Capítulo 5
Disfruté mucho los días que estuvimos en Aquileia. Desde mi estancia en Vindobona no había vuelto a estar en una ciudad cuya lengua diaria fuese el latín: sin embargo, como allí la mayoría eran vénetos, gentes de baja estatura, delgados y de ojos grises, más celtas que romanos, hablaban un latín con curioso acento en el que el sonido de la d, g y b se transformaba en z, k y f. A Teodorico le saludaban taciturnos diciendo «Teozorico» y nos hacían gracia cuando, queriendo injuriarnos, nos decían «kothi farfari» en vez de gothi barbari.
Y nos maldecían, pues Aquileia estaba con toda razón harta de verse invadida por extranjeros casi cada generación, por los visigodos de Alarico, por los hunos de Atila y ahora nosotros. La gente no se resignó del todo a que Teodorico les exigiese el tributo de las provisiones y pertrechos que íbamos a necesitar en nuestra expedición militar. Consciente de que la ciudad iba a ser nuestra en un futuro, prohibió a las tropas toda destrucción y pillaje para lucro personal. Empero, los guerreros se sirvieron a placer de las mujeres, doncellas y posiblemente de algún muchacho; a las decentes no les gustó, ni tampoco a sus parientes, y probablemente a las de los lupanares y a las noctilucae les gustó menos, pues estaban acostumbradas a cobrarse un precio.
No todos los ciudadanos relevantes de Aquileia nos mostraron odium; el navarchus de la flota del Hadriaticus, un hombre llamado Lentinus, de mediana edad pero muy ágil, llegó de los muelles de Grado para conversar con Teodorico. Habló de Odoacro en términos despreciativos (y como era de Venetia, pronunciando el nombre con aquel curioso deje).
—No me anima ningún afecto por el rey Odoacro —dijo—. He visto cómo su ejército pasó por aquí de estampida y no me siento obligado por lealtad alguna a un rey que se da así a la fuga. Empero, Teozorico, eso no significa que vaya a rendiros abyectamente los barcos de aquí o de la costa en Altinum; si vuestros hombres piensan abordarlos o apoderarse de ellos, tendré que llevarlos a alta mar. Por el contrario, cuando hayáis vencido a Odoacro definitivamente y reciba la autorización del emperador Zenón, os reconoceré como superior y la flota del Hadriaticus será vuestra.
—Justo es —dijo Teodorico—. Espero no tener que dar más que batallas por tierra para derrotarle sin necesidad de fuerzas navales. Pero cuando las necesite sí que espero ser tu rey y ser reconocido universalmente como tal. Entonces aceptaré tu lealtad, navarchus Lentinus, pero primero prometo hacerme acreedor a ella.
También, aunque las mujeres de Aquileia nos miraban con aversión, dos de ellas al menos —las beldades de que se apropiaron Teodorico y el joven Freidereikhs— se hallaban en la gloria de ser las concubinas de auténticos reyes, aunque fuesen conquistadores; durante su breve actuación como «reinas», aquellas dos hembras nos facilitaron bastante información sobre los alrededores, por ejemplo: «Cuando sigáis por la vía Postumia, a veinte millas de aquí llegaréis a Concorzia» (por Concordia). «Antes tenía guarnición y se fabricaban armas para el imperio romano, pero desde que la arrasaron es pura ruina; pero sigue siendo un importante nudo de comunicación, pues de allí sale otra importante calzada que va al sudoeste…».
Así, cuando por fin dejamos Aquileia y llegamos a las ruinas de Concordia, Teodorico mandó venir a un centurión de caballería para darle órdenes:
—Centurio Brunjo, ese ramal de la izquierda conduce a la vía Aemilia. Mientras nosotros continuamos hacia Verona, tú y tu centuria tomaréis por él y me han informado que no encontraréis ninguna fuerza en el camino. La vía os llevará a los ríos Athesis y Padus y a la ciudad de Bononia, en donde la calzada se une a la vía Aemilia; dispondrás a tus hombres en esa vía en ambas direcciones, cubriendo todos los posibles atajos por si Odoacro intentara comunicarse con Roma o Ravena para pedir refuerzos. Los mensajeros de Verona tendrán que pasar por la vía Aemilia y quiero que interceptéis cualquier emisario y el mensaje me sea traído a toda prisa. Habái ita swe.
