IV
Espero, sin embargo, que algunos lectores deseen asumir la postura de que el posmodernismo en economía no es en absoluto igual que el posmodernismo en el pensamiento o en filosofía, y que el rechazo por principio al viejo «sujeto centrado» (ya sea en psicología o en ética) no debería desacreditarse debido a la reproducción de su forma en la globalización, en la empresa y en las finanzas. Ésta es una situación histórica extraña, y no siempre constituyen invectivas e insultos baratos el sostener, como algunos hemos sostenido en ocasiones, que dicha reproducción es excesivamente sospechosa e indica de qué modo el pensamiento y el arte posmodernos o descentralizados refuerzan las nuevas formas sociales y económicas del capitalismo tardío, en lugar de debilitarlas. Los nuevos valores parecen así ofrecer a menudo la formación en una nueva lógica, y de ese modo fortalecer y perpetuar tendencias en la infraestructura, de manera que lancen una duda sobre todos los programas de crítica y distancia crítica más antiguos.
Por otra parte, incluso si despojamos a dichos argumentos de su invectiva y de su referencia personal, y transformamos la actitud ridiculizadora y la acusación de intención ideológica en una descripción histórica un poco más neutral, se mantiene un temor que ahora es el del Zeitgeist: un proceso y una mutación históricos inmensos por los que todo, desde lo económico a lo filosófico, lleva el sello de la misma forma y lógica, independientemente del compromiso político e ideológico. De hecho, la presunción de que existe algo parecido a la posmodernidad siempre se ha basado en la evidencia de esas profundas modificaciones de todos los niveles del sistema que denominamos capitalismo tardío. La cuestión aquí se convierte en la de la naturaleza y la estructura de las transiciones históricas de una fase o periodo a otro.
Podemos observar también, sin embargo, que la homología de formas y estructuras entre los diversos planos socioeconómicos y culturales está en sí en función de una creciente abstracción, y de ese modo las formas de complejidad que evolucionan dentro de instituciones económicas concretas se divorcian lentamente de su fondo o contenido y, cual patrones independientes, migran a otras áreas y se ponen a disposición de diferentes usos y aplicaciones, tan plenamente en el diseño como en la organización alegórica de las propuestas científicas, o en los sistemas más recientes de la conceptualidad. Podemos incluso sentirnos tentados de trastocar el impulso del argumento y sugerir que el despliegue de dichas formas en el ámbito económico es en sí resultado de su emergencia concreta en los tipos más recientes de vida social (por no hablar de los nuevos descubrimientos en el ámbito científico).
Pero esto deja intacta la cuestión política, a saber, si bajo un régimen de reproducción [replication] sigue siendo posible la resistencia. Sigue siendo una cuestión teórica (si las homologías pueden generar oposiciones o negaciones), además de histórica (qué tipo de sistema, para empezar, es aquel en el que es posible la estandarización o la contaminación estructurales). Pero quizá necesitemos replantear todo el problema en función de nuestras anteriores oposiciones utópicas, como la vuelta de esa antigua oposición entre diferencia e identidad en la que el utopismo ha oscilado a lo largo de la historia; la adhesión de Moro (y de Platón, de hecho) a la identidad nos parece hoy muy distópica.
Creo, sin embargo, que es mejor considerar este dilema particular como parte de un debate utópico en un nuevo sector de temática que aún no hemos tocado, a saber, el de la subjetividad. Porque incluso la premisa de una despersonalización utópica fundamental adopta una posición respecto a la subjetividad y el individualismo, una posición, de hecho, más estrechamente aliada con el pensamiento posmoderno y su descentralización de la conciencia que con nociones más burguesas y humanistas, a pesar de que las formas sociales externas de Moro parecen reflejar una lógica de identidad contraria a la diferencia posmoderna.
Pero las categorías más fundamentales para cualquier análisis de la utopía y de la subjetividad considero que son las de la pedagogía y de la transición; o en otras palabras, la cuestión de la formación de subjetividades, y la de los problemas planteados por la muerte y la sucesión, por las generaciones posteriores y la relación éstas con las instituciones de la utopía establecidas por sus predecesores. Decirlo de este modo es comprender que en el socialismo estos dos polos se resumen bajo la idea de la revolución cultural: la pedagogía colectiva de los sujetos que deben formarse, o reformarse, para la vida y la actividad en el nuevo modo de producción, un proceso que se supone que garantiza después la reproducción social del nuevo mundo a lo largo de una serie de generaciones, si no indefinidamente.
