VI
¿Cuál puede ser hoy entonces la función de una entidad tan ambigua como la utopía, si no es la de pronosticar las posibilidades políticas y empíricas? ¿Puede esta función buscarse e identificarse formalmente sin adicionar uno u otro contenido local?
En una espléndida interpretación de la crítica hecha por Walter Benjamin al progreso en la «Tesis sobre el concepto de historia», Habermas ofrece una asombrosa caracterización de los efectos políticos prácticos que Benjamin esperaba que dicha crítica tuviese (debería señalarse que Habermas usa aquí la palabra «utópico» en su antiguo significado negativo):
La noción de progreso no sólo servía para convertir en profanas las esperanzas escatológicas y para abrir el horizonte de la expectación de un modo utópico [sic], sino también para cerrar el futuro en cuanto fuente de ruptura con ayuda de las interpretaciones teleológicas de la historia. La polémica de Benjamin contra la nivelación evolutiva social de la concepción materialista histórica de la historia está dirigida a dicha degeneración de la conciencia del tiempo abierto al futuro en la modernidad.[363]
Podemos dejar fuera la modernidad, y al mismo tiempo señalar la aclaración que esta lectura aporta a la crítica del progreso. Éste se ve ahora como un intento de colonizar el futuro, de devolver lo imprevisible a las realidades tangibles, en las que uno puede invertir y con las que uno puede contar, muy en el espíritu de los «futuros» bursátiles. También es útil pasar a una meditación muy distinta sobre la temporalidad (igualmente inspirada en la Escuela de Frankfurt): la de Tafuri y Cacciari, que ven este futuro neutralizado como una forma de seguro y de planeamiento e inversión, una especie de nueva colonización actuarial de lo desconocido.[364] Lo que se quiere, por lo tanto, no es sólo privar al futuro de su explosividad, sino también anexionar el futuro como nueva área para la inversión y la colonización por parte del capitalismo. Donde Benjamin observaba que «ni siquiera el pasado estará a salvo» de los conquistadores, podemos añadir ahora que el futuro tampoco está seguro, y que se compara con esa nivelación de los especuladores del suelo y los inversores inmobiliarios cuyas excavadoras derruyen todas las edificaciones características de un lugar para vaciarlo y hacerlo fungible para cualquier inversión futura, de modo que se pueda construir en él todo aquello que el mercado exija.[365] Éste es el futuro preparado por la eliminación de la historicidad, por su neutralización mediante el progreso y la evolución tecnológica; es el futuro de la globalización, en el que nada permanece en su particularidad, y todo es ahora presa justa para los beneficios y para introducir el sistema de trabajo asalariado. De hecho, la globalización en el espacio significa el abandono de estos terrenos tras un breve periodo de fuerte explotación, y presumiblemente la misma perspectiva le espera al futuro, grandes zonas del cual ya están consignadas a la basura y a la esterilidad debido a la neutralización sistemática en ellas de tónicas y tendencias que podrían de lo contrario haber producido resultados muy distintos.
Pero es crucial (en mi opinión) no confundir el ideal de «tiempo abierto al futuro» planteado por Habermas con las nociones de indeterminación o incluso impredecibilidad. Sin duda Benjamin tenía en mente la idea de la «inevitabilidad» propia de la Segunda Internacional como una de las expresiones de la idea de progreso mala (burguesa). Pero la enunciación de Habermas es mucho más precisa y convincente: el futuro como perturbación [Beunruhigung] del presente, como una ruptura radical y sistémica incluso con ese futuro predicho y colonizado que es una mera prolongación de nuestro presente capitalista. ¿No se esbozó de hecho la propia debilidad de la utopía «federal» en la última selección? Pero éste es el momento de observar que, sea como sea lo que se dé después, también registra claramente el funcionamiento de lo que hemos denominado la ilusión utópica: el archipiélago entendido como ornamento y decoración espacial. Y no sólo nuestro dualismo vuelve aquí con fuerza —táctica frente a estrategia, socialismo frente a comunismo— sino que su enigma fundamental —el misterio del novum, el contenido de una imaginación verdaderamente utópica— está en plena vigencia.