Cien millas al oeste de Concordia, nuestro ejército alcanzó Verona. Ciudad antigua y hermosa, había tenido la buena fortuna hasta aquel momento de no haber sufrido mucho las guerras; aunque el visigodo Alarico había marchado sobre ella más de una vez, siempre le había presentado recio combate en las proximidades y no había llegado a saquearla; y los hunos de Atila al invadir Venetia se habían detenido a poca distancia de ella. Por lo tanto, hasta nuestra llegada, Verona no había sufrido asedio desde la época de Constantino, casi dos siglos atrás. Y ahora no estaba bien preparada para resistirlo.
Ciertamente era una ciudad amurallada y protegida por el río Athesis que corre rápido y turbulento en torno a dos de sus tres lados, y en cada uno de sus altos muros sólo había una puerta de entrada. No obstante, los anteriores emperadores romanos, por admiración a su belleza, habían decidido ornamentarla por fuera tanto como por dentro, y donde otrora habían debido estar las puertas —seguramente imponentes portones flanqueados por robustas torres y contrafuertes— habían levantado grandiosos arcos triunfales con numerosos elementos ornamentales. Y, aunque los arcos eran de piedra y sólidos, en un monumento ornamental es imposible disponer una puerta resistente ni reforzarla bien. Los adornos son débil coraza.
Las tres puertas eran vulnerables, pero Teodorico ordenó que asaltásemos sólo la de la muralla que daba al campo. Nuestros onagros y balistas apuntaron hacia ella y los arqueros comenzaron a lanzar una lluvia de flechas sobre las tropas que defendían la muralla desde las almenas. Del mismo modo que Teodorico había dejado un camino de huida para el enemigo que nos había combatido en Andautonia, también aquí no llevó a cabo un ataque a las otras dos puertas —que daban a los puentes que salvaban el Athesis— para que las tropas de Odoacro huyeran cuando vieran que su resistencia era inútil. Se contentó con enviar unas turmas de caballería a esperar junto a los puentes para acosar a los fugitivos conforme fueran saliendo. Además, como Teodorico respetaba la venerable y hermosa ciudad, ordenó que las catapultas lanzasen sólo proyectiles no incendiarios —y sólo contra aquella puerta, y no por encima de las murallas sobre los edificios— y que los arqueros disparasen también sólo flechas corrientes.
Al cabo de dos días, el impacto de las piedras lanzadas astillaron la puerta y acercamos a ella un pesado ariete, que impulsado por nuestros hombres más fornidos, protegidos por un testudo de escudos, acabó por abrir brecha en los restos de madera y hierro. Tras ellos se hallaban preparadas las filas de asalto de lanceros y espadachines. Odoacro y el general Tufa habían comprendido que las puertas de la ciudad no eran inexpugnables, adoptando las precauciones mínimas para el caso de que cedieran, surtiendo a los defensores del adarve con multitud de flechas, venablos y piedras, que nos lanzaron con tal rapidez y en tal cantidad, que la muralla quedó momentáneamente oscurecida como por una granizada. Los romanos contaban, además, con un sinnúmero de tinajas de brea derretida, que prendieron y vertieron en ígneas cascadas. Bastaba que a cualquier asaltante le cayeran una gotas de aquel líquido inflamado para que se le pegara y ardiese inmediatamente como una tea.
Muchos soldados nuestros que se precipitaron hacia la brecha abierta en la puerta sufrieron quemaduras, de las que muchos perecieron y aún más resultaron inválidos; pero un guerrero experimentado sabe que esas armas defensivas son tan sólo el último recurso desesperado y que logran entrar más asaltantes de los que resultan rechazados. Así, nuestros hombres irrumpieron resueltamente por la brecha para enfrentarse a la segunda línea de defensa romana, los lanceros y espadachines que bloqueaban la calle de entrada.
