I

Podemos empezar con la cuestión del trabajo, significativamente ausente de sus listas, pero asunto inevitable en nuestro mundo actual, amenazado tanto en el interior del Estado-nación a escala mundial por el trabajo alienado opresivo y por el permanente y masivo desempleo estructural. Podemos, pues, observar al mismo tiempo este tema en apariencia sencillo separado en dos tipos de cuestiones, una sobre la naturaleza del trabajo y la condición del ocio, y la otra sobre el pleno empleo. Al final, sin embargo, estas cuestiones se reunirán y se convertirán de nuevo en un solo tema.

Pocas fantasías utópicas son tan prácticas y de consecuencias tan potencialmente revolucionarias como la exigencia del pleno empleo, porque si hay un programa que no podría realizarse sin transformar el sistema más allá de todo reconocimiento y que al mismo tiempo provocaría una sociedad estructuralmente distinta en cualquier modo concebible, desde lo psicológico a lo sociológico, desde lo cultural a lo político, sería la exigencia del pleno empleo universal en todos los países del mundo, pleno empleo con un salario digno. Como todos los apologistas económicos del sistema nos han enseñado incansablemente, el capitalismo no puede florecer bajo el pleno empleo: necesita un ejército de reserva de desempleados para funcionar. Este primer escollo se complicaría aún más por la universalidad de la exigencia, en la medida en que el capitalismo también necesita una frontera, así como la posibilidad de expansión perpetua para seguir existiendo y sostener su dinámica interna. Pero en este punto el utopismo de la exigencia se hace circular, porque no sólo está claro que el establecimiento del pleno empleo transformaría el sistema, sino también que el sistema ya habría tenido que ser transformado, en primer lugar, para que se estableciese el pleno empleo. Yo no llamaría a esto exactamente un círculo vicioso, pero ciertamente revela el espacio de un salto utópico entre nuestro presente empírico y las soluciones utópicas de este futuro imaginario.

Mas acerca de dicho futuro, imaginario o no, desearía también señalar que vuelve a nuestro presente para desempeñar una función diagnóstica y sustancialmente crítica: de este modo poner en primer plano el pleno empleo como requisito utópico fundamental nos permite volver a las circunstancias y situaciones concretas e interpretar sus puntos oscuros y sus dimensiones patológicas como otros tantos síntomas y consecuencias del desempleo. La delincuencia, la guerra, la cultura de masas degradada, las drogas, la violencia, el aburrimiento, el ansia de poder, el ansia de distracción, el ansia del nirvana, el sexismo, el racismo: todos pueden diagnosticarse como sendos resultados de una sociedad incapaz de acomodar la productividad de todos sus ciudadanos. En este punto, por lo tanto, la circularidad histórica se convierte en una visión y un programa políticos y en un instrumento de diagnóstico y crítico.

Este tema particular también asesta un golpe mortal a un sistema que, por medio de la afinidad electiva entre la automatización en curso y una ideología de mercado centrada en los beneficios económicos y no en la producción que evoluciona con rapidez hacia la fase del capital financiero, ha producido el imperativo universal de reducir personal y una idea de eficacia basada en la exigencia del menor número posible de empleados. El nuevo imperativo se ve entonces reforzado por los bancos (y en el plano internacional por la proyección supranacional de éstos en el FMI), que pueden negar inversión y préstamos a grandes empresas que no «equilibren su presupuesto», es decir, que no muestren la voluntad de disminuir tantos trabajadores (de todas las clases, de servicios así como industriales) como sea posible. El mecanismo, por lo tanto, genera efectivamente su propia crisis en un trastrueque histórico de la estrategia de Henry Ford de crear suficientes consumidores de clase baja que compren sus productos. Aquí se genera una población que ya no puede adquirir los productos del sistema. Por otra parte, sin embargo, el nivel de vida de los países avanzados es demasiado elevado como para que sus industrias compitan con la mano de obra barata de otras partes del mundo, y por ello estos restos de la producción industrial se trasladan, primero a México y después a China, al tiempo que esperan que los salarios en los entornos adoptados suban y nuestros propios niveles de vida caigan, de modo que podamos empezar el ciclo de producción aquí de nuevo desde el fondo.

