Capítulo 1
El viaje por el río fue plácidamente agradable, pues el Danuvius discurría primero en dirección al este de Vindobona y al cabo de unos días, en dirección Sur; así, yo, Velox y los barqueros nos vimos pronto inmersos en el áureo verano que iba llegando al Norte. La vía navegable tenía mucho tránsito y se veían toda suerte de navíos, desde barcazas como la nuestra hasta los dromo de patrulla de la marina del imperio e inmensos barcos mercantes, algunos con velas y cargados de carros; pero no había muchas otras cosas en que recrear la mirada a}o largo del viaje, pues las orillas del río estaban llenas de espesos bosques monótonos, salvo en algunos tramos en que había aserraderos, granjas o un pueblo de pescadores. Nos detuvimos en algunos de éstos a comprar provisiones frescas o complementar con pescado la dieta que Amalrico nos había procurado.
Sólo vimos dos asentamientos importantes en todo el recorrido, ambos en la orilla derecha; el primero, situado en la provincia de Valeria, en donde el Danuvius traza la inmensa curva hacia el sur, era el otrora famoso castrum fronterizo de Aquincum, pero todo estaba en ruinas y el patrón de la barca, un hombre llamado Oppas, me explicó el porqué. El siglo anterior, Aquincum había sido devastado tan a menudo por hordas de hunos y otros bárbaros, que Roma había retirado su Legio II Adiutrix del castrum, tras los cual la populosa ciudad había quedado despoblada.
La otra población era la base naval de Mursa, situada en el punto de confluencia del Dravus con el Danuvius, la cual era un simple centro de muelles, embarcaderos, astilleros, almacenes y graneros, con numerosos y monótonos barracones. Allí un centinela nos hizo señales perentorias para que nos detuviésemos, y, cuando el barco se acercó a la torre vigía para detenerse, el centinela se asomó al parapeto para comunicarnos la orden del navarchus al mando: interrumpir la navegación.
Nos dijo que más al Sur había disturbios y la situación era peligrosa, dado que se habían desmandado los sármatas invadiendo la antigua Dacia en la otra orilla del río, los ostrogodos dominaban Moesia Prima en aquella orilla, y la estratégica ciudad de Singidunum se la disputaban ambos y quizá estuviera condenada a convertirse en una ruina como Aquincum; por ello, la marina romana había ordenado a la flota de Pannonia que dejase de patrullar el río desde aquel punto hasta la garganta llamada la Puerta de Hierro, aguas abajo. Añadió el centinela que, desde luego, a partir de allí hasta el mar Negro la navegación sí que la protegía la flota de Moesia, pero en aquel tramo de unas trescientas millas romanas, desde Mursa a la Puerta de Hierro, no patrullaba ningún dromo, y viajeros y mercancías que continuasen podían correr peligro.
—¿Y la otra base de la flota en Taurunum? —inquirió Oppas consternado.
—¿No has estado acaso allí, barquero? Taurunum está en el río Savus frente a la asediada Singidunum y es muy posible que corra su misma suerte. Y el navarchus no es tan tonto como para dejar allí los barcos si no se logra rechazar a los sármatas definitivamente.
—¡Por la Estigia! —gruñó Oppas—. Había contado con encontrar allí mercancía para llevarla de regreso.
—El navarchus no ha prohibido que viaje nadie por el Danuvius —dijo el centinela, encogiéndose de hombros—. Yo sólo tengo órdenes de disuadir a los que lo intenten.
El patrón y los cuatro marineros se volvieron a mirarme y no con buena cara. Era comprensible, pues Singidunum, que era donde yo me dirigía, se hallaba a medio camino del tramo sin vigilancia del Danuvius. Durante el diálogo con el centinela, yo había estado afilando mi espada corta con una piedra de amolar y seguí haciéndolo indolentemente mientras decía:
—Oppas, si otros barcos siguen el consejo y abandonan la navegación, habrá mucha mercancía esperando —incluso echándose a perder— y te pagarán muy bien el transporte.
—¡Balgs-daddja! —dijo con un bufido—. Me atacarán los piratas antes de que haya podido remontar lo bastante el río, o me echarán a pique. Ne, ne, en las actuales circunstancias sería una locura seguir navegando.
—Entre las circunstancias está el hecho de que te he pagado el pasaje —dije sin perder la calma.
—¡Aj! Sin carga que mis hombres y yo podamos traernos, para, si es posible, entregarla y que nos la paguen, os he cobrado la mitad de lo que debía haber pedido.
