V

El gran cisma

Si la utopía es de hecho «un subconjunto socioeconómico de la ciencia ficción»,[116] el nuevo e inesperado conflicto terminológico la enfrenta con lo que hoy se identifica genéricamente como «fantasía», que de hecho tiene un linaje histórico más antiguo que la propia ciencia ficción (a la que convencionalmente se le asigna la fecha inaugural de 1895 [La máquina del tiempo de Wells] o bien la de 1818 [el Frankenstein de Mary Shelley]). Sean o no legítimas, las pretensiones científicas de la ciencia ficción prestan al género utópico una gravedad epistemológica que cualquier parentesco con el género fantástico no puede sino debilitar y deshilachar seriamente: las asociaciones con Platón o Marx son credenciales más dignas para el texto utópico que los viajes fantásticos a la luna en Luciano o Cyrano. Parecería, por lo tanto, que necesitamos dar un pequeño rodeo por este nuevo debate genérico, abordando primero las diferencias estructurales que deben establecerse entre la ciencia ficción y la fantasía, antes de tocar la importancia que la segunda tiene para el utopismo y la construcción utópica.

En años recientes, con toda seguridad, la competencia entre la ciencia ficción y la fantasía —que ha evolucionado en gran medida en beneficio de la segunda, especialmente entre los jóvenes lectores de innumerables series con múltiples volúmenes— parece haber adoptado sobretonos de esa amarga oposición entre la alta cultura y la cultura de masas, crucial para la autodefinición de una alta modernidad pero mucho menos importante para su avatar posmoderno. La disminuida ciencia ficción «seria» no sólo se ha visto superada con creces por la literatura fantástica en las listas de ventas, sino que ahora tiene un seguimiento especializado que apenas se puede comparar con los lectores adquiridos por Tolkien (a título póstumo) o por Harry Potter (muy actual, por cierto). El creciente número de películas basadas en la obra de Philip K. Dick no ha fomentado especialmente una reevaluación de esta gran figura literaria estadounidense (en especial porque hasta la mejor de estas adaptaciones, Blade Runner [1982] de Ridley Scott, ofrece una elegante melancolía futurista muy distante de su fuente literaria, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? [1966]. Pero ni siquiera un público masivo parecería justificar comparaciones amplias entre los actuales superventas fantásticos y la locura utópica inspirada por El año 2000 de Bellamy. En cuanto a Morris, junto con Le Guin, uno de los pocos que practican la utopía y la fantasía por igual, su logro utópico no está especialmente resaltado por una adhesión a la fantasía o al romance medieval que tiende a dar a Noticias de ninguna parte un reenfoque idílico o pastoral.

La fantasía tiene de hecho, como género, afinidades más fuertes con el contenido medieval que con las formas renacentistas, y éste será de hecho uno de los temas explorados a continuación, en especial a la luz de las corrientes medievales que siguen primando en la Utopía de Moro. Pero también quiero tratar otras dos características estructurales de la fantasía que contrastan agudamente con la ciencia ficción y también pueden servir de differentiae specificae de este género, a saber, la organización de la fantasía en torno al binario ético del bien y el mal, y la función fundamental que asigna a la magia.

Volveremos a la magia enseguida. En cuanto a la ética, sin embargo, no parecería especialmente necesario, después de Nietzsche, hablar sobre su regresividad; pero quizá el argumento de Nietzsche sólo está reforzado por la perpetua necesidad de plantearlo.[117] Él mismo intentó golpear en el corazón del cristianismo demostrando la agresividad inherente a su imperativo de la caridad: el hacer el bien a otros no sólo garantiza la gratitud de éstos y por lo tanto mi poder sobre ellos sino que, en la visión histórica más amplia de Nietzsche, el amor vecinal desarma a los fuertes e inaugura la nueva religión de los débiles. Más recientemente, Sartre analizaba la función del binario ético como un modo de garantizar la centralidad del yo y sus ideologías y marginar literalmente al otro, que se convierte en el emplazamiento del mal. Foucault elaboró este punto de vista, convirtiéndolo en una investigación de las operaciones policiales inherentes a la oposición entre el bien y el mal, y la institucionalización de la norma sobre lo anormal y la excepción. Pero quizá los comentarios de Freud citados en el capítulo anterior basten para subrayar el espíritu esencialmente infantil de una oposición entre héroes y villanos que reconfirma la perspectiva narcisista del yo sobre otras personas y otras realidades.

El material medieval, además de una nostalgia cristiana (o incluso anglicana) especialmente pronunciada en Tolkien y sus seguidores, así como en la serie de Harry Potter, debe distinguirse radicalmente del historicismo que funciona en la tradición de la ciencia ficción, que gira en torno a un marco formal determinado por conceptos sobre el modo de producción y no sobre los de la religión. No puede decirse que una obra como la destacable Pavane [1968] de Keith Roberts, en la que el triunfo de la Armada Invencible española garantiza en Inglaterra un dominio católico esencialmente medieval hasta bien entrados tiempos cronológicamente modernos, exprese nostalgia alguna por esta historia alternativa en mayor medida que el cognado Qué difícil es ser Dios [1964] de los hermanos Strugatsky (y de hecho la mayoría de dichas «historias alternativas», desde el ciberpunk de libros como La máquina diferencial [1990] de Gibson y Sterling hasta la trilogía de Heliconia [1982] de Aldiss, El crisol del tiempo [1983] de Brunner, o Tiempos de arroz y sal [2002] de Kim Stanley Robinson, todavía rinden tributo a los valores de la Ilustración).[118]

