IX

Después del Apocalipsis: sistemas de personajes en El doctor Moneda Sangrienta

La voluminosa obra de Dick puede clasificarse en diferentes grupos o ciclos temáticos:[430] tenemos, por ejemplo, el ciclo inicial de juegos claramente vanvogtiano, el ciclo nazi (por ejemplo, El hombre en el castillo, The Unteleported Man), un ciclo jungiano relativamente menor (del cual el mejor esfuerzo es sin duda Gestarescala) y, por supuesto, el ciclo «metafísico» más reciente, que incluye sus novelas más llamativas, Ubik y Los tres estigmas de Palmer Eldritch. En dicha perspectiva, El doctor Moneda Sangrienta [1965] puede asignarse a un pequeño grupo intermedio pero crucial de novelas escatológicas, junto con otra obra de menos éxito, Los simulacros. En estas dos novelas emerge, por primera vez, la estructura argumental desconcertante y caleidoscópica que asociamos con la producción madura de Dick. Al mismo tiempo, dicho ciclo nos ayuda a entender los orígenes y la función de esta repentina y alarmante proliferación de subtramas, personajes menores y exuberantemente digresiones episódicas, porque ambas obras dramatizan la purga utópica de un mundo caído e históricamente corrupto mediante una sobrecarga culminante final, una explosión suprema más allá de la cual emergen los esbozos de un orden social nuevo y más sencillo. Pero en ambos casos la «codificación» del mal, así como su exorcismo, es distinta: en Los simulacros [1964], éste es político y económico, y es una gran empresa, pero también la elite que ocupa el poder en el sector del ocio, la que invita a la purga; mientras que en El doctor Moneda Sangrienta, la crisis histórica se expresa mediante la familiar denuncia contracultural de una ciencia maligna o perversa (compárese con Vonnegut en Cuna de gato), emblemáticamente representada por la invención de la bomba atómica.

En este libro en particular, de hecho por primera y última vez en la narrativa de Dick, se nos hace observar un acontecimiento que de un modo u otro sirve de prerrequisito o premisa de otros libros, pero que cuando la mayoría de éstos empiezan ya se encuentra en el pasado: el cataclismo atómico, la Tercera Guerra Mundial, el holocausto a partir del cual derivan todo los peculiares futuros cercanos de Dick y en el que encuentran su sostén histórico. Sólo aquí podemos ver caer las bombas y desplomarse los edificios; de hecho, una típica escena retrospectiva aísla el momento y atrae hacia él nuestra atención con intensidad alucinatoria. Por ello querríamos preguntar, desde el comienzo, por qué esa visión de la catástrofe, en la que otros escritores de ciencia ficción no han mostrado la misma renuencia a centrarse, debería ser representada con tan poca frecuencia por un escritor que por los demás no se conoce por sus remilgos; o, por invertir el orden de prioridades, qué hay en la construcción de El doctor Moneda Sangrienta que le permite al texto presentar esta visión.

En el contexto del mundo de Dick, por la estética y la línea narrativa tan inconfundiblemente propia del autor, la materia prima de la destrucción atómica presenta problemas artísticos distintos a cualquier otra, problemas delicados y estratégicos, que afectan al propio andamiaje de la construcción novelística de Dick. En ninguna otra parte, de hecho, se revela con tanta claridad la ambivalencia fundamental de su imaginación, una ambivalencia que es, sin embargo, la fuente misma de su fuerza en otras partes y el mecanismo formativo de su invención. Porque el argumento sobre el cataclismo atómico de El doctor Moneda Sangrienta no es meramente que Bluthgeld lo considere una proyección de sus propios poderes psíquicos, sino que, a medida que avanza el libro, nosotros mismos seamos cada vez menos capaces de distinguir entre lo que me veo obligado a denominar explosiones «reales», y las que se producen dentro de la psique. Todos los lectores de Dick conocen esta incertidumbre de pesadilla, esta fluctuación de la realidad, a veces explicada por las drogas, a veces por la esquizofrenia y a veces por nuevos poderes de ciencia ficción, en la que, por así decirlo, el mundo psíquico sale y reaparece en forma de simulacro o de una habilidosa reproducción fotográfica de lo externo. En general, el efecto de estos pasajes, en los que la línea narrativa se despega de su referente y empieza a disfrutar de una especie de banda de Moebius temporal, es el de eliminar por completo el límite entre lo real y lo alucinatorio, y desacreditar la pregunta, por lo demás inevitable, planteada por el lector en cuanto a cuáles de los sucesos contemplados deben considerarse «ciertos».

