Capítulo 4
Mi estancia en casa de la viuda Dengla resultó bien aleccionadora, pero no estoy muy dispuesto a explicar a nadie lo que aprendí allí. Cuando una mañana llamé a su puerta, vestía mi viejo vestido de mujer y no llevaba más que unas cuantas cosas en un hatillo para estar seguro de que mi aspecto correspondía a mi nueva identidad de baja plebeya. Abrió la puerta desvencijada y rajada una mujercilla escuálida, aproximadamente de la edad de Amalrico. Vestía algo mejor que yo, aunque sin ninguna clase de lujo; era de rostro redondo y de tez cetrina, aunque casi no se advertía por la gruesa capa de fucus, de tierra de Chian y almáciga; y seguramente el pelo ya había comenzado a encanecer, pero lo llevaba teñido de rojo con alheña.
—Caía Dengla —dije respetuosa—, acabo de llegar a Vindobona y busco alojamiento unas semanas, y me han dicho que admites huéspedes.
Me miró de arriba a abajo, con mayor detenimiento que yo había hecho con ella y, sin siquiera preguntarme el nombre, me dijo:
—¿Tienes para pagar, muchacha?
Yo extendí la mano con unos siliquae de plata, y, aunque la codicia iluminó sus ojos, lanzó un bufido de desdén.
—Eso te llega para pagar el alquiler de una semana.
Me abstuve de decirla que era un latronicio, y añadí modosa:
—Espero ganar más.
—¿Puteando? —me espetó ella—. Si quieres traer aquí a tus strupatores te costará más —añadió, sin hacer objeciones morales al comercio carnal.
—No soy una ipsitilla, caía Dengla —repliqué con igual modestia, sin mostrar resentimiento ni alborozo—. Me quedé viuda muy joven, como tú, y esos siliquae es todo lo que mi esposo me ha dejado. Pero sé trabajar en la preparación del cuero y espero encontrar trabajo en el establecimiento de algún curtidor.
—Pasa. ¿Cómo te llamas?
—Me dicen Veleda.
Era un nombre del antiguo lenguaje que significa «desveladora de secretos» y pertenecía a una sacerdotisa poeta de la antigüedad germánica; había decidido no volver a usar el de Juhiza, que había sido el amor de Wyrd, y de la otra Juhiza, que lo había sido de Gudinando.
La casa de Dengla no tenía nada que ver con el lujoso deversorium de Amalrico, pero era mucho mejor por dentro de lo que aparentaba desde fuera. Naturalmente, no iba a vivir en los aposentos suyos, muy bien cuidados, y el cuarto del piso de arriba que me enseñó era minúsculo y con cuatro muebles de lo más miserable, pero a mí me bastaba.
—Si antes de venir aquí te has informado sobre mi persona —dijo Dengla sin el menor sonrojo— te habrán dicho que robo, pero no hagas caso; pierde cuidado por tus cosas. Sólo robo a los hombres, aunque hablando con franqueza, de mujer a mujer, ¿no lo hacemos todas?
—Yo no he tenido ocasión —balbucí confusa.
—Si te quedas un tiempo, yo te enseñaré —replicó sin ambages—. Ahora no tengo más huéspedes con quien poder practicar, pero ya te enseñaré… Eso y otras cosas que te servirán, te procurarán beneficio y hasta placer. No te arrepentirás de haberte alojado aquí, caía Veleda. Bien, dame los siliquae. Pero ten en cuenta que no te devolveré ni un nummus si cambias de parecer antes de que concluya la semana.
—¿Por qué iba a cambiar de parecer?
Hizo una mueca que estuvo a punto de agrietarle la máscara.
—Hace tiempo, y por única vez en mi vida, cometí un error, que pagué doblemente. Lamento decirte que tengo dos hijos gemelos de los que no he podido deshacerme y que viven aquí.
—No me importa que haya niños en la casa —dije yo.
—Pues yo sí —replicó ella entre dientes—. Si hubiese parido hijas, ahora tendrían edad de… ser útiles y procurar diversión, pero ¡los niños! Los niños no son más que hombres pequeñitos. ¡Unas bestias!
Me dijo que pronto estaría el prandium y se fue. Yo desenvolví mis cosas, las coloqué ordenadamente y bajé a hacer mi primer almuerzo en la pensión de Dengla. No me sorprendió en demasía que, pese a su confesada pobreza, la viuda tuviese una sirvienta para guisar y servir la comida, una mujer de tez morena llamada Melbai, de la misma edad que su ama y de rostro igualmente redondo, pero no usaba afeites ni polvos para embellecerse. Aunque, claro, una sirvienta no puede permitírselo.
