Capítulo 5
Debo señalar que durante aquellos meses de verano en Constantia no estuve ocioso. Estando Wyrd fuera de la ciudad, Gudinando ocupado casi todos los días menos los domingos, y al no tener yo una obligación, disponía de mucho tiempo libre. Y no lo llenaba quedándome simplemente sentado en mi cuarto del deversorium esperando el próximo encuentro con Gudinando, como Thorn o como Juhiza. Cierto que algunas veces ayudaba a los gañanes del establo a dar de comer a Velox o a engrasar la silla y los arreos para que no se agrietara el cuero.
Pero la mayor parte del tiempo libre lo pasaba paseando a pie o a caballo, cediendo a mi natural curiosidad y recorriendo Constantia y sus alrededores; a veces cabalgaba durante millas para ver los convoyes de carros de mercancías y las recuas de animales que llegaban a la ciudad, y otras seguía algún carro que iba a otra parte; hablaba con carreteros y jinetes y aprendía muchas cosas de las tierras de donde venían y a las que iban.
En la ciudad, ganduleaba por mercados y almacenes y conocía a vendedores y compradores de toda clase de mercancías, aprendiendo muchas cosas sobre el arte de regatear bien. Incluso pasaba a veces por el mercado de esclavos y llegué a congraciarme con un tratante egipcio que, a escondidas, pero muy ufano, me enseñó una de sus mercancías que, según me dijo, no iba a mostrar nunca en la subasta pública.
—Ouk —añadió, que en lengua griega quiere decir «no»—, la tengo para vender a escondidas a alguien… a un comprador con exigencias concretas… porque esta clase de esclava es muy poco frecuente y muy costosa.
La miré y no vi más que una muchacha desnuda de aproximadamente mi edad, bastante atractiva, aunque era etíope; la saludé en todas las lenguas y dialectos que conocía, pero ella no hizo más que sonreírme tímidamente con un movimiento de cabeza.
—No habla más que su lengua indígena —dijo el tratante con indiferencia—. Ni siquiera sé cómo se llama, yo la llamo Mono.
—Bueno —dije—, es negra, la piel negra no es rara, aunque sea poco frecuente. Supongo que, a su edad, aún será virgen, pero tampoco las vírgenes son una cosa exótica. Y, además, en la cama no podrá decir palabras amorosas. ¿Cuánto pides por ella?
El egipcio dio un precio que me dejó sin respiración, pues equivalía aproximadamente a la suma que Wyrd y yo habíamos ganado por la caza de todo el invierno.
—¡Por ese dinero se puede comprar toda una ristra de hermosas esclavas vírgenes! —repliqué atónito—. ¿Por qué ésta vale tanto? ¿Ya qué se debe que sólo la enseñes en privado?
—Ah, joven maestro, las auténticas virtudes y talentos de Mono no se ven, porque radican en el modo en que fue criada desde que nació. No sólo es negra, atractiva y virgen, es que es una venéfica.
—¿Y eso qué es?
El egipcio me explicó una historia increíble; miré de nuevo a la jovencita negra, pasmado y horrorizado, casi sin creérmelo.
—¡Liufs Guth! —exclamé—. ¿Y quién puede comprar semejante monstruo?
—Ah, alguien —contestó el egipcio, encogiéndose de hombros—. Tendré que alimentarla y darle cobijo un tiempo, pero tarde o temprano surgirá alguien que la necesite y pague de buena gana el precio. Excusadme, joven maestro, pero en algún momento de vuestra vida os complacerá saber que, si buscáis bien y pagáis el precio debido, podéis encontrar una venéfica que os sirva.
—Ruego a Dios… —musité asqueado—. Ruego a todos los dioses que nunca lo necesite. No obstante, gracias, egipcio, por ampliar mis conocimientos sobre las maldades de este mundo —añadí, despidiéndome.