En dichos momentos, la obra de Dick va más allá de la oposición entre lo subjetivo y lo objetivo, y con ello afronta el dilema que de un modo u otro caracteriza a toda la literatura moderna de importancia: la intolerable pero inevitable opción entre una literatura del yo y un lenguaje de una exterioridad impersonal, entre el subjetivismo de los lenguajes personales y las historias casuísticas, y esa nostalgia por lo objetivo que conduce fuera del ámbito de la experiencia individual o existencial hacia un lugar tranquilizadoramente estable, lógico y estadístico. La fuerza de Dick radica en el esfuerzo por conservar la posesión y el uso al mismo tiempo de sistemas de explicación subjetivos y objetivos mutuamente excluyentes. La atribución causal, por consiguiente, de las experiencias alucinatorias a las drogas, a la esquizofrenia o a la vida a medias, no es tanto una concesión a las exigencias del tipo de lectura o de explicación más antiguo como un rechazo a esa primera solución, ahora arcaica, del simbolismo y del movimiento moderno: la completa fantasía y la narración onírica. Atribuir sus pesadillas a las drogas, la esquizofrenia y la vida a medias es por lo tanto un modo de afirmar la realidad de dichas pesadillas y de evitar que las experiencias intolerables de las mismas sean desactivadas mediante la acusación de que se trata de un surrealismo inofensivo; un modo de conservar la resistencia y la densidad del momento subjetivo, de resaltar el compromiso de su obra con la alternancia en sí como contenido básico. Y esta discontinuidad coincide con nuestra existencia fragmentada bajo el capitalismo; dramatiza nuestra presencia simultánea en los compartimentos separados del mundo personal y del público, nuestra condena doble a la historia y a la psicología en escandalosa concurrencia.

Ahora, sin embargo, queda claro qué es lo específico del estallido atómico como acontecimiento literario en dicho mundo, porque con él la cuestión del referente, del valor de la verdad de la narración, vuelve con fuerza. A Dick se le hace imposible hacer lo que puede hacer en otras partes: impedir el restablecimiento del principio de la realidad y la reconstitución de la experiencia en el doble ámbito sellado de lo objetivo y lo subjetivo. Porque, al contrario que los saltos en el tiempo, las alucinaciones y los espejismos cuatridimensionales de los demás libros, el holocausto atómico es un suceso colectivo sobre cuya realidad el lector no puede sino decidir. La ambigüedad narrativa de Dick puede contener la experiencia individual, pero corre muchos más riesgos al evocar los materiales de la historia mundial, como con la imagen de una nube en forma de hongo. Y tras esta dificultad, quizá, radica el sentimiento de que el propio Estados Unidos y sus instituciones están tan masivamente situados, son tan inquebrantables, tan incambiables (excepto mediante una destrucción total), que la modificación parcial disponible en la vida privada mediante las drogas y recursos análogos es aquí poco convincente e ineficaz. ¿Cómo, entonces, consigue El doctor Moneda Sangrienta asimilar algo que en apariencia se sitúa, por definición, fuera del alcance de las posibilites estéticas de Dick?

Toda la trama de la novela es bastante convencional; seguimos a varios supervivientes de la explosión en sus diversas aventuras postatómicas, todas las cuales parecen alcanzar un clímax en la muerte de Bluthgeld (el Dr. Moneda Sangrienta del título, que supuestamente se refiere a Edward Teller), y todas las cuales tienen una especie de código en el regreso a Berkeley como una gradual reemergencia de la civilización. Pero me parece que el contenido de las aventuras individuales, y el detalle de la novela, no puede entenderse realmente mientras no nos percatemos de la presencia operativa en su interior de cierto número de sistemas de los cuales los sucesos superficiales se ven ahora como sendas combinaciones y articulaciones.

El principal, como a menudo ocurre en los relatos no realistas, los relatos no dependientes de presuposiciones lógicas y percepciones habituadas, es el formado por toda una constelación de personajes peculiares. La revelación —hecha de pasada, sin grandes aspavientos— de que la figura que da el punto de vista inicial (Stuart) resulta ser negro tiene la función de escenificar la aparición de la primera figura realmente inusual —Hoppy Harrington, a quien le faltan ambas piernas debido a la focomelia que le causó la talidomida— en la perspectiva todavía bastante «realista» y cotidiana del estigma social: ambos trabajan para un empresario que se enorgullece de dar trabajo a personas excluidas en general de la sociedad blanca estadounidense que todos conocemos. Sólo más tarde, después de que estalle la bomba, empiezan a florecer los verdaderos mutantes; pero me parece que estas primeras páginas tienen la función de empezar lentamente a separarnos de nuestro conjunto ordinario de personajes y de desprogramar nuestras reacciones tipológicas, preparándonos para un espacio narrativo en el que sistemas nuevos y desconocidos de clasificar personajes pueden operar a plena marcha, sin trabas por parte de las presuposiciones culturales y personales del lector.

