IV
Porque es este cierre continuo del nuevo sistema el que lo vuelve ajeno y existencialmente amenazador, y que viste lo radicalmente nuevo con los rasgos de un terror sublime ante el cual necesariamente nos paramos y dudamos, o retrocedemos. Por lo tanto, vale la pena retomar un examen más formalista precisamente de esas restricciones o esos límites narrativos que tienen la probabilidad de suscitar reacciones políticas negativas junto a otras estéticas y capaces de estimular ese mismísimo antiutopismo que constituye el enemigo más profundo de esta forma peculiar.
Puede comenzarse esta exploración formalista reflexionando sobre la naturaleza de la propia narrativa, cuyos límites coinciden con algunas antinomias conceptuales básicas (probablemente debido a que éstas últimas poseen también una dinámica secretamente narrativa). Así, ese «tema» humanista familiar y completamente ideológico y estereotipado de la oposición entre el individuo y la sociedad puede abordarse desde un punto de vista filosófico, señalando lo obvio, que lo «individual» es también una categoría social no necesariamente presente en todos los tipos de sociedades. Pero también puede variarse su posición dentro de la maquinaria de la narración y las capacidades de ésta.
A este respecto, es crucial señalar que la narrativa tiene sólo una categoría actancial: lo que en general denominamos el «personaje» o, hablando más técnicamente, el «actante». Todas las formas de acción colectiva —ya se identifiquen como la nación o el pueblo, un grupo étnico, o incluso como un pequeño equipo de conocidos, y no digamos una pareja— deben de algún modo acomodarse en esta única categoría del actante. Así, las historias imaginarias de Stapledon mueven frecuentemente de un lado a otro sociedades como si fueran personajes; mientras que en Moro son los utópicos como población análoga los que sustituyen a la nación en un extremo del espectro o al individuo en el otro.
Puede ser instructivo observar esta escasez o deficiencia formal que funciona también en el pensamiento conceptual. Baste pensar en la confusión de Rousseau en El contrato social, donde no se puede hallar más entidad que la individual: todas las multiplicidades sociales quedan, por lo tanto, igualmente asimiladas a colectividades de unidades homogéneas e iguales, sean cuales sean sus dimensiones y su categoría ontológica (que en otras explicaciones podrían variar de lo orgánico a lo serial, o de la nación a lo étnico). Rousseau se ve obligado, de un modo muy parecido al de la utopía o al de la ciencia ficción, a inventar una entidad nueva y distinta de todas ellas, en la que lo social también exista de una forma nueva y hasta entonces inidentificable, imaginable sólo como la unanimidad de dichos individuos (y distinta de su totalidad aditiva); es esta nueva categoría la que él denomina la voluntad general. Pero las fortunas de esa idea son tales que arrojan una duda sobre la viabilidad de esta innovación representativa. El intento de representar la utopía afronta dificultades y dilemas similares que en esencia son, como ya he sugerido, problemas narrativos, disfunciones de naturaleza narrativa.
Ahora fijémonos en algunos de ellos, en los efectos locales producidos por esta estructura más general de la maquinaria narrativa. Primero, y ante todo, en casi todos los aspectos está el requisito ya mencionado del sistema propiamente dicho, al principio ejemplificado por el cierre espacial, un rasgo estructural permanente del género sólo moderadamente disfrazado cuando, con el capitalismo y la historicidad, esta ninguna parte emigra de los mares del sur o de los polos al futuro, y sólo se hace accesible mediante el viaje en el tiempo, o incluso a un espacio exterior que en sí radica en el futuro a todos los efectos prácticos.