A la hora de las comidas, iba a las tabernas en que se reunían mercaderes y viajeros para comer con ellos y escuchar sus relatos de los riesgos y albures del camino, sus alardes de las ganancias que obtenían o sus quejas de las pérdidas en que culminaban sus viajes. A veces, incluso cenaba en una popina, que es el local más barato, lóbrego y grasiento al que acudían los trabajadores más bajos de la escala social; pero para mí aquella gente era de lo más estúpida, ignorante e incoherente y no aprendía gran cosa de ella, a no ser un amplio vocabulario de palabras groseras.
Asistía a juegos atléticos, a carreras de carros y caballos y a luchas de púgiles en el anfiteatro de Constantia —más pequeño que el que había visto en Vesontio— y aprendí a hacer apuestas, y ganaba algunas veces; otras muchas horas las pasaba en las diversas termas para hombres, haciendo amistad con los que jugaba o luchaba; jugaba a los dados o las doce rayas o al divertido juego que consistía en golpear una pelota de fieltro con paletas abiertas cubiertas con tiras de tripa; o simplemente me tumbaba a escuchar a alguien de voz estentórea recitar en latín poemas o cantar las carmina priscae o las saggwasteis fram aldrs germánicas.
En Constantia había también una biblioteca pública, pero a ella sólo fui en raras ocasiones, pues era muy inferior al scriptorium de San Damián y guardaba pocos códices y rollos que no hubiera leído. Tampoco iba a la basílica de San Juan, salvo cuando me hallaba muy aburrido, porque me desagradaba el prelado Tiburnius desde el día en que había sido testigo «involuntario» de su nombramiento y escuché su interesado sermón.
Calles, mercados y plazas de Constantia estaban constantemente llenos de gente, pero al final ya distinguía a muchos de sus habitantes permanentes de los viajeros de paso y residentes veraniegos como yo. De dos personas en concreto tenía motivos para fijarme. La multitud solía ser desordenada y maleducada, empujaba y se abría paso a codazos por doquier, pero se apartaba sumisa y cedía el paso y hasta se refugiaba en los portales cuando veían a determinadas personas; durante mucho tiempo no pude ver a una de esas personas porque aparecía siempre en un fastuoso palanquín liburnio, profusamente adornado y con cortinas, a hombros de ocho fornidos y sudorosos esclavos que iban gritando: «¡Paso, paso al legatus!» y atropellaban a quien no se apartaba. Pregunté y me dijeron que era el vehículo de Latobrigex —nombre latino del dux— o el herizogo, como se diría en lenguaje antiguo. El Latobrigex, me dijo la persona a quien pregunté, era el único ciudadano natural de Constantia de noble linaje, y por ello ejercía de legado de Roma en aquel próspero puesto avanzado del imperio.
La otra persona que llegué a reconocer, porque la veía con frecuencia, era un joven grueso y fornido de rostro ajado y sombrío al que el pelo le comenzaba muy cerca de las revueltas cejas; tendría la edad de Gudinando, es decir, la propia de estar ganándose la vida, pero ganduleaba por la ciudad tan tranquilo como yo. Yo al menos salía para ver y aprender cosas, pero aquel joven andaba por todas partes con una mirada vacua que no denotaba más que enfado y disgusto; y nunca le vi hacer nada, y era todavía más maleducado que la gente de la calle, a la que apartaba a empellones, siempre gruñendo maldiciones.
Pregunté también por él a un viejo a quien acababa de dar un empujón tan fuerte que le había tirado al suelo y a quien ayudé a levantarse.
—¿Pero quién es ese gamberro?
—Ese cachorro, que Dios confunda, se llama Claudius Jaerius y no está bien de la cabeza; lo único que hace es ir por ahí abusando de su superioridad sobre los inferiores. No hace nada ni le interesa nada, aparte de su vagancia y su estúpida brutalidad.
El viejo se puso a limpiarse el barro, y yo seguí preguntándole.
—¿Y por qué los ciudadanos inferiores no ponen freno a sus actos? Yo lo haría de buena gana, a pesar de que pesa dos veces más que yo.