El primer indicio de que estos diversos personajes no existen como meras curiosidades aisladas, como monstruos inconexos de diversos tipos, lo proporciona el destino de «el primer hombre en Marte», inmovilizado en una órbita eterna por el estallido de la guerra, que a partir de entonces circunda la Tierra como una especie de pinchadiscos celestial vagamente izquierdista, cuya tarea es la de proporcionar un repetidor de comunicaciones entre las áreas atacadas sobre las que pasa, y que el resto del tiempo reproduce horas de música grabada y lee en alto unos cuantos textos de los que dispone —La servidumbre humana de Somerset Maugham, por ejemplo— que quedan del patrimonio cultural en los albores de estas nuevas eras oscuras. Dangerfield es, por supuesto, un ser humano más o menos ordinario, pero algunos aspectos de su situación empiezan lenta —e inesperadamente— a imponer una analogía con la de Hoppy. Considérese, por ejemplo, la reflexión de Stuart sobre el carácter de éste: «Ahora, por supuesto, uno ve muchos focomelos, y casi todos en sus “móviles”, exactamente como lo había estado Hoppy, cada uno situado en pleno centro de su pequeño universo, como un dios sin brazos ni piernas».[431] Esta imagen podría también caracterizar el sagrado aislamiento de Dangerfield mientras rodea la Tierra, pero un recuerdo de niñez de Hoppy refuerza el paralelo: «“una vez un carnero me embistió y salí volando por los aires. Como una pelota” […] Todos rieron, ahora: él mismo y Fergesson y los dos mecánicos; imaginaron qué aspecto tendría, Hoppy Harrington, a los siete años, sin brazos ni piernas, sólo torso y cabeza, rodando por el suelo, aullando de miedo y dolor; pero era divertido, él lo sabía» (pp. 18-19). Esta capacidad que Hoppy tiene de lanzar cuerpos al aire como balones de fútbol resulta más tarde mortal (la muerte de Bluthgeld), pero sugiere también una afinidad quinestésica por el destino de Dangerfield, cuya vida está albergada en una unidad cilíndrica que rueda por un espacio vacío. Y cuando se recuerda que esta línea argumental alcanza su clímax en el intento de Hoppy por intercambiarse, mediante su propia voz y sus capacidades de imitación, por el enfermo Dangerfield, la analogía entre ambas posiciones se vuelve inconfundible.

Pero no son exactamente simétricos. Los sucesos posteriores, y la introducción de personajes nuevos y cada vez más extraños, parecen señalar que en todo caso, Hoppy no se parece suficientemente a Dangerfield. En esta fase, de hecho, en la creciente prosperidad postatómica del colectivo de West Mann, es como si Hoppy, con sus complicadas prótesis y sus notables habilidades para reparar e inventar, se hubiese convertido en una figura demasiado activa como para mantener la analogía con el pinchadiscos prisionero. El mecanismo productor de episodios de la novela genera entonces un nuevo ser, una réplica más monstruosa y más adecuada, en forma del homúnculo Bill, transportado dentro del cuerpo de su hermana y que le envía mensajes a ella y a los demás que se encuentran en el mundo exterior, pero tan decisivamente aislado del mundo como el propio Dangerfield.

De hecho, podría sugerirse que toda la acción de la novela se organiza en torno a este repentino cambio de relaciones, esta repentina rotación del eje del sistema de personajes del libro con la introducción del nuevo ser. Podemos describirlo como un problema de sustituciones: el error de Hoppy es creer que él es el número opuesto a Dangerfield y, como tal, que está de algún modo destinado a sustituirlo. De hecho, sin embargo, su misión en la trama es muy distinta, porque está llamado a eliminar al siniestro Bluthgeld, que todavía no figura en nuestra cuenta y cuya anomalía (paranoia esquizofrénica) no parecería una discapacidad física como la ejemplificada por Hoppy o Bill o, por extensión metafórica, el propio Dangerfield.

Pero antes de intentar integrar a Bluthgeld en nuestro esquema, enumeremos rápidamente los otros monstruos o seres anómalos que pueblan esta obra extravagante. Hemos omitido, por una razón, el ámbito de los propios muertos, al que Bill tiene acceso especial: «billones y billones, y todos distintos […] Enterrados en el suelo» (p. 136). Aquí empieza a tomar forma, por lo tanto, el mundo de vida a medias de Ubik; pero en cuanto entidades los muertos son muy distintos de Bill o de Dangerfield porque, igualmente aislados, no tienen modo de actuar o de influir sobre el mundo exterior, y ni siquiera pueden, como los anteriores, enviarle mensajes: «pasado un punto, los muertos profundamente enterrados no eran muy interesantes porque nunca hacían nada, sólo esperaban. Algunos, como Mr. Blaine, pensaban todo el tiempo en matar, y otros sólo soñaban como vegetales» (p. 155).