El cierre está inicialmente motivado por la secesión y la conservación de la diferencia radical (así como por el temor a la contaminación desde el exterior y desde el pasado o la historia). La gran trinchera de Utopo, que convierte a todas las utopías posteriores en islas, es paradigmática de la secesión entre Ecotopia y Estados Unidos (ratificada por la «guerra de los helicópteros» y el posterior bloqueo al estilo cubano, iniciado tanto desde dentro como desde fuera). Y de nuevo está bosquejado por el vuelo de los odonianos en naves espaciales anticuadas a la luna inhóspita de Urras, en el cual la secesión se dramatiza como un sustituto de la revolución violenta en el planeta de origen; algo no evitado en la trilogía de Marte, a pesar de que intervenga un vacío aún más formidable. Las utopías de Fourier y Skinner, situadas en sus respectivas campiñas y obviamente menos extraterritoriales, no están sometidas a una cuarentena menor, de acuerdo con los deseos de los propios utópicos; pero también articulan esa otra posibilidad narrativa inherente a esta realidad de enclave que es la de una influencia externa o imperialista y, por así decirlo, una contaminación utópica del área circundante.
Así, tanto Fourier como Skinner prevén la expansión de su modelo, y la implantación de colonias utópicas en todas partes; Bellamy y Morris, que refinan el problema inicial al plantear la conversión de todo el mundo a sus planes utópicos, cuentan también, no obstante, la historia de su expansión gradual debido a la emulación y a la persuasión relativamente pacífica. Tal debía haber sido también el triunfo de los comunes de Winstanley que, habiendo abolido el trabajo asalariado, podían esperar atraer gradualmente a todos los jornaleros de otras partes a su órbita y dejar que las fincas ricas de los barones feudales se marchitasen en la viña.[334] El resultado trágico en la vida real, a saber, la eliminación del enclave utópico por parte de los terratenientes, atestigua desde el principio la sabiduría de la secesión utópica.
Hoy en día, sin embargo, puede verse que la secesión tiene su propio impulso interno, y la ruptura turbulenta de federaciones de todo el mundo (sin retrotraernos siquiera a la Guerra Civil estadounidense) sugiere que este derecho particular a la autodeterminación es sin duda un valor compartido universalmente. Pero si se invierte la perspectiva del cierre, este requisito formal adopta una dimensión aún más siniestra, algo también observable de inmediato en el propio Moro. Porque no por nada este autor era contemporáneo de Maquiavelo y testigo de la aparición de la Realpolitik y de la monarquía absoluta o del Estado nación; como ya hemos observado, el frío trato de sus utópicos con los vecinos es tan cínico como todo lo que se diga en El príncipe, y tan implacable.
También, entonces, hacemos bien en recordar (como nos recuerda Balasopolous)[335] que la utopía es en gran medida el prototipo de la colonia de asentamiento, y predecesora del imperialismo moderno (al menos en sus formas norteamericana, del apartheid y sionista, «la gente sin tierra» que supuestamente encuentra «la tierra sin gente»). El que esas utopías acabasen resultando una de las expresiones literarias privilegiadas del Imperio español (del que también Campanella era súbdito) es por lo tanto igualmente significativo: la predestinada armonía entre una forma sin contenido y un contenido sin forma. Mi propio sentimiento es que la violencia colonial inherente en la propia forma o en el género es un reproche más serio que todo lo relacionado con la disciplina autoritaria y con la conformidad que puede aguardar a la sociedad dentro de las fronteras de Utopía. Todo lo cual sirve en buena medida para justificar el comentario estructuralista de Barthes de que sólo el cierre permite que el sistema nazca,[336] o en otras palabras, permite el despliegue de una genuina diferencia sistémica. Así, el cierre opera en un plano conceptual o categórico tan plenamente como en las relaciones internacionales, y puede además determinar la emergencia de esos ideales abstractos de pureza y unanimidad, de identidad a todos los niveles, que han inspirado a los enemigos de la utopía para asociarla con el racismo y otras formas de compulsión política.
En los propios utópicos, sin embargo, parece haberse impuesto una explicación distinta para estas formas de unanimidad opresivas. Y no deberíamos olvidar el contexto de la guerra religiosa en el siglo de Moro, y la función divisoria de la religión incluso después, y hasta nuestro propio tiempo. De hecho, la secesión ideológica de esas realidades se corresponde con la tolerancia obligatoria que reina dentro de la utopía y que desprecia el celo excesivo y el proselitismo.