Ésta es, de hecho, la fuerza del punto de partida utópico original de Moro y la más grandiosa de todas las rupturas utópicas efectuadas por la imaginación utópica, a saber, la idea de abolir el dinero y la propiedad privada. De hecho, este programa utópico antiguo tal vez no carezca de uso incluso en pleno capitalismo financiero, en el que la moneda ha perdido importancia ante transacciones cada vez más abstractas. Aún así, los antiguos anatemas pronunciados contra el oro y las riquezas pueden de nuevo hacer visible esa fundamental alienación en la que consiste el dinero propiamente dicho. Hoy, todas las naciones del mundo, que han experimentado de un modo u otro el impacto del capitalismo tardío —desde Rusia a América Latina, desde Inglaterra a India, y desde China al propio Estados Unidos— no sólo se quejan de que se hayan acabado los valores tradicionales (de los cuales pocos han sobrevivido a la modernidad en sus formas anteriores), sino también del final de todos los valores, y de su completa sustitución por el dinero. Lo que denominamos razón cínica no es más que la ideología vacía que acompaña a las prácticas del beneficio y la obtención de dinero, y eso no tiene (y no necesita) contenido con el que disfrazarse. El dinero, por supuesto, no tiene contenido alguno, no es un código, por usar la útil terminología de Deleuze, sino un axioma; los números no tienen contenido, y las justificaciones más antiguas de Weber (el calvinismo, el trabajo duro, el ahorro) ya no son necesarias. La razón cínica no es más que este reconocimiento, y es por lo tanto una nueva forma de ideología o, si se prefiere, un nuevo proceso ideológico más que una ideología en sí. No es disfraz y racionalización, sino por el contrario claridad y reconocimiento sincero: en cuanto tal, existe en el presente puro, sin la necesidad de un gran proyecto ideológico para el futuro, ya que ganar dinero no es un proyecto sino una actividad inmanente. La gran empresa, la denominada clase dominante, tiene proyectos e ideologías: planes políticos de cambio futuro, en el espíritu de la privatización y el libre mercado. Pero la masa de personas que necesitan desesperadamente dinero, o que se encuentran en posición de ganar algo e invertirlo, no tiene que creer en una ideología hegemónica del sistema, sino sólo estar convencida de su permanencia.
En esta situación, un retorno al principio fundacional utópico de Moro —la abolición del dinero, una solución que ni mucho menos es original de él, sino que pasando por Platón se pierde en las nieblas del tiempo— demuestra paradójicamente la fuerza de una ruptura verdaderamente radical incluso en el complejo entorno financiero de la posmodernidad. Por su parte, la propuesta de abolir el dinero no sólo da contenido al proyecto más amplio de eliminar la propiedad privada: también reasienta drásticamente la perspectiva de esa abolición del mercado de la que es expresión alegórica, al tiempo que renueva y distancia, reinventa, las pasiones que constituyen la fuente suprema de estas dos ideas. El dinero, por supuesto, no es lo mismo que el capital, como Marx nos recuerda de manera incansable y vigorosa, y no sin cierta aspereza, pero por el momento lo que nos interesa es el efecto ideológico y utópico del sueño de su desaparación; junto con la sospecha de que todo lo operativo e irreal de la utopía bien puede ligarse a este error representativo fundamental sobre el propio dinero.
Por ahora las múltiples fantasías que se agrupan en torno al dinero empiezan a hacerse visibles y a que parezca deseable imaginar un mundo en el que ya no exista. Pero ahora, de hecho, cominezan a aparecer las diversas distopías críticas, que van desde las exageraciones satíricas de nuestro mundo actual hasta las distensiones y exageraciones más grotescas de lo que nos guarda la persistencia del dinero y de la mercantilización en el futuro lejano.
El experimento mental utópico, por lo tanto, que de repente elimina el dinero, aporta un relieve estético que inesperadamente pone en primer plano todas las nuevas relaciones individuales, sociales y ontológicas. Es como si de repente la estrategia utópica se hubiera transformado de nuevo en el impulso utópico propiamente dicho, desenmascarando las dimensiones utópicas de una serie de actividades hasta ahora distorsionadas y disfrazadas por las abstracciones del valor. De repente, en nuestro entorno hasta ahora contaminado surgen enclaves no alienados —como los laboratorios de investigación de Stanley Robinson (véase el capítulo II)— convirtiendo así la representación utópica en un método crítico y analítico, por el cual se miden las restricciones de la mercantilización, junto con las múltiples evoluciones liberadas por la ausencia de ésta.
Mientras tanto, así renovado, el impulso utópico vaga por una gama de relaciones duales de todo tipo, relaciones tanto con las cosas como con otras personas, hasta alcanzar una insospechada variedad de nuevas combinaciones colectivas. Y en la medida en que nuestra sociedad nos ha formado para creer que esa verdadera desalienación o autenticidad sólo existe en el ámbito privado o individual, bien puede ser que esta revelación de la autenticidad colectiva sólo exista en lo más reciente y en lo más asombrosa y abiertamente utópico: en la utopía, la estratagema de la representación por la que el impulso utópico coloniza espacios de fantasía puramente privados queda, por definición, deshecha y socializada por la propia realización de dichos espacios.