Por último, entre las extremas variedades de fauna mutante en el paisaje postatómico, no debemos olvidar a los denominados «animales brillantes», criaturas con habla y capacidad organizativa, como el perro parlante de Bluthgeld o los enternecedores sujetos de las siguientes anécdotas: «“Escucha, amigo —dijo el veterano—, tengo una rata de compañía que vive bajo los pilotes conmigo. Es lista; toca la flauta, no te miento, es cierto. Yo le hice una flautita de madera y ella la toca con la nariz” […] “Déjame hablarte de una rata a la que una vez vi hacer un acto heroico”, empezó el veterano, pero Stuart lo cortó» (pp. 98-99). Estos dotados animales le proporcionan a Stuart sus medios de vida, la venta de las trampas homeostáticas para alimañas de Hardy, dispositivos mecánicos apenas menos inteligentes que la presa a la que deben cazar, y que por lo tanto pueden tener el mismo derecho a considerarse otra variedad de criatura nueva.

Sugeriré ahora que todos estos seres, juntos, se organizan en permutaciones sistemáticas de un complejo de ideas o características muy limitado, que gira en torno a la idea de organismo y órganos, de aparatos mecánicos, y (en el caso de los focomelos) de prótesis. Pero los resultados de estas combinaciones son mucho más complicados que una simple oposición entre lo orgánico y lo mecánico, y el rectángulo semántico de A. J. Greimas[432] nos permite proyectar las diversas posibilidades inherentes al sistema, como se muestra en el diagrama.

Los cuatro términos autogenerados del gráfico representan las unidades atómicas más simples del sistema de personajes de El doctor Moneda Sangrienta. Pero debería señalarse que, con la posible excepción de la S (o, en otras palabras, de todos los personajes humanos normales del libro), todos forman en otro sentido mera parte del trasfondo de la obra, proporcionando una especie de nuevo medio ambiente vivo para la acción que en él se desarrolla, y marcando las coordenadas de la vida de este universo postatómico, fijando los límites dentro de los cuales se desplegará el argumento sin que ellos participen realmente en él. En particular, habrá quedado claro que ninguno de los personajes verdaderamente aberrantes arriba descritos puede acomodarse con facilidad dentro de cualquiera de los cuatro términos básicos.

Pero la capacidad generativa del rectángulo semántico no se agota con estos cuatro elementos primarios. Por el contrario, su modo específico de producción conceptual es el de construir toda una serie de entidades complejas a partir de las diversas combinaciones nuevas que lógicamente se pueden obtener entre los términos sencillos. Estos conceptos sintéticos nuevos y más complicados se corresponden con los diversos lados del rectángulo semántico, de modo que el término complejo designa una idea de un fenómeno capaz de unir en sí mismo ambos términos de la oposición inicial S y -S, mientras que el término neutral rige consecuentemente los negativos de ambos, una síntesis de los términos inferiores -S’ y S’. Técnicamente, las combinaciones respectivas del lado derecho y del lado izquierdo del rectángulo se conocen respectivamente como las implicaciones positivas y negativas, mientras que las diagonales se designan como los ejes deícticos. Algo de experimentación muestra que estas cuatro combinaciones se corresponden exactamente con los cuatro personajes o actores anómalos principales del libro.

El término complejo, por ejemplo, un ser que uniría un cuerpo humano normal (S) con una máquina o prótesis mecánica (-S), sólo puede ser el propio Dangerfield, mientras circunda eternamente la tierra unido a su satélite. La deixis negativa que emerge de la unión de una prótesis con un ser tullido (S + S’ carente de órganos) es por supuesto Hoppy Harrington, el focomelo. El neutro presenta quizá mayores problemas, en la medida en que implica la enigmática cuarta posición, -S’ + S’, en sí la negación de una negación y por lo tanto en apariencia carente de contenido positivo alguno. Pero si leemos este término particular, que no es ni organismo ni máquina, sino algo del orden de una prótesis espiritual, una especie de complemento a la existencia orgánica o mecánica que es cualitativamente diferente de ambas, percibimos la presencia de este ámbito tan característico en las obras de Dick en las que, bajo el estímulo de las drogas o del trastorno esquizofrénico, la visión, el sexto sentido, la precognición, la alucinación, son posibles. Si se acepta esta interpretación, el término neutral se entenderá como una combinación entre una simple prótesis espiritual o un poder complementario y un ser carente de órganos; y queda claro que lo que se designa sólo puede ser el homúnculo Bill, con su acceso al ámbito de los muertos y su ausencia del mundo de la existencia física. Nuestro esquema tiene la ventaja añadida de permitirnos integrar al propio Bluthgeld en un sistema más generalizado de personajes anómalos. Mientras nuestros rasgos o características básicos se limitaban a la oposición de lo orgánico y lo mecánico, el sistema no parecía tener una particular importancia para la figura de Bluthgeld. Con la idea de los poderes espirituales, su posición con relación a los demás personajes se define ahora con más facilidad, y parecería apropiado asignarle la función todavía no asumida de la denominada deixis positiva o, en otras palabras, la síntesis de S (humano ordinario) y -S’ (prótesis espiritual). Ahora su relación privilegiada con Hoppy Harrington se hace también comprensible: sólo en el focomelo recaerá la capacidad de destruir a Bluthgeld, porque Hoppy es el reverso o la imagen especular de éste; porque en apariencia Hoppy es creación de Bluthgeld, y los demás personajes creen que es el resultado genético de la notoria catástrofe provocada por la lluvia radiactiva en 1972, de la que el científico fue responsable. En realidad, sin embargo, es resultado de la talidomida de un periodo anterior —1964— y no le debe nada a Bluthgeld, a quien por lo tanto tiene libertad para aniquilar.