No obstante, lo que yo caracterizaría como modo de producción estético comparte con el historicismo de la fantasía una percepción casi visceral de las deficiencias químicas de nuestro presente, al que ambos ofrecen compensaciones imaginarias, si bien de tipos muy distintos. Los diversos historicismos de la ciencia ficción —imperios romanos galácticos, fantasmagorías orientalistas, mundos de samuráis, fundaciones corporativas medievales— se mantienen al mismo nivel que las imágenes de uno u otro futuro fantástico y, sean cuales sean sus detalles más fantásticos, como los gusanos productores de la especia en el Dune de Frank Herbert [1965], refuerzan los componentes de una situación esencialmente histórica, en lugar de servir como vehículos para las fantasías de poder. La notable construcción ecológica de Herbert ofrece de hecho un revelador contraste textual con mundos similares fantásticos del tipo de la «espada y la brujería». Incluso la reveladora figura del sabio redentor, común a otras muchas obras de ciencia ficción de la década de 1960 como Forastero en tierra extraña [1961] de Heinlein,[119] se mantiene como símbolo de esa era histórica y expresión de un sentimiento de inminente cambio casi utópico, y no como una figura del tipo formulario y en serie de los personajes fantásticos donde, como en la separación de funciones indoeuropea de Georges Dumézil, el héroe guerrero tiende a disociarse radicalmente del sacerdote mago (algo que examinaremos enseguida). Por su parte, la ciencia ficción posmoderna, y en especial el ciberpunk de Bruce Sterling, muestra un apetito en apariencia insaciable por las visiones historicistas de otros modos de producción, un fenómeno sin duda relacionado con ese género posmoderno que en otra parte he llamado cine de la nostalgia.[120] Pero esta ciencia ficción busca con avidez los rasgos empresariales del pasado y del futuro y, sea o no neoconservadora, desde luego no es técnicamente reaccionaria como la fantasía.

De hecho, ésta respira una atmósfera medieval más convencional y pura, y sueña con esta visión ahistórica siguiendo líneas agudamente articuladas, desde la religión hasta la vida aldeana, desde la superstición y las leyendas hasta los grandes enfrentamientos entre la nobleza y el campesinado. Es más apropiado clasificar estos estratos como castas, no como clases (en el sentido capitalista industrial moderno del término), en la medida en que se caracterizan por una percepción de la diferencia física y mental análoga a los racismos modernos (aunque no idéntica a ellos). De hecho, uno de los rasgos fundamentales que diferencian la casta de las nociones modernas de raza y clase radica en la cultura específica atribuida a cada una de estas poblaciones estructurales del feudalismo. Que la casta hegemónica generase su propia estética apenas sorprende, aunque la arrogancia macabra de la aristocracia medieval, con su culto samurái al honor y a la masculinidad, es obviamente muy distinta al espíritu de la posterior cultura burguesa dominante. Pero es en la cultura del campesinado donde encontramos los rasgos más originales de la vida medieval, sobre todo cuando la comparamos con las vidas exhaustas y alienadas de los obreros fabriles modernos, a quienes el socialismo (y con posterioridad la cultura de masas) debe primero aportar la cultura desde el exterior. Con su secretismo y su «cobardía» brechtianos, su mutismo y su apego a los ritmos taoístas de la naturaleza, su homenaje secreto a la figura primordial del embaucador, la cultura campesina constituye, sin embargo, una negación fundamental de sus amos aristócratas, a los que repudia.[121] La oposición entre estas dos estéticas de casta atraviesa, de hecho, la propia religión, en la que la riqueza de la iglesia y de sus príncipes, así como sus suntuosos rituales, su dios torturado y su obsesión por el pecado y el juicio contrastan drásticamente con la supervivencia de los antiguos cultos a la naturaleza entre el campesinado, junto con la feliz pobreza de la orden franciscana, y la rebeldía plebeya de las fiestas y de los grandes peregrinajes. Cada una de esas culturas proyecta entonces sus formas y sus géneros específicos, y la chanson de geste expresa los valores de los barones feudales con tanto dramatismo como el cuento de hadas expresa las esperanzas y las creencias de los campesinos. El material cultural del Medievo ofrece, por lo tanto, una mezcla de estas voces y prácticas estéticas: la omnipresencia de la oposición binaria entre el bien y el mal y el sentimiento de otredad radical que imbuye ya las primeras cruzadas y el odio al islam, en coexistencia con el cristianismo plebeyo de las aldeas y su igualitarismo.