La utopía del pleno empleo atraviesa estos dilemas sin resolverlos; en efecto, da por supuesto que el sistema ya se ha transformado de tal modo que permite una vez más el pleno empleo. Al mismo tiempo, como resolución, moviliza ansiedades existenciales profundamente asentadas, porque, a pesar de la probabilidad de que la mayoría de los lectores de este libro estén aún empleados, todos conocemos el temor al desempleo, y no desconocemos la miseria psíquica que supone el desempleo crónico, la desmoralización, los efectos mórbidos del aburrimiento y el desperdicio de energías vitales y la ausencia de productividad que éste provoca (y esto, a pesar de que tendemos a captar esas cosas en modo burgués e introspectivo).

Ahora, sin embargo, necesitamos ver cómo genera esta particular metáfora utópica su propio opuesto, porque en la medida en que el acento se sitúa en la búsqueda de una solución al desastre del desempleo permanente, también tenemos a mano uno muy distinto, y es el del salario mínimo garantizado, algo que en ocasiones han propuesto algunos elementos de izquierda, pero que parecería constituir una solución más clásicamente de derecha, por no decir fascista, al estilo romano de pan y circo. A este respecto el exceso de riqueza del Estado y sus mecenas está perceptible y tácitamente motivado para producir los consumidores necesarios para mantener el sistema en funcionamiento y absorber la producción. Es una solución que también ha tenido sus defensores utópicos, y parece recordar todas las utopías de trabajo voluntario que se enorgullecen de la realización del lema comunista supremo: «a cada uno de acuerdo con sus necesidades». Estas utopías no están en general obligadas a garantizar el trabajo de modo draconiano: el ostracismo (como en Los desposeídos de Le Guin), junto con la crisis ecológica desesperada, bastan. O por el contrario se fantasea con que esta sociedad se encuentre en un estado de producción —¡y automatización!— tan elevado que la maquinaria produzca la abundancia necesaria no sólo con un mínimo de trabajo humano, calculado variablemente de dos a seis horas diarias,[240] sino también debido en algunos casos a la reducción de los lujos y el consumo, y a la «reeducación del deseo», la reeducación de la población en cuanto a las necesidades básicas (Morris, Callenbach). Pero esa reeducación, y su posibilidad, exige una presuposición fundamental que no ha carecido de oposición y que examinaremos enseguida.

Por lo demás, la utopía de la abundancia y del ocio absoluto es antigua: el famoso pays de Cocagne refleja, de hecho, una ideología campesina en la combinación del hambre y el trabajo agotador, con cuya desaparición fantasea.

Ah! Those chambers and those halls!

All of pastries stand the walls,

Of fish and flesh and all rich meat,

The tastiest that men can eat.

Wheaten cakes the shingles all,

Of church, of cloister, bower and hall.

The pinnacles are fat puddings,

Good food for princes or for kings.

Every man takes what he will,

As of right, to eat his fill.

All is common to young and old,

To stout and strong, to meek and bold.

Yet this wonder add to it

That geese fly roasted on the spit,

As God’s my witness, to that spot,

Crying out, «Geese, all hot, all hot!»

Every goose in garlic drest,

Of all food the seemliest.

And the larks that are so couth

Fly right down into man’s mouth,

Smothered in stew, and thereupon

Piles of powdered cinnamon.

Every man may drink his fill

And needn’t sweat to pay the bill.[241]

¡Ah! ¡esas cámaras y esos vestíbulos! / de pasteles todas las paredes se alzan, / de pescado, ave y todas las ricas carnes, / los más sabrosos que los hombres puedan comer. / Pasteles de trigo las tablillas todas, / de iglesia, claustro, enrejado y vestíbulo. / Los pináculos son gruesos búdines, / comida buena para príncipes o reyes. / Todo hombre toma lo que quiere, / por derecho, para comer a placer. / Todo es común para jóvenes y viejos, / para gruesos y fuertes, para tímidos y osados.

Pero esta maravilla se añade: / que los gansos vuelan asados en el espetón, / sea Dios mi testigo, en ese punto, / gritando, «Gansos, ¡todos calientes, todos calientes!» / Cada ganso aliñado con ajo, / de todas las comidas la más decente. / Y las alondras que son tan refinadas / vuelan directamente a la boca del hombre, / ahogadas en guiso, y después / pilas de canela en polvo. / Todo hombre puede beber hasta hartarse / y no necesita sudar para pagar.

