II

Independientemente de todo lo demás, el relato de viajes marca la utopía como irredimiblemente otra, y por lo tanto formal o prácticamente imposible de realizar por definición. Refuerza así el secesionismo constitutivo de la utopía, una retirada o un «desligamiento» del mundo empírico e histórico que, desde Moro a la Ecotopia de Ernest Callenbach, problematiza su valor como modelo planetario (si no universal) y redirige incómodamente la mirada lectora a esa precisa cuestión de su inauguración política práctica, que la forma prometía en un principio evitar. (Estas contradicciones se modifican claramente cuando la utopía se ambienta en un futuro temporal y no en una distancia geográfica, pero después de todo el espacio se encuentra hoy de nuevo en la agenda posmoderna). Pero la política utópica tiene lugar dentro de esta separación entre la isla de Utopo, recientemente creada, y sus vecinos no utópicos; y esta separación es el punto en el que el utopismo de Moro empieza a parecer indistinguible de la práctica de Maquiavelo (cuya codificación, como ya se ha señalado, es prácticamente contemporánea del texto de Moro).

Como ocurre con la construcción imaginaria de la Quimera, sin embargo, incluso un no lugar debe reunirse a partir de representaciones ya existentes. De hecho, el acto de combinación y las materias primas así combinadas deben constituir el mensaje ideológico. No podemos intentar leer el Libro Segundo como un relato de viajes genérico sin hacer el esfuerzo de ver el lugar y percibir ese exotismo que específicamente ofrece. Yo mismo pienso en las figuras de Dante o Giotto, estatuario realista pero carente del detalle técnico y de la compleja verosimilitud de la perspectiva en el Renacimiento: formas cubiertas, cuyos trajes y pliegues marcan una relación conceptual con el mundo clásico, mientras que sus sobretonos monjiles conservan connotaciones del medioevo y del catolicismo. Pero los utópicos tendrán que conocer estos parecidos de familia por lo que vean de su visitante Hitlodeo, que trae con él tanto a los griegos clásicos como los evangelios cristianos. Confirman el parecido de familia al reconocer el cristianismo como su rasgo distintivo, y también mediante la revelación de que de hecho descienden de griegos naufragados muchas generaciones atrás. Pero si esta isla no tiene nada del exotismo empírico del México de Cortés, o de la China y el Japón a los que Colón intentó una y otra vez navegar, se encuentra, no obstante, situada en el Pacífico, entre Ceilán y América, y merece al menos cierto cociente de apropiada asociación con el Nuevo Mundo. De hecho, como Arthur Morgan señala con cierto detalle, sugiere una identificación distante con el Imperio inca, cuyo sistema social «comunista» no ha dejado de fascinar a Occidente hasta nuestro tiempo (como cuando Godelier lo reclasifica bajo la categoría del modo de producción asiático considerado por Marx).[52]

Y tampoco debemos omitir a este respecto una última asociación cultural: porque a pesar de las feroces condenas posteriores de Lutero, no puede sino transpirar del texto del amigo de Erasmo parte del espíritu de lo que sólo más tarde se llamará protestantismo, una ligera simpatía con la Reforma, fácilmente reprobada por los peligros políticos muy reales y (al menos en el caso de Moro) abierta a otras incursiones del inconsciente, en especial de naturaleza sexual (parece haber abandonado toda relación sexual a una edad relativamente temprana, y haber llevado cilicio el resto de su vida). Pero este aroma a protestantismo, aunque registrado en algunos detalles prácticos (los sacerdotes se casan, por ejemplo), debe entenderse más bien en el sentido cultural, como retorno a ese espíritu del cristianismo primitivo que también supone un descubrimiento y un nuevo entusiasmo intelectual (muy parecido a ese humanismo con el que al principio se relaciona íntimamente).