En la fantasía moderna, sin embargo, estos estilos culturales incompatibles se combinan de modo inesperado: así, en Tolkien se despliega la nostalgia por la aldea para autorizar una visión siniestra y más propiamente aristocrática de la batalla épica entre el bien y el mal, bastante incongruente con la estética del cuento de hadas campesino. Por su parte, las ideologías religiosas antagónicas de la Edad Media se combinan aquí armoniosamente en un espiritualismo antiilustrado contemporáneo que habla a través del espectro de los insatisfechos con la modernidad, desde los fundamentalismos know-nothing [ignorantes] estadounidenses hasta los más elegantes reaccionarios anglicanos. También vale la pena mencionar la naturaleza ahistórica de estas preocupaciones éticas, en la medida en que pareciera ser la ausencia de cualquier sentido de la historia lo que con más agudeza diferencia a la fantasía de la ciencia ficción, y debe también tenerse en cuenta en cualquier comparación sistemática con la forma utópica. Aún así, un desplazamiento de la política a la ética y una perspectiva esencialmente ahistórica de la vida social seguramente no bastan para distinguir la lógica interna de la fantasía moderna, en cuanto género o modo, de otras muchas formas literarias contemporáneas (que incluyen en buena medida la literatura elevada o la cultura elevada). Y el marco religioso tampoco es de por sí formalmente distintivo hasta que ampliamos nuestra concepción de la ideología religiosa para incluir lo que la religión oficial siempre ha censurado y rechazado, a saber, la práctica de la magia, cuyo sentido metafórico necesitamos ahora abordar.

En cuanto a la religión medieval, sin embargo, es importante comprender los singulares recursos conceptuales de la teología medieval, que no radican tanto en una devoción particular como en su estructura de forma notablemente compleja de lo que Lévi-Strauss denominaba el pensée sauvage, que en sus formas primitivas constituye una especie de conocimiento puramente perceptivo, desarrollado en ausencia de conceptos o conceptualismos abstractos o propiamente filosóficos. La teología medieval, como el pensamiento tribal, es más metafórica que conceptual; pero al contrario que el mito, es un sistema de pensamiento extraordinariamente elaborado y articulado, desarrollado tras la aparición de la filosofía clásica y con plena conciencia de las sutilezas conceptuales y lingüísticas de ésta y de la riqueza de su problemática. La teología constituye así un depósito de metáfora y especulación metafórica cuya dinámica no se recuperó hasta tiempos modernos, con el psicoanálisis y la Ideologiekritik. Pero es importante no confundir este notable experimento lingüístico con la religión propiamente dicha, y mejor centrarse en sus mecanismos fundamentales, no en un supuesto contenido subjetivo tal como la fe o la creencia.

Esos mecanismos se resumen en la palabra alegoría que, por enigmática que sea, siempre debe ofrecer el reto central de cualquier intento de llegar al fondo de lo medieval. Pero la alegoría ya está implícita en la propia concepción del pensée sauvage, que incluso en el pensamiento de los indígenas de Lévi-Strauss plantea la prestidigitación intelectual de los temas individuales ascendidos a su propia idea genérica o universal, de tal modo que se convierten en clases en sí mismos. La alegoría pone en primer plano este extraño proceso mediante una autorreferencialidad o autodesignación específica en la que el lenguaje de un texto materializa necesariamente su contenido, y se usa a sí mismo para articular lo inexpresable. Dejemos que la ambientación musical de Adrian Leverkühn en Paradiso ilustre este complejo proceso de un modo sucinto y gráfico:

[…] muy particularmente en el fragmento que más me impresionó y que Kretzschmar había también celebrado, cuando el poeta deja que en la luz de la frente de Venus describan sus círculos otras luces más pequeñas, que son las almas de los santos, «moviéndose unas más aprisa y otras más despacio, según su modo de contemplar a Dios». El poeta compara estas luces a las chispas que surgen en la llama, a las voces que se distinguen en el canto, cuando unas se enlazan con otras. El reflejo musical de las chispas en el fuego, las voces que se entrelazan unas con otras, me sorprendieron y encantaron.[122]

E come in fiamm favilla si vede,

e come in voce voce si discerne,

qand’una è ferma e altra va e riede,

vid’io in essa luce alter lucerne

muoversi in giro più e men correnti,

al modo, credo, di lor viste interne.

Di fredda nube non disceser venti,

o visibili o no, tanto festini,

che non paressero impediti e lenti

a chi avesse quei lumi divini

veduti a noi venir, lasciando il giro

pria cominciato in li alti Serafini;

e dentro a quei che più innanzi appariro

sonava «Osanna» sì, che unque poi

di rïuidir non fui sanza disiro.

Paradiso, VIII

Y cual la chispa adviértese en la llama / y puede que en la voz la voz disciernas / si una es firme y al par otra declama / así vi en esa luz otras lucernas de más o menos vivos movimientos / según sus formas de mirar internas. / De fría nube no han bajado vientos / o visibles o no, tan velozmente / que torpes no parezcan y muy lentos / a quien las divas luces tuvo enfrente / tras cesar en el giro que iniciaron / junto a los serafines altamente; / y en las que más delante se mostraron / tal «Hosanna» sonó que en adelante / nunca ganas de oírlo me faltaron.[123]

Y así se proyecta ya aquí una especie de cuerpo utópico mientras los sentidos cambian de lugar, las luces hacen el doble deber de los sonidos y enseguida al contrario: es el mismísimo elemento de la alegoría, cuyo pensée sauvage, desprovisto de abstracciones, debe usar cada percepción singular para expresar la otra, después apropiarse de la otra para volverse sobre sí misma y reforzar su propia existencia como representación. Y así, la música de Adrian no necesita añadir una tercera dimensión al esquema alegórico de Dante, sino meramente insertarse en el incesante intercambio de tenor a vehículo.

