabius.
—Gracias por la noticia, centurio —dijo Wyrd—. Había decidido retrasar nuestra marcha hasta saber cómo había ido la expedición de castigo, y eso que esperaba la rotunda victoria de tus tropas; en realidad he celebrado anticipadamente el éxito —y de nuevo se llevó despacio la mano a la frente—. Ahora sólo la retrasaré hasta que me haya recuperado.
—¿Y el carismático Becga? —pregunté a Paccius.
—También ha muerto —contestó con indiferencia.
—¿A manos de un huno o de un romano?
—Lo maté yo —me contestó—. Tal como me indicaste, Uiridus —añadió para Wyrd—, lo hice rápido sin que sufriera.
—¿Tú se lo indicaste? —inquirí—. Si tú mismo admitiste que Becga no era más que una víctima inocente de las circunstancias.
—No hables tan alto, cachorro —contestó con una mueca—. Y recuerda que fuiste tú quien voluntariamente elegiste esa víctima. Calidius no nos habría perdonado jamás el insulto a su honor dejando vivo al que suplantó a su nieto, quien tal vez algún día se habría jactado de ello, resultando ser un despreciable puto carismático.
—Matar al despreciable Becga por satisfacer el orgullo del legatus, me parece una crueldad innecesaria —espeté yo.
—¡No ha sido ninguna crueldad! —replicó—. Bien sabes qué clase de vida habría tenido de seguir vivo. Ahora, vamos al unctuarium.
Había que admitir que Wyrd tenía razón, y le seguí obedientemente al interior de los baños. Mía había sido la idea de un «substitutus», condenando así a Becga a la muerte. Aunque no hubiese sido más que mi mitad viril la responsable, ahora me molestaba la mala conciencia femenina; de hecho, lo lamentaba como una mujer.
Recuerdo que me tranquilizó la idea de que ser un mannamavi era algo muy ventajoso, pues no me vería inducido nunca a amar a otra persona, de un sexo u otro, y así nunca tendría que padecer las cuitas del amor. Pero ahora comprendo otra cosa: aunque fuese inmune a los tormentos que acompañan esa emoción extenuante, sí tendría que aprender a acallar o al menos no dar importancia a las discrepancias y querellas que se suscitasen entre las mitades hembra y varón de mi naturaleza.
Muy bien, me dije, me alegro de no haber conocido lo bastante a Becga, y de que no existiera ningún vínculo sentimental; rechazo toda responsabilidad y todo remordimiento por su muerte; a partir de ahora, siempre aprovecharé la ventaja de ser Thorn el Mannamavi —una criatura sin conciencia, compasión ni remordimientos— un ser despiadado y amoral como el juika-bloth o cualquier otro rapaz de este mundo. Lo juro.