Grecia, lo medieval, los incas, el protestantismo; éstos son los cuatro elementos cruciales del texto utópico de Moro, las cuatro materias primas de su representación. Utopía es una síntesis de estos cuatro códigos o lenguajes representativos, estos cuatro ideologemas, pero sólo con la condición de que se entienda que no vuelven a plegarse en el libro sin dejar rastro, sino que conservan las disonancias entre sus distintos orígenes e identidades, revelando el constante esfuerzo de un proceso que, para empezar, intenta combinarlos sin eliminar todos los vestigios de lo que intenta unificar. Porque estos cuatro puntos de referencia incluyen superestructura y base, es decir, pasiones y movimientos intelectuales contemporáneos, o incluso modernos, junto con instituciones sociales del pasado que apenas sobreviven. Su combinación es un completo programa político y distingue implícitamente a esos espacios sociales todavía existentes en los que podrían encarnarse los nuevos valores ideológicos.

Así, Grecia significa claramente el humanismo y el entusiasmo conceptual despertado por el redescubrimiento de las posibilidades lingüísticas de las lenguas clásicas; representa una perspectiva única en la que el lenguaje y el pensamiento son de nuevo durante un largo momento inseparables, en el que la riqueza filosófica de los textos antiguos se considera unida a la riqueza estilística y sintáctica de las lenguas culturales de la Antigüedad. Norbert Elias ha observado que esta extraordinaria revitalización es comparable nada menos que con el redescubrimiento del marxismo y los grandes textos y tradiciones dialécticos en la década de 1960,[53] una exaltación que percibe un momento olvidado o reprimido del pasado como lo nuevo y subversivo, y aprende la gramática dialéctica de un Hegel o un Adorno, un Marx o un Lukács, como una lengua extranjera que posee recursos de los que carece la suya propia. El estilo del griego clásico está por lo tanto unificado con el descubrimiento de un universo conceptual alternativo (incluso la propia noción moderna de revolución del lenguaje está débilmente presente en Moro, en el tema de la lengua antigua y la moderna habladas por la población utópica),[54] y este vislumbre de la unidad fugaz entre pensamiento y sintaxis generará rápidamente la primera nueva imagen de la función del intelectual desde la visión agustiniana del sacerdocio y la aparición de las diversas órdenes. De hecho, estos nuevos intelectuales humanistas, nos dice Max Weber, reivindican su propio poder político y albergan una breve pero intensa ambición de convertirse en una nueva clase dominante, comparable a la de los mandarines chinos, igualmente centrada en los textos y preparada para asumir las funciones de una burocracia heroica.[55] Irónicamente, el propio Moro desempeña prematuramente esa función, y su trágico final ofrece al menos una metáfora del hundimiento general del proyecto político de los intelectuales humanistas (sustituidos por la más familiar y más próspera alta burguesía). Paradójicamente, aunque Utopía puede en ese sentido interpretarse como una especie de manifiesto de dichos intelectuales humanistas, la sociedad a la que representa no contiene ninguno, porque se supone que su realización debe augurar el final de todos esos proyectos políticos (utópicos).

Éste es, por lo tanto, el punto en el que una ideología humanista da lugar a una protestante, y en el que la descripción de las características políticas y económicas del sistema utópico (si se nos permite llamarlo así) da lugar a una explicación de la propia relación de dicho sistema con la religión (pluralista y deísta, pero que excluye el ateísmo) y de sus sacerdotes y órdenes seglares. En efecto, el protestantismo añade un tercer idioma (el hebreo) al doble arsenal del humanismo; y es crucial captar de qué modo estas recuperaciones (de los clásicos y del cristianismo primitivo) se consideran causas vanguardistas. Juntas constituyen el Novum del momento, es decir, una revolución conceptual e ideológica cuya innovación incluye constitutivamente en su interior la pasión y la exaltación («les grands âges sont révolus», como dice Gargantúa).

Éstos son los impulsos superestructurales de Utopía. Sus otras dos dimensiones corresponden por lo tanto a la imaginación de instituciones, y en particular de instituciones capaces de personificar el espíritu de los dos movimientos intelectuales (la República de Platón y el comunismo cristiano inicial) y de hecho de albergarlos en un espacio de posibilidad. Además, el segundo conjunto de opciones tiene la ventaja de ofrecer un imperio mundial ya existente y plenamente realizado, por una parte, y una estructura de enclave por otra, que pueden persistir localmente dentro de un espacio social de tipo completamente distinto.