—Eso no se dijo al hacer el contrato —repliqué impasible, sin dejar de afilar la espada—. Además, al pagarte lo que me pediste casi no me han quedado nummus en la bolsa —era cierto—. Tienes que cumplir el contrato.
Aunque había dejado atrás a Thornareikhs, seguía recurriendo —y aún lo hago— a esa útil estratagema que había aprendido encarnando al personaje. Es decir, adoptar una actitud autoritaria, convencido de que te van a obedecer y la gente casi siempre obedece. Añadí:
—Te concedo una cosa, que me desembarques cerca de Singidunum evitando acercarte a la zona de riesgo, pero yo determinaré dónde. Tengo que ver la ciudad, por lejos que sea, antes de desembarcar. No quiero echar pie a tierra en un bosque alejado.
Oppas replicó indeciso entre dientes:
—¿Y si optamos por desembarcaros aquí? ¿Y si decidimos echaros por la borda?
Sus hombres asintieron con la cabeza, murmurando amenazas.
—Ya os dije que iba a Singidunum a luchar contra los sármatas —repliqué, arrancándome un pelo de la cabeza y pasándolo por el filo de la espada para cortarlo en dos—. No me vendrá mal hacer un poco de práctica previa; y me imagino que la barca, aun sin tripulación, me llevaría a mi destino.
—¡Bien dicho, mozuelo! —gritó el centinela desde la torre—. Yo en tu caso, barquero —añadió para Oppas—, me arriesgaría a pesar de los piratas y los bárbaros.
Así, Oppas, gruñendo y profiriendo incontables blasfemias, ordenó a sus hombres que dejaran de retener la barca con las pértigas; el resto del viaje no fue muy agradable; el patrón y yo ya no volvimos a conversar amigablemente y sus hombres no hacían más que murmurar descontentos. A partir de ese momento, procuré no darles nunca la espalda y de noche dormía como me había enseñado Wyrd, con la espada desenvainada a mano y una piedra en el puño sobre la escudilla y la otra enrollada al ronzal de Velox para notar si tenía un sobresalto por algún motivo.
Aunque la navegación de Mursa a Singidunum era tan sólo un tercio de la distancia entre Vindobona y Mursa, dadas las particulares circunstancias, aquella etapa del viaje me pareció durar muchos más días y noches. Empero, nadie nos atacó, y sólo en contadas ocasiones vimos alguna barca de pesca que, temerosa, se mantenía en la orilla, por lo que teníamos el Danuvius para nosotros solos; era como si hasta los piratas hubiesen decidido quedarse en tierra hasta ver retirarse a sármatas y ostrogodos.
Una mañana, a primera hora, la barca dobló un cabo, los marineros clavaron las pértigas para detenerla y Oppas señaló con el dedo hacia la derecha sin decir nada: a la vista estaba la base naval de Taurunum, casi idéntica a la de Mursa, con la salvedad de que muelles y embarcaderos se veían desiertos y sin barcos. Más adelante, el Danuvius se ensanchaba hasta casi el doble al confluir con él el Savus, y más allá de la confluencia, apenas visible por la distancia y la niebla matinal, se hallaba Singidunum.
Un promontorio triangular se elevaba desde la orilla hasta convertirse en vasta llanura que acababa en vertiginoso acantilado; todo el promontorio lo ocupaba una fortaleza teóricamente inexpugnable, protegida por el acantilado en uno de sus lados y por el río en los otros dos. Desde tan lejos no apreciaba muchos detalles —seguramente las afueras residenciales de la ciudad se hallaban en la falda de la elevación—, pero sí que veía una formidable muralla cerrando el punto más alto del altiplano, donde debía estar la ciudad propiamente dicha; escruté la panorámica a ver si veía allí columnas de humo, pero no detecté ninguna. Bien, si los sármatas habían tomado la ciudad, como se decía, no iban a estarla incendiando; pero sí la sitiaban la ostrogodos, como se afirmaba, verdaderamente no lo hacían con mucho empeño ni ruido.
—Podéis desembarcarme —le dije a Oppas—. Pero no tengo la menor intención de cruzar a nado el Danuvius ni el Savus.
—¡Vái! ¿Queréis que os deje en la orilla misma de Singidunum? ¡No pienso acercarme tanto!