En nuestro tiempo, en sociedades de alta productividad, también se fomentan fantasías de vida de enclave, como en la contracultura estadounidense de la década de 1960, en la que apenas un mínimo es necesario para sobrevivir y conducir a un tipo distinto de vida utópica dentro del criterio estadounidense de riqueza capitalista. Estas utopías son con seguridad de naturaleza explícita o implícitamente colectiva: las medievales, como es obvio, dan por sentadas la aldea y las colectividades más antiguas, mientras que las versiones contemporáneas presuponen una especie de red clandestina secreta dentro del Estado oficial; sendas comunidades clandestinas de naturaleza utópica oculta florecen más allá del alcance de éste e invisibles a sus órganos de supervisión. La «delincuencia» es a este respecto lo que define la ley y la legalidad de ese Estado oficial, que puede pasarse por alto en nombre de la lealtad al clan pero que también, en una especie de inversión dialéctica y de paradoja, puede ofrecer una nueva forma de trabajo colectivo.[242]

Pero ¿no era el fin último de los grandes movimientos socialistas librarse, en primer lugar, del trabajo? ¿Y no es una cierta contradicción —si no, de hecho, una admisión directa de la derrota— que dichos movimientos pidan el empleo universal y el trabajo asalariado en todo el planeta? De hecho, ¿no escribió el propio yerno de Marx un panfleto titulado El derecho a la pereza?[243] ¿y no han contemplado con cierta amplitud los teóricos socialistas contemporáneos más consecuentes la ambivalencia del «futuro sin trabajo», que es al mismo tiempo pesadilla y «promesse de bonheur»?.[244]

A buen seguro, sin embargo, la simple distinción entre trabajo alienado y no alienado[245] basta para cortar este nudo gordiano y resolver lo que parece una contradicción fundamental entre los partidarios del trabajo y los partidarios, si no del reino de la libertad, al menos sí del tiempo libre. Pero temo que la contradicción sea más profunda, y que la distinción asignada por el concepto de alienación no baste para disimular estos impulsos ideológicos enfrentados y más profundos.

Hay de hecho a este respecto una valorización de la producción y de las concepciones modernas de productividad que es claramente incompatible con la recuperación de Rousseau y con imágenes tales como la que Marshall Sahlins nos ofrece de la «primera sociedad rica»:

Cuando Herskovits estaba escribiendo Economic Anthropology [1958], era práctica antropológica común tomar a los bosquimanos o a los nativos australianos como «ilustración clásica de un pueblo cuyos recursos económicos son de los más escasos», tan precariamente situado que «sólo la aplicación más intensa hace posible la supervivencia». Hoy la opinión «clásica» puede invertirse con justicia, por pruebas obtenidas en gran medida de estos dos grupos. Puede plantearse con conocimiento de causa que los cazadores recolectores trabajan menos que nosotros y, en lugar de un trabajo continuo, la búsqueda de comida es intermitente, el ocio abundante, y hay más cantidad de sueño diurno per cápita al año que en cualquier otra condición de la sociedad.[246]

En la década de 1960, esta incompatibilidad se expresaba en la caracterización cada vez más generalizada del marxismo como una ideología productivista que combinaba las versiones más intensas de la ética del trabajo «protestante» de Max Weber (se recuerda con frecuencia la admiración que Lenin y Gramsci sentían por el taylorismo y el fordismo) con una dominación más propiamente «prometeica» de la naturaleza.[247] Hay, a buen seguro, otros marxismos muy distintos (que también incluyen tendencias utópicas dentro del propio marxismo soviético),[248] pero nuestro interés por este tema no radica en la precisión de ambas posturas interpretativas, sino en sus motivaciones más profundas y en su estructura fantástica.

De hecho, a continuación podría detectarse un impulso cristiano y ascético, automaltratador y cargado de culpa, en esa exigencia del trabajo especificada en muchas utopías iniciales; un impulso —la maldición del edén perdido, el castigo del «sudor de tu frente»— que parece validar ampliamente la especificación religiosa de Weber en su moderna ética del trabajo. Como se ha mencionado en un capítulo anterior, hasta el epicureismo oficial de la sociedad imaginaria de Moro está en cierta medida teñido del idealismo filosófico del autor, así como de su nostalgia por el monasticismo y el famoso cilicio (no se sabe con seguridad en qué fecha comenzó a llevarlo). Pero también se pueden aducir explicaciones muy distintas para dicho «productivismo» (e incluso, quizá, para las tradiciones religiosas que supuestamente lo motivan). De hecho, cualquier inspección de los materiales de la derecha contemporánea delatan con mucha frecuencia las profundas ansiedades de lo que podría ocurrirle al orden social si sus instituciones de represión y disciplina, de trabajo obligatorio, se relajan; mientras que cualquier alerta lacaniana observará de inmediato que la envidia por la jouissance de otros, de los perezosos y de los miembros supuestamente «improductivos» de la sociedad, es de hecho una fuerza explosiva.[249]

