I
Independientemente de cuáles puedan ser sus ilustres precursores, es lugar común que la historia de la ciencia ficción surgió, prácticamente madura, con Julio Verne y H. G. Wells, durante la segunda mitad del siglo XIX, un periodo caracterizado también por la producción de toda una serie de utopías de tipo más clásico. Parecería adecuado registrar esta emergencia genérica como síntoma de una mutación en nuestra relación con el tiempo histórico, pero ésta es una proposición más compleja de lo que pueda parecer, y exige ser discutida de un modo más teórico.
Sugiero que el modelo para este tipo de análisis, que capta todo un género como síntoma y reflejo del cambio histórico, puede encontrarse en el estudio clásico de George Lukács, La novela histórica [1936]. Lukács empezaba con una observación que no debería haber sorprendido especialmente: no fue accidental, decía, que el periodo que conoció la aparición del pensamiento histórico, del historicismo en su sentido peculiarmente moderno —finales del siglo XVIII y comienzos del XIX— hubiera contemplado también, en la obra de Sir Walter Scott, la aparición de una forma narrativa peculiarmente reestructurada para expresar esa nueva conciencia. Al igual que la conciencia histórica moderna fue precedida por otras formas, para nosotros ahora arcaicas, de historiografía —la crónica o los anales—, también la novela histórica en su sentido moderno fue ciertamente precedida por obras literarias que evocaban el pasado y recreaban escenarios históricos de uno u otro tipo: las obras históricas de Shakespeare o Corneille, La Princesse de Clèves, incluso el romance artúrico. Pero todas estas obras, en sus diversos modos, afirman el pasado como algo esencialmente igual que el presente, y no afrontan todavía el gran descubrimiento de la sensibilidad histórica moderna: que el pasado, los diversos pasados, son culturalmente originales, y radicalmente distintos de nuestra propia experiencia sobre el mundo-objeto del presente. Ese descubrimiento tal vez se considere ahora parte de lo que en un sentido más amplio puede denominarse la revolución cultural burguesa, el proceso por el cual, por así decirlo, el establecimiento definitivo de un modo de producción propiamente capitalista reprograma y reestructura por completo los valores, los ritmos vitales, los hábitos culturales y la percepción temporal de sus sujetos. El capitalismo exige en este sentido una experiencia de la temporalidad distinta de lo que era adecuado para un sistema feudal o tribal, para la polis o para la ciudad prohibida del déspota sagrado; exige una memoria del cambio social cualitativo, una visión concreta del pasado que podemos esperar que se complete por esa concepción mucho más abstracta y vacía de cierto término futuro que a veces denominamos «progreso». En retrospectiva, puede considerarse que Sir Walter Scott estaba especialmente situado para la apertura creativa de la forma literaria y narrativa a esta nueva experiencia, en el preciso punto de encuentro entre dos modos de producción: la actividad comercial de las Tierras Bajas [Lowlands] y el sistema arcaico, prácticamente tribal, de los montañeses supervivientes; el escritor es capaz de adoptar un punto de vista distanciado y marginal ante la emergente dinámica del capitalismo en el vecino Estado nación, desde el punto de vista aventajado de una experiencia nacional —la de Escocia— que fue la última en llegar al capitalismo y la primera zona semiperiférica de un capitalismo extranjero, al mismo tiempo.[395]
La originalidad del libro de Lukács no radica meramente en captar el significado histórico que tuvo la aparición de este nuevo género, sino también, y sobre todo, en una percepción más difícil, a saber, la de la profunda historicidad del género en sí, la creciente incapacidad para registrar su contenido, el modo en el que, con el Salammbô de Flaubert a mediados del siglo XIX, pierde la vitalidad y sobrevive como forma muerta, una pieza de museo, tan «arqueológica» como sus propias materias primas, pero resplandeciente de virtuosidad técnica. Un ejemplo contemporáneo tal vez dramatice este destino curioso: Barry Lyndon de Stanley Kubrick, con su notable reconstrucción de todo un pasado siglo XVIII desaparecido. La paradoja, el misterio histórico de la desvitalización de la forma, la sentirán aquellos para quienes esta película, con sus brillantes imágenes y su extraordinaria interpretación, es de algún modo profundamente gratuita, un objeto flotante en el vacío que podría con igual facilidad no haber existido, con unas intensidades técnicas demasiado grandes para cualquier ejercicio meramente formal, pero de algún modo profunda e inquietantemente inmotivadas. Esto no pretende en absoluto impugnar el contenido de la película de Kubrick; sería fácil imaginar toda una serie de debates sobre la vívida imagen de la guerra en el siglo XVIII, por ejemplo, o sobre la terrible instrumentalidad de las relaciones humanas, debates que podrían establecer la importancia y las reivindicaciones de este relato sobre nosotros en la actualidad. Lo que se cuestiona es la relación con el pasado, y el sentimiento de que cualquier otro momento del pasado habría servido de igual modo. La sensación de que este momento determinado de la historia es, por necesidad orgánica, precursor del presente, se ha desvanecido en el pluralismo del museo imaginario, la multitud y la interminable variedad de formas cultural y temporalmente distintas, todas las cuales son ahora rigurosamente equivalentes. El Cartago de Flaubert y el siglo XVIII de Kubrick, pero también el industrial cambio de siglo o las nostálgicas décadas de 1930 ó 1950 en la experiencia estadounidense, se encuentran privados de su necesidad, y reducidos a pretextos para tantas imágenes relucientes. En su forma (post) contemporánea, esta sustitución de lo histórico por lo nostálgico, esta volatilización de lo que en otro tiempo fue un pasado nacional, en el momento de emergencia de los Estados nación y del propio nacionalismo, es por supuesto lo mismo que la desaparición de la historicidad en la sociedad de consumo actual, con su rápido agotamiento mediático de los acontecimientos de ayer y de las estrellas de anteayer (¿Quién fue Hitler, después de todo? ¿Quién era Kennedy? ¿Quién, por último, fue Nixon?).
El momento de Flaubert, que Lukács consideró el comienzo de este proceso, y el momento en el que la novela histórica en cuanto género deja de ser funcional, es también el momento en el que aparece la ciencia ficción, con las primeras novelas de Julio Verne. Tenemos por lo tanto derecho a completar la explicación de la novela histórica dada por Lukács con el contrapanel opuesto: la emergencia del nuevo género de la ciencia ficción en cuanto forma que ahora registra una naciente percepción del futuro, y lo hace en el espacio en el que en otro tiempo se había inscrito la percepción del pasado. Es hora de examinar más de cerca los modos, en apariencia transparentes, en los que la ciencia ficción registra las fantasías sobre el futuro.