Y aunque he minimizado el contenido teológico de esta forma, puede ciertamente sostenerse que es la suprema irrepresentabilidad de la divinidad lo que proporciona al texto místico su vocación fundamental y motiva la alegoría como estructura extrema del propio lenguaje.

Es precisamente esta dimensión alegórica la que falta en la fantasía moderna, cuyo imaginario medieval parece organizarse principalmente en torno a la omnipresencia de la magia, en sí incluida en la búsqueda del poder por los grandes magos, en su reproducción de la lucha cósmica entre el bien y el mal que, como hemos visto, expresa las ideologías aristocráticas de la estética medieval. La magia es, de hecho, el componente más problemático de la «espada y la brujería» genéricas, dado que la lucha armada es fácil de comprender como regresión a la era pretecnológica y como intento de recrear la inmediatez del conflicto cara a cara entre individuos.

La magia, por otra parte, vuelve a despertar todos los irresueltos problemas genéricos inherentes a distinguir la fantasía de la ciencia ficción, y en particular a determinar por qué muchas tecnologías de la ciencia ficción fantástica, como el teletransporte o el viaje en el tiempo, los ordenadores sobrehumanos, la telepatía, o las formas de vida extraterrestre, deberían considerarse de modo distinto a los magos o a los dragones. La influyente concepción que Darko Suvin plantea de la ciencia ficción como «extrañamiento cognitivo»,[124] que resalta la adhesión del texto de ciencia ficción a la razón científica, parecería continuar una larga tradición de insistencia crítica en la verosimilitud, a partir de Aristóteles (que, como es sabido, explicó que la historia sólo describe lo ocurrido, mientras que la «poesía» —en el sentido más amplio— describe los sucesos probables o creíbles).[125] El papel de la cognición en la ciencia ficción despliega así inicialmente las certidumbres y las especulaciones de una era científica racional y laica; el uso innovador que Suvin hace de este concepto presupone que hoy ese conocimiento —el intelecto general de Marx—[126] incluye lo social, y que por lo tanto la recepción de la ciencia ficción incluye en último término lo utópico.

Quizá sea en los fenómenos fronterizos en los que la distinción encuentre su prueba crucial. Julio Verne parece mirar hacia atrás y resumir toda esa tradición de maquinaria fantástica que pasa por Cyrano y se retrotrae hasta Luciano. Mientras tanto, en la fantasía en sí, el dragón puede considerarse el equivalente a la nave espacial o al teletransporte en la ciencia ficción. Pero siendo un ser vivo, el dragón también puede encarnar la completa otredad, de modo que sus capacidades simbólicas superan con creces a las de la maquinaria inanimada. De hecho, en Delany y Anne McCaffrey, el éxtasis de los dragones en vuelo ensaya intensidades situadas en el mismísimo límite de lo humano; en Le Guin, la sabiduría y el conocimiento preternaturales del dragón, y su relación simbólica con los humanos, lo convierten de igual modo en vehículo para trascender a las posibilidades humanas ordinarias.[127] En la ciencia ficción, sin embargo, la relación con la nave espacial en cuanto inteligencia artificial (la más famosa es la de 2001) o con otros tipos de biotecnología, como la casa inteligente,[128] es un desarrollo relativamente secundario que sólo se vuelve un elemento central del género con la temática de los robots (Asimov), los androides (Philip K. Dick) y los posteriores seres cibernéticos (Donna Haraway). Pero éstas son máquinas que ya se han vuelto «otros», y han sido ascendidas a algo parecido a una especie distinta y alternativa a la humana.

No obstante, la fantasía sigue genéricamente asociada a la naturaleza y al organismo, y en esa eliminación de límites que se produce en la actuales ideas de los posthumano, el tira y afloja entre el organismo y la máquina cada vez se inclina más hacia la preponderancia de la segunda, en la ingeniería genética y en la promoción de la biología sobre la física como ciencia prototípica. La reincorporación del material orgánico al imaginario del personaje cibernético o de los ordenadores inteligentes, sin embargo, tiende mucho más a transformar lo orgánico en una máquina que a dar una cualidad orgánica a la maquinaria. Así, la tecnología posmoderna o cibernética se vuelve, en todo caso, todavía más «antinatural» que el antiguo tipo de industria pesada. Éste es el contexto histórico en el que la fantasía y su dinámica ética y sus poderes mágicos pueden verse hoy como compensación de ese continuo sesgo tecnológico de la ciencia ficción que, aunque ya no tiene el espíritu mecánico de su «edad de oro», sigue atestiguando la omnipresencia de un entorno construido, y de hecho la práctica abolición de una naturaleza tan extrañamente equiparada en la fantasía moderna con la religión.