—Muy bien; pues ordena a tus hombres que remonten el Savus y me dejas los más cerca de la ciudad que consideres prudente, que allí desembarcaré.
Los marineros gruñeron y lanzaron más maldiciones que nunca, al tener que afanarse realmente con las pértigas por primera vez en todo el viaje, pero, aún de malhumor, hicieron lo que el patrón les dijo. Yo, mientras tanto, ensillé y embridé a Velox, cargué en él mis cosas, me colgué la espada y preparé el arco con las flechas. Cuando llegamos a un trozo apropiado de la ribera del Savus, a unas dos o tres millas romanas del lado del acantilado de Singidunum, la barca se aproximó a la orilla y Oppas echó la rampa en las aguas poco profundas. Desembarqué el caballo, caminando de espaldas para no perder de vista a la tripulación, y les dije con voz animosa:
—Thags izewi, compañeros de viaje. Quedan algunas provisiones pagadas por mí, pero os las dejo para vuestro consumo en agradecimiento al buen servicio.
Escuché un refunfuño general, Oppas recogió la pasarela, los hombres retiraron las pértigas del lodo y la barca se alejó corriente abajo por el Savus hacia el Danuvius. Aguardé hasta estar seguro de que ninguno de los hombres intentaba arrojarme algún proyectil y saqué a Velox de la orilla, conduciéndolo hacia el bosque. Al llegar a un sendero paralelo al río, monté, metí la punta de las botas en los estribos de cuerda y —dispuesto para la guerra o lo que se terciase— dejé que el ansioso Velox desentumeciera sus músculos a galope tendido hacia Singidunum.
Sin embargo, antes de llegar vi algo impresionante. Velox me llevó hasta una arista boscosa en la que bruscamente cesaban los árboles y allí le detuve para contemplar a mis pies una hondonada en la que sucedía algo curioso. No había más que algunas arboledas esparcidas y el resto era yerba y matorrales, por lo que veía con toda claridad lo que acontecía unos tres estadios más abajo de donde yo estaba; en dos de aquellas arboledas, separadas por unos trescientos pasos, se había refugiado dos grupos que se lanzaban furiosamente flechas. No podía saber exactamente cuántos eran, pero veía también una veintena de caballos, todos con armadura de guerra, atados en el lado más protegido de las dos arboledas.
Hice retroceder un poco a Velox de la cresta para que no me vieran, y seguí mirando. Pero quería hacer algo más que mirar, pues tenían que ser ostrogodos contra sármatas, y yo, naturalmente, estaba de parte de los ostrogodos; pero ¿quiénes eran quién? No veía banderas, los caballos con armadura eran inidentificables y el follaje me impedía ver a los guerreros. Tampoco me era posible saber quién ganaba ni si había heridos por aquella lluvia de flechas que proseguía a más y mejor, cruzándose en el aire, ya que a los arqueros no iba a faltarles munición, dado que les bastaba recoger las que les caían encima; al cabo de un rato comencé a pensar que era testigo de un combate en tablas, interminable y pueril.
Pero, finalmente, los de un bando parecieron cansarse del inútil intercambio de flechas y salieron de su refugio cargando con la espada. De la veintena que serían, dos cayeron a flechazos, retorciéndose en tierra. Los del otro grupo no salieron de la arboleda a rechazar el ataque ni siguieron disparando flechas, sino que escabulleron por detrás de los árboles, montaron de un salto y huyeron al galope.
Ahora sí que veía quiénes eran los ostrogodos y quiénes los sármatas; y debía haberlo imaginado por el hecho de que uno de los grupos no quisiera entablar combate con la espada. Los que se habían lanzado al asalto espada en mano tenían que esgrimir magníficas espadas góticas «serpentiformes» que ahuyentaban a sus enemigos; aunque también veía ahora que los que huían a caballo llevaban corazas de escamas hechas de peladuras de casco de caballo, que Wyrd me había dicho era un invento sármata. Sí, aquéllos eran también mis enemigos. Como los atacantes ostrogodos parecían contentarse con entrar en la recién evacuada arboleda —seguramente para rematar a los sármatas que pudiera haber heridos— y no intentaban perseguir a los fugitivos, decidí hacerlo yo.
Puse a Velox al galope cuesta abajo en diagonal para interceptar a los sármatas antes de pudieran salir del terreno abierto e internarse en el bosque, y al cruzarme en su camino los hombres se me quedaron mirando, sorprendidos al ver un jinete solo con caballo sin armadura y sin nada que le identificase; sus miradas de sorpresa se tornaron en miradas de preocupación, desconcierto y terror al ver que comenzaba a tirarles flechas sin dejar de avanzar al galope.