Podemos ahora articular este nuevo sistema de combinaciones en un diagrama. Este esquema no sólo nos permite explicar la construcción de los principales personajes de El doctor Moneda Sangrienta y comprender la relación que mantienen entre sí, sino que también nos proporciona material para captar su valor simbólico, y así finalmente para interpretar los extraños acontecimientos que la novela recuerda. La disposición sistemática aquí propuesta, por ejemplo, sugiere que los cuatro personajes se distinguen por funciones o ámbitos de actividad y competencia específicos. Si, por ejemplo, tomamos el conocimiento como tema, y examinamos en consecuencia las diferentes posiciones, descubrimos que cada una se corresponde con un tipo específico de poder cognitivo: así, Hoppy posee conocimiento sobre el futuro además de un conocimiento quinestésico y un control de la materia inorgánica; Bill, el homúnculo, posee conocimiento (verbal) sobre los muertos y conocimiento/control quinestésico de la materia orgánica. Por su parte, el psicoanálisis final a larga distancia del doliente Dangerfield sugiere que el tipo particular de conocimiento asociado con él es el conocimiento (verbal o teórico) del pasado, y que él es, por supuesto, el guardián de una cultura terrestre casi aniquilada. En cuanto a Bluthgeld, su ámbito es seguramente el conocimiento en general, los secretos teóricos de la materia inorgánica (y el control quinestésico de ésta), es decir, del propio universo.

Pero, mientras enriquecemos el contenido temático de las cuatro posiciones, parece posible caracterizarlas de un modo más general, que en última medida nos permita verlas en función de una posición temática básica y dominante. Así, cada posición o combinación parecería corresponderse también con un tipo determinado de actividad profesional: Dangerfield es entonces, como ya hemos señalado, una especie de DJ celestial, una versión entre muchas del típico famoso del espectáculo de Dick, cuya encarnación más reciente es el Jason de Fluyan mis lágrimas, dijo el policía. Opuesto a esta valoración de la palabra, Hoppy ocupa su lugar como personificación de la otra forma de actividad creativa del mundo de Dick, a saber, el manitas o inventor artesano. Las otras dos figuras no parecen a primera vista encajar muy bien en este esquema de cosas: Bluthgeld es por supuesto el prototipo de científico loco, pero más directamente, en el transcurso de la acción del libro, el psicótico y el visionario; mientras que Bill —a juzgar por las interminables conversaciones que con él mantiene su hermana Edie, para agotamiento de sus mayores— parecería mejor describirlo como un compañero de juegos imaginario.

Aun así, hasta esta aproximación sugiere algunas oposiciones temáticas mayores: hay un sentido en el que tanto Hoppy como Bluthgeld tienen como objetivo privilegiado el mundo de las cosas, que se dividen entre ellos siguiendo el eje tradicional y familiar de la actitud contemplativa y la activa. Bluthgeld, ya sea como científico o como loco, ve la estructura del mundo de un modo contemplativo, y esto sugiere que su gran pecado fue el de haber pasado, ya fuera de manera voluntaria o inadvertida, del ámbito de la contemplación al de la acción (la consecuencia de las pruebas de 1972, la Tercera Guerra Mundial). En cuanto a Hoppy, su conocimiento del futuro es, como su habilidad mecánica, sólo parte del equipamiento necesario para la supervivencia, pero sus crecientes poderes psíquicos sugieren que abusa de esta posición particular, de una manera no muy diferente a la de Bluthgeld, y plagada de peligros similares.

En la medida en que forma un apéndice estructural de Dangerfield, estoy tentado de describir al homúnculo Bill como el conocido eje que la teoría de la información proporciona entre el emisor y el receptor. Bill también envía mensajes, desde luego, pero en relación con el ámbito de los muertos su principal función es seguramente la de recibirlos, la del oyente ausente de conversaciones imaginarias, ese orificio abierto que es la función del interlocutor en todo discurso, incluso la de la soledad absoluta. En torno al personaje de Bill, por lo tanto, se articula toda la sintaxis comunicativa de las relaciones interpersonales, de modo que en este punto el eje vertical, que incluye las posiciones de Bill y Dangerfield, parece por su énfasis lingüístico distinguirse de forma muy nítida del otro eje que rige el mundo de los objetos (véase el gráfico).

