III

Hoy se tiene de hecho una reacción peculiar ante la distopía clásica de la Guerra Fría, cuya emergencia, maniquea en todo, desde las películas de terror hasta respetables logros literarios y filosóficos, la marca como un fenómeno esencialmente de cultura de masas e ideológico. Dejando a un lado las convencionales trampas de la maldad, varios rasgos sintomáticos y paradójicos de 1984 de Orwell destacan de manera insistente. La contradicción fundamental del marco de la novela radica, como ya he sostenido en otra parte, en la incongruencia entre la avanzada tecnología de los sistemas de vigilancia infalibles y que todo lo ven, y las repetidas afirmaciones de que la ciencia no puede funcionar bajo el totalitarismo (una afirmación reforzada por la pobreza de la propia Oceanía). Las ansiedades lingüísticas de Orwell son ecuménicas y combinan una crítica a la dialéctica (la duplicidad original, en la que cualquier expresión puede tener dos significados diametralmente opuestos) con un sentido del empobrecimiento que probablemente resultase de intensificar la filosofía de la lengua común, el inglés básico, y la ética wittgensteiniana: ¡he aquí una verdadera teoría de convergencia en la que se despachan juntos el comercialismo y el empirismo anglosajones y el estalinismo!

Pero el rasgo más persistente de 1984 es la elegíaca sensación de pérdida del pasado, y la incertidumbre de la memoria. La reescritura de la historia política en Oceanía se asimila a los sueños personales de una niñez perdida: la madre y la hermanita de Winston «estaban metidas en algún lugar subterráneo —el fondo de un pozo, por ejemplo, o una tumba muy profunda— pero era un lugar que, ya muy debajo de él, estaba avanzando aún más hacia abajo».[330] Estos fragmentos líricos de la poco fiable memoria de la niñez recuerdan, sobre todo, a la constante nostalgia de La Jetée [1962] de Chris Marker, filmada en una serie de fotos fijas, que asimila igualmente un trauma personal con la devastación postatómica y una dictadura científica subterránea que sigue al fin del mundo. Pero La Jetée es también una película sobre la temporalidad propiamente dicha, en la que el impulso que mueve al inconsciente orwelliano se pone en primer plano y se plantea a la luz de un análisis implacable y una desolación del sentimiento incomparablemente desnuda.

El misterio de Orwell nos exige, de hecho, distinguir tres niveles de su obra: primero, la articulación de la historia del estalinismo que él observó y experimentó empíricamente en el plano de los acontecimientos contingentes; después, la universalización ahistórica de dicho estalinismo en una visión siniestra de la naturaleza humana como insaciable y lúcida ansia del poder y su ejercicio; y por último la fijación verdaderamente patológica y obsesiva en esta coyuntura como solución de la propia existencia del autor, su conversión en el una pasión vital. La demacrada e implacable elaboración de esta pasión se ha convertido en el rostro del antiutopismo en nuestro propio tiempo, y como representación difícilmente puede rechazarse. ¿Pero es histórica o universal? ¿Ha adoptado el antiutopismo siempre formas como ésta? ¿Existió incluso en momentos anteriores de la historia? ¿En qué medida delata la obsesión de Orwell cierta convicción de que la utopía es inevitable (y así, que es urgente advertir en vano de su inminencia)? ¿Podemos separar el antiutopismo del anticomunismo en Orwell? O, en otras palabras, ¿es su obra un testimonio de los modos inextricables en los que estos dos fenómenos se han combinado (o al menos se combinaron históricamente, empezando por Marx y llegando a ser indistinguibles en la era de Stalin)? Si la triste pasión de Orwell se ha convertido en expresión paradigmática de la Guerra Fría, ¿se ha vuelto anacrónica con la globalización? (Pensemos en el malo de Barbarella mientras se hunde en el magma: «¡Tierra, has perdido tu último Gran Dictador!»). Por último, si la pesadilla de Orwell es una expresión específica de la modernidad, ¿qué puede sobrevivir de ella en la era posmoderna?

En este punto permanece una última dificultad, la de la condición misma del temor tan profundamente insertado en las distopías, y del que Orwell parece ser la expresión más auténtica y original. No se trata de una cuestión personal o psicoanalítica, aunque está bastante claro que dichas cuestiones biográficas son del mayor interés y que las respuestas hipotéticas a ellas merecen de por sí un examen riguroso.

