Capítulo 7
En el barracón, cuando fui a darle a mi juika-bloth los restos de jamón de la cena, se congregaron a ver la escena los carismáticos, gorjeando como pájaros. Vestían de nuevo sus harapos y otra vez los habían encadenado; cuchicheaban en una variedad franca del antiguo lenguaje muy difícil de entender, aunque, por mi parte, suponía que nada de lo que aquellos seres dijeran pudiera valer la pena.
El atezado Bar Nar Natquin, que nunca se alejaba de su mercancía, me miraba de cerca malhumoradamente a mí y al ave, y cuando el águila acabó de comer y no había nada más que ver, los niños se dispersaron y se pusieron a jugar en la nieve medio derretida de afuera, en la medida en que se lo permitían las cadenas. El sirio permaneció dentro, apoyado en el quicio de la puerta, mirándome siniestramente y farfullando sobre la injusticia de que Calidius le hubiese confiscado a Becga sin pagarle.
—Ah, por ese niño encantador me habrían dado diez nomisma de oro en Constantinopla —dijo con un bufido—. ¿Y qué he obtenido? ¡Ashtaret! Ni un nummus; con lo cual he tenido una gran pérdida con los cinco solidi de oro que pagué por él. Y, además, ese gazmoño de Calidius me dice que no le van a destinar al uso para el que fue pensado.
—No me imagino que esos lamentables seres que tienes —dije— puedan servir para nada, y menos para lo que tú tanto valor les atribuyes.
—Ah, debes ser cristiano —replicó Natquin con desdén, cual si eso fuese algo despreciable—. Y además eres muy joven, por lo que todavía debes ser creyente de las remilgadas inhibiciones cristianas. Pero ya te harás mayor y más sabio, y aprenderás lo que todo hombre y mujer, incluso eunuco, acaba por saber.
—¿Y qué es?
—Padecerás los innumerables males, penalidades y molestias, turbaciones, que el cuerpo humano inflige a su dueño, y te darás cuenta de que nadie debe ser tan imbécil como para sofocar o rechazar las buenas sensaciones que otros cuerpos pueden ofrecer.
Dicho lo cual, desapareció.
Yo me dediqué a deshacer nuestros bultos y a colgar las distintas prendas para que se estirasen y aireasen en las clavijas que había en la pared del cuarto. Acababa de colgar una de mis pertenencias, que contemplaba pensativo, cuando Wyrd entró de regreso del praesidium con los brazos cargados de cosas. Se quedó mirando también a la prenda que había colgado, alzó sus espesas cejas y me preguntó:
—¿Qué haces tú con un vestido de mujer?
—Estaba pensando —contesté—, ya que muchas veces me has dicho que podría pasar por una mujer, si cuando llegásemos al campamento de los hunos, no podría fingirme la romana secuestrada. Al menos el tiempo necesario para poderla alejar de allí lo suficiente.
—Dudo mucho que puedas fingir de una manera convincente que estás preñada de nueve meses —replicó Wyrd con aspereza—. Y dudo que vayas a aceptar cortarte unos dedos por esa señora.
—Había olvidado ese detalle —musité.
—Mira, cachorro, podemos dar las gracias a la mitad de los dioses que existen si podemos regresar vivos de esa incursión. Tenlo bien en cuenta y no sueñes con fantasías y heroísmos. Si conseguimos rescatar al niño, a costa de un despreciable carismático, podemos dar las gracias a la otra mitad de los dioses. Bueno, mira lo que he traído.
Y con esas palabras, dejó caer sobre la cama una bolsa de cuero que tintineó.
—La venta de pieles más rápida que he hecho en mi vida, y a mejor precio que nunca. Calidius me las compró sin mirarlas y me ha pagado muy bien los cuernos del íbice. Me regocijaría tener tanto dinero de no ser por la incertidumbre de salir airoso de la empresa.
Y dejó en la cama las otras cosas que traía.
—Además, el legatus nos ha hecho otros regalos. Una espada corta de gladiador para ti y una securis, un hacha de combate para mí, las dos con una estupenda funda forrada de lana para que la grasa no deje que se oxiden. Y, como a lo mejor tenemos que estar mucho tiempo al acecho, una vasija de estaño para llevar agua, forrada de cuero para mantenerla fría y con resina dentro para que hasta el agua rancia sepa bien.