—¿Melbai? Es un nombre etrusco, ¿verdad? —dije cuando me la presentó, por hacerme la simpática.
La mujer asintió concisamente con la cabeza y me replicó con una especie de ladrido:
—Y la palabra «etrusco» es latina y no queremos que nos llamen así. Mi raza, mucho más antigua que la romana, se llama rasenar, y yo soy rasna. ¡No lo olvides, joven Veleda!
Me quedé pasmada al ver que una sirviente se permitía hablar de aquella manera a un huésped, pero, además, a continuación, se sentó a comer con nosotros, y después la oí ladrar órdenes a los niños, y en posteriores ocasiones la oí hablar de igual a igual con su ama; así que comencé a percatarme de que Melbai no era exactamente una simple sirvienta y que Dengla tampoco era su ama, pero tardé tiempo en descubrir la relación exacta.
Los dos niños sí que parecían los sirvientes de la casa, e incluso esclavos. Robein y Filippus no tendrían doce años y, como me imaginaba, no eran guapos ni muy inteligentes; de todos modos, en la mesa se comportaron bien aquel día y en sucesivas ocasiones en que comí con ellos. En realidad, estaban tan amedrentados que casi no hablaban y procuraban no hacerse notar, porque su madre y Melbai siempre estaban ordenándoles hacer algo o diciéndoles a voces que desaparecieran de su vista.
En mi segundo día en casa de Dengla salí por la mañana temprano con el pretexto de ir a buscar trabajo en el taller de un peletero. Seguramente habría podido obtenerlo de haberlo querido, pero mi única intención era recorrer la ciudad para observarla con mis nuevos ojos, por así decir. Y me sorprendieron las cosas que vi como Veleda y que, recorriendo las calles como Thornareikhs, no había advertido. Ahora, siendo como la gente corriente y no teniendo que mirar a los demás por encima del hombro en mi condición de illustrissimus, podía observar lo que hacían sin que ellos tuviesen que interrumpir sus actividades para saludarme, dejarme paso o, inconscientemente, apagar el ruido que hacían trabajando, dejar de discutir o alargar la mano pidiéndome limosna. Ahora la gente continuaba con sus tareas cotidianas y no me prestaba atención.
Vi a un alfarero torneando un elegante jarro y, al dejar de pedalear la rueda, para llevarlo al horno, advertí que caminaba torcido porque todos los alfareros tienen más fuerte y musculosa la pierna con la que mueven la rueda del torno; vi a una mujer lavando ropa en una tina, enrollando las prendas en un rulo y haciéndolo rodar sobre una tabla; estuve observando a un cantero pulimentar un bloque de mármol recién cortado con piedra pómez, que se detenía de vez en cuando para toser y escupir flemas; bien se sabe que los canteros, igual que los picapedreros y mineros, suelen morir jóvenes del mal de pulmón que los griegos llaman phthisis o «consunción».
Otra cosa que advertí en Vindobona, en mi encarnación de Veleda, fue un extraño sonido. Naturalmente, ni a Thornareikhs ni a los altivos patricios podía pasarles desapercibido el ruido de una ciudad tan populosa; existía la cacofonía de cascos de caballo y ruedas, los relinchos, los rebuznos y gruñidos de los animales de tiro, el ladrido de los perros, el gruñir de los cerdos, el cloqueo de las gallinas; además de los martillazos de los carpinteros, el estruendo de los herreros, el tintinear de monedas de los cambistas, el retumbar de los barriles rodando, el soniquete de los músicos callejeros, el vocerío de los vendedores ambulantes y barberos, los gritos de los soldados borrachos, el chillido hiriente de las disputas entre mujeres y el alboroto de las peleas a puñetazos entre hombres. Pero ahora oí el canturreo: la lavandera que canta mientras lava, el alfarero que tararea inclinado sobre el torno, los de la rueda de la grúa cantando para mantener el paso. Y de la iglesia católica surgía el canto de los niños recitando las preguntas y respuestas del catecismo para aprendérselas de memoria. Daba la impresión de que todos cantaban trabajando.