Tal vez ahora podamos volver a la distinción entre trabajo alienado y no alienado de un modo nuevo, acudiendo a su genealogía. La innovación aportada en 1844 por Marx fue, de hecho, la de haber proporcionado una cuádruple explicación sobre la naturaleza de la alienación (el trabajador es alienado de sus herramientas, de su producto, de su actividad productiva y de su ser especie propiamente dicho, o en otras palabras, de los demás trabajadores). Pero esta explicación concreta de la alienación nos deja, en el mejor de los casos, una imagen psicológica y reactiva de lo que podría ser el trabajo no alienado: un control sobre el proceso de producción, por ejemplo; una participación en el producto; una solidaridad con otros trabajadores; y quizá una sustitución innovadora de la concepción estática de la propiedad que se da a entender en la descripción negativa por una nueva, organizada en torno a la experiencia del proceso y a las categorías de la colectividad.

Pero el motivo de la nueva explicación de la alienación —para la que Marx se basó significativamente en Hegel— debe buscarse en un momento anterior del idealismo alemán, a saber, la teorización del juego [Spiel] por parte de Schiller como una trascendencia de la división kantiana de las facultades.[250] Schiller intenta, de hecho, completar política y socialmente ese movimiento interpretativo de acuerdo con el cual la Crítica de la razón pura de Kant se consideraba el eslabón entre las otras dos críticas, y la estética de éste se veía como un puente entre su crítica de la epistemología y su ética. El intento atestigua, por lo tanto, la tentación de dar una solución estética a los dilemas de lo que sólo después se denominará alienación, y el concepto de juego establecido por Schiller —una idea muy distinta de la que encontraremos en la estética de Kant o de Hegel— se convierte en predecesor de la política estética de Ruskin y, siguiéndolo a él, de Morris; una en la que el trabajo no alienado puede por fin encontrar un análogo positivo en el arte propiamente dicho, quedando entendido que para los teóricos posteriores la estética encuentra su paradigma en la arquitectura y la construcción (y en el caso de Morris en el diseño) y no en las artes más individualistas. Es ésta una valorización de la producción que volverá en la década de 1960 con la visión utópica de Herbert Marcuse, inspirada por los happenings contemporáneos, de estetización de la propia vida cotidiana. Y éste quizá sea también el momento para observar que las teorías estéticas parecen seguir a las utópicas a cada momento, y ponerse a disposición de verosímiles resoluciones de dilemas utópicos por lo demás contradictorios.

Por el momento, sin embargo, es importante señalar que tanto la política estética de Ruskin como la de Marcuse son respuestas a una evolución históricamente nueva de las situaciones sociales abordadas por anteriores pensadores utópicos, y ésa es la aparición de la tecnología industrial. En particular, la visión utópica de Marcuse está específicamente posibilitada por su convicción de que el estado de productividad alcanzado en la década de 1960 sería capaz, cuando se organizase y gestionase adecuadamente, de alimentar a toda la población del mundo y de abolir el hambre y la necesidad.[251] Este optimismo tecnológico, que parece haber durado hasta finales de la década de 1970, al menos en Estados Unidos, fue entonces brutalmente eliminado por la revolución neoconservadora y sus efectos secundarios —la deuda, la explosión demográfica, el fracaso de la modernización— en el Tercer Mundo y posteriormente en el Segundo.

La separación entre el tema de la tecnología y de la invención, por un lado, y el tema de la «fealdad» de la fábrica y del trabajo industrial, por otro, puede así ofrecer, en ocasiones, el alivio de un deus ex machina a dilemas utópicos más modernos. Véanse esos «vehículos de fuerza» misteriosos que proporcionan el transporte de mercancías en la «ninguna parte» del por lo demás antitecnológico Morris.[252] Obsérvense también las computadoras que organizan la asignación de trabajos en Los desposeídos de Le Guin, y el heyimas o centro de comunicaciones que más paradójicamente se encarga de la dinámica de sus aldeas premodernas, protoindígenas, en El eterno regreso a casa.[253]