La naturaleza parece por lo tanto funcionar aquí principalmente como signo de una regresión imaginaria al pasado y a antiguas formas de pensamiento prerracionales. Pero probablemente no queramos dejarnos atrapar por esa «dialéctica de la Ilustración» que ya Hegel tachaba en la Fenomenología del espíritu[129] de círculo vicioso en el que la racionalidad de la Ilustración y el irracionalismo religioso se enfrentan entre sí como modos de pensamiento mutuamente excluyentes, uno de los cuales está históricamente llamado a desaparecer. La condena de la religión (o de la fantasía medieval) como mera mistificación y ofuscación que debe eliminarse tiene como consecuencia dialéctica los límites del radicalismo ilustrado y sus afinidades superficiales con el racionalismo y el liberalismo. Hegel, cuyas simpatías por la Revolución francesa eran ya profundas y considerables, también fue capaz de proponer una «solución» postilustrada e históricamente original al problema de la religión y del denominado irracionalismo. El error de la Revolución, sostiene, fue el de haber insistido en eliminar a su antítesis cultural, y el resultado de dicha insistencia fue el Terror. La dialéctica de Hegel sugiere por otra parte (es un programa político completo) que necesitamos recorrer por completo la religión y salir por el lado contrario, absorbiendo todos sus rasgos positivos —después de todo en este periodo son la cultura y el deseo, contenido en sí de la propia superestructura premoderna— para combinarlos con un impulso ilustrado que ya no esté amenazado por la reducción a razón instrumental y a las formas más estrictas del positivismo burgués. Tal vez aquí nos interese observar la antítesis tradicional (e irreconciliable) entre la ciencia ficción y la fantasía desde la perspectiva de la enseñanza de Hegel.

Pero es de hecho en Feuerbach en quien hallamos una solución aún más práctica a nuestros problemas genéricos. Porque Feuerbach nos enseñó en muchos aspectos a poner en movimiento la postura hegeliana, a convertirla en un programa práctico tanto para el análisis como para la política. Feuerbach, de hecho, completa la visión ilustrada de la religión como superstición (y como bastión ideológico de la tiranía) al plantear la pregunta complementaria sobre la atracción y el poder de la misma. La idea convencional (como es sabido reproducida por Marx) que la presenta como un «paraíso en un mundo despiadado» sigue comportando la inferencia de puro engaño y manipulación.

Feuerbach, por otra parte, tuvo la ingeniosa idea de captar la religión como proyección: es, sostenía él, una visión distorsionada de las capacidades productivas humanas, exteriorizada y materializada hasta convertirse en fuerza independiente por derecho propio.[130] El poder divino, del que las diversas teologías son otras tantas abstracciones y elaboraciones, es de hecho creatividad humana inalienada que ha sido realienada y convertida en imagen o en forma metafórica. En ella el trabajo y la productividad, incluidas la inteligencia y la imaginación humanas, el «intelecto general» de la humanidad, han sido hipostasiados y posteriormente apropiados y explotados como cualquier otro producto humano. No interpretaremos de manera plena y correcta la gran nota a pie de página de Marx —las Tesis sobre Feuerbach— a no ser que apreciemos la naturaleza de este análisis revolucionario, que tiene inmensas consecuencias para todos los análisis culturales y superestructurales, y no sólo el de la religión.

En el contexto actual, de hecho, tiene consecuencias inmediatas para nuestra recepción de ese motivo fundamental de la fantasía que es la magia. Si la ciencia ficción constituye la exploración de todas las restricciones arrojadas por la propia historia —la red de contrafinalidades y antidialécticas producidas por la propia producción humana—, la fantasía es el otro lado de la moneda y una celebración de la capacidad y la libertad creativas de los humanos, que sólo se vuelve idealista mediante la omisión precisamente de esas restricciones materiales e históricas. La magia no puede interpretarse, por lo tanto, como un recurso argumental fácil (en lo que sin duda se convierte en el grueso de la producción fantástica mediocre), sino por el contrario como una figura para ampliar las capacidades humanas y el tránsito de éstas al límite, su actualización de todo lo latente y virtual en el atrofiado organismo humano del presente. Dejemos que la extraordinaria evocación que Le Guin nos ofrece de un talento mágico especializado represente a este motivo en su totalidad:

La primera señal del don de Otter, cuando tenía dos o tres años, fue su capacidad para ir directamente a cualquier cosa extraviada, un clavo caído, una herramienta perdida, tan pronto como entendía la palabra que hacía referencia a ella. Y de niño uno de sus mayores placeres había sido ir solo al campo y vagar por los caminos o recorrer los montes, sintiendo a través de las plantas de sus pies descalzos y en todo su cuerpo las venas del agua subterránea, los lodos de las vetas de mineral, la melodía y la entremezcla de los diversos tipos de rocas y tierra. Era como si caminase por un gran edificio, viendo sus pasillos y habitaciones, los descensos a las livianas cavernas, el resplandor de una plata ramificada en las paredes; y a medida que avanzaba, era como si su cuerpo se convirtiese en el cuerpo de la tierra, y él conociese las arterias, los órganos y los músculos de ésta como los suyos propios. Esta capacidad había constituido un deleite para él de niño. Nunca le había buscado ningún uso. Había sido su secreto.[131]

En dicho párrafo, la naturaleza de la propia magia se convierte en todo un programa literario de representación, y por eso la fantasía más consecuente nunca despliega sin más la magia al servicio de otros fines narrativos, sino que propone una meditación sobre la propia magia, sobre sus capacidades y sus propiedades existenciales, sobre una especie de proyección metafórica de la subjetividad activa y productiva en su estado no alienado. De igual modo, el enfoque dado a este poder y a su representación no adopta en general la forma de su plenitud o de su logro maduro (los magos ancianos que provocan veneración y temor), sino por el contrario el del Bildungsroman, en el que (como el protagonista de Un mago de Terramar) el novicio pasa gradualmente a presenciar y guiar el despertar de este talento especial.