Teodorico, acompañado del joven rey Freidereikhs y sus respectivos oficiales, aún no había entrado en combate y seguía ordenando el ataque; allí estaba yo con ellos cuando un jinete nuestro llegó al galope desde las otras puertas para anunciar que las habían abierto y que por ellas surgía un torrente de fugitivos.
—Pero no son soldados —añadió—. Es el pueblo que huye.
Teodorico lanzó un gruñido, ordenó al jinete que regresara a su puesto y dijo:
—Eso significa que Odoacro va a resistir calle por calle y casa por casa. Eso nos costará muchos muertos y heridos. Qué modo más poco regio de combatir.
—Como una puta que se abre de piernas y araña y muerde al mismo tiempo —musitó Ibba.
—En otras guerras, Odoacro siempre se mantuvo erguido —comentó Herduico—. La edad debe haberle reblandecido los huesos.
—Me sorprende que el general Tufa se avenga a luchar de esa manera —dijo Freidereikhs—. Al fin y al cabo es rugió.
—Como no retiene a la población como rehenes —añadió Pitzias—, ¿por qué no estacionamos fuerzas que bloqueen las puertas, los encerramos en Verona y proseguimos victoriosos la marcha sin derramar sangre? Al final, morirán de hambre y se pudrirán.
—No basta con confinar a Odoacro —replicó Teodorico, meneando la cabeza—. Debe quedar claro para todos los romanos, y para Zenón, que le he infligido una rotunda derrota. Así pues, compañeros —añadió, cogiendo el escudo y la espada como un soldado más—, si él y Tufa quieren un combate palmo a palmo, vamos a dárselo.
Y así lo hicimos. A pie, reyes, oficiales y soldados, luchamos con lanzas o contus mientras tuvimos espacio para manejarlas, en las numerosas plazas de Verona y en las arcadas y gradas de su inmenso anfiteatro; luego, combatimos cuerpo a cuerpo con espada en las calles y callejones, y, finalmente, algunos tuvimos que echar mano al puñal, tan apiñada era la lucha en callejas y en los vestíbulos de los edificios públicos, y hasta en las viviendas. Los legionarios de Odoacro debieron sentir tanto despecho por aquella modalidad de combate como nosotros, pero no por ello lucharon con menor ardor y tesón; si el acero de nuestras espadas no hubiera sido superior al del gladius romano —por ser más penetrante, de filo más resistente y menos dobladizo— no les hubiéramos vencido. Fuimos haciendo retroceder al enemigo de calle en calle, de casa en casa, de una plaza a otra, dejando en tierra tantos cadáveres como él. Cumpliendo las órdenes de Teodorico, a Verona no se le causó ningún daño estructural, pero se ensució repugnantemente de sangre y otros fluidos y sustancias esparcidas por los hombres que habían sufrido perforaciones.
Una cosa aprendí en Verona, durante los combates casa por casa, y es que todas las escaleras de caracol son iguales en todo el mundo, con la espiral ascendente hacia la derecha, de manera que la columna central entorpezca al brazo derecho, que es el que maneja la espada, y así el intruso tropieza con dificultades para ascender, mientras que al defensor le queda espacio de sobra para repeler el ataque. Así, en una casa del centro de la ciudad recibí un tajo en el brazo izquierdo; no fue una herida que me incapacitara, pero sí un corte que me hizo sangrar tanto, que tuve que abandonar el combate para que me la emplastara un lekeis; me consolé pensando que así estaría «compensado» de heridas y llevaría una en el brazo izquierdo, a juego con la que tenía en el derecho de cuando Teodorico me curó la picadura de la serpiente.
No sé hasta dónde habrían penetrado nuestras tropas en la ciudad cuando el lekeis me atendió; me apresuré a volver al centro del combate con el brazo encogido, pensando en si podría volver a sujetar con firmeza un escudo, y llegué a una placita en la que un grupo numeroso trababa furioso combate cuerpo a cuerpo, y en el suelo de la cual yacían ya varios cadáveres y había heridos retorciéndose. Cuando me disponía a intervenir, aparecieron dos hombres por el fondo, con las manos alzadas sobre la cabeza y dando gritos para hacerse oír. Uno de ellos, el de voz menos estentórea, era Freidereikhs, y el de voz más fuerte era un hombre alto vestido de romano. Los dos vociferaban: «¡Tregua! ¡Indutiae! ¡Gawaírthi!».