—Nunca he tenido cosas tan estupendas —dije.
—Y el legatus te obsequiará también con un caballo propio.
—¿Un caballo? ¿Para mí? ¿Para siempre?
—Ja. El huno viene a caballo, y tenemos que seguirle montados. En realidad, lo haríamos mejor a pie, pero necesitaremos regresar con rapidez, si es que regresamos. ¿Has montado alguna vez, cachorro?
—Una vieja yegua en la abadía.
—Bastará. Este viaje no requiere una silla perfecta ni arreos especiales. Paso lento a la ida y a todo galope a la vuelta. Tú llevarás al carismático Becga a la grupa y después al niño Calidius… esperemos.
—¿Cuál es exactamente tu plan, fráuja?
Wyrd se rascó la barba.
—En la antigüedad hubo un arquitecto llamado Dinócrates que se disponía a construir un templo a Diana en el cual, mediante unas piedras de Magnes, quedaría suspendida en el aire la estatua de la diosa. Pero Dinócrates murió antes de concluir el proyecto… o enseñar los planos a otro.
—¿Significa eso que no vas a decírmelo?
—O que la conclusión de mi plan es igual de imposible. O que no tengo ninguno. Piensa lo que quieras. Sólo te diré que nos esconderemos en el patio de esa herrería de las afueras hasta que parta el huno. He pedido al legatus que le entretenga conversando hasta que oscurezca. Luego, le seguiremos hasta el lugar de los Hrau Albos a que se dirija. Hasta que salgamos, Basilea seguirá cerrada y todos sus habitantes dentro de las casas. Lo que significa que no puedo ir ahora, Y eso que me encantaría, a la taberna de Dylas a tomarme unos vasos de buen vino fuerte y común. Aunque mejor así, desde luego, porque mañana tendremos que tener la cabeza despejada.
Nos pasamos casi todo el día siguiente escondidos en las caballerizas de la herrería, porque allí debíamos estar con los caballos antes de que llegase el huno para que no notase ningún movimiento extraño mientras estaba en la ciudad. Igual que cuando habíamos entrado, Basilea seguía tan callada como si todos sus habitantes estuviesen conteniendo la respiración; calles, paseos y caminos de acceso aparecían vacíos sin gente, caballos ni perros, ni siquiera los cerdos y gallinas que habitualmente pululan por la ciudad. Wyrd, Fabius y yo hablábamos de vez en cuando y en voz baja, pero el pequeño Becga no decía nada; nunca le había oído hablar.
Fabius casi siempre tomaba la palabra para quejarse, sobre todo del hecho de que fuésemos tan pocos y con tan reducida potencia, y reprocharle a Wyrd que no hubiese reclutado más hombres y más aguerridos.
—Por Mitra —farfullaba el optio—, ni siquiera me has dejado traer al escudero. Sólo somos dos hombres, un muchacho, un eunuco y un águila amaestrada.
—Ya te he dicho que no vamos a atacarles sino a infiltrarnos —replicaba Wyrd—. Cuantos menos seamos, mejor. Y si lo que te preocupa es que no se respeta tu rango como es debido, te concedo que consideres a Thorn tu escudero.
Luego, Fabius empezó a quejarse de la larga espera.
—Quiero que acabe esto de una vez y que mi Placidia, Calidius y el que ha de nacer regresen a casa. Eheu, ya me he resignado a pensar que todos los hunos de ese campamento han violado a mi querida esposa; pero la traeré a casa y la querré, a pesar de todo.
—Eso no debe obsesionarte, Fabius —dijo Wyrd, meneando la cabeza—. Tu mujer seguirá siendo pura y casta. No porque los hunos sean caballerosos, sino porque son supersticiosos y, aunque sean capaces de violar desde una oveja a un senador, no tocarán a una mujer que esté en cinta o tenga la regla, porque creen que eso les mancha.
—Vaya —replicó el optio—, es la mejor noticia que me dan desde que comenzó esta ordalía.
Pero yo advertí que Wyrd no decía nada de los dedos amputados, por lo que imaginé que nadie se lo había contado a Fabius. Ni tampoco le dijo que, a lo mejor, ni siquiera planeaba rescatarla.