Pero ahora podemos, recordando a Le Guin, ir incluso más allá, porque sus novelas fantásticas nos sitúan en la senda de nuestros dos problemas todavía destacados: la cuestión de la historia y la función del binario ético del bien y el mal. La serie de Terramar comienza, de hecho, con el despertar del mal (en la primera consulta errónea de los encantamientos por parte de Ged, y el desarrollo a través de su enfrentamiento con el yo sombra, o mal, al final del primer volumen) y acaba con el intento de resolver lo que se ha convertido en una crisis histórica mundial, en la gradual desaparición de los poderes mágicos en todo Terramar. Le Guin comienza así en la ética y acaba en la historia; y en una historia materialista, por cierto. Porque en su forma puramente temática, la visión de una inmensa degradación histórica y el fin del viejo mundo, la vieja sociedad y las viejas costumbres está en todas partes clara en la fantasía (y en el propio mito). Tolkien nos ofrece la expresión prototípica de esta nostalgia reaccionaria por el cristianismo y el mundo medieval, y Le Guin empieza, como otros muchos, siendo discípula suya. Pero su paradigma de aldea, una celebración nostálgica de las sociedades de un modo de producción indígena americano más antiguo, cambia las vías férreas de la Iglesia de Inglaterra a la política del imperialismo.

Al mismo tiempo, incluso su despliegue del paradigma de lucha entre el bien y el mal se socializa e historiza mediante el feminismo. Lo patriarcal en El eterno regreso a casa [1985] se identifica con lo imperialista (y véase la gran novela bélica El nombre del mundo es Bosque [1972], injustamente olvidada desde el final de la Guerra de Vietnam). Por el mismo procedimiento, la evolución figurativa de la pentalogía de Historias de Terramar, desde la «sombra» maligna del primer volumen a la apariencia verdaderamente escalofriante de Jasper en Tehanu [1990] —personaje en quien el «resentimiento» y la misoginia, la superioridad clasista y la deshumanizante voluntad de venganza se exacerban de manera memorable— ofrece una vívida imagen de sumisión a la magia del otro como fuerza paralizadora, y nos resitúa verdaderamente en el mundo social concreto de la alienación y la lucha de clases, de la subordinación y la opresión. De ese modo Le Guin demuestra triunfante que la fantasía también puede tener fuerza crítica e incluso desmistificadora.

Pero debemos también tener en cuenta de qué modo la historia y el cambio histórico se inscriben hasta en las formas más ahistóricas. De la posmodernidad, que nombra modificaciones completas en el mundo de la vida, puede también esperarse que marque esa realidad meramente imaginaria que es la forma y la función de la magia en los textos fantásticos; quizá, de hecho, sea este ritmo profundo de la historia el que la propia obra de Le Guin, que registra claramente la laicización y el Entzauberung [desencantamiento] literal de un mundo más antiguo por la modernidad, detecta y expresa.

Pero los cambios más inmediatos deben percibirse en el cambio de paradigma de la propia ciencia moderna, de la física a las ciencias naturales: un cambio calculado para causar problemas en la representación y en la narración convencionales de la ciencia ficción. De hecho, parece probable que hoy las complejidades de la biología y de la genética, de hecho de la propia bioenergía, ofrezcan un contenido y una materia prima mucho más recalcitrantes incluso para la formación de argumentos que la cosmología einsteiniana y la indeterminabilidad de las subpartículas atómicas. La influyente Música en la sangre [1983] de Greg Bear puede servir de útil marcador cronológico de esta divisoria, mientras que probablemente yo no sea el único en considerar a la más reciente ciencia ficción seria basada en los procesos informáticos (incluso de un escritor tan estimable como Greg Egan) relativamente ilegible.

El ascendiente aparentemente irrecuperable de la fantasía está en ese caso bastante relacionado con las ventajas literarias ofrecidas por su nuevo contenido ecológico y una exploración ahora mucho más extensa de las posibilidades inherentes al cuerpo humano, mientras que el denominado ciberpunk, a pesar de todas sus energías y cualidades, puede interpretarse históricamente como un intento de contraofensiva de la ciencia ficción condenado al fracaso, y un último esfuerzo por reconquistar a unos lectores alejados por las dificultades de la ciencia contemporánea, ideológicamente cada vez más hostiles al radicalismo de la ciencia ficción más social (ahora generacionalmente distanciada de la cultura juvenil), y frustrados por la decreciente producción de una lectura fácil y formularia en el área de la ciencia ficción.