Los soldados romanos, obedeciendo al alto, bajaron las armas, e igual hicieron los nuestros, obedeciendo a Freidereikhs, quien inmediatamente ordenó a unos cuantos que buscasen a toda prisa a Teodorico y lo trajeran allí. Cuando el joven rey vio que me acercaba, dijo alborozado:
—¡Aj, saio Thorn! Estás herido; espero que no sea grave. Permite que te presente a mi compatriota rugió, el magister militum Tufa.
El general me saludó con un gruñido y yo hice igual. Y mientras en derredor la ciudad se apaciguaba, al difundirse la orden de armisticio, Freidereikhs me dijo muy ufano que su «compatriota» le había solicitado un cese provisional de hostilidades. Tufa lucía la lujosa coraza de su cargo y la llenaba muy bien; pese a que tendría la misma edad que Teodorico o yo, unos treinta y cinco años, ostentaba una espléndida barba, más poblada que ninguno de nuestros aguerridos oficiales, cosa que significaba flagrante desdén con el reglamento militar romano. Y desdén era, en efecto, pues cuando Teodorico llegó, Tufa renegó de su obediencia al ejército romano.
—En el fragor de la batalla vi al rey de los rugios y le supliqué una tregua, para tener audiencia con vos, rey Teodorico —dijo en latín, haciéndole una reverencia—. No he venido a rendirme —añadió en lengua rugia, como poniendo de relieve la afinidad con Freidereikhs—, no se trata de rendirme, sino de juraros auths y abrazar vuestra causa.
—O en palabras más simples —replicó Teodorico con aspereza—, de dimitir de vuestro cargo y abandonar a vuestros hombres.
—Mis hombres me seguirán, aunque sean poco más que mi guardia de palacio… rugios como yo, que se sentirán orgullosos de servir al rey Freidereikhs. El resto del ejército seguirá fiel a Roma, pese a lo poco que estimen al rey Odoacro.
—¿Y por qué el magister militum del ejército romano hace esto?
—¡Vái, mirad en derredor! —contestó Tufa con repulsa—. ¡Un combate por esquinas y recodos! Estoy con Roma, ja, y la defendería, pero ¿es esto forma de luchar? Esto es cosa de Odoacro, como lo fue la ignominiosa retirada del Sontius. Vosotros, al menos, combatís valientemente en descubierto, atacando. Vuelvo a repetir que estoy con Roma. Por eso, como espero que la defendáis virilmente cuando sea necesario, estoy con vos.
—Razones te sobran. ¿Y yo? ¿Por qué habría de aceptar tus auths?
—Primero, porque puedo revelaros algo importante. Os diré que Odoacro ya ha escapado de aquí. Cuando dejó que el populacho abandonara la ciudad por las puertas que dan al río, se mezcló a la gente como un viejo cualquiera, y en este momento, mientras vuestros guerreros se hallan atascados en estas calles, enfrentándose simplemente a una retaguardia condenada, el grueso de las tropas de Odoacro abandona la ciudad por esas puertas.
—Eso me ha comunicado un mensajero —replicó Teodorico sin alterarse—. No es ninguna novedad; y he querido dejarles esa vía de escape.
—Desde luego, pero os habría gustado hacerlo sólo después de haberle infligido una victoria aplastante e inequívoca. Y no lo habéis logrado. Odoacro abandona despiadadamente a los muertos y heridos para que su ejército pueda retirarse lo más rápido posible y enlazar con otro ejército cerca de aquí. Verona ha sido una trampa que os ha tendido, Teodorico. Lo que no le habéis hecho a él, él se propone hacéroslo a vos. Yo había recibido órdenes de manteneros aquí enzarzados mientras él vuelve con tropas para encerraros aquí y acabar con vos tranquilamente.