Entretanto, yo no hacía más que admirar el magnífico caballo que me habían dado, un semental joven negro y musculoso con una estrella blanca, mirada viva y buena figura. Incluso su nombre —Velox— era prometedor. Por lo que yo advertía, el animal sólo tenía un defecto: una muesca como un gran hoyuelo en la parte izquierda de la base del cuello. Cuando lo comenté, el optio Fabius, olvidando su pesar, dijo condescendiente:
—Ignorante Torn, es una señal de gran valor en un caballo. Se llama «la huella del dedo del profeta». No sé de qué profeta, pero es indicio de que será un buen corcel y con suerte. En cualquier caso, todos nuestros caballos son de la inmejorable raza de Kehaila del desierto de Arabia. Dicen que data de la época de Baz, tataranieto de Noé.
Estaba no poco asombrado de que me hubiesen dado una montura de tan antiguo linaje, y estaba a punto de decirlo, cuando Wyrd hizo un brusco gesto para que nos callásemos. Nos acercamos a donde estaba, agachado y mirando por una grieta entre los zarzos de la pared de la cuadra, y oímos el ruido sordo de los cascos de un caballo que se aproximaba por el camino lleno de nieve medio derretida. No tardamos en avistar un caballo muy lanudo y mucho más pequeño que los nuestros.
—De la piojosa raza de Zhmud —musitó Fabius, y Wyrd volvió a hacer gesto de que callara.
Yo tenía más interés en el jinete, pues era la primera vez que veía a un huno. Se parecía al caballo, por ser de talla más baja de lo normal —era más bajo que yo— y de una gran fealdad. Su tez era color marrón amarillento y pelo negro largo, fibroso y grasiento; unos ojos que eran simples ranuras en unas bolsas, y sin barba pero con un bigote de pelos desordenados. Tan poco atractivo como era, montaba soberbiamente el caballo y debía haber nacido para ello, pues sus piernas estaban curvadas para sujetarse con fuerza al vientre del animal. Era tan harapiento como Becga antes de la transformación y su caballo, un animal poco alimentado al que se le notaban las costillas. Llevaba la misma clase de arco que Wyrd, pero sin la cuerda y lo esgrimía, mostrando un trozo de tela blanca sucia colgada de la punta.
Fabius estaba a mi lado y yo notaba su nerviosismo durante los interminables minutos que el huno quedó dentro de nuestro campo visual. El carismático Becga, por el contrario —como nadie le había dicho que aquel huno u otro de ellos iba probablemente a ser su nuevo amo— miraba displicente por entre las ranuras del zarzo. En cuanto el jinete estuvo lo bastante alejado, Wyrd se incorporó y dijo:
—Yo voy a seguirle con cautela para asegurarme de que entra en la guarnición y que el legatus le recibe, y comprobar que no hay ninguna argucia. Ahora es mediodía; al ferrantes le han ordenado que nos dé de comer, así que, Thorn, ve a decirle que su mujer ya puede empezar a hacer la comida. Cuando yo vuelva comeremos hasta reventar, pues sólo Mitra sabe cuando volveremos a hacerlo.
Yo fui a decirle al herrero que su mujer nos preparase una buena comida, y, cuando Wyrd regresó, ya tenía un abundante guiso de pescado dispuesto sobre grandes rebanadas redondas de pan que servían al mismo tiempo de plato. Wyrd nos dijo que el parlamentario y el legatus conversaban tranquilamente y que Calidius, conforme a lo previsto, iba a prolongar las negociaciones para entretener al huno lo más que pudiera.
—Pero comed de prisa —dijo—, no sea que el maldito sospeche algo y parta a toda velocidad hacia el bosque. Si no aparece, seguiremos comiendo cuanto podamos.
También me dijo a mí solo, sin que Fabius lo oyese, que suponía que los rehenes seguían vivos, pues el canalla aquel había venido con otro dedo de la dama Placidia y parecía recién cortado.
Por supuesto, nada sucedió en la guarnición que pudiera causar alarma ni despertar sospechas en el huno. Y el legatus debió de obsequiarle debidamente con vino y manjares mientras discutían la entrega de propiedades romanas, en qué cantidad, cuando y cómo, a cambio de los rehenes, porque el día transcurría despacio dejándonos en la incertidumbre.