Ahora, sin embargo, la ilusión utópica se pone en movimiento, buscando aplicaciones del nuevo principio. Probablemente éstas no sean todavía fórmulas para librarse del dinero en sí, ni programas políticos prácticos. En este punto se presupone su abolición, y lo que se busca, es por el contrario, una serie de sustituciones a las operaciones (e incluso a las satisfacciones) que en otro tiempo ofrecía el dinero. Surgen aquí los sustitutos para la relación salarial, en forma de cupones y certificados de trabajo, y también para el intercambio de mercado y sus modalidades. Las preguntas sobre el consumo y sus adicciones, y también sobre la satisfacción del trabajo, al final acechan a cualquier utópico contemporáneo; y este principio utópico de la abolición del dinero empieza a competir en serio con esquemas rivales y diagnósticos opuestos, al mismo tiempo que emergen anteproyectos del orden social, junto con vestigios de la fábrica modelo, y de hecho, nuevos esfuerzos de sustituir imágenes utópicas del trabajo a domicilio o industrial por los procedimientos y los problemas cibernéticos.
Pero en esta nueva situación, en la que el dinero, entendido como objeto o incluso como sustituto de un objeto, se ha vuelto tan volátil como el propio capital financiero, empieza a plantearse la cuestión de si el dinero no se ha abolido ya de hecho a sí mismo, mediante el propio movimiento de capitales y, por lo tanto, si el punto de partida original ya era, después de todo, históricamente viable, una duda que conduce a otros temas y posibilidades utópicos, y que pone en movimiento una incansable y especulativa búsqueda utópica de otros principios fundamentales y de otros contenidos en los que pueda ponerse en funcionamiento la imaginación utópica entendida como algo opuesto a la ilusión utópica.
Así, la revitalización del viejo sueño utópico de abolir el dinero y de imaginar una vida sin él, se acerca mucho precisamente a esa ruptura espectacular que hemos evocado. En cuanto visión, solicita una vuelta a todas esas ideologías anticapitalistas más antiguas, a menudo religiosas, que condenaron el dinero, el interés y similares; pero como dichas ideologías no están vivas ni son ya viables en el capitalismo tardío global, y la búsqueda de una justificación ideológica para la abolición del dinero resulta infructuosa, esta senda conduce a un decisionismo en el que nos vemos obligados a inventar nuevas ideologías utópicas para este programa en apariencia arcaico, y en el que nos vemos arrojados hacia el futuro en un intento de inventar nuevas razones. La miseria del dinero vivida, la desesperación de las sociedades más pobres, los lamentables espectáculos que dan los medios de comunicación de los ricos, son palpables para todos. Es la decisión de abandonar el dinero, de situar esta exigencia al frente de un programa político, la que marca la ruptura y abre un espacio en el que pueda entrar la utopía, como el Mesías de Benjamin, no anunciado, no preparado por los acontecimientos, y de modo tangencial, como si se introdujera en un presente escogido al azar pero completamente transfigurado por el nuevo elemento.
De hecho, así es cómo la utopía recupera su vocación en el preciso momento en el que en todas partes se afirma dogmáticamente la indeseabilidad del cambio, como en la advertencia de Samuel Huntington, en el plano político, de que la verdadera democracia es ingobernable y que, por lo tanto, las exigencias utópicas de absoluta libertad política y «democracia radical» también deben evitarse. Tanto éxito han tenido dichas posturas en la «lucha discursiva» ideológica contemporánea que la mayoría probablemente estemos inconscientemente convencidos de estos principios y de la eternidad del sistema, e incapacitados para imaginar todo lo demás de un modo que comporte convicción y satisfaga ese «principio de realidad» de la fantasía que hemos detectado aquí.
Perturbación es, por lo tanto, el nombre de una estrategia discursiva, y la utopía es la forma que necesariamente adopta dicha perturbación. Y ésta es ahora la situación temporal en la que la forma utópica propiamente dicha —el cierre radical de un sistema de diferencia en el tiempo, la experiencia de la ruptura formal y la discontinuidad totales— tiene una función política que desempeñar y, de hecho, se convierte en un nuevo tipo de contenido por derecho propio. Porque es el principio mismo de ruptura radical, su posibilidad, lo que la forma utópica refuerza, al insistir en que su diferencia radical es posible y que hace falta una ruptura. La forma utópica es la respuesta a la convicción ideológica universal de que ninguna alternativa es posible, de que no hay alternativa al sistema. Pero esto lo afirma forzándonos a pensar en la propia ruptura, y no ofreciéndonos una imagen más tradicional de cómo serían las cosas después de la misma.[366]
Paradójicamente, por lo tanto, más que disminuirlos, esta creciente incapacidad para imaginar un futuro distinto aumenta el atractivo y también la función de la utopía. La propia debilidad política de la utopía en generaciones anteriores —a saber, que no proporcionaba nada parecido a una explicación de la agencia, y que tampoco disponía de una imagen histórica y de la práctica política de la transición— se convierte ahora en virtud en una situación en la que ninguno de estos problemas parece en la actualidad ofrecer candidatos para una solución. La ruptura o la secesión radical de la utopía respecto a las posibilidades políticas así como también respecto a la propia realidad, refleja ahora con mayor precisión nuestro actual estado mental ideológico. Lukács dijo en otro tiempo, en la década de 1960, que habíamos sido devueltos históricamente a un tiempo anterior al de los socialistas utópicos, que incluso esos elementos de una visión del futuro permanecían por delante de nosotros, todavía por reinventar, antes de que pudiéramos siquiera alcanzar una fase articulada de la conciencia y la potencialidad prerrevolucionarias tal y como las expresó en 1848 (inmediatamente antes de esa revolución) el Manifiesto comunista.[367] ¿Cuánto más cierto es esto del actual periodo en el que el capitalismo, como en el periodo industrializador inmediatamente posterior a la Revolución de 1848, se ha expandido tremendamente y ha generado una riqueza calculada para sofocar durante un tiempo la percepción de sus fallos e incapacidades?