Cuando regresé a casa aquella tarde, le dije a Dengla que había encontrado trabajo en un obrador de peletería, que me pagarían por piezas y que, como tenía experiencia en la faena, ganaría más que un asalariado miserable y así podría seguir alojándome allí más tiempo. Dengla me dio la enhorabuena, y creo que sinceramente, porque la noticia debió complacer a su natural avariento; incluso me dirigió una sonrisa cómplice cuando después de la cena dije que iba a salir un rato «a divertirme» después de la jornada de trabajo. Salir sola de noche era algo que no habría podido hacer de haber sido mujer de la clase alta, pero siendo de la plebecula gozaba de mucha más libertad para ir a donde quisiera. Desde luego que no podía sentarme en una taberna a beber y conocer a buena gente como Wyrd o sus amigos; además, cuando paseaba de noche por las calles alumbradas con antorchas, y comía en un puesto callejero, me paraba a contemplar a un grupo de máscaras hacer cabriolas, y solía abordarme algún borracho o me hacía proposiciones cualquiera perfectamente sobrio, pero con una buena chanza solía quitármelos de encima y, si no bastaba, podía tumbarles de un puñetazo y dejarles con la nariz sangrando o los dientes rotos. Empero, las clases bajas eran en general menos criminales y mucho más corteses de lo que los pudientes les imputaban: de día y de noche encontraba hombres y mujeres decentes con quienes entablaba amistad, aunque no conocí a nadie por quien me sintiera atraído como fue el caso con Gudinando. Así, cuando sentía necesidad de relaciones carnales, recuperaba mi identidad de Thornareikhs e iba a visitar a una de mis amigas de la nobleza.
Cuando concluyó mi primera semana de «trabajo» pagué a Dengla la abusiva tarifa de la siguiente semana. La noche anterior no había dormido en la casa, pues la había pasado con una clarissima muy joven cuyos padres estaban ausentes. Así, al recibir el dinero, Dengla me dirigió una sonrisa venenosa, haciendo el malicioso comentario de que no le parecía mal que «aumentase» mis ingresos como quisiera.
—La gente virtuosa y criticona creen que una ipsitilla vende su cuerpo, pero yo no soy de esa opinión. Una ipsitilla o incluso la noctiluca más barata no se da a cambio de dinero; se la recompensa con dinero por haberse dado con plena voluntad, como sucede exactamente con la mujer casada más respetable. Si alguna vez notas que te avergüenzas de ti misma, joven Veleda, considéralo tal cual. Yo lo veo así porque también yo una vez me divertí. Y quiero decir una sola vez, con un peludo suevo llamado Denglys; y esa vez me bastó para tener asco a los hombres para siempre. Claro que me llevé su bolsa al dejarle y luego decidí adoptar hasta su nombre por ser más distinguido que… —añadió con una risita disimulada— otros nombres que he llevado. Pero ya has visto: mi única recompensa tangible por divertirme fue esto.
Hizo un gesto hacia los gemelos, que los niños acogieron atemorizados.
—Pero si no te aflige la fecundidad, Veleda, y no te dan asco los hombres, pues retoza con ellos cuanto quieras. Eso sí, sácales hasta el último nummus. A los curas, predicadores y filósofos, todos ellos hombres, les gustaría que todo el mundo creyese —y sobre todo las mujeres— que las siete virtudes capitales son preciosas reliquias familiares que pasan de madre a hija, pero las mujeres sabemos bien que no es cierto. Las virtudes sólo existen para dejarlas malparadas ante el primer postor o el más poderoso. Por lo que a mí atañe, no encuentro inmoralidad en ningún acto que me beneficie. Y, a ti, Veleda, te doy estos consejos como si fueras una hija querida, y puedo darte unas orientaciones para que resultes más atractiva de lo que eres y vendas más cara la mercancía. Por ejemplo, cuando salgas de noche, lleva siempre un trapo mojado en esencia de tomillo y cuando te tropieces con un posible strupator, te lo agitas sobre la cara y verás como tus ojos adquieren un brillo incitador. Otra cosa que…
—No soy una mercancía, caia Dengla —dije para interrumpir su cháchara—. Me gano hasta el último nummus con un trabajo honrado, y me imagino que si llegara a ser madre, me enorgullecería de tener dos hijos tan cariñosos.
—¡Cariñosos! —replicó ella con sorna—. Si hubiese tenido hijas sí que ahora me tendrían un cariño profundo. ¿Pero éstos? Desde que nacieron y tuve que rebajarme a ser su nodriza me han sido repelentes. Dos hombrecitos chupándome las tetas… ¡eheu! Ni siquiera me ha sido posible venderlos a los carismáticos porque no eran lo bastante guapos, ni criarlos para esclavos porque no eran suficientemente listos. No obstante, gracias a Baco, pronto cumplirán doce años y me los quitaré de encima.