El nervioso Fabius maldecía y paseaba de arriba a abajo por la caballeriza y el plácido Becga aguardaba impasible. Yo me dediqué a intimar con mi caballo Velox, como sugirió el herrero. El hombre me dio un poco de olorosa de calaminta, que estrujé entre las manos para acariciarle después el hocico, el cuello, el pecho y la cruz, detalle que el animal dio muestras de agradecer. Mientras tanto, Wyrd, para vejación de la esposa del herrero, no cesaba de pedir más comida, haciéndonos engullir hasta que no pudimos más.
Finalmente, aguzó el oído en dirección a la ciudad y nos impuso bruscamente silencio abriendo los brazos. Volvimos a escrutar por las aberturas y vimos que el huno cabalgaba ahora con más prisa o que su rocín se había repuesto con el descanso, o ambas cosas, porque se aproximaba al trote por el camino, que ya estaba en la penumbra. Caballo y jinete volvieron a desaparecer de nuestro campo visual, en dirección contraria a la que habían venido, y apenas habíamos salido al patio, cuando Fabius se apresuró a decir:
—¡Démonos prisa antes de que se pierda de vista!
—¡Que se pierda de vista es lo que quiero! —le espetó Wyrd sin alzar la voz—. Los hunos tienen ojos en el culo. De todos modos su rastro estará claro y reciente, pues en los últimos días ha habido poco tráfico.
Así que tuvimos que esperar algo más hasta que Wyrd dio orden de montar. Yo me puse el juika-bloth en el hombro y conduje a Velox por las riendas hasta el poyete de montar, desde el que subí torpemente al animal y ayudé a montar a Becga en el almohadón que habían puesto en la grupa. La silla y las riendas no tenían, claro está, adornos, medallones, colgantes e incrustaciones como las del optio Fabius, pero eran de estilo militar; la silla era de cuero reforzado por dentro con planchas de bronce, con relieves moldeados para cabalgar mejor. No me sorprendió ver que el romano montaba más rápido que yo, saltando desde el suelo a la silla, ni me sorprendió tampoco mucho que Wyrd hiciera ágilmente el mismo salto.
El herrero nos abrió la puerta y salimos uno detrás de otro al camino. Cabalgábamos al paso y despacio; Wyrd en cabeza, inclinado en la silla para observar el barro y la nieve hollada del camino, seguido de cerca por Fabius, que hacía lo mismo. Al principio, yo iba entusiasmado de ir tras la pista de un perverso huno, pero al cabo de un rato aquel paso tan lento me aburrió y me embargó la simple ilusión de ir montado en un estupendo caballo. Aun al paso, y a pesar de que la silla nos separaba, Velox me comunicaba la sensación de una fuerte tensión, de músculos cargados de potente energía, del fuego y el poder de un pequeño volcán animado que espera permiso para entrar en erupción. No sé si el pequeño Becga, a mi espalda, sentía todo eso, pero se mantenía fuertemente asido a mi cintura, como temiéndose que fuera a poner a Velox al galope y el caballo pudiera escapársele de entre las piernas.
De pronto, Wyrd detuvo su caballo y dijo un tanto perplejo:
—Aquí se ha salido el huno del camino. ¿Por qué tan pronto?
Fabius, se incorporó atléticamente en la silla y escrutó entre los árboles que bordeaban el camino por la izquierda, en la dirección que había señalado Wyrd, y, al cabo de un rato, dijo:
—Ha desaparecido, pero el rastro no.
Y, siempre con Wyrd en cabeza, nos salimos del camino y continuamos por entre árboles, pastos y campos de labranza. Ahora cabalgábamos incluso más despacio para no acercarnos demasiado y dejar así que nos viera el huno. Wyrd volvió a detenerse bruscamente.
—¡Por los sacerdotes autocastrados de Cibeles —farfulló—, ese huno ha dado otra vez la vuelta, hacia Basilea!
—¿No intentará comprobar si le siguen? —inquirió Fabius.
—Tal vez. Pero no tenemos más remedio que seguir su rastro.
Y es lo que hicimos, aunque muy despacio a partir de ese momento, y al cabo de un buen rato —cuando ya casi era totalmente de noche— Wyrd volvió a pararse, profiriendo en voz alta una sarta de maldiciones que debieron salpicar a todos los dioses y santos de todas las religiones. Yo pensé que el sonido pondría en guardia al huno que nos precedía, pero, por lo visto, no era así, porque Wyrd concluyó sus invectivas de este modo:
—¡Que reviente Judas Iscariote, ese maldito no ha vuelto a Basilea! Ha cabalgado en círculo por la orilla del río aguas arriba de la ciudad. Debería contar con alguna barcaza para subir el caballo y seguramente ya ha cruzado el Rhenus. ¡Optio Fabius, galopa como el viento hasta los muelles de la ciudad y trae barcas y barqueros para nosotros, pero de prisa… tráelos a latigazos si hace falta; te esperamos corriente arriba! ¡Corre!