Ahora mismo, por lo tanto, la utopía expresa nuestra relación con un futuro genuinamente político mejor que cualquier programa de acción actual, ya que por el momento sólo estamos en la fase de enormes protestas y manifestaciones, sin concepción alguna de cómo podría avanzar después la transformación globalizada. Pero al mismo tiempo, la utopía desempeña también hoy una función que va mucho más allá de la mera expresión o reproducción ideológica. El fallo formal —cómo articular la ruptura utópica de tal modo que se transforme en una transición política práctica— se convierte ahora en un punto fuerte político, ya que nos fuerza precisamente a concentrarnos en la propia ruptura: una meditación sobre lo imposible, sobre lo irrealizable por derecho propio. Sin embargo, esto dista mucho de una capitulación liberal ante la necesidad del capitalismo; es lo contrario, un hacer sonar las rejas y una intensa concentración espiritual y preparación para otra fase que todavía no ha llegado.
Quizá, de hecho, necesitemos desarrollar cierta inquietud sobre la pérdida del futuro, análoga a la inquietud de Orwell por la pérdida del pasado y de la memoria y la niñez. Esto sería mucho más intenso que la retórica habitual sobre «nuestros hijos» (mantener el medio ambiente limpio para las futuras generaciones, no cargarlas con una pesada deuda, etc.); sería un temor que ubica la pérdida del futuro y la futuricidad, de la propia historicidad, dentro de la dimensión existencial del tiempo y, de hecho, dentro de nosotros mismos. Ésta relación con un futuro amenazado y dramatizado es característica en la ciencia ficción, en especial en el viaje en el tiempo, en el que una opción distinta en el presente borra de repente todo el futuro alternativo, con todos los que en él hubiera, un genocidio comparable con destruir otro planeta, o de hecho toda otra especie, algo que todavía parecemos perfectamente capaces de hacer. Es quizá en los viajeros del tiempo de Marge Piercy (en Woman on the Edge of Time) donde encontramos la expresión más fuerte y conmovedora de este temor, así como de las incertidumbres que lo componen. La protagonista, Connie, es de hecho una psique golpeada, sedada en exceso y diagnosticada de esquizofrenia por el estamento médico dominante: ¿quién va a decir que sus visitantes del futuro no son alucinaciones y proyecciones de deseos de un caso problemático y casi perdido? Pero por supuesto, como hemos demostrado, las utopías son también en gran medida cumplimiento de deseos, y visiones alucinatorias en tiempos desesperados. Los visitantes utópicos de Connie están doblemente amenazados: por una parte, como en la más realista de las utopías clásicas, su frágil sociedad está amenazada por todas las fuerzas no utópicas y antiutópicas del mundo exterior, en esa guerra interminable que se desata en torno a todos los enclaves utópicos, en la historia real y también fuera de ella.
Por otra parte, como en el paradigma habitual del viaje en el tiempo planteado por la ciencia ficción, los utópicos de Mattapoisett están también amenazados por el presente, del que constituyen una historia alternativa que, para empezar, tal vez nunca llegue a existir. Como en La Jetée, pero en un espíritu muy distinto, tienen que llegar a enrolar el presente en su lucha por existir; pero sólo pueden aparecerse ante aquellos que ya necesitan la utopía. El atractivo de los personajes de Piercy para Connie (y para nosotros) es, por lo tanto, el mensaje secreto de todas las utopías, presentes, pasadas y futuras:
—¿Estáis realmente en peligro?
—Sí —su gran cabeza asintió con cordialidad—. Vosotros podéis fallarnos
—¿Yo? ¿Cómo?
—Vosotros, los de vuestro tiempo. Los de vuestro tiempo podéis no luchar en absoluto… Nosotros tenemos que luchar por existir, por conservar la existencia, para ser el futuro que acaece. Por eso nos hemos acercado a ti.[368]