Era evidente que lo único que podía pensar de mí es que era la prostituta callejera más barata, y más cuando seguí pasando al menos una noche por semana fuera de la casa. Por mi parte, tendría que haber imaginado, por el modo en que Dengla hablaba tan regocijada de aquellas hijas inexistentes, que ella y la mujer rasa eran sórores stuprae, pero el caso es que nunca intercambiaban caricias o palabras afectuosas ni siquiera miradas, y, por lo que yo observaba, tampoco pasaban mucho tiempo, ni de día ni de noche, juntas en el mismo cuarto. Lo que sí hacían es salir juntas todos los viernes después de la cena para pasar la noche fuera de casa. Yo no tenía el más mínimo interés en preguntarles nada y Dengla no volvió a hacer comentarios ni a darme consejos en relación con mis salidas nocturnas; y durante unas semanas seguí con mi doble vida sin hechos dignos de mención.
En Semana Santa fui varias veces a misa a la iglesia arriana para comprobar si los ritos de aquellos cristianos diferían de los católicos. El sacerdote, tata Avilf, era ostrogodo, y sus diáconos, subdiáconos y acólitos eran de una u otra nación germánica o tribu; pero no se piense que se trataba de salvajes repulsivos, sino tan apacibles y rutinariamente devotos —incluso soporíferos— en sus ritos como cualquier clérigo católico.
La víspera de Pascua había cinco o seis catecúmenos preparados para recibir los misterios cristianos, y el sacerdote los bautizó casi con idéntico rito al que yo tantas veces había visto hacer en la abadía de San Damián, con la excepción de que al bautizado le sumergían tres veces en el agua bautismal en vez de una como los católicos. El Sábado Santo solicité entrevistarme con tata Avilf, fingiéndome un católico que quería convertirse al arrianismo, y le pedí respetuosamente que me explicase aquella diferencia en el rito del bautismo. Y él me lo explicó muy atento:
—Hija mía, en los primeros tiempos del cristianismo todos los catecúmenos se sumergían tres veces en el agua bautismal. Sólo cuando surgió el arrianismo cambiaron los católicos la liturgia estipulando una sola inmersión, pero únicamente por diferenciar su fe de la nuestra, del mismo modo que la Iglesia ha hecho del domingo el día sabático, para diferenciarlo del sábado judío, y ha decretado que la Pascua sea fiesta móvil para alejarla lo más posible de la pascua judía. Pero los arrianos no damos excesiva importancia a esas diferencias. Nosotros creemos que Jesús deseaba que sus seguidores fuesen generosos y tolerantes, no exclusivistas. Caia Veleda, si tuvieses que decidir ahora mismo tu conversión, digamos, al judaísmo —o incluso volver al paganismo de nuestros antepasados— yo sólo te desearía que eligieras felizmente.
Me quedé atónita.
—Mas San Pablo dijo «Predicad la palabra, reprobad, suplicad, reprended; haced el cometido de evangelistas» —repliqué—. Y vos, tata Avild, ¿ni siquiera me prevenís contra tal abandono de la iglesia cristiana?
—Ne, ni allis, hija, con tal de que lleves una vida virtuosa y no hagas mal a nadie, creo que serás obediente a lo que san Pablo llama «la palabra».
Salí de allí como entre sueños. El sacerdote arriano no me había abrumado con las benditas ventajas de adoptar su fe, diciéndome que era la auténtica, y, para mi sorpresa, lo único que me había aconsejado es que llevase una vida cristiana.
Casi por coincidencia, a la salida de la iglesia arriana, mientras caminaba, vi a la viuda Dengla y a la rasa Melbai saliendo de otra —o, mejor dicho, de un templo pagano; concretamente, el dedicado a Baco— del que también salían numerosos fieles, hombres y mujeres, furtivamente, en reducidos grupos de dos o tres, bien embozados con el manto. Pero a Dengla la reconocí fácilmente por su llamativo pelo rojo. Los adeptos miraban en todas direcciones, con toda evidencia para comprobar si había alguien que pudiera reconocerles, y luego se alejaban a vivo paso del lugar. Era un precaución lógica, porque, aun entre los paganos más empedernidos, el culto a Baco hace mucho tiempo que se considera disoluto y rechazable. Los muros del templo aparecían bastante embadurnados con versos obscenos e imprecaciones escritos por los viandantes que abominaban del culto.