El optio arrancó al galope como una flecha y Velox parecía aguardar un simple codazo para seguirle, pero Wyrd añadió:
—No tenemos prisa, cachorro. Oh, vái, si ese traidor nos ha dicho la verdad —y creo que sí— y los hunos señalaban hacia el Sur a los Hrau Albos, como si fuera el lugar de su escondite, es que querían engañarle deliberadamente. Y yo me he dejado engañar. Deben estar al norte del Rhenus y seguramente no muy lejos, porque ¿quién va a pensar en buscar a bandidos de las montañas en la planicie?
Seguimos, pues, el rastro sin apresurarnos y en cuanto anocheció yo ya no veía ni las huellas en la nieve, pero a Wyrd no parecía afectarle. Finalmente, llegamos a la alta ribera de grava del río y, como había predicho Wyrd, advertimos en los guijarros señales de una embarcación de casco plano que había estado varada. Wyrd lanzó otras cuantas imprecaciones, pero poco podía hacerse; desmontamos, llenamos las cantimploras con agua del río y aguardamos.
No transcurrió mucho tiempo. Fabius sería un empedernido quejica, pero cuando era necesario sabía entrar en acción. Becga y yo vimos que en la oscuridad comenzaba a verse una claridad por el Oeste, hasta que el fulgor se concretó en tres faroles que arrojaban largos reflejos tortuosos y zigzagueantes en las turbulentas aguas. Como he dicho, el Rhenus, aguas arriba, es de corriente veloz, pero a pesar de ello, las tres embarcaciones, atendidas cada una por varios hombres con pértigas, se habían demorado poco. No me habría sorprendido ver a Fabius azotando a los marineros, pero él venía a caballo por la orilla, y, nada más vernos, no gritó a los de las barcas, sino que ululó como un búho —sin duda una señal convenida— para que fueran hacia nosotros.
—Muy bien, Fabius —dijo Wyrd, al tiempo que el romano desmontaba—. Si los hunos han dejado un vigía en la orilla opuesta, no habrán visto más que tres faroles. Que no los apaguen y di a tres de los hombres que cojan un farol cada uno y sigan a pie por esta orilla; que no se aparten de ella y que continúen hasta el amanecer o hasta que se apaguen. Los que quedan nos cruzarán al otro lado… sin hacer ruido.
Efectivamente, tres hombres, dejando un intervalo entre sí, comenzaron a caminar río arriba con el farol. Cualquier huno que hubiese al acecho en la otra orilla se imaginaría que las barcas habían continuado sin detenerse. Mientras tanto, con el mayor sigilo posible, nos embarcamos para que nos transbordaran. Yo pensé que los caballos se resistirían a un medio de transporte tan poco natural para ellos, pero estaba claro que tenían costumbre y ni piafaron. Tampoco Becga, que debía haber cruzado otros ríos desde sus tierras natales francas, hizo objeciones; el único pasajero renuente y torpe era yo —«¡Vái, andas como una mujer remilgada!», me espetó uno de los marineros, cogiéndome del codo para que no cayera— porque era la primera vez en mi vida que entraba en una embarcación.
Wyrd dijo que no había manera de saber a qué distancia aquella rápida corriente habría llevado la barca del huno aguas abajo, y ordenó a los hombres darle a las pértigas con la máxima energía para cruzar lo más recto posible; y añadió que una vez en la otra orilla descenderíamos por ella hasta dar con el punto en que había desembarcado el huno. Los marineros no escatimaron esfuerzos, pero a oscuras, dudo mucho de que ninguno de ellos hubiera podido asegurar si cruzábamos en línea recta o en diagonal, y yo menos que ninguno. Lo único cierto para mí era que la corriente batía con fuerza levantando espuma contra el casco y muchas veces saltaba agua por la borda. Para no acabar calados del todo, pasajeros y marineros de las tres barcas fuimos de pie toda la travesía. Y, por miedo a que el río se hiciera más turbulento y zozobrásemos, me aferré con una mano a Becga y colgué el otro brazo del fuerte cuello del imperturbable y bien plantado Velox. El juika-bloth, como si me protegiese, se quedó firmemente asido a mi hombro, pese a que había podido cruzar fácilmente el río volando.