Mi colega el mariscal Soas y el general Herduico se nos habían unido, sin duda para preguntar a Teodorico, llenos de perplejidad, por qué había cesado el combate, y ahora escuchaban atentamente.
—Bien, Tufa —añadió Teodorico con frialdad—. Ahora que me has revelado el plan, ¿qué me impide darte las gracias atravesándote con la espada en vez de con un abrazo fraterno?
—Mi fraternal consejo puede serviros —replicó Tufa—. Creo que es innecesario que sigáis luchando en Verona. Ya la habéis conquistado y no es necesario que entréis más tropas en ella. Que los que están fuera sigan fuera, para tener libertad de movimientos. Y dudo mucho que seáis tan inclemente como Odoacro. Así, mientras estáis aquí, enterrad a los muertos y curad a los heridos, pero no acuarteléis el ejército en la ciudad; que acampe en torno a ella; los speculatores de Odoacro, al verlo, le comunicarán que no estáis tan fácilmente enjaulado y así renunciará al plan y no estaréis a merced de…
—¡Basta! —exclamó Teodorico—. Lo que más me preocupa no es evitar el peligro, sino poner en peligro al enemigo.
—Exacto. Eso es lo que os propongo. Dejadme hacerlo.
—¿Tú? —inquirió Teodorico con desdén.
—Conozco el lugar al que con toda probabilidad se dirige Odoacro, y puedo adelantarme…
—Aj, no será muy difícil adelantar a Odoacro. Mi caballería, que le persigue, estará diezmando sus flancos, y se puede seguir el rastro por los cadáveres.
—No por ello avanzará más despacio. No tenéis esperanza de avanzar lo bastante rápido con vuestro ejército para impedir que Odoacro haga una o dos cosas. Se apresura a llegar al río Addua, al oeste de aquí, en donde le aguarda el otro ejército. No obstante, cuando sepa que su plan de encerraros en Verona ha fracasado, seguramente continuará hacia el Sur para llegar a Ravena. Y si la alcanza, probablemente nunca le daréis alcance hasta el día del Juicio, pues esa ciudad rodeada de marismas es imposible de cercar. Os digo que me dejéis partir inmediatamente y alcanzarle antes de que llegue a uno de esos dos lugares.
—¿Tú? —repitió Teodorico—. ¿Tú y tus pocos guardias de palacio?
—Y cuantos de vuestros hombres queráis confiarme. Los que ya van persiguiéndole y otros de los que están aquí. Necesito una fuerza rápida de ataque… no muy numerosa, para avanzar rápido, pero lo bastante importante para causar bajas en el ataque; no cuento con derrotar a todo ese ejército, sino obligarle a detenerse y a defenderse, dando así tiempo a que vuestro ejército le dé alcance. Teodorico, cededme simplemente parte de vuestra caballería, o venid vos si es que…
—¡Ate, déjame ir a mí! —exclamó entusiasmado el joven Freidereikhs—. Fuera de las murallas, mis jinetes están tan deseosos de actuar como sus corceles. Teodorico, deja que Tufa y todos los rugios persigamos a Odoacro.
Como Teodorico no contestase de inmediato y considerara pensativo la propuesta, Herduico terció, diciendo:
—Cuando menos, debería desalentar a Odoacro ver a su comandante en jefe y a toda la nación rugia volverse contra él.
—Caerá en la desesperación —añadió Freidereikhs entusiasmado—. Seguro que alza las manos y se rinde.
—No puedo prometerte eso —dijo Tufa—, pero suceda lo que suceda, ¿qué puedes perder enviándonos, Teodorico?
—Una cosa es cierta —terció Soas en tono solemne—. Cuanto más discutamos el asunto más se aleja Odoacro.
—Tienes razón —dijo Teodorico—. Todos tenéis razón. Ve, pues, Freidereikhs, con diez turmae de tu caballería. Tufa, acompáñale para guiarle, pero recuerda que eres un aliado a prueba. Esta incursión va al mando del rey de los rugios. Enviad mensajeros que me tengan informado de lo que ocurre… y dónde. ¡Habái ita swe!