El eje verbal que incluye las posiciones de Bill y Dangerfield debe ahora verse como un eje primordialmente lingüístico, y distinguirse drásticamente del eje horizontal que incluye las posiciones de Bluthgeld y Hoppy y que se refiere a la física. Además, el eje vertical Bill-Dangerfield es el del uso del conocimiento para el bienestar de la comunidad (prefigurado por el asesinato «justo», para bien de la comunidad), mientras que el eje horizontal compuesto por Bluthgeld-Hoppy es el de la perversión del conocimiento o su manipulación (incluso literalmente en el caso del «manejo» a distancia de Hoppy), que amenaza con destruir a la comunidad humana. El eje comunicativo Bill-Dangerfield, que reúne el pasado y el presente, los vivos y los muertos es, por lo tanto, lugar y portador de actividades que refuerzan la vida en la novela, mientras que el eje inorgánico o físico Bluthgeld-Hoppy es el ámbito de la locura individualista que, si no se controla, acabará esclavizando y con toda probabilidad destruyendo la vida humana en la Tierra. Claramente, la solución de Dick a los problemas político-existenciales fundamentales a los que se enfrenta la humanidad se decanta aquí por el arte y el lenguaje y no por un diagnóstico científico explícito que se encontraría de frente con el problema político. No obstante, Dick parece comprender que el campo verbal, lingüístico y comunicativo no puede por sí solo proporcionar una solución. El carácter alegre de Bill asciende por lo tanto, mediante su síntesis como mínimo aproximada de los poderes verbales y quinésicos, de las comunicaciones y la intervención física activa a la categoría de mediador definitivo, árbitro y casi podría decirse salvador en el microcosmos de El doctor Moneda Sangrienta.

Con los sistemas de personajes del libro así revelados, quizá podamos ahora intentar leer su acción en conjunto. Brevemente, puede sugerirse que el libro se organiza en torno a dos líneas narrativas, una de las cuales sigue al propio Bluthgeld y a quienes lo conocen, y la otra implica a Hoppy Harrington y sus respectivos conocidos. El narrador privilegiado o «punto de vista» de la primera trama es Bonnie, el de la segunda es Stuart McConchie. De ahí que la llegada de Stuart a la comuna del Condado de West Marin, donde vive Bonnie y donde Bluthgeld se oculta, sirva para disparar la explosiva interacción entre ambas líneas argumentales, el mortal encuentro entre Hoppy y Bluthgeld, y el resultado final.

El fin u objetivo del desarrollo de la acción es evidentemente neutralizar al peligroso y siniestro Bluthgeld y retirarlo de la escena humana en general; la complejidad de la intriga resulta de la dificultad de conseguirlo. Porque finalmente todos consideran a Bluthgeld la causa, en persona, de la Tercera Guerra Mundial; pero esta visión personalizada y maniquea de la historia nos implica en curiosas antinomias conceptuales de las que puede considerarse que el relato es un intento simbólico de solucionar. Parecería adecuado, por lo tanto, seguir a este respecto el ejemplo de Lévi-Strauss[433] en su análisis del mito como construcción narrativa de mediaciones o síntesis simbólicas cuyo propósito es la resolución, en forma de relato, de una contradicción que la cultura en cuestión es incapaz de resolver en la realidad. En el presente contexto, esta contradicción puede formularse como sigue: ¿cómo puede uno librarse de la causa de algo tan devastador como la guerra atómica, cuando —para funcionar como causa suya, en primer lugar— ese determinante causal supremo debe ser todopoderoso y por lo tanto imposible de eliminar? Por decirlo en función del argumento, el único modo de poder imaginar que un individuo como Bluthgeld sea la «causa» de la Tercera Guerra Mundial es dotarlo de un poder tan inmenso que a partir de entonces sea imposible imaginar poder alguno capaz de igualarlo. Si se quiere, la contradicción es más inherente al pensamiento liberal que a la realidad: si la política mundial no se ve como expresión de la clase y la dinámica político-económica nacional que tienen una lógica interna propia, sino por el contrario como resultado de las decisiones de agentes libres y conscientes, algunos de ellos buenos (nosotros) y otros malos (el enemigo, sea quien sea), entonces queda claro que el problema de las fuentes de poder del adversario maligno volverán una y otra vez con una especie de persistencia angustiosa e incomprensible. Como cualquier buen «izquierdista» estadounidense, por supuesto, Dick considera que el enemigo es la elite poderosa estadounidense, y en especial sus físicos nucleares; pero ese punto de vista, por atractivo que pueda ser, sigue prisionero de las mismas contradicciones básicas que la ideología liberal a la que imagina oponerse.