—Ni se te ocurra, joven. Nadie osa oponerse a su voluntad porque es hijo único del dux Latobrigex. Te advierto que nuestro dux es un hombre amable e inofensivo, no es un tirano que sea severo con los inferiores y menos con ese malhadado retoño suyo. Ese Jaerius podría haber heredado el carácter de su padre, pero también es hijo de su madre, que es una fiera tremenda. Gracias joven, joven señor, por tu ayuda y amabilidad. En justa correspondencia, te prevengo contra ese intolerable pero intocable Jaerius.
Y es lo que hice, al menos mientras pude.
Ni que decir tiene que en mi deambular por las calles y el campo siempre iba vestido de Thorn; sólo salía ataviado como Juhiza en mis escapadas del atardecer para ver a Gudinando y administrarle una sesión del tratamiento de su enfermedad. Aunque ya era una hora de poca luz, me esforzaba cuanto podía porque nadie me viese salir del deversorium y caminaba por calles secundarias hacia las afueras de la ciudad que daban al lago para llegarme al bosquecillo. Generalmente, después del encuentro —al amparo de la oscuridad— también acudía a una de las termas para mujeres a bañarme y recuperarme; en algunas ocasiones, en uno u otro de aquellos establecimientos, volví a ver a la impúdica Robeya que me había acosado, pero no volvió a molestarme, y si por azar se cruzaban nuestros ojos, yo le dirigía una sonrisa sardónica a la que ella respondía con una mirada venenosa antes de apartar la vista.
Sólo en dos o tres ocasiones me aventuré a la luz del día vestida de Juhiza. El vestido de mujer que había comprado en Vesontio era ya de segunda mano y ahora, después de las sesiones con Gudinando, estaba francamente gastado y ajado de tanto quitármelo y ponérmelo; por entonces tenía dinero suficiente para comprarme otra ropa y sin necesidad de que fuese usada. Así, para adquirir una vestimenta que me sentara bien y fuera bonita, salí vestida de Juhiza de compras por las tiendas de ropa para damas. Me recibieron con cierta frialdad al verme tan poco elegante, pero como traté a la dependencia con la altanería de una dama de alcurnia, y pedí que únicamente me enseñaran las prendas de más calidad, los sastres en seguida se deshicieron en reverencias y atenciones. Durante aquellas escasas incursiones diurnas en la ciudad, compré tres vestidos nuevos exquisitamente bordados y varios complementos: pañoletas y sandalias nuevas, horquillas, cintas y varillas para hacerme diversos peinados. Repito que mis salidas personificando a Juhiza fueron pocas, pero resultaran excesivas por lo que aconteció en una de ellas.
En la ocasión que digo, salía yo de una tienda a donde había ido a reponer mis cosméticos, ungüentos y polvos, cuando oí pasos precipitados y gritos de «¡Paso, paso al legatus!». Me guarecí en la cancela del comercio, mientras la gente se apresuraba a apartarse, y vi aparecer la suntuosa litera; pero en esta ocasión los esclavos se detuvieron cerca de donde yo estaba y la depositaron suavemente en tierra. El legatus, si es que estaba dentro, no se apeó, pero sí lo hicieron una mujer hermosísima y un joven muy feo que no me sorprendió fuese el repelente Jaerius, hijo del dux Latobrigex. Empero, la mujer, para mi gran sorpresa, era la Robeya que yo conocía de los baños, e inmediatamente comprendí que debía ser la «fiera», madre de aquel desaprensivo.
Debía haberme tapado la cara o haberme vuelto de espaldas para desaparecer sin que me vieran, pero me quedé mirándolos y pensando: vaya, incluso una mujer con las extrañas tendencias de Robeya puede casarse y así lo hace si tiene la oportunidad de hallar consorte entre la nobleza; entonces, habrá yacido sumisa al menos una vez para engendrar. Ya no me extrañaba que el fruto de vientre tan seco y sin amor fuese un varón tan miserable y repulsivo como Jaerius.