Estuvimos mucho tiempo en la oscuridad en el gélido río —o al menos me lo pareció— y el aire, mucho más frío que en tierra, nos molestó enormemente al principio y luego nos hizo tiritar casi entumecidos. Pero, de pronto, noté unas ramas que se me enganchaban en la capucha y en las crines del caballo. O el río se había desbordado y estaba por encima de los pies de los árboles o habíamos alcanzado la orilla en algún punto con árboles acuáticos. Aun así, el agua gorgoteaba y azotaba con fuerza aquellos árboles como si quisiera amortiguar el ruido del desembarco. Pero hicimos ruido, porque hasta los caballos se habían quedado entumecidos y se echaron torpemente al agua para ganar la orilla seca con pesado paso.
Wyrd encargó a Becga sujetar las riendas de los caballos y llevándonos a Fabius y a mí aparte, nos dijo:
—A partir de aquí, para dar con el lugar en que ha desembarcado el huno hemos de ir con sigilo; es decir, a pie.
—¿Por qué? —inquirió Fabius—. Podemos estarnos hasta el amanecer o todo el día. El huno y los barqueros pueden haber sido arrastrados muchas millas corriente abajo, quien sabe si más allá de Basilea.
—O no, así que baja la voz. Quizá hayan desembarcado unos cuantos estadios más abajo. Por eso vamos a ir a pie y callados… Mi aprendiz, el eunuco y yo. Tú te quedas con los caballos, las barcas y los hombres.
—¿Cómo? ¡Gerrae! ¿Cuánto tiempo?
—Te he dicho que bajes la voz. Dijiste que obedecerías mis órdenes. Te estarás aquí hasta que Thorn y yo volvamos… trayendo lo que hemos venido a buscar… espero con todo mi corazón.
—¿Quéee? —replicó el romano casi bramando, al tiempo que Wyrd le abofeteaba con el dorso de la mano, sin que eso sirviera para acallar al airado soldado—. ¿Tú y dos niños vais a seguir la pista y efectuar el ataque sin mí? —inquirió, esta vez en voz más baja—. ¿Y yo me quedo de niñera con los caballos y esos esclavos de los muelles? ¡Que Mitra me maldiga si lo acepto!
—Maldecido o no, Fabius, eso es lo que vas a hacer. Cuando los tres descubramos el lugar en que ha desembarcado el huno, no tendremos tiempo de regresar a recogerte, sino que tendremos que seguir las huellas lo más rápido que podamos. Luego, suceda lo que suceda, si regresamos, tendremos que huir precipitadamente y hemos de saber con exactitud dónde están los caballos. Es decir, aquí, igual que las barcas y los hombres. ¿Crees que esos esclavos del muelle —sabiendo que hay hunos salvajes por aquí— nos van a esperar por su cuenta y riesgo si no hay alguien que les obliga? Tú eres el único que puede hacerlo, y lo harás.
Fabius continuó discutiendo, exigiendo y suplicando —razonablemente, amargamente, ofendido y en tono patético respectivamente— mientras Wyrd y yo nos preparábamos para partir, pero el viejo no se molestó en replicarle lo más mínimo. Cogí mi espada corta de la silla de Velox, me la colgué al cinto y en él metí también la honda, y, con mi juika-bloth al hombro me dispuse para la empresa. Wyrd se puso al cinto su hacha de mango corto, verificó su arco de guerra y las flechas y se colgó la aljaba a la espalda. El pequeño Becga simplemente entregó las riendas de los caballos a Fabius, quien, finalmente, se resignó a regañadientes, y dejó de quejarse, para decir únicamente:
—Ave, Uiridus, ataque vale.
—Te morituri salutamus —contestó Wyrd, y no por simple ironía, haciéndonos señal de que le siguiésemos.
Yo no salía de mi perplejidad viendo la habilidad con que Wyrd nos conducía en medio de aquella densa oscuridad por la maleza de la orilla, manteniéndose en todo momento cerca del agua sin caer al río. Pese a lo rápido que avanzaba, lo hacía casi sin ruido y trazando una especie de sendero que nos permitía seguirle casi con igual cautela, aunque al cabo de un rato me vi obligado a arrastrar casi al pobre y debilucho carismático. Después de habernos quedado helados cruzando el río, ahora el arduo ejercicio nos hacía sudar la gota gorda.