Pero no sería del todo correcto presentar la oposición entre la ciencia ficción y la fantasía como una reproducción y una variante del más conocido antagonismo moderno entre la alta cultura y la cultura popular o de masas; o al menos es una postura que sólo se puede adoptar después de registrar la atenuación posmoderna de estas líneas limítrofes, el rapprochement entre cultura elevada y cultura de masas en las pasadas décadas, y la difuminación de las características genéricas distintivas que en esto como en todo lo demás caracterizan a la posmodernidad. No sólo son las mejores obras y los mejores escritores recientes difíciles de clasificar, sino que las disensiones acerca de lo que no puede admitirse en el canon de la ciencia ficción parecen cada vez más improductivas, a pesar de que el género en sí depende de ellas y está constituido por un reconocimiento genérico (o su número opuesto adjunto, la indeterminabilidad genérica). La obra de Gene Wolfe (1931), que se desarrolla con riqueza en los espacios situados entre la fantasía y la ciencia ficción, puede quizá servir de demostración central en estos debates. En cuanto a mí, reconozco su calidad pero siento una profunda renuencia a abandonar estas distinciones genéricas. Quizá los juicios cualitativos que tan fáciles son de hacer en la ciencia ficción no estén disponibles en un mundo de discurso tan amorfo como la fantasía.

Esto no significa que los distintivos textos de fantasía contemporáneos no puedan emitir señales y vibraciones comparables a los de la mejor ciencia ficción y, sin embargo, tan diferentes de ella genéricamente como lo son de la fantasía más tradicional propiamente dicha. La creciente inundación diseñada para sumergir la costa oriental en la notable Las estaciones de la marea [1991] de Michael Swanwick es un acontecimiento tan «histórico» como la merma de la magia en Le Guin, pero su originalidad histórica más profunda radica, para empezar, en la transposición de toda esta «costa oriental» simulada a otro planeta. Como en Le Guin, la novela de Swanwick constituye una reflexión sobre la magia en sí, sobre sus poderes y su naturaleza, aunque abre para sí un lugar único en un juego narrativo de los dos sentidos distintos de esta palabra, de los cuales sólo uno existe en el discurso genérico de la fantasía. Ese significado «literario» designa, a buen seguro, los poderes poseídos por los magos «reales» (donde real designa las convenciones del género). Pero en el mundo real (usando el otro sentido de realidad) un mago real es aquel que ejerce una profesión e interpreta actos especiales en ámbitos que varían desde fiestas de cumpleaños infantiles a circos o espectáculos televisivos. Gregorian, el mago de Swanwick —que tiene el aspecto de un villano tan siniestro y escalofriante como el Jasper de Le Guin— fluctúa sin esfuerzo entre las dos funciones, como en la siguiente representación:

El pájaro de la lluvia es un típico transformista. Cuando sobre el Agua de la Marea se produce el cambio vital, cuando el Océano asciende para anegar la mitad del continente, se adapta transformándose en una configuración más apropiada. De repente sumergió ambas manos profundamente en el recipiente de agua. El pájaro se resistió con violencia y desapareció […].

Al aclararse el agua, un pez multicolor nadaba muy agitado en ella […].[132]

Pero esta aparente demostración de la peculiar ontología de este planeta con sus formas de vida dimórficas resulta haber sido un enorme ilusionismo de la proverbial variedad del conejo en la chistera, como Swanwick revela en el siguiente capítulo. Los poderes mágicos de Gregorian se vuelven tan ambiciosos como los de El mago [1958] de Bergman, y no menos problemáticos. Pero lo que en Bergman es duda metafísica sobre lo sobrenatural (en una especie de ilustración textual de la bastante prosaica teoría de Todorov sobre lo fantástico) se convierte aquí en juego de ilusionismo narrativo y en una obra posmoderna con marcos genéricos que surgen y se desvanecen unos a partir de otros.[133] Este movimiento produce una intrincada alternancia entre la familiar suspensión de la incredulidad en Coleridge y algunas suspensiones de la creencia menos familiares, en las que la realidad prosaica del falsario y el ilusionista surge y se desvanece a partir de las convenciones de la fantasía, y de algún modo también las cubre en un virtuosismo de por sí muy distinto del modo en el que Dick motiva y garantiza su visión mediante las drogas y/o la esquizofrenia.

Esta inventiva verdaderamente posmoderna confirma entonces otro rasgo de la obra de Swanwick que parece tener sus afinidades con la ciencia ficción (de Van Vogt así como de Dick), pero que también es, desde el punto de vista histórico y genérico, muy distinta de las aperturas a otros mundos que tan a menudo plantean:

El burócrata fue el último en irse. Entró en la sala de los espejos: las paredes y el techo repetían con elegancia la limpia infinitud blanca a lo largo de una línea decreciente de espejos de marcos dorados, antes de curvarse hacia un punto de fuga en el que la alfombra de motivos geométricos y el techo artesonado se volvían uno. Miles de personas usaban la sala en todo momento, por supuesto, entrando y saliendo de los espejos continuamente, pero el Consejo de Tráfico Arquitectónico no veía necesidad de que se hiciesen visibles. El burócrata disentía. Los humanos no debían pasar desapercibidos, pensaba; al menos el aire debería relucir a su paso.