Pero con igual claridad el temor —que no sólo fue reconocido por todo un público de la Guerra Fría, sino que se retrotrae también a los lectores europeos del siglo XVIII, con sus pesadillas góticas de encarcelamiento y de frailes o monjas malignos— no es en absoluto una cuestión personal sino un fenómeno colectivo de considerable interés histórico. Nuestra duda metodológica o hermenéutica inmediata es, por lo tanto, por qué un afecto tan primordial no iba a merecer el mismo privilegio que le hemos concedido al impulso utópico, del que hemos insistido en que es primario, en lugar de verse reducido —a través de nociones pop-psicológicas de sublimación— a mera expresión disfrazada de otros impulsos tales como los de la sexualidad (o incluso la frustración personal). ¿Por qué no iba el terror de Orwell a quedar igualmente exento de tales diagnósticos reduccionistas?

Ciertamente moviliza todos los recursos de supervivencia, si ésta se considera un instinto. (En un grandioso momento utópico, como ya hemos visto en un capítulo anterior, Adorno sugería que la utopía estaba constituida por la desaparición en sí de este «instinto», que a él le parecía el mecanismo de defensa específico generado por la propia sociedad de clases, o en otras palabras, por todos los órdenes sociales anteriores y por el nuestro propio). En ese caso, debemos añadir que las sociedades (o, para ser más precisos, los modos de producción) también conocen un instinto de supervivencia colectivo que se despierta en momentos de peligro mortal. Significativamente, los dos despertares utópicos aquí mencionados son respuestas colectivas de la burguesía: el primero en su lucha contra el absolutismo feudal y la tiranía arbitraria, el segundo en su reacción a la posibilidad de que se instaure un Estado de los trabajadores. Este terror anula claramente ese otro impulso colectivo que es el utópico, que, sin embargo, tan irreprimible como la libido, sigue encontrando sus aportaciones secretas en lo que parece reprobarlo y negarlo de manera más fundamental: así, los opresores proyectados, ya sean de naturaleza clerical o burócratas de partido, se fantasean como colectividades que reproducen distantemente una estructura utópica, siendo la diferencia que yo estoy incluido en la estructura utópica pero excluido de los opresores. Pero en este punto la dinámica ha pasado a ser la del comportamiento de grupo, con su envidia cultural y sus políticas de identidad y racismos adjuntos.

En cuanto al Nosotros de Zamiatin, su ambigüedad es muy distinta, como ya hemos observado.[331] En esta obra no es lo personal y lo político lo que se confunden, sino por el contrario la estética y la burocracia. Ambas son después de todo producciones humanas, y el ingeniero Zamiatin es un verdadero constructivista cuyo Estado mundial es decididamente una obra de arte de la época de Malévich y el Lissitsky; el que tuviera sentimientos encontrados respecto a ella no debe usarse en su contra. Después de todo, sólo una generación antes, Worringer asoció la abstracción con el impulso de morir, en una declaración extraordinariamente influyente.[332] El Benefactor de Zamiatin no es un Gran Hermano, sino por el contrario un perentorio chef d’école como Breton o, de hecho, como el propio Malévich (un dictador de la estética que más tarde Groys reidentificaría con Stalin). Los revolucionarios de We [Nosotros] no luchan por la libertad, son iconoclastas, y la represión sexual del Estado se acerca más a los espacios higiénicos de Le Corbusier y a la condena de Loos al ornamento que a los asentamientos puritanos o los monasterios católicos. En todo caso, Nosotros es una verdadera antiutopía en la que el impulso utópico sigue activo, sea cual sea la ambivalencia, al contrario que la reacción abatida de Orwell al laborismo británico de posguerra, que es en sí un síntoma depresivo del desánimo revolucionario.[333]

Pero ambas obras dejan claro que sus supuestos temores antiutópicos no deben tomarse al pie de la letra. En este punto deseo disociar dichas consideraciones psicológicas de una fuente muy distinta de temor utópico que obtendré de las propiedades formales de este género, y en particular de ese cierre en el que tan a menudo hemos insistido: el cierre del espacio, el cierre del tiempo, el cierre de la comunidad utópica y su posición fuera de la historia, o al menos fuera de la «prehistoria» de Marx tal y como la conocemos.

Arqueologías del futuro
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