Probablemente ésta sea el área en la que la preocupación moderna por la libertad, que sustituye a la antigua preocupación utópica por la felicidad, puede captarse más adecuadamente. Aunque transferible con facilidad al campo político y disponible para todo tipo de aprovechamientos ideológicos, la exigencia de libertad en la tradición utópica parece más verosímil interpretarla como irritación e impaciencia respecto a la pedagogía: con el rey filósofo, con el Estado y con sus aparatos ideológicos, con Skinner, con Moro, con las teorías de la pedagogía en general, así como una resistencia a las generaciones anteriores. A la vista de esto, parece improbable que las primeras experiencias modernas del Estado pudieran ser lo bastante directas o inmediatas como para tener influencia formativa en valores sostenidos de manera tan existencial y apasionada como los que resuenan en palabras y conceptos como «libertad»; la excepción sería sin duda la vida bajo la ocupación militar (o policial) extranjera o nacional. Esto no supone abandonar la prioridad de un inconsciente político sobre el freudiano; Sartre observó en una ocasión, con gran sensatez, que ambos reconocen a la familia como primera estructura a través de la cual se aprenden la clase y lo social junto con las estructuras del deseo.[275] En todo caso tanto la familia como el mundo oficial del Estado y de la sociedad se subsumen en el propio modo de producción. Como siempre, el determinismo y la causalidad propiamente dicha, son a este respecto más una cuestión de determinación y límites, es decir, de la disponibilidad de ciertas estructuras y del contenido de dichas estructuras o, por el contrario, de la inexistencia histórica de esas posibilidades.
Así, en tiempos recientes parecen haber surgido diversos modelos de un sistema complejo y descentralizado, cuyas versiones más antiguas, como la monadología de Leibniz, no parecen sino fantasías o anticipaciones torpes y pretecnológicas. Claramente la evolución de los sistemas cibernéticos ha ampliado lo que puede imaginarse, es decir, lo que puede esquematizarse, pero esto no quiere decir que sea la nueva tecnología en sí la que ha permitido en última instancia que apareciesen dichas esquematizaciones y su aplicación a una amplia gama de áreas distintas. Esa aplicación, ciertamente, sólo existe en la fantasía en una serie de casos; así he intentado demostrar en otro lugar que buena parte de la denominada filosofía cognitiva —el intento de «explicar» la conciencia basándose en la hipótesis del funcionamiento descentralizado del cerebro— sirve en realidad de alegoría política y ofrece modelos pseudocientíficos de lo que en realidad son sistemas políticos. Tales conjeturas científicas y filosóficas, con independencia del otro valor que puedan tener y por muy comprobables o falsificables que puedan ser en el laboratorio, constituyen también interpretaciones ideológicas diseñadas para basar un determinado sistema político en la naturaleza biológica.[276]
Esto nos conduce al que tal vez sea el debate utópico fundamental sobre la subjetividad, a saber, si la utopía en cuestión propone el tipo de transformación radical de la subjetividad presupuesto por la mayoría de las revoluciones, una mutación de la naturaleza humana y la aparición de seres complemente nuevos; o si el impulso de la utopía no se basa ya en la naturaleza humana, y su persistencia se explica fácilmente por necesidades y deseos más profundos que el presente meramente ha reprimido o distorsionado. Como ya hemos dado a entender en algunos de los capítulos anteriores, no se trata de una tensión meramente ineludible; su resolución en cualquiera de las direcciones sería fatal para la existencia de la propia utopía. En otras palabras, si se alcanza la diferencia absoluta, nos encontramos en un mundo de ciencia ficción como los de Stapledon, en el que los seres humanos ya apenas pueden siquiera reconocerse (y que necesitaría convertirse en alegoría, como hemos intentado hacer en el capítulo IX, para devolver a dicha metaforización una función antropomórfica y utópica viable). Por otro lado, si la utopía se acerca demasiado a la realidad cotidiana actual, y su sujeto empieza a aproximarse demasiado a nuestros vecinos y a nuestros conciudadanos políticamente equivocados, nos encontramos poco a poco de nuevo en una política reformista socialdemócrata común, que bien puede ser utópica en otro sentido pero que ha renunciado a su reivindicación de transformación radical alguna del sistema.
En cuanto a ese logro de una impersonalidad radical en la utopía, la eliminación de la propiedad privada del yo y la aparición de una práctica descentralizada y colectiva de las relaciones sociales e individuales, apenas correspondería, en el mejor de los casos, a una abolición de la subjetividad, sino meramente a una nueva forma de ésta, en la que el individualismo burgués —otro nombre para el antiguo «sujeto centrado» humanista atacado por la teoría contemporánea— ha sido sustituido por las «posiciones múltiples del sujeto» de la posmodernidad y el capitalismo tardío. De nuevo la idea de la reproducción del sistema se convierte en la forma definitiva de la teoría de la conspiración, y el concepto de transformación utópica se vuelve un recurso adicional en la tienda de las estratagemas y los cebos del capitalismo tardío.
Pero ya es hora de concluir este interminable inventario, y de observar que a pesar de que cada una de estas oposiciones parece enfrentarnos a una opción fundamental y a una decisión fundamental sobre la naturaleza misma de la utopía —a pesar, de hecho, de que la propia lectura o interpretación de las utopías sigue siendo letra muerta si el texto en cuestión no nos reta de modo casi visceral— bien puede ser equivocado responder al reto en sus propios términos, e incluso más equivocado intentar resolverlo mediante una u otra concesión, combinación o síntesis. En el siguiente capítulo se abordará cómo solucionar este problema.