Igual que Freidereikhs, Tufa saludó al estilo germánico y ambos se apresuraron a salir por la puerta por la que habíamos penetrado.
—No hace mucho especulabas con las posibilidades de que Tufa se pasara a nosotros —le dije yo a Teodorico—. ¿Cómo es que ahora has estado tan reticente?
—Quiero algo más que su palabra. Veremos si demuestra su lealtad con lo que ha propuesto. Aun así —y él lo sabe—, nunca se puede confiar en un traidor, y menos respetarle. Vamos, mariscales, pongamos orden en esta ciudad para que la población regrese y reanude su vida normal. Verona es un precioso lugar para que consintamos este desorden.
En años sucesivos he oído a muchos viajeros hacer las alabanzas del «arrebol» de Verona, debido a que gran parte de sus edificios, estatuas y monumentos son de piedra rojiza y rosada y de ladrillo y teja, que ha adquirido una pátina. Si Verona era tan pintoresca cuando yo estuve allí, confieso que estaba demasiado ocupado para advertirlo, pero no puedo evitar el preguntarme si tan loado «arrebol» no sería simplemente consecuencia de la sangre que la manchó durante aquel combate; un combate librado en tantas esquinas, recovecos y resquicios, que sus huellas fueron mucho más evidentes que si hubiera tenido lugar a campo abierto. Empero, cuando contamos y recogimos a los caídos, vimos que ascendían a más de cuatro mil en el ejército romano y a casi igual número en el nuestro. No sabíamos con qué gravedad aquellas bajas mermaban las fuerzas de Odoacro, pero, contando las bajas que nosotros habíamos tenido hasta aquel momento, nuestro ejército había quedado reducido a dos tercios de cuando salimos de Novae.
Bien, aquella terrible carnicería nos había servido para conquistar Verona, y podíamos congratularnos de haber penetrado en profundidad en las tierras de Roma, habiendo cubierto un tercio de la anchura de la península de Italia. De todos modos, aquella batalla —y todos los combates hasta entonces— no eran concluyentes, pues no habíamos derrocado a Odoacro, no le habíamos obligado a pedir la paz ni nos habíamos ganado a la población a título de liberadores. La conquista de Verona no parecía pesar en la balanza.
Debido a la súbita tregua en la lucha, no todos los legionarios que quedaban en la ciudad estaban muertos o inválidos; los supervivientes, unos tres mil hombres, quedaron prisioneros; pese a su animosidad contra Odoacro que los había sacrificado en la retaguardia —y quizá aún más apesadumbrados de no haber muerto noblemente en sus puestos— ninguno emuló a Tufa en abjurar la lealtad al ejército romano y pasarse al nuestro; naturalmente, Teodorico no les devolvió las armas ni les dejó libres, aun en el caso de fides data; pero era consciente de que aquella tropa, como todas las legiones de Roma, algún día estarían a sus órdenes y por ello ordenó que se les tratase con respeto, cortesía y dándoles bien de comer mientras estuvieran cautivos. Esto resultó una carga más para nuestras exhaustas fuerzas, que ya estaban atareadas construyendo un campamento, atendiendo a los heridos, enterrando a los muertos y evacuando la ciudad para que la población reanudara la vida normal. Con tanto por hacer, quizá no sea de extrañar que ninguno de nuestros generales comentase preocupado que Friedereikhs y Tufa no enviasen mensajeros de dónde estaban y lo que hacían.
Pero Teodorico sí que se percató y me dijo malhumorado:
—Cuatro días sin noticias. ¿No será que ese presumido joven piensa tenerme sin que sepa nada para jactarse de actuar por su cuenta?
—No creo que el muchacho ose insubordinarse —contesté yo—. Aunque es posible que espere sorprenderte con alguna hazaña relevante.
—Prefiero no estar a merced de sus caprichos —gruñó Teodorico—. Envía mensajeros al Sur y al Oeste para que den con él y me informen inmediatamente.