Y como permanecí allí demasiado rato pensando, Robeya me vio; las dos nos conocíamos de vernos desnudas, pero me reconoció con la misma facilidad que yo a ella, y sus ojos negros se abrieron de sorpresa, se entornaron y acto seguido se inclinó a decir algo a su hijo para que se fijara en mí. No pude oír lo que le decía, pero Jaerius entornó también los ojos y me miró de arriba a abajo, cual si su madre le hubiese instado a que me recordase con todo detalle. Yo me alejé inmediatamente en dirección contraria con paso modoso, pero en cuanto llegué a una bocacalle, entré en ella y me puse a caminar lo más rápido posible sin correr por no llamar la atención; sólo una vez miré hacia atrás y no vi ni a Jaerius ni a Robeya siguiéndome.
Llegué con verdaderas ganas a mi albergue, contento de haber evitado una confrontación que habría podido resultar desagradable; dejé los paquetes de las compras y me desembarazé rápidamente de todo vestigio de Juhiza, jurándome no salir nunca más vestido de mujer a la luz del día. Y no volví a hacerlo. Los días que siguieron siempre era Thorn quien deambulaba por la ciudad y se reunía con Gudinando para jugar y divertirse. Transcurridos unos días, mi inquietud cedió un tanto y cuando Gudinando me dijo taciturno que había vuelto a sufrir un ataque, me dispuse casi sin nerviosismo a vestirme de Juhiza para administrarle otra sesión de tratamiento.
—Pero temo, amigo mío —dije—, que ésta sea la última vez. Ya estamos en puertas del otoño y nuestro tutor Wyrd llegará cualquier día de estos. Además… si el tratamiento no ha dado ya resultado…
—Ya sé, ya sé —replicó Gudinando con triste resignación—. Al menos, probaremos una última vez…
Al atardecer del día siguiente, al vestirme de Juhiza, estaba nervioso y notaba mis manos torpes; dos veces tuve que darme la creta con que resaltaba mis cejas y pestañas. Pero como era uno de los primeros días de otoño, oscurecía antes y ya era casi de noche cuando me deslicé fuera del deservorium. Era mi primera salida encarnando a Juhiza desde mi encuentro en la calle con Jaerius y Robeya, pero no vi a ninguno de los dos rondando ni a nadie que hubiera podido ser espía de ellos. Y habría asegurado que nadie me siguió por el camino acostumbrado hacia el lago.
Pero sí que me siguieron —bueno, a Juhiza— y debieron hacerlo desde aquel primer encuentro, enviando tras mis pasos a un esclavo a quien yo no habría advertido en medio de las gentes anodinas de la calle; y parece ser que aquel esclavo u otra persona o personas mantuvieron una vigilancia constante delante de mi posada. Quienquiera que lo hiciese debió aburrirse de lo lindo sin ver salir a Juhiza, pero alguien había obtenido recompensa a tan larga espera aquella noche en que Juhiza volvió a salir en busca de Gudinando.
A él y a mí se nos ponía muchas veces la carne de gallina en los arrebatos apasionados, pero aquella noche se nos puso nada más desnudarnos por el frío viento que hacía; y a los dos se nos debió erizar el vello aún más simultáneamente cuando oímos rumor de arbustos y una voz ronca cerca —la de Jaerius— que vociferaba:
—Ya te has divertido bastante con la moza, Gudinando, lisiado hediondo. Ahora le toca a un hombre de verdad. ¡Esta noche es para mí!
Nos encontrábamos los dos indefensos; estábamos desnudos, sin protección y desarmados, y Jaerius salió de su escondite esgrimiendo una gruesa porra. Yo estaba tumbada de espaldas y Gudinando inclinado sobre mí, cuando oí simultáneamente el ruido sordo de la porra y el gruñido que profería al caer desvanecido a un lado. Inmediatamente me vi inmovilizado por el gran peso de Jaerius, que estaba vestido, pero él se abrió las vestiduras lo justo para sacarse el fascinum y comenzó a darme envites en los bajos; yo me debatía desesperada pidiendo auxilio a Gudinando —pero él estaba desvanecido o muerto— y Jaerius no cesaba de reír.
—Bien que conoces este juego, muchachita. Y de mí no temas contraer la epilepsia, como puede pasarte con ese monstruo.
—¡Suelta…! —exclamé enfurecido—. ¡Yo elijo a quien quiero!
—Y me elegirás a mí cuando te haya hecho disfrutar. Deja de resistirte y escucha.