En la novela, la solución radica en el desarrollo de una contrafuerza, un adversario con suficiente poder como para neutralizar la magia de Bluthgeld y así destruirlo. Ésta es la función de Hoppy Harrington, y el focomelo aumenta su poder a medida que avanza el libro; objetivamente porque las necesidades de la nueva comunidad postatómica fomentan el crecimiento y la diversificación de sus especiales talentos, y subjetivamente en la medida en que la confianza en sí mismo sigue el ritmo de la inmensa gama de nuevos inventos y armas que ha podido desarrollar (algunos psíquicos). Junto con esta nueva confianza en sí mismo, sin embargo, su resentimiento también se intensifica. Cuando llega el momento del enfrentamiento con Bluthgeld, el propio Hoppy es una figura peligrosamente paranoica, potencialmente tan dañina para la comunidad como el hombre al que ahora puede destruir. Así, se produce aquí una especie de interminable regresión, en la que cualquier adversario con suficiente poder como para destruir al mal en su fuente se vuelve entonces suficientemente peligroso como para necesitar a su vez un justo castigo, y así sucesivamente (véase una de las primeras novelas de Dick, El martillo de Vulcano). La contradicción básica, en otras palabras, no se ha resuelto, sino meramente desplazado al mecanismo diseñado para eliminarla, donde sigue funcionando sin perspectiva alguna de resolución.

La elegancia de la solución de Dick a este dilema en apariencia irresoluble convierte esta novela en una especie de ilustración común del mecanismo que el estructuralismo ha adoptado como objeto de estudio privilegiado y que ha parecido subrayar un paralelismo básico entre el funcionamiento de los sistemas de parentesco y los del lenguaje, entre las reglas que rigen la entrega de regalos en las sociedades primitivas y las que funcionan en el sistema de mercado, entre los mecanismos del desarrollo político e histórico y los de la trama. Éste es el fenómeno del intercambio, y en ninguna parte es el destello entre polos contrarios tan dramático como en aquel momento de El doctor Moneda Sangrienta en el que se cuadra el círculo y la mente del malévolo Hoppy, a punto de hacerse con el mundo, es sustituida por la del homúnculo: «“Yo soy el mismo; soy Bill Keller —dijo el focomelo—. No Hoppy Harrington”. Apuntó con su extensor manual derecho. “Ése es Hoppy. A partir de ahora ése es él”. En la esquina yacía un marchito objeto de varios centímetros de largo, parecido a un amasijo; tenía la boca abierta en una vacuidad congelada. Había en él una cualidad humana, y Stockstill se acercó a recogerlo» (pp. 211-212). Lo que hace posible el intercambio es la peculiar condición del cuerpo del homúnculo, a un tiempo fuera y dentro del mundo; Bill estaba aferrado a algo real, un cuerpo fetal que murió con rapidez al ser expuesto a la atmósfera; pero en otro sentido, era el único de los cuatro personajes que carecía de cuerpo y por lo tanto podía cambiar de lugar sin el desarrollo de una elaborada fuerza contraria que pudiera después —como en la infinita regresión arriba descrita— convertirse en amenaza por derecho propio. En otras palabras, Hoppy se enfrenta a Bluthgeld en los propios términos de éste, mientras que la sustitución de Hoppy por Bill equivale a un cambio de ese sistema a uno nuevo; y esto se hace posible cuando el propio Hoppy infringe su sistema y sus poderes particulares. Porque su intención era sustituir a Dangerfield mediante la imitación, es decir, usando una habilidad verbal y lingüística muy distinta de la quinestésica con la que había batido a Bluthgeld. Pero en este punto, por lo tanto, es vulnerable al uso superior del mismo poder puramente verbal por parte de Bill, que lo intimida y lo desmoraliza con su propio uso de las voces de los muertos, y después acaba con él mediante una completa transferencia de personalidad, combinando el poder verbal con el quinestésico.

El cambio básico en cuestión podemos ahora entenderlo como sustitución de un eje por otro, el de Bluthgeld y Hoppy por el de Dangerfield y el homúnculo, el de la existencia —ya sea práctica o contemplativa— en el mundo de los objetos por el del lenguaje. El primer eje —el horizontal, en nuestra representación esquemática— está por supuesto marcado negativamente, y sus dos extremos son malignos o malévolos desde el punto de vista del relato. De ahí no se deduce, sin embargo, que el otro eje sea en contraste completamente positivo; de hecho, en la mayor parte de la novela tanto Bill como Dangerfield están inmovilizados o paralizados. Incluso al final, ambos se mantienen bajo una deprimente restricción de la movilidad y de las potencialidades humanas en general, lo cual sirve para privar a la resolución de la novela de tonos que de lo contrario podrían resultar complacientes o inaceptablemente estetizantes.