Como he dicho, no era yo aún tan hábil disparando rápido y certero como lo había sido Wyrd, y casi todas mis flechas no dieron en el blanco, pero hice caer a dos sármatas del caballo antes de que el resto tuviera tiempo de reaccionar dispersándose en todas direcciones. Aun así, logré alcanzar a otro de un flechazo en la espalda, sin que ninguno de los que huían intentara lanzarme una flecha, y bien sabía yo que no lo harían. Salvo los hunos, cuyas piernas cubiertas por bandas les aseguraban un buen agarre al caballo, no había ningún jinete capaz de disparar flechas certeras cabalgando.
Ningún guerrero, en verdad, salvo los hunos y yo, que iba firmemente unido al corcel por el artilugio de las cuerdas para los pies. Y, como había dicho Wyrd, sólo un arco huno como el que yo había heredado podía lanzar con fuerza una flecha tan lejos y atravesar la coraza sármata.
Los huidos habrían podido detenerse, desmontar y haberme asaeteado con buenas posibilidades de alcanzarme, y matarme, sin coraza como iba, pero comprendí por qué no lo hicieron al volverme hacia atrás en mi silla. Cuatro ostrogodos habían vuelto a montar y cabalgaban ya hacia mí con sus largas lanzas contus en ristre; no iban cubiertos con corazas de escamas, sino con corpiños de cuero y casacas de cuero acolchadas, y cubrían sus piernas con polainas blancas atadas con tiras de cuero cruzadas de abajo arriba; no llevaban casco cónico como los sármatas, sino uno muy parecido al romano, sólo que con orejeras más anchas y una pieza plana de metal que iba desde la frente hacia abajo para proteger la nariz. Lo único que un guerrero ostrogodo dejaba ver eran sus fieros ojos azules y la ondulada barba amarilla. Detuve a Velox y aguardé a que llegasen.
Uno de ellos hizo un gesto a los otros tres, que fueron a alancear a los sármatas que yo había desmontado para asegurarse de que eran hombres muertos. El cuarto se detuvo cerca de mí y dejó la lanza en el soporte de la silla para saludarme, cosa que hizo alzando el brazo derecho, pero con la mano abierta y extendida y no con el puño cerrado a la manera romana; imaginé que sería el oficial de la tropa, pues llevaba un casco con muchos adornos cincelados y en los hombros lucía dos ricas fíbulas en forma de león rampante, adornadas con piedras preciosas. Yo le devolví el saludo y él se me quedó mirando un rato.
Era un guerrero impresionante, oculto por el casco y la barba, erguido con su amplia armadura en aquel caballo con gualdrapas; me sentía cohibido por aquella mirada, como suponía que debían sentirse los pequeños animales del bosque sorprendidos fuera de sus madrigueras por mi rapaz juika-bloth, pero su temible aspecto desapareció al soltar una carcajada, diciendo:
—Al principio creíamos que eras un huno errante, un huno que se había vuelto loco y atacaba solo y sin armadura, pero cuando vimos las cuerdas que te permiten usar el arco sin dejar de cabalgar, y con tanta precisión como los hunos, recordé que en cierta ocasión me burlé de esas cuerdas tuyas. Pero no volveré a hacerlo.
—¡Thiuda! —exclamé.
—¡Waíla-gamotjands! Bienvenido a la guerra, Thorn. Te invité a que te unieras a nosotros y aquí estás, y nada más llegar te portas prodigiosamente.
—Y tú, no menos; aparte de que veo que ya ostentas rango de jefe —repliqué yo—. Y tu barba sí que ha espesado hermosamente desde que te vi.
—Aj, tenemos muchas cosas que contarnos. Vamos, cabalguemos hasta la ciudad e iremos charlando.
Sus tres hombres nos siguieron a respetuosa distancia, y, como no íbamos de prisa, el resto de los ostrogodos se nos unieron también. Unos conducían los caballos capturados a los sármatas muertos, pero algunos iban envueltos y rígidos sobre los caballos, muertos o gravemente heridos, y otros cabalgaban erguidos ayudados por sus compañeros.
—¿Todo este tiempo has estado en Vindobona? —preguntó Thiuda—. Siendo Thornareikhs, habrás gozado de una asombrosa hospitalidad.