Yo no dejaba de debatirme con la mayor energía posible, pero no pude por menos que oír lo que me decía.
—Conoces a mi madre Robeya, y me ha dicho que la conoces muy bien.
—Lo único que sé es que es un ser antinatural… —repliqué en mi sofoco.
—Déjate de tonterías y escucha. La última amante que ha tenido mi madre fue la tonstrix que le teñía el pelo, una marrana villana que se llama Maralena; cuando se cansó de lo mal que lo hacía en la cama, me la pasó a mí y me dijo lo que había que hacerle para darle gusto y ella misma presenció cómo lo hacíamos, dándonos consejos. Y ¿creerás que a la puerca Marilena le gustaron mis servicios mucho más que los de mi madre? Ya verás como a ti te pasa igual, mozuela. Mira, acerca aquí la mano y mira qué tamaño. Anda, vamos a…
Oí otro porrazo sordo y Jaerius cayó de lado igual que había sucedido con Gudinando; estaba sola y no sabía qué hacer, sofocada como me hallaba y jadeante, repasando a toda velocidad todos los acontecimientos. En aquel momento sentí una mano callosa, pero amable, en mi frente y oí una voz conocida que decía:
—Tranquilo, cachorro. Ya estás a salvo. Tranquilízate y no estés nervioso.
—Fráuja, ¿de verdad que eres tú? —dije en un clamor.
—Si no reconoces al viejo Wyrd es que estás trastornado.
—Ne… ne… Creo que estoy bien. Pero ¿y Gudinando?
—Ya vuelve en sí. Le dolerá la cabeza, pero nada más. Igual que este otro amigo tuyo; no le he zurrado como para matarle.
—¿Amigo mío? —chillé ofendido—. Ése es el hijo de esa fiera…
—Sé quién es —replicó Wyrd—. Por la nariz y las orejas que Zopirus se cortó, cachorro, sí que tienes habilidad para hacer amistades. Primero, Gudinando, el hazmerreír de la ciudad. Y ahora Jaerius, el mal nacido más detestado.
—Yo no he hecho amistad con…
—Calla —dijo Wyrd bruscamente—. Vístete. Me importa un bledo que te comportes indecorosamente, pero no debes hacerlo ver.
Torpemente comencé a vestirme, y también Gudinando, que se apartó un poco, atemorizado porque Wyrd nos hubiese encontrado en aquella situación. Una vez que se hubo disipado mi turbación, dije en voz baja:
—Fráuja, no era mi intención que me vieras así.
—Calla —volvió él a gruñir—. Soy viejo y he visto muchas cosas. Tantas, que verdaderamente te costaría bastante escandalizarme. Ya te dije hace mucho que no tengo el menor interés en saber si… si meas de pie o sentado. Ni lo que se te antoje hacer con tus partes íntimas.
—Pero… —repliqué, mientras seguía vistiéndome atolondrado—. Ahora que lo pienso… ¿Cómo es que estás aquí, en el justo momento en que Gudinando y yo necesitábamos auxilio?
—Skeit, cachorro, hace una semana que estoy en Constantia. Pero como vi un espía ante el deversorium, decidí alojarme en otro sitio y vigilar yo mismo. Te he visto entrar y salir, a veces con ese vestido de mujer que me enseñaste en Basilea, y esta noche, cuando saliste y vi que te seguían, fui detrás. Ahora se trata de lo siguiente: ¿qué hacemos con el hijo de la fiera?
Jaerius no había oído nada de lo que decíamos, pero ya se había sentado y se tocaba atontado el cráneo; por lo que veía yo en la oscuridad, se le notaba muy decaído.
—Átale una piedra al cuello y tírale al lago —dije con rencor.