Sin embargo, antes de que los hubiera hecho partir, llegó un emisario al galope desde el Sur; montaba un caballo que echaba espuma por la boca y estaba cubierto de sudor, que detuvo ante la tienda con el estandarte de Teodorico, y del que desmontó exhausto. Pero no procedía de ninguna de las diez turmae al mando de Freidereikhs, sino de la centuria que el rey había enviado desde Concordia para vigilar la vía Aemilia.
—Saludos del centurio Brunjo, rey Teodorico —dijo con voz ahogada—. Pedisteis se os informara de cualquier emisario que enviase Odoacro hacia Ravena o Roma. Vengo a decir que no ha enviado ningún mensajero y es él quien se dirige a Ravena a marchas forzadas, con el general Tufa, a la cabeza de lo que parece un ejército y arrastrando a nuestros cautivos con grilletes tras los caballos romanos.
—¿Odoacro y Tufa? —inquirió Teodorico entre dientes—. ¿Qué cautivos nuestros?
—Pues el rey Freidereikhs y doscientos o trescientos rugios ensangrentados. El centurio ha pensado que habríais sufrido una importante derrota aquí para haber perdido tantos…
—¡Calla! —exclamó Teodorico indignado—. ¡He sufrido una bofetada! Pero déjate de suposiciones y dime lo que habéis visto y qué habéis hecho.
—¡Ja waíla! —respondió el emisario firme y gallardo—. Las columnas de Odoacro llegaron por el oeste de Bononia y la cruzaron a toda prisa en dirección sudeste; como no habíais dado órdenes para semejante contingencia, el centurio Brunjo decidió atacarlas con los hombres que tenía para causarles algunas bajas, aun sabiendo que ello significaba la muerte o la captura. Sólo porque me lo ordenó vine aquí a traer la nueva, porque habría preferido quedarme y… —Claro, claro. ¿Algo más?
—Como Odoacro va a marchas forzadas y no salió de Bononia en dirección sur para tomar el camino más corto hacia Roma, suponemos que no se dirige a ella. Nuestros vigías habían comprobado que la vía Aemilia conduce a Ravena o Ariminum, pero el centurio Brunjo conjetura que probablemente se dirige a aquélla. Eso es todo, rey Teodorico, salvo que el centurio y mis compañeros seguramente habrán… —Ja, ja, y tú habrías deseado lo mismo. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Witigis, optio de la segunda turma de la centuria de caballería de Brunjo. A vuestras órdenes, rey Teod…
—Bien, optio, ve a decir al general Ibba que prepare su caballería para la marcha inmediata y entrar en combate. Dile también que te ponga al mando de una de las turmae de vanguardia para que se cumplan tus deseos.
El joven saludó y se alejó, mientras Teodorico musitaba cabizbajo:
—Puede que se cumplan pronto en todos nosotros, nolens volens, he sido un necio dirigiendo esta campaña. ¿Cómo me habré dejado engañar tan fácilmente por ese pérfido Tufa?
—Habló con muy fingida sinceridad —dije yo.
—¡Vái! También Herduico cuando dijo que Odoacro era un viejo de huesos reblandecidos. ¿Qué se dirá de mí? Que soy un hombre de huesos flojos como las danzarinas de Gades por haberme dejado engañar así.
—Vamos —añadí—, no eres el Teodorico que yo conozco. Otras veces, cuando te he visto enfurecido, parecías más audaz que desolado.
—Estoy más furioso conmigo mismo que con Tufa. Al menos me dijo la verdad en una cosa… que era una trampa. Sólo que no era aquí en la ciudad sino fuera de ella —añadió él con risa sarcástica—. Y el villano tuvo el descaro de invitarme a que fuese en persona a caer en ella. Lo que Odoacro quería era dejarme con dos palmos de narices y asegurarse la huida a donde quiera que vaya haciéndose con suficientes rehenes que protejan su fuga. ¿Y qué es lo que le he enviado neciamente? No sólo diez turmae de mis aliados, sino a su propio rey.