Prácticamente ingrávido, corrió por la sala, observando las imágenes ofrecidas por los espejos: una habitación como una jaula de pájaros de hierro negro que emitía un zumbido y destellaba de electricidad; un claro de bosque en el que máquinas salvajes saltaban sobre el esqueleto de un ciervo adulto, arrancándole las entraña; una llanura vacía salpicada de estatuas rotas y envueltas en un lienzo blanco, que sofocaba y suavizaba su fisonomía: ése era el que él quería. El director de tráfico se lo puso delante. El burócrata lo atravesó y penetró en la antecámara de la Transferencia de Tecnología. De allí a su despacho sólo había paso.[134]

Aún así, las «motivaciones del dispositivo» de Dick[135] nos alertaban con sus drogas y sus episodios esquizofrénicos de las analogías experienciales en el «mundo real», pero aquí las analogías —caminar por un corredor bullicioso (o vacío)— parecen bastante secundarias. La puerta de Van Vogt, por su parte, servía de portal hacia los misterios de ser completamente de otros mundos,[136] algo como el turismo antes de la Segunda Guerra Mundial. Esa otredad es ahora la diferencia histórica entre Van Vogt y Swanwick, cuya narrativa meramente ofrece una muestra de varios paisajes, con una nueva arruga, a saber, que es sólo una muestra de diversas temporalidades. La vieja se mantiene, de hecho, en suspenso cuando alguien entra en otra dimensión espacial, y uno puede vivir conversaciones completas en el tiempo antes de escoger de nuevo la antigua cronología de la que se salió al atravesar una puerta determinada.

Eso ya situaría la narración de Swanwick una muesca por encima de la imitación de una experiencia puramente fílmica, que es ahora el análogo o el equivalente experimental habitual de tantas obras literarias contemporáneas (y no sólo las fantásticas). Bien podemos sentir escrúpulos éticos por la base fenomenológica de las representaciones no extraídas de nuestras experiencias corpóreas más auténticas sino meramente de su ampliación cinematográfica, mediante la imagen, hacia áreas que físicamente nunca hemos frecuentado (aun cuando esa ampliación se base en sí en la memoria de las equivalencias vividas), pero algo seguramente cambia cuando la imitación de la experiencia fílmica se vuelve reflexiva y tematizada, convertida en sí en el sujeto más profundo del texto.

En todo caso, aquí el texto se designa de modo inesperado mediante la representación, no meramente del cine, sino de los «efectos especiales» del cine, y de hecho de efectos inconcebibles para el cine en tiempos de Van Vogt. Ésta no es, por lo tanto, ni la reflexividad moderna ni la metafísica visionaria y la espiritualidad vulgarmente asociadas con la fantasía, sino algo completamente distinto: la imitación de la tecnología, y de un momento histórico de la tecnología muy específico por cierto. (Se nos dice, de hecho, que el desarrollo actual de la tecnología de los efectos especiales puede fecharse en la creación de un laboratorio para La Guerra de las Galaxias por parte de George Lucas en 1977). El relato único de Swanwick es, por lo tanto, posmoderno, no sólo en el modo en el que representa la realidad de la imagen, sino también al llevar consigo, para empezar, la propia tecnología cibernética que es el marcador, si no la causa, de la posmodernidad. Se vuelve de ese modo, como un documento social, más realista que buena parte de lo que pretende pasar por realismo social posmoderno y, frente al ciburpunk en la ciencia ficción, documenta una reivindicación de la fantasía contemporánea por sus inigualables posibilidades miméticas.

En todo caso, el encanto del mundo de la magia plantea una reivindicación más permanente de sí mismo, porque persiste en el romance medieval, del que el ciclo de Arturo es la expresión fundamental. Y como todos los géneros de los modos de producción diferentes del nuestro —el mito, la tragedia, la épica, la lírica china— también ofrece ese inigualable Luft aus anderen Planeten, ese aire de otros planetas (que Stefan George evocaba y al que Schoenberg puso música), que señala cierta liberación momentánea de la fuerza de gravedad de éste. Por lo tanto, también nuestros propios géneros —el movimiento moderno en cierto modo, la ciencia ficción en otro— se esfuerzan desesperadamente por escapar de nuestro campo de fuerza y de la fuerza de gravedad de nuestro momento histórico. Pero el romance —desde Chrétien hasta sus ecos más modernos en el Parsifal [1882] de Wagner o el Lancelot [1974] de Robert Bresson— conserva la fascinación ejercida por una transformación mágica de las relaciones humanas —conflicto, violencia, deseo, soberanía, creación de vínculos, amor y vocación— todas singularmente reconfiguradas bajo la categoría narrativa central de la aventura. Pero la invocación de la magia por parte de la fantasía moderna no puede recaptar esta fascinación, sino que está condenada por su forma a volver sobre la historia de la decadencia y caída de la magia, su desaparición del entzauberte Welt, el mundo desencantado de la prosa, del capitalismo y de los tiempos modernos. Sólo en este punto, cuando el mundo de la magia se convierte en poco más que nostalgia, puede el deseo utópico reaparecer con toda su vulnerabilidad y fragilidad. En Morris y Le Guin reaparece visiblemente ese puente misterioso que conduce de la desintegración histórica a la fantasía y de allí a la reinvención de lo novum, del mundo caído, en el que los poderes mágicos de la fantasía se han vuelto irrepresentables, a un nuevo espacio en el que la propia utopía puede fantasearse.

Arqueologías del futuro
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