—Sería un placer —contestó Wyrd, mientras Jaerius palidecía en la oscuridad—. Según la ley goda, ese ser no es nada… es una persona inútil y la ley ni siquiera castigaría o sancionaría al que le matase; lo haría sin dudarlo un solo instante —prosiguió— si fuese un violador de baja condición; pero es el hijo del dux Latobrigex y, aunque cualquier ciudadano de Constantia —e incluso su propio padre— se alegraría de que desapareciese, no cabe duda de que se harían indagaciones. Además, sus espías, y más aún su madre, deben saber dónde se halla en este momento. Y todo eso lo indagarían preguntándote a ti, cachorro, y a tu amigo Gudinando. Y seguramente os harían las preguntas con ayuda de un persuasivo torturador especializado. Yo considero que debemos conservarle vivo para evitar tal riesgo.
Como de costumbre, Wyrd tenía toda la razón, y sólo osé decirle resentido:
—¿Y qué sugieres, pues, fráuja? ¿Que lo entreguemos al cohortes vigilum o al judicium para que le castiguen?
—Ne —replicó con sorna—. Sólo un débil o un cobarde recurre a la ley para resolver una ofensa de honor. De todos modos, siendo Jaerius quien es, le absolverían inmediatamente. Tú y este noble personaje —añadió, dirigiéndose a Gudinando— sois aproximadamente de la misma edad y contextura. ¿Te enfrentarías con él en ecuánime combate público?
Gudinando, tranquilizado al ver que el temible tutor de Juhiza no la emprendía a palos con él, contestó que sería un placer enfrentarse a Jaerius en singular combate.
—Pues eso haremos —dijo Wyrd—. Le llevaremos a la ciudad e invocaremos la antigua ley de la ordalía por combate.
—¿Quéee? —chilló Jaerius—. Yo, el hijo del dux Latobrigex, ¿luchar mano a mano con un villano? ¿Con el bobo ese que es el hazmerreír de toda la ciudad? Me niego totalmente a semejante afrenta y…
—Calla —le espetó Wyrd, con la misma llaneza con que se habría dirigido a mí—. Cachorro, átale las muñecas con tu pañoleta, que yo lo ligaré con su propio cinturón para llevarle hasta la ciudad. Gudinando, trae esa porra que ya se ha usado dos veces, y si el prisionero intenta escaparse, sacúdele con todas tus ganas.
Así, una vez más aquella misma noche, aparecí en público como Juhiza, en esta ocasión en la basílica de San Juan. Como la mayoría de las iglesias de provincias, aparte de sus función religiosa, era la sede del tribunal. Y allí me presenté, ante el judicium de Constantia, convocado a toda prisa, para acusar a Jaerius de agresión e intento de estupro, solicitando que su culpabilidad o inocencia la determinase un juicio de Dios, pidiendo permiso a los tres jueces para que Gudinando fuese mi campeón en la ordalía.
—Señorías —dijo Wyrd, que actuaba como mi jurisconsulto—, sugiero que la cuestión se dirima en el anfiteatro de la ciudad para que toda Constantia vea que se hace justicia, y que el arma sea la porra, ya que, por lo visto, es la preferida del acusado.
Los jueces fruncieron el ceño entre murmuraciones; cosa nada sorprendente, pues, además de Gudinando, Wyrd, yo y el maniatado Jaerius, estaba también presente el dux. Latobrigex, su esposa Robeya y, naturalmente, el prelado Tiburnius. Era la primera vez que veía a Latobrigex y, tal como me habían dicho, era un hombre de una actitud modesta increíble. Su única objeción al procedimiento la expuso con voz casi medrosa:
—Señorías —dijo— la demandante que hace la acusación es una extranjera en la ciudad, una muchacha sin hogar; no impugno su probidad, pero me permito dudar de su moral. El incidente se ha producido después de dirigirse sin compañía, ya de noche, a un lugar apartado de follaje al que ninguna mujer decente…
Le interrumpió su mujer, quien, mirándome con sus feroces ojos negros, vociferó:
—¡Y esa puta asquerosa extranjera se atreve a acusar a un ciudadano de Constantia! Al hijo del dux, al hijo del legatus de Roma, descendiente de la antigua casa de Colonna. ¡Señorías, exijo que se desestime esa calumniosa acusación y se absuelva a Jaerius para que su reputación quede sin tacha… y que a esa prostituta itinerante se la desnude y sea azotada en público fuera del recinto de la ciudad!