—Tienes en tu poder diez veces más legionarios de Odoacro —le recordé yo—. Y el ejército romano siempre ha observado escrupulosamente las reglas civilizadas de la guerra, que estipulan el rescate e intercambio de prisioneros. Y el emisario ha dicho que Freidereikhs sigue con vida.
—Espero que así sea. A Odoacro no le importaba mucho la vida de los hombres que dejó aquí; puede que sea rey de Roma, pero ni él ni Tufa son romanos de nacimiento y no tienen por qué necesariamente respetar el civilizado concepto romano del honor y el humanitarismo. En cuanto sepa que ha pasado el peligro de que les alcancen y les intercepten, esos rehenes serán un estorbo.
—Cierto —dije con inquietud—. Y difícilmente nos llegarán más emisarios. Teodorico, te pido que me dejes ir a saber de la suerte de esos cautivos.
—¿Puedes montar, Thorn? Estás herido. —No es nada. Ya se me está curando y no me impide tomar las riendas y la espada.
—Ve, pues. Llévate una turma si te parece. El resto de los rugios del joven rey estarán deseosos de tomarse venganza.
—De momento no. Prefiero cabalgar solo. Y para saber dónde podré encontrarte, ¿me dices qué piensas hacer?
—Ja —contestó él tajante—. Pienso elevar mi espíritu haciendo una matanza. También pienso seguir creyéndome los cuentos de Tufa —añadió con sonrisa burlona.
—¿Cómo?
—Ha hablado de otra fuerza romana acampada en el río Addua, cosa que suena a verdad. Supongo que Odoacro esperará que le persiga furioso y ciego hacia Ravena, en cuyo caso avisaría a ese ejército de Addua —quizá con el sistema de señales de Polibio— para que me ataque por la espalda.
—Y apresarte en una tenaza —dije yo.
—Lo que haré es que, en cuanto esté lista la caballería de Ibba, caeré de improviso por el oeste sobre el ejército de Addua y espero con todo mi corazón poder pulverizarle. Dejaré a Pitzias y a Herduico con la infantería en Verona por si hay otras fuerzas romanas por los aledaños.
—Entonces, más vale que me marche, o habrás ganado solo la guerra antes de que regrese —dije yo, sonriendo para animarle.
Al saludar y despedirme, Teodorico estaba revistiendo la coraza, pero yo no me puse la mía y dejé en el campamento la espada, el puñal y todo lo que me habría delatado como ostrogodo y guerrero; sólo puse detrás de la silla adminículos de viaje y una espada romana corta y vieja capturada en el campo de batalla. Crucé despacio con Velox el puente del río Athesis para que no le afectara la dureza de las piedras y al otro lado, ya en la vereda de turba de la vía Postumia, le taloneé con fuerza y emprendimos el galope hacia el Sur.
Si bien se piensa, la figura humana está compuesta exclusivamente de formas convexas; en un cuerpo humano corriente y normal, bien desarrollado, hay pocas zonas cóncavas. La palma de la mano, el arco del pie, el chelidon, la axilla; ¿qué más, si no? Por eso es repelente y hasta nauseabundo —por ser extraño, inesperado y antinatural— ver una figura humana que tiene concavidades y huecos en lugar de lo que debe ser la superficie redondeada del torso y las extremidades.
Un soleado día de octubre, a unas millas al este de Bononia, en los rastrojos de un campo recién segado junto a la vía Aemilia, me detuve a ver en sus surcos más de doscientos cadáveres; la mayoría de ellos habían sido muertos de una puñalada o una espadada; una simple abertura en el lugar preciso, basta para que un hombre pierda la sangre y el espíritu. Pero las columnas de Odoacro iban a marchas forzadas y no tenían tiempo que perder, y la matanza de prisioneros se había hecho apresuradamente. Por ello, una serie de cadáveres, como el centurio Brunjo y el joven rey Freidereikhs, habían sido tan torpemente asesinados, arrancándoles la piel y la carne, que sus cuerpos tenían hoyos y concavidades parecidas a las de esos feos terrenos del karst que habíamos atravesado juntos.