—Ja, así fue, thags izvis —contesté, sonriendo—. Y lo digo tal como suena: thags izvis. Porque a Thornareikhs no le habrían acogido así si tú no le hubieses allanado el camino. Pero prefiero que me cuentes tus aventuras. ¿Diste con tu padre? ¿Está contigo en la guerra?
—Le encontré, ja. Pero no está conmigo. Y suerte que le vi, porque no tardó en morir de unas fiebres.
—Vái, Thiuda. Lo siento.
—Y yo. A él le habría gustado morir en combate.
—¿Es eso lo que haces de patrulla, buscar combate, en vez de estar con los que sitian Singidunum?
—No. Patrullar forma parte del asedio. Mira, no somos más que seis mil y el rey Babai tiene nueve mil sármatas dentro de las murallas. Y tenemos que cabalgar de acá para allá muy rápido para pillar simplemente lo que podemos llevarnos. Como no tenemos máquinas de asedio ni torres y arietes para poder entrar en Singidunum, lo mejor que podemos hacer es impedir que Babai y sus hombres crucen las murallas. Aunque, para que no ocupen la ciudad tranquilamente, a ratos les lanzamos una lluvia de flechas, piedras con honda y bolas de fuego. Y hacemos estas incursiones en la campiña para impedir que les lleguen refuerzos o nos ataquen por la espalda. De momento es lo único que podemos hacer.
—Bithus contra Bacchium —comenté yo.
Era otra de las frases de moda que había aprendido en mi roce con las clases altas de Vindobona, que alude a dos famosos gladiadores de la antigüedad que eran de la misma edad, fuerza y habilidad, de modo que ninguno de los dos podía vencer al otro. Quizá a Thiuda le hubiese molestado el comentario, pero tenía que convenir en que era acertado.
—Ja —contestó con un gruñido—. Y podemos seguir con este decepcionante ten con ten durante muchísimo tiempo. O, lo que es peor, quizá no, porque andamos escasos de abastecimientos, mientras que los sármatas disponen de mucho grano en los silos; si no podemos resistir hasta que nuestros convoyes de aprovisionamiento lleguen desde el Sur, tendremos que levantar el sitio. Mientras tanto, nuestras turmae se alternan en la vigilancia de las murallas y en las rondas a caballo. Ya sabes cómo detesto estar sin hacer nada; por eso procuro salir con cualquier turma que vaya de incursión a campo abierto. Y ya ves que a veces entramos en combate.
—Sólo he visto Singidunum de lejos, desde el río —dije—, pero me parece inexpugnable. ¿Cómo se apoderaron de ella los sármatas?
—Por sorpresa —contestó Thiuda con amargura—. La defendía una escuálida guarnición de tropas romanas. De todos modos, por pocos que fueran, con ayuda de la población, habrían debido ser capaces de defender una ciudad tan bien situada y fortificada. El legatus debe ser un inepto o un traidor; se llama Camundus y ése no es nombre romano, así que será de algún linaje extranjero y hasta puede que sármata. A lo mejor ha estado de tiempo atrás en connivencia con el rey Babai. En cualquier caso, inepto o traidor, si Camundus está aún vivo en la ciudad, le mataré junto con el rey Babai.
Pensé que Thiuda hablaba de un modo más que presuntuoso, cual si sólo él tuviera el mando de la campaña de los ostrogodos contra los sármatas, pero no dije nada y, abrumado a preguntas por su parte, le obsequié con relatos de mis andanzas en Vindobona; sólo las de Thornareikhs, claro, no las de Veleda. Finalmente, la reducida tropa llegó a las afueras de Singidunum, al pie de la cuesta que se iniciaba en el rio y, ahora ya cerca, pude apreciar las dificultades que tenían que vencer los ostrogodos en el asedio.
Igual que en Vindobona y en casi todas las ciudades, las afueras constituían los barrios pobres de la ciudad, con las casas de los más pobres, además de talleres, almacenes y mercados y tabernuchas baratas. La fortaleza que albergaba a la guarnición, los mejores edificios públicos, los mejores establecimientos mercantiles, las tabernas y las posadas más lujosas y las mansiones de los ricos, se hallaban en el plano más alto. Y, como he dicho, todo él estaba rodeado por una muralla, que ahora veía estaba hecha con bloques de piedra enormes muy bien consolidados. Conforme Thiuda y sus hombres y yo subíamos desde el río hacia la ciudad, no vi ningún tejado, cúpula o aguja asomando por encima de la muralla y ésta sólo presentaba una entrada, visible al final del camino que seguíamos y cerrada por una gran puerta doble con arco, que, aunque de madera, estaba hecha con vigas tan enormes unidas con fortísimas lañas de hierro y reforzada en toda su superficie con remaches de hierro, que parecía tan indestructible como la muralla.