Los jueces volvieron a su conciliábulo, y, mientras lo hacían, yo le dije a Wyrd en voz baja:
—Es lo que cabía esperar. Pero ¿qué es eso de la casa de Colonna?
—Antaño —me contestó él en un susurro— era una de las primeras familias de Roma, pero actualmente han degenerado penosamente. Fíjate en el timorato Latobrigex Colonna. ¿Tú crees que un hombre de una familia ilustre se habría casado con una virago como Robeya para tener por hijo un desgraciado como Jaerius? Sí, claro, todos ellos continúan ostentando pretenciosamente la condición de clarissimus, pero…
En aquel momento hubo otra interrupción por parte del prelado Tiburnius, que dijo en tono meloso:
—Señorías, la Iglesia no se inmiscuye en cuestiones puramente civiles ni yo, como sirviente de ella, lo haré, pero fui mercader de Constantia antes de ser su sacerdote y solicito se me conceda decir unas palabras que quizá sean dignas de consideración en este proceso.
El judicium, naturalmente, le concedió la palabra y, por supuesto, yo esperaba que Tiburnius dijese algo que hiciese someterse al dux. Latobrigex. Pero el recién nombrado clérigo estaba sin duda infatuado por la autoridad eclesiástica que acababa de obtener —y debía aprovechar la ocasión para ejercerla— porque me sorprendió al decir:
—Cierto que es una simple extranjera itinerante la que ha hecho tan grave acusación contra un respetable ciudadano de Constantia, pero os recuerdo, señorías, que Constantia debe su prosperidad precisamente a los extranjeros que cruzan sus puertas. Todo ciudadano, desde el de más alta condición hasta el más humilde, gana hasta el último nummus de los beneficios que nos dejan esos extranjeros: los viajantes de comercio, mercaderes y proveedores. Y si se difundiera la noticia de que las leyes de Constantia sólo protegen a los ciudadanos de la misma, y que un extranjero es aquí víctima de una injusticia, incluso uno tan insignificante como esta supuesta prostituta ambulante, ¿qué sería, señorías, de la prosperidad de Constantia? ¿De vosotros mismos? ¿De esta Iglesia de Dios? Os aconsejo que se le conceda a la querellante la prueba del juicio de Dios en un combate entre Jaerius y Gudinando. Eso os eximirá de la responsabilidad de pronunciaros por una de las dos partes. En la ordalía, es el Señor quien juzga.
—¿Cómo te atreves, tendero tonsurado? —espetó Robeya, mientras su esposo guardaba silencio y su hijo comenzaba a sudar sensiblemente—. ¿Quién eres tú para condenar a un miembro de la nobleza a un vulgar combate público contra ese paria de cerebro podrido, favoreciendo a esa mujerzuela indigna?
—Clarissima Robeya —replicó el clérigo, empleando el título de respeto, pero alzando un dedo amenazador—, los deberes y dignidades de la nobleza son ciertamente asuntos importantes, pero más importante es aún el oficio del sacerdote, porque cuando llegue el día del Juicio final, ha de dar cuenta hasta de los reyes. Clarissima Robeya, por mucho que excedas en dignidad al resto de la raza humana, has de doblegar tu orgullo ante los servidores de los misterios de Cristo. Cuando habla el sacerdote, debes mostrar respeto, no disentir; te lo advierto con toda solemnidad. Te lo advierto como sacerdote, y a través de mí es Cristo quien te lo advierte.
—Eso sí que ha asustado a la fiera —musitó Wyrd.
Efectivamente, el rostro de la dama se había demudado durante la reprimenda y ya no osó decir nada más. Jaerius sudaba más que nunca, y, transcurrido un instante de silencio, fue Latobrigex quien habló con voz suave, poniendo la mano en el brazo de Robeya.
—Tata Tiburnius tiene razón, querida. Hay que someterse a la justicia y en la ordalía es Dios quien decide. Confiemos en Dios… y el fuerte brazo de mi hijo. Señorías —añadió, volviéndose hacia los tres magistrados—, estoy de acuerdo con la petición. Celebremos el combate mañana por la mañana.