Volvemos aquí a nuestra anterior discusión sobre la libertad, pero ahora desde una perspectiva formalista o narrativa, en la que lenta pero seguramente se puede esperar que toda la polémica cuestión de la relación entre la utopía y la política (que nos acompaña desde el principio de este análisis) regrese con más fuerza. Porque se trata ahora de intentar ver, desde dentro de las restricciones de la forma, por qué los primeros utópicos experimentaron tal unanimidad en la necesidad de excluir la discusión política y el desarrollo de cualquier forma de diferencia local, y no sólo la religiosa. Como hemos mostrado, hay una perspectiva sistémica para la cual es obvio que todo aquello que amenace al sistema debe ser excluido; ésta es, de hecho, la premisa básica de todas las antiutopías modernas, desde Dostoyevski a Orwell y demás, a saber, que el sistema desarrolla su propio instinto de supervivencia y aprende sin piedad a eliminar todo aquello que amenaza la continuidad de su existencia, sin respetar la vida individual.
Pero, como ya hemos observado, es precisamente en lo referente a las tendencias antisistémicas donde la formación de grupos y movimientos más pequeños dentro de la sociedad utópica se ha visto y pronunciado como indeseable; la palabra al uso para dichas formaciones es faccionalismo e incluye tanto a partidos políticos como a asociaciones más pequeñas. Como hemos observado ya, este principio define una de las grandes líneas divisorias entre las denominadas utopías tradicionales y las modernas, en la medida en que la corriente democrática y la anarquista actuales tienen como objetivo precisamente afirmar la viabilidad de múltiples facciones dentro del Estado (o contra el Estado). Las unanimidades opresivas de la utopía estatal más antigua no parecen haber generado reacciones narrativas originales contra lo que hoy nos parece un ambiente insoportablemente conformista y estandarizado. Las afirmaciones de libertad del siglo XVIII, como el Caleb Williams [1794] de Godwin, siguen dirigidas contra la arbitrariedad feudal, mientras que Jean-Jacques interpreta la falta de libertad como la dependencia y una servidumbre cuasifeudal a merced de la voluntad de otro. En esa situación, el Estado en cuanto unanimidad de la utopía augura mi liberación de la jerarquía y del servicio a los particulares; mientras que en los tiempos industriales modernos, en los que el Estado se ha convertido en personaje o individuo, la libertad se redefine como liberación de la opresión del propio poder estatal, una liberación que puede adoptar la forma del entusiasmo existencial, como en el caso de los dilemas del rebelde o antihéroe individual, pero que ahora, tras el final del individualismo, parece adoptar la forma de la identificación con grupos pequeños.
Desde nuestro punto de vista actual, sin embargo, que es narratológico, parecería que todos estos grupos pequeños caen precisamente en una tierra de nadie entre el actante individual y la totalidad social que sólo puede imaginarse o a la que se le puede dar figuración a modo de otro actante individual, o en otras palabras, un hiperorganismo. Pero los grupos pequeños intermedios, o los partidos, las facciones, las comunidades de creencia enfrentadas, no entran en ninguna de estas categorías, a las que implícitamente corrigen y cancelan al mismo tiempo. El análisis filosófico del pequeño grupo en el que todos se conocen —muy elaboradamente abordado por Sartre en La crítica de la razón dialéctica—[337] tiende con desesperación y en vano a reconciliar la oposición categórica entre lo individual y la aglomeración mediante un proceso de negación mutua o dialéctica no demasiado distinto del señalado, por otras razones, en el capítulo anterior; si el esfuerzo de Sartre fuese una ontología, de hecho, yo caracterizaría su solución como la emergencia irregular y necesariamente efímera de un tipo de ser colectivo distinto. Pero quizá esto sólo sirva para dotar por adelantado de un halo de legitimidad cuasisagrado al nuevo concepto todavía ausente.