Recordé que Dengla había invocado a Baco, y es bien sabido que los romanos que desplazaron a los etruscos de la península de Italia los consideraban —y siguen considerando a su dispersa población— gente con sórdidas supersticiones muy arraigadas y dada a la brujería. Así pues, Dengla y Melbia eran bacantes, y como era sábado por la mañana, era al templo de Baco donde acudían los viernes por la noche. Me preguntaba yo qué clase de culto rendían los creyentes allí toda la noche.
—¿Te gustaría saberlo? —me dijo Melbai de pronto, una vez que las tres llegamos a casa—. Muchacha, me he dado cuenta de que nos has visto salir del templo. Hay mucha gente puritana que está deseando ver lo que sucede en el interior, y me apuesto algo a que tú también. Se da el caso de que soy Venerable o sacerdotisa de los adoradores de Baco y puedo hacer que entres. A lo mejor te gustan los ritos y deseas iniciarte.
—Es un simple dios menor, dios del vino —contesté con indiferencia—. Ya sé que sus devotos son mujeres, pero no veo qué puede ofrecerme de interés su culto.
—No es simplemente el dios del vino, Veleda —terció Dengla—. Es también el dios de la juventud, la fiesta y el gozo. Las bacantes bebemos mucho vino, pero la música, los cantos y la danza nos embriagan de un modo mucho más ardiente y alcanzamos el estado que los griegos llaman hysteriká zélos o pasión del vientre, bueno, en realidad, de algo más que del vientre… de todo el cuerpo y los sentidos. La mujer se excita hasta un éxtasis de ferocidad salvaje y adquiere tal fuerza que con las manos desnudas puede partir a un niño de los que se ofrecen en sacrificio.
—Encantador —dije secamente.
—Y tampoco todos los adoradores son mujeres —añadió Dengla, como si yo no hubiese dicho palabra—. En la antigüedad era así, pero hace siglos que una mujer de Campania tuvo una visión en la que el dios la instaba a iniciar a sus dos hijos adolescentes, y desde entonces al rito asisten los dos sexos. Habrás visto que del templo salían algunos hombres, Veleda. O tal vez no sea exacto llamarlos hombres, porque sus venerables son todos eunucos; algunos de ellos se castraron ellos mismos para poder acceder al sacerdocio. Pero los adoradores laicos son todos fratres stupri.
—Mucho más encantador —comenté.
—Pues es divertido verles actuar —añadió Dengla, disimulando la risa.
—Y Baco no es un dios menor —prosiguió Melbai—. Lo que sucede es que actualmente en el imperio romano está vergonzosamente relegado. Quizá sepas, muchacha, que los griegos desde la antigüedad le veneran como Diónysos, aunque tal vez no sepas que nosotros los etruscos venerábamos ya antes al mismo dios con la advocación de Fufluns; las ceremonias de su culto son aún más antiguas, pues proceden del antiguo Egipto, en donde mucho antes de Fufluns, Diónysos y Baco, se le adoraba en forma de la diosa Isis.
Otra divinidad de sexo mutable, pensé. Tal vez, en mi condición de hermano-hermana mannamavi debiera presentarle mis respetos.
—Y el viernes que viene —añadió Dengla con ansia— es nuestra noche más santa del año, la noche de la Dionysia arkhióteza, la bacanal. No puede haber mejor ocasión para que vengas al templo.
—Yo creía que las bacanales las había prohibido el Senado hace muchísimo tiempo —repliqué, sorprendida.
—Sí —añadió Dengla con desdén—, se promulgó un edicto, pero simplemente para acallar a los hipócritas de entonces. Las bacantes se limitaron a hacerse notar menos para pasar desapercibidas, pero no por eso se anuló la fiesta, ni interesa a las autoridades que cese.
—Al fin y al cabo —terció Melbai— constituyen un escape para las emociones y deseos libidinosos de las personas proclives al hysteriká zélos, emociones y ansias que, de otro modo, podrían ser nocivas al orden público.
—Además —dijo Dengla, señalando a sus gemelos, que se encogieron—, Filippus y Robein cumplen doce años el martes y así gozarán del honor de ser iniciados en los ritos el próximo viernes, que no es un viernes cualquiera, sino la noche de la Gran Dionisíaca. Haznos el honor de asistir, Veleda. A ti te gustan bastante los chiquillos y ya no volverás a verlos, a menos que sigas asistiendo al culto en el templo.
—¿Vas a llevar a tus hijos a esa guarida de fratres stupri para dejarlos allí?
—¿A qué más pueden aspirar estos truhanes? Dedicarán su vida a servir a Baco.
—Sirviéndole, ¿cómo?
—Ya lo verás si vienes a la bacanal. Tienes que venir.
Y fui.