No tengo idea de cuánto tiempo estuvimos andando ni qué distancia cubrimos, pero no fueron horas ni millas. El mensajero huno debió de llevar en la barcaza tantos hombres con pértigas como nosotros, porque había cruzado el Rhenus sin que la corriente le arrastrase mucho trecho y había desembarcado bastante lejos de Basilea aguas arriba. Sólo al tropezar con la espalda de Wyrd en la oscuridad me di cuenta de que había atisbado la barca. Miré por encima de su hombro y columbré una barcaza muy burdamente tallada, varada en la orilla, casi oculta entre las matas y vacía. Nos quedamos los tres quietos, conteniendo la respiración, mientras Wyrd prestaba oído y miraba en derredor. Por fin me puso la mano en el pecho, dándome a entender que Becga y yo nos quedásemos allí, y desapareció en la oscuridad sin hacer ruido, como una sombra. Al cabo de un rato, como por arte de ensalmo, volvió a aparecer ante mí, diciéndome:
—Parece que no han dejado centinelas, ayúdame a echar la barca al agua… muy despacito.
Desde luego que no podíamos hacerlo sin cierto ruido, pues pesaba mucho para levantarla y al empujarla por la orilla rascaba el terreno, pero comprendí por qué lo hacíamos: cuando volviésemos a cruzar el río —si todo iba bien— en nuestras barcas, los hunos no podrían perseguirnos. Bien, cuando hubimos echado la barcaza al agua y vimos que la corriente se la llevaba, despacio y haciéndola girar, y que no aparecía ningún huno, Wyrd se arriesgó a decir en voz baja:
—He seguido un trecho sus huellas y he visto que iban muy de prisa para tomar la precaución de borrarlas. Por esa prisa, considero que no tenían que ir muy lejos. Nosotros no podemos avanzar tan de prisa, hemos de ir con cautela y sin hacer ruido, pero llegaremos a su guarida antes de que amanezca. Tú me seguirás con el eunuco lo más lejos posible sin perderte. Puede que haya centinelas a lo largo del camino, y los habrá sin duda en el perímetro del campamento. Cuando veas u oigas que me detengo, vosotros dos os quedáis quietos como estatuas.
Los hunos debieron pensar que no los había seguido nadie, porque, como había dicho Wyrd, no esperaban que nadie fuese a buscarlos en la planicie. En cualquier caso, no nos tropezamos con centinelas siguiendo el rastro. La única vez que Wyrd se detuvo aquella noche fue cuando vio —igual que nosotros dos— un tenue fulgor rojizo detrás de los árboles, que seguramente sería la primera tímida luz de la aurora, aunque lo vimos en dirección norte. No obstante, él, que iba un buen trecho delante de nosotros, vio algo que Becga y yo no vimos. Se desvió cautelosamente hacia la arboleda y los dos nos agachamos cuanto pudimos. Oí un ruido breve y lejano, como si alguien se pelease entre la maleza, y Wyrd reapareció en donde le habíamos visto antes, haciéndonos seña de que fuésemos a donde estaba.
Al llegar a su lado, le vimos inclinado sobre un huno muerto en tierra, sacando su arco del cuello del muerto, pues le había arrastrado con la cuerda. No dijo nada ni nosotros tampoco, y seguimos arrastrándonos hacia el fulgor rojizo, que fue aumentando conforme nos acercábamos y, finalmente, nos dejó ver la silueta de una colina con árboles, entre los cuales no se veía ningún centinela. La subimos a gatas y antes de llegar a arriba nos arrastramos como escarabajos.
Desde la cima contemplamos una hondonada sin árboles en la que había varias hogueras, a la luz de las cuales vimos que habían talado los árboles para hacer unas cabañas rudimentarias, que rodeaban una serie de tenduchas hechas de retazos de pieles. Al fondo había una serie de piquetes con caballos atados, todos ellos achaparrados y flacos. Moviéndose por el claro andaban ya unas figuras pequeñas. Como estábamos a más de cien pasos por encima del campamento, no distinguíamos por sus vestidos harapientos los hombres de las mujeres, pero por la talla y las piernas zambas no cabía duda de que eran hunos.