En las calles había gente —tanto ostrogodos como ciudadanos— y la vida cotidiana de Singidunum seguía su curso rutinario, pero advertí que ninguno de los ciudadanos nos dirigía saludos ni sonrisas, y le comenté a Thiuda que la gente no parecía considerarnos ni acogernos como salvadores.
—Tienen sus motivos. Al menos no se oponen a que estemos acuartelados en sus chabolas, que es lo único que pueden ofrecernos. Babai saqueó sus despensas, bodegas y tiendas y se llevó a la ciudad todas las provisiones, por lo cual esta gente pasa tanta hambre como nosotros; no sé si los ricos de la ciudad están contentos de tener a los sármatas, pero los de los arrabales están tan disgustados con Babai por haber tomado la ciudad, con Camundus por haberlo consentido, como con nosotros por no ser capaces de remediar la situación.
—No creo que yo pueda hacer nada que no se haya hecho —dije yo con toda humildad—, pero me gustaría ayudar en algo. Quizá si vuestro comandante me concediera una audiencia, podría encontrar alguna misión que encomendarme…
—Ya te has estrenado en el combate, Thorn; no quieras buscarte una herida. Primero voy a presentarte a nuestro armero, Ansila, para que os pertreche a ti y al corcel, y, entretanto, iré a acompañar a mis heridos al lekeis para hacer que los atiendan como es debido.
Nos detuvimos ante el taller de un faber armorum, en donde trabajaba un herrero bajo la supervisión de un hombre fornido de mediana edad, con barba de ostrogodo, a quien Thiuda dijo:
—Custos Ansila, te presento a Thorn, amigo mío y nuevo recluta. Tómale medidas para hacerle una armadura completa con casco, escudo, lanza y todo lo necesario. Y al caballo también. Que se ponga a trabajar en ello el herrero ahora mismo. Luego, muéstrale el camino a mi alojamiento. ¡Habái ita swe! —Ansila nos saludó en silencio—. Nos veremos allí y seguiremos hablando —me dijo a mí antes de marcharse. Mientras el faber medía con un cordel la circunferencia de mi cabeza y pecho, la longitud de las piernas y así sucesivamente, Ansila me miraba con curiosidad y, finalmente, dijo—: Ha dicho que sois amigo suyo.
—Aj, andábamos los dos por el bosque cuando nos conocimos —contesté yo sin pensarlo.
—Por el bosque, ¿eh?
—Tengo que decir que Thiuda parece haber progresado mucho desde entonces —añadí—, y da órdenes como si mandase en todos los que participan en el sitio y no a una simple turma.
—Entonces, ¿no sabéis quién es nuestro comandante?
—Pues… ne —contesté, diciéndome que ni se me había ocurrido pensarlo—. He sabido que hace poco ha muerto vuestro rey Teodomiro, pero no sé quién le ha sucedido.
—Teodomiro es como lo dicen alamanes y burgundios —contestó Ansila, con un estilo pedante que me recordó a los maestros de la abadía—. Nosotros lo pronunciamos Thiudamer, en donde mer significa «el conocido, el famoso». Thiudamer el conocido del pueblo; y habría podido añadirse el sufijo honorífico reiks como dirigente que es, pero hace muchos años que él y su hermano Wala comparten el reino de los ostrogodos y han preferido llamarse Thiudamer y Walamer. Aun después de que Walamer pereciera en combate, su hermano ha rehusado modestamente cambiar y enaltecer su nombre y título. Ahora bien, al morir Thiudamer y dejar como sucesor a su único hijo…
—Un momento —le interrumpí, comenzando a entenderlo—. ¿Quieres decir que mi amigo Thiuda…?
—Es el hijo y sucesor de su homónimo Thiudamer. Es el rey de los ostrogodos y, por supuesto, el comandante en jefe. Es Thiudareikhs, el dirigente del pueblo. O como queráis pronunciar ese nombre en el dialecto o idioma que habléis. Romanos y griegos, por ejemplo, le llaman Teodorico.