Estoy tentado de ver el modelo inca como un modo de incorporar lo económico a la visión de Moro, pero también como estrategia para eliminar el problema político de la persistencia del gobernante y del centro de poder dentro de una república supuestamente igualitaria (se recordará que algunas de las interpretaciones más convincentes incluidas en el clásico de Louis Marin, Utopiques, giraban precisamente en torno al deslizamiento cartográfico entre los mercados y los centros administrativos).[56]

En cuanto a lo que yo he denominado el elemento medieval, sin embargo, debe entenderse como una institución social exclusivamente europea, a saber, el monasterio propiamente dicho. Las experiencias juveniles de Moro en un monasterio documentan su admiración por esta institución, sobre la que Weber decía que a comienzos de la Edad Media sus diferentes formas constituyeron enclaves dentro de los cuales se desarrolló la racionalidad, aislada de la sociedad agrícola circundante (piénsese, por ejemplo, en la racionalización del tiempo con el fin de organizar el trabajo y la oración por igual, y también la del espacio, en el modo en el que se construían los edificios y se disponían las plantaciones).[57] Bien pudiera ser que la eliminación de los monasterios y el pillaje de sus tesoros colectivos por parte de Enrique VIII generase la negativa suprema de Moro en mucha mayor medida que cuestiones abstractas de creencia o de autoridad papal. En cualquier caso, a menudo se ha señalado el parentesco de la estructura utópica con el monasterio, y los grandes experimentos utópicos de los jesuitas en el Paraguay del siglo XVIII aparecen como una confirmación tardía de este espíritu común (cuando no estaban de hecho inspirados por el ejemplo de su predecesor textual). En este sentido, puede decirse que la institución superviviente del monasterio desempeña en la imaginación de la utopía de Moro la misma función que la institución de los terrenos comunitarios tradicionales —el mir en Rusia, el ejido en México— desempeñó en el pensamiento socialista del siglo XIX (en buena medida también en el del propio Marx, como en la famosa carta a Vera Zasulich).[58] Y tampoco carece de importancia el que ambas realidades sociales —el Imperio inca y el complejo monástico— se encontrasen en proceso de disolución total en tiempos de Moro; el primero debido a la conquista española, y el segundo a las reformas de Enrique VIII. Podemos ver, por el impacto de la globalización en nuestro propio periodo, que los procesos históricos en los que instituciones y culturas más antiguas están siendo destruidos tangiblemente ante nuestros propios ojos tienden a despertar especiales pasiones e indignaciones políticas, algo que no me parece absurdo atribuir al propio Moro (en especial a la vista de su denuncia de los cercados en el Libro Primero).

También es importante registrar un extraordinario momento interpretativo en el innovador ensayo de Christopher Kendrich sobre Utopía, en el que los que son los mismos cuatro puntos cardinales o dimensiones del texto (no los tematiza como tales) se reinterpretan como reajustes de cuatro tipos distintos de lo que Marx denominaba modos de producción precapitalistas. El párrafo que sigue tiene suficiente importancia como para citarlo en su totalidad:

¿Cuáles son los elementos supremos de la sociedad utópica? Ésta representa una combinación imaginaria de modos de producción, incluidos los aspectos principales de al menos cuatro modos distintos. En primer lugar, sus disposiciones económicas siguen parcialmente el modelo del comunismo tribal; considérese, por ejemplo, la práctica utópica de enviar partidas al campo para desempeñar tareas agrícolas durante dos años, con la «comunalización» de la labor agraria y urbana que eso supone, y considérese la relativa arbitrariedad del hogar o la familia que se obtiene en Utopía, y el consecuente predominio de una estructura de grupo cuasitribal. El encuentro con el comunismo tribal del Nuevo Mundo provocó sin duda el comunismo utópico, pero la isla de Moro —siendo un reflejo de Inglaterra— apenas toma la impronta del tribalismo del Nuevo Mundo de un modo serio. El significado implícito más importante, que podría considerarse activado por la experiencia del Nuevo Mundo, es el de la sociedad comunal germánica (y esto es especialmente obvio no tanto en la esfera económica como en la política, es decir, en el parecido del sistema de representación política utópico con el inmemorial sistema municipal inglés). Sin embargo, el comunismo utópico difícilmente puede explicarse como una versión modernizada del sistema tribal; debe también derivarse de la representación del comunismo «consumado», un modo que puede suponerse que existía en tiempos de Moro en la medida que sus relaciones sociales forman parte inherente del modo de producción feudal. La naturaleza consumada del comunismo utópico se pronuncia en rasgos tales como la insistencia en los derechos sociales que van adheridos al trabajo, el rechazo militante a cualquier forma de posesión privada, la suposición de que existe una abundancia de bienes como premisa del sistema, y demás. En tercer lugar, Utopía «regresa» al modo clásico de producción por su hincapié en las artesanías urbanas, por la dulce razón de la hedonista filosofía utópica, y —quizá más obviamente— por su esclavitud. En cuarto lugar, la descripción se basa principalmente en el feudalismo en su representación de la unidad familiar como principal institución social, y de la religión como fuerza de cohesión social naturalmente dominante.[59]

Kendrick identifica así en el texto utópico un tipo de subestructura en la que todos los modos de producción precapitalista perviven de manera residual (en cuanto al capitalismo, Louis Marin ha detectado, como se sabe, su emergencia ausente e inminente en los huecos del mapa utópico, más notablemente en el espacio perdido del mercado).[60] El argumento es que el feudalismo tardío constituye un periodo transitorio caótico en el que sobreviven trazas de todos estos modos, y por lo tanto en el que el imaginario político puede separar lo positivo (o «utópico» en el sentido acostumbrado de la palabra) de cada uno de ellos y combinarlo para producir una síntesis de rasgos sociales deseables. En los cuadernos preparatorios escritos en 1857 para El capital,[61] Marx identificaba lo que parecían ser cinco modos precapistalistas específicos: comunismo primitivo o sociedad tribal; el modo asiático (más tarde vulgarizado por Wittfogel como «despotismo oriental»); el modo antiguo, es decir, la polis y la esclavitud en la que se basa; el modo germánico (agricultores terratenientes que se reúnen periódicamente en una asamblea o Ding); y el feudalismo. De hecho, parecería que Marx teorizase el modo asiático como desarrollo orgánico del comunismo primitivo, basándose en la continuidad de la producción agrícola como tal.[62] En todo caso, cualquier teoría futura sobre la reaparición periódica del texto utópico (y no sólo de este inaugural de Tomás Moro) deberá tener en cuenta la propuesta planteada por Marin y Kendrick de que dichas visiones, en apariencia sustanciales, derivan de la visión «caleidoscópica» de una clase «sin proyecto ni nación»,[63] es decir, sin un análisis articulado de la situación (Marin) y sin los rasgos de una estrategia política (esto bien podría caracterizar nuestras propias posiciones posteriores a la Guerra Fría y posneoliberales). En todo caso, lo productivo del texto utópico puede desde este punto de vista captarse mejor si lo consideramos como un aparato de detección para registrar las más débiles señales positivas del pasado y del futuro y para organizarlas y combinarlas, produciendo así lo que parece un cuadro figurativo. Sólo querría añadir que habrá que traducir estos elementos e impulsos a representaciones culturales e ideológicas como medio para insertarlos eficazmente en la situación actual.

Querría, por lo tanto, reinterrogar mi propia imagen de las cuatro mediaciones ideológicas de Moro y establecer su importancia para utopías posteriores y para el pensamiento utópico en general. Basta identificar dos grupos de componentes subjetivos y objetivos, de los que el primero incluye el ejemplo de especulación y exaltación conceptuales y lingüísticas junto con una visión de la purificación y la acción subjetivas del yo; y el segundo incluye instituciones planetarias y locales, ¿una estructura económica y una máquina completa de organizar y vivir el día a día?