Pero siguen siendo computadoras relativamente primitivas, y me parece justo sugerir que la nueva oleada de producción utópica a finales de la década de 1960 no llega a la era cibernética, y no consigue aprovechar sus nuevos recursos propiamente utópicos. Éstos ciertamente se expresan, como impulso utópico, en movimientos como el del ciberpunk y en todos esos tipos de fantasías utópicas relacionados con Internet,[254] pero, por el momento, el resultado principal no parece haber sido tanto la producción de nuevas visiones de organización social y de relaciones sociales como el de volver anacrónicas e insulsas las antiguas nociones industriales de trabajo no alienado.[255]

Sin embargo, el efecto negativo de las representaciones más antiguas persiste y ha sido desplazado del ámbito de lo industrial al de la producción informativa, como corresponde a la era cibernética. Pero en este punto, más que evocar el trabajo alienado podríamos hablar, por el contrario, del ocio alienado, porque en él encontramos esa dimensión de la producción industrial a partir de ahora conocida como los medios (un término que abarca toda una serie de fenómenos comunicativos, desde los automóviles hasta las superautopistas, la radio y la televisión), y ésta es el área en la que las utopías preindustriales y postindustriales afrontan su reto más profundo. Morris, de hecho, no tenía que preocuparse mucho por la cultura de masas, que él esperaba que fuese eliminada gradualmente por las nuevas relaciones sociales y la vuelta a la artesanía y a la satisfacción del trabajo verdaderamente estético.

De hecho, es en la derecha en primer lugar donde las ansiedades políticas y sociales asociadas a «las masas» adoptan una dimensión propiamente cultural. Porque ahora el tiempo libre que Moro proporcionaba a sus utópicos para ocupaciones espirituales e intelectuales se ha transformado en la mercancía del «ocio» y está siendo rápidamente colonizado por la industria del entretenimiento. Las críticas derechistas resultantes a una «cultura de masas degradada» (en Heidegger, T. S. Eliot, Ortega y Gasset) se caracterizan por la omisión de cualquier debate sobre el capitalismo y la eventual transferencia de esta particular forma de entropía a uno u otro sistema distópico del que, a buen seguro, Un mundo feliz [1932] de Huxley es el poema épico.[256] En la izquierda, similares ansiedades se expresan en la imagen que Stapledon da en Hacedor de estrellas [1937] de su «otro mundo», cuyos habitantes se vuelven tan adictos a las ventajas tecnológicas de su sistema de degustación telefónica que acaban pasándose toda la vida en la cama. La «industria de la cultura» [1947] de Adorno y Horkheimer teoriza, por lo tanto, sobre la estructura de la mercantilización de la cultura y proporciona una eficaz visión distópica de la alienación del ocio bajo el capitalismo, que no se ve especialmente aliviada por descripciones alternativas de una cultura socialista (y principalmente estalinista), y que entrega su antorcha distópica a teorías críticas más contemporáneas, tales como las halladas en La sociedad del espectáculo [1968] de Debord, y en Baudrillard, donde se descubre que la fase final de la materialización de la mercancía es la imagen, y en último término el simulacro.

La imagen cancela la distinción más antigua entre mente y cuerpo, entre trabajo intelectual y trabajo manual, en la que se basaba el humanismo filosófico de la teoría del trabajo no alienado. La cultura de masas mercantilizada es, de hecho, al mismo tiempo superestructura e infraestructura; su consumo, de acuerdo con Adorno y Horkheimer, es tanto cuestión de producción como de consumo («la tecnología de la industria cultural se limita a la estandarización y a la producción masiva y sacrifica lo que en otro tiempo distinguía entre la lógica del trabajo, por un lado, y la lógica de la sociedad, por otro»).[257] El retorno utópico a la antigua distinción platónica entre la felicidad verdadera y la falsa, como en Marcuse, es tachado ahora de humanismo por una cultura de masas que florece hasta convertirse en posmodernidad plena, y desenmascarado como el elitismo de intelectuales que intentan hacerse pasar por reyes filósofos. Mientras tanto, en la pesadilla de la vida social entendida como una orgía televisada durante mucho tiempo (en la trilogía Heliconia [1982-1985] de Brian Aldiss) la oposición entre puritanismo y hedonismo vuelve con fuerza, sugiriendo que la utopía del pleno empleo, e incluso del trabajo no alienado como tal, está motivada por un idealismo reacio a confiar en una pecaminosa especie humana con el envenenado don del tiempo libre.

Arqueologías del futuro
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