Porque, parece claro que el suceso básico visualizado en El doctor Moneda Sangrienta es la sustitución del ámbito de las cosas por el ámbito del lenguaje, la sustitución del mundo de la actividad empírica, el trabajo cotidiano capitalista y el conocimiento científico más antiguos por ese mundo más nuevo de comunicación y de mensajes de todo tipo que tan bien conocemos en esta era de consumo y servicios. En realidad, me parece que este cambio contiene muchos elementos negativos y dudosos, y que da la bienvenida a evoluciones muy poco aptas, que no son necesariamente una bendición completa. Es por supuesto la mera distinción de estos dos ejes —basada en el «hecho» de la guerra atómica— lo que permite que en El doctor Moneda Sangrienta el intercambio se produzca de manera tan asombrosa y ejemplar. Pero incluso en esta novela, hay un asomo de preocupación amalgamadora por el lenguaje y preocupación por los objetos en Bill, de modo que la solución de cambio sólo es provisional, y relativamente inestable. En este punto me gustaría volver de esta novela a otras obras de Dick para determinar si se mantiene la prioridad del lenguaje sobre los objetos. Parecería que en algunas de las otras obras (Gestarescala, por ejemplo, o más recientemente, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía), las artesanías, en especial la alfarería, se entienden como una síntesis distinta entre el arte y el trabajo, y la tendencia se desarrolla más explícitamente en el presente libro.

En todo caso, nuestro análisis no está completo hasta que volvemos de este por así decirlo nivel sobrehumano del relato —las interacciones entre los diversos términos sintéticos o complejos del sistema de personajes— a la realidad más prosaica de personajes humanos ordinarios como Bonnie o Stuart, que constituyen, como ya he sugerido, sólo un término simple entre otros en el sistema original. Ahora puede afirmarse con confianza, me parece, que lo aplicable a los demás términos simples (las máquinas, los muertos, los animales) es aplicable también a la población humana de El doctor Moneda Sangrienta, a saber, que proporcionan un telón de fondo y los espectadores y los mirones de un drama que en gran medida los supera en importancia. Así la novela registra un parentesco formal con obras anteriores de Dick, como la merecidamente olvidada Muñecos cósmicos, en la que los humanos ordinarios sirven de juguetes a fuerzas cósmicas mitológicas, la diferencia es que aquí esas fuerzas no tienen contenido teológico ni jungiano sino que se corresponden con las mismísimas realidades de la historia moderna (la técnica científica, por una parte, y la red de comunicación, por otra).

En lo que a los personajes humanos corrientes del libro se refiere, por lo tanto, el drama representado no tanto sobre ellos como entre ellos equivale a una purificación y un restablecimiento de la sociedad, al renacimiento de un Berkeley nuevo y utópico sobre las ruinas del viejo, en cuyas calles podía periódicamente verse a siniestros Bluthgelds (y seguramente la elección del sitio de ese ensayo completo de mayo de 1968 que fue el Free Speech Berkeley [«Berkeley de la libertad de expresión»] en 1963 —dos años antes de que se publicara la novela de Dick— no sea accidental y tenga implicaciones históricas que trascienden en gran medida a todos los motivos autobiográficos que puedan haber influido también). Decir que la forma social a la que corresponde la obra de Dick es la ciudad pequeña sería transmitir algo anacrónico en el presente contexto social; o en todo caso, añadiríamos que debe entenderse como la ciudad universitaria que nunca conoció el provincianismo ni la claustrofobia de las calles principales del Medio Oeste estadounidense. Y la pastoral de Dick tampoco es puramente agrícola, como el alcanzado en una especie de entusiasmo desesperado por los supervivientes de los diversos cataclismos universales de John Wyndham. Diferente de éstos, o de la pastoral de ciudad pequeña que se ofrece en las mejores obras de Ray Bradbury y Clifford Simak, es un mundo artesanal sobre cuya escasez los diversos productos básicos recobran de nuevo su verdadero valor y reafirman un valor de uso al que las cansadas sensibilidades de la sociedad opulenta, con el cerebro lavado por la publicidad, se había vuelto insensible: así ahora hay algo precioso en cada cigarrillo hecho de tabaco verdadero, y en el vaso de verdadero whisky de preguerra, mientras que hasta el lenguaje de Somerset Maugham se convierte en una especie de tesoro. La visión de refrescar nuestro propio universo paralizado y caído, de una utópica revitalización de los cansados bienes y servicios que nos rodean, la proyección de éstos en una especie de república verdaderamente jeffersoniana a salvo de la bomba atómica, es la recompensa suprema a todas esas luchas y todos esos intercambios complicados que hemos estado describiendo; y consiguen en gran medida compensar lo que de otro modo habríamos considerado un desequilibrio ideológico en la obra de Dick en general, una defensa del estatus por parte del artista y un excesivo énfasis idealista en el lenguaje y en el arte, en lugar de la acción política. La hostilidad típicamente estadounidense y «liberal» a la política está superada, creo, por esos vistazos a una colectividad reestablecida, vistazos que, en medio de todos los finales felices obligatorios de Dick, lo convierten en un anti Vonnegut, en el portavoz extemporáneo de una conciencia histórica (y utópica) distinta y superior a la limitada visión distópica y apocalíptica tan de moda hoy en día en la ciencia ficción occidental.

Arqueologías del futuro
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