Esquematicemos entonces estos cuatro polos como sigue, de acuerdo con el cuadrado semiótico de Greimas.[64] Primero analizaremos los impulsos gemelos del humanismo y el protestantismo como polos relacionados aunque contradictorios, por una parte el redescubrimiento del griego y, por otra, la adquisición del hebreo. Ambas posiciones y pasiones se basan por lo tanto en textos, y de hecho marcan las posibilidades históricas de los intelectuales al comienzo de la época renacentista. Su reconciliación o resolución utópica es con certeza la del propio humanismo; después de todo Erasmo, el amigo de Moro, abarcaba ambos idiomas, ambas culturas y textos, y su mediación parecía ofrecer cierta posibilidad utópica por derecho propio, hasta que la historia y los feroces faccionalismos y las guerras religiosas de la época demostraron la fragilidad de este logro (y determinaron una singular prudencia en la conducta del propio erudito). Pero yo creo que el análisis weberiano nos da una versión más asombrosa de estas contradicciones y de las síntesis que fueron imposibles de resolver y aufgehoben. Porque toda esta dimensión de nuestro cuadrado semiótico es la de las superestructuras, de las misiones y las vocaciones intelectuales del emergente intelectual laico, aunque podría describirse mejor incluso desde el punto de vista de la naciente esfera pública. Es esa esfera pública la que no consigue nacer ni en la realidad ni en la historia; esa situación de autoridad y poder gubernamental y autoridad de mandarín que los intelectuales humanistas son incapaces de alcanzar (debido también, en gran medida, al propio virus del protestantismo que la contradicción subraya).[65]

Pero hay otro elemento utópico que no debemos omitir al articular este primer nivel, porque ambos elementos se rigen por una pasión intelectual —la de reapropiación del texto original, ya sea en griego o en hebreo—, un elemento caracterizado por esa palabra enormemente sospechosa, entusiasmo. Ésta es la vocación intelectual más febril y comprometida, en la cumbre de su exaltación potencial, en una misión que más que cualquier otra parece concentrar lo que define al intelectual propiamente dicho, a saber, la relación con la escritura. No el compromiso socrático con las ideas sino, por el contrario, éste del texto y su traducción —la imagen de san Jerónimo trabajando sin pausa en su versión de las páginas sagradas, pintada por Durero— marca el espacio y la función del intelectual moderno. ¿Quiere esto decir que la utopía se define (y limita) por su determinación social como expresión de los intelectuales en cuanto casta? No necesariamente, pero ciertamente ésta lo es, y no por accidente la trayectoria de Moro —única en la primera Edad Moderna— abarca toda la gama de posibilidades de los intelectuales, desde humanista y asesor de príncipes hasta disidente y mártir.

Esta elección de términos (y he observado en otra parte que es el posicionamiento inicial de los términos el que constituye el acto interpretativo propiamente dicho) asigna, por lo tanto, el par restante a esa dimensión en la que hay meras cancelaciones de los dos primeros términos (contradictorios). Yo planteo el Imperio inca como negación en su exotismo de todo lo que el mundo clásico significa en la tradición occidental; el descubrimiento del Nuevo Mundo es, de hecho, una cancelación mucho más fundamental de la tradición clásica, inscribiendo un tipo de imperio muy distinto y un tipo de formación política muy distinta en el lugar de todo lo codificado en Grecia y Roma. De hecho, el que fuese asignado, por Maurice Godelier,[66] a la categoría marxista inicial de modo de producción asiático sugiere que, resituados en el contexto de las referencias clásicas occidentales, los incas sólo podían fantasearse desde el punto de vista de Asia, el gran «otro» de Grecia (el Imperio persa) y de Roma (los cartagineses), como en el Salambó de Flaubert.

En cuanto a los monasterios y el protestantismo, está muy claro que el segundo cancela a los primeros: la liquidación es física y subraya la separación de la Iglesia efectuada tanto por el propio Lutero como por Enrique VIII. Quiero entender el proceso de un modo más general, no como oposición entre dos principios religiosos, sino como la que se obtiene entre un tipo de dirección interna individualista y las formas comunitarias adoptadas por las órdenes. Porque es este último elemento esencialmente social el que reunirá el par de formas inferiores: las dos son representaciones socioeconómicas, y su yuxtaposición a este particular eje semiótico subraya la especificidad de ambas en cuanto modos de organización social y formas de producción y distribución económica, y no en cuanto formas de poder. Así, en este contexto semiótico (el del nivel inferior del cuadrado), el Imperio inca se hace visible como un tipo de comunismo organizado por el Estado (y no como estructura de poder imperial coronado por un rey dios); mientras que en el otro término no se sitúa en primer plano la organización jerárquica de la orden y de la propia Iglesia sino la naturaleza igualitaria de la comunidad monástica. Este nivel expresa, pues, lo que yo en el anterior capítulo denominé sistema socioeconómico, y no la temática de una forma de gobierno.

Es, por lo tanto, esto último —o lo político en su forma más especializada— lo que se inscribe en los dos ejes laterales del cuadrado, las negaciones gemelas de cada uno de los dos términos positivos. Porque aquí la combinación de los términos protestante e Imperio inca lleva al primero de éstos al ámbito del contenido de los libros sagrados hebreos, a saber, la historia de los reyes judíos; mientras que ahora la visión que tenemos de los incas rota hasta su dimensión propiamente política, esa forma única de poder imperial minimizada en el eje inferior o neutral sale destacadamente a la luz.

Mientras tanto en la otra cara del cuadrado se produce una reorganización sémica comparable, como C. S. Peirce señala en otro contexto:

Una concepción se enmarca de acuerdo con cierto precepto, [entonces] habiéndola obtenido, procedemos a observar rasgos de ella que, aunque necesariamente implicados en el precepto, no necesitarían tenerse en cuenta para elaborar la concepción. Estos rasgos que percibimos adoptan formas radicalmente diferentes; y estas formas, descubrimos, debemos particularizarlas o decidir entre ellas, antes de poder captar de modo más perfecto la concepción original.[67]

Por eso ahora, un humanismo considerado principalmente como pasión intelectual, y como proyecto de la esfera pública, se reorienta en torno a su contenido político, a saber, la estructura de la antigua polis (incluida, o no, su evolución hacia la organización política singular del Imperio romano); y por lo mismo, la orden monástica empieza ahora a exhibir su naturaleza esencialmente espacial de pequeña comunidad política en la que todos sus miembros se conocen, una especie de versión medieval de la polis.

Observamos así la aparición de una banda medieval que atraviesa el cuadrado, y separa de hecho la superestructura (el humanismo en sus formas lingüísticas, el griego y el hebreo) de algo parecido a una infraestructura en las dos formas de comunismo socioeconómico. Esta banda medieval es el lugar que ocupa lo político en nuestro sentido anterior, y la posición que aquí ocupa dramatiza su aislamiento de la vida cotidiana en la que la superestructura y la infraestructura se mezclan. En otras palabras, por razones históricas singulares, la dimensión política de la Utopía de Moro se ha disgregado de la sociedad, de modo muy parecido a la propia corte real, y de esa forma se ha abierto, como una especie de enclave, para el juego y la reconstrucción de la imaginación utópica, que combina de hecho los grupos políticos pequeños con monarquías de dimensiones completamente diferentes, en un federalismo que ejemplifica las formas de gobierno mixtas de Polibio de un modo muy distinto a las recetas normales de la tradición.[68] Los elementos heterogéneos del peculiar texto de Moro, que se combinan para producir la imagen prototípica que heredamos de él, delatan al mismo tiempo la peculiar e infrecuente constelación de elementos históricos que permiten la aparición de ese texto.

Arqueologías del futuro
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