IV
La tesis referente a la imposibilidad estructural de la representación utópica arriba señalada sugiere ahora ciertas consecuencias inesperadas en el ámbito estético. A estas alturas, espero, es bien sabido que el propio impulso del vanguardismo literario —con su public introuvable y la descomposición de las instituciones culturales tradicionales, en especial del «contrato» social entre el escritor y el lector— ha tenido como consecuencia estructural significativa la transformación del texto cultural en un discurso autorreferente, cuyo contenido es un examen perpetuo de sus propias condiciones de posibilidad.[401] Podemos ahora demostrar que esto se da en igual medida en el texto utópico. De hecho, a la luz de todo lo dicho, no sorprenderá descubrir que a medida que la verdadera vocación del relato utópico empieza a salir a la superficie —para enfrentarnos con nuestra incapacidad de imaginar la utopía— el centro de gravedad de dichos relatos cambia hacia una autorreferencialidad específica pero mucho más concreta; dichos textos encuentran entonces de manera explícita o implícita, como en contra de su propia voluntad, sus «temas» más profundos en la posibilidad de su propia producción, en el examen de los dilemas implicados en su propia aparición como textos utópicos.
La única novela de ciencia ficción «contemporánea» escrita por Ursula Le Guin, la subestimada La rueda celeste [1971], puede servir para documentar esta proposición más general. En esta novela, que convierte a Portland (Oregón), la ciudad natal de Le Guin, junto con Berkeley y Los Angeles en uno de los espacios legendarios de la ciencia ficción contemporánea, un desventurado joven se ve atormentado por la indeseada capacidad de experimentar «sueños efectivos», aquellos que, en otras palabras, cambian la realidad externa y reconstruyen el pasado histórico de modo que la anterior «realidad» desaparece sin dejar rastro. Se pone en manos de un ambicioso psiquiatra, que se dispone entonces a usar este enorme poder delegado para cambiar el mundo en beneficio de la humanidad. Pero la realidad es una red continua: el cambio de un detalle provoca transformaciones inesperadas y a veces monstruosas en otras zonas en apariencia no relacionadas de la vida, como en los relatos clásicos del viaje en el tiempo en los que un instrumento contemporáneo, dejado atrás por accidente en un viaje al Jurásico, transforma la historia humana como un trueno. La otra referencia arquetípica es la dialéctica de los «deseos» en los cuentos de hadas, en la que una gratificación va acompañada del efecto secundario más indeseado, cuya desaparición debe entonces desearse a su vez (una eliminación que a su vez provoca otra consecuencia indeseable y así sucesivamente).
El contenido ideológico de la novela de Le Guin está claro, aunque su tono político es ambiguo: desde la posición central del taoísmo místico de la autora, el esfuerzo de «reformar» y mejorar, de transformar la sociedad de un modo liberal o revolucionario se ve, al estilo de Edmund Burke, como una expresión peligrosa de la arrogancia humana y como una interferencia destructiva en los ritmos de la «naturaleza». Políticamente, por supuesto, este mensaje ideológico debe interpretarse bien como la inquietud del liberal ante una transformación genuinamente revolucionaria de la sociedad, o como la expresión de recelos más conservadores ante el reformismo del estilo New Deal y el afán del Estado del bienestar por hacer el bien.[402]
Sin embargo en el plano estético —que es el que nos concierne aquí— el tema más profundo de esta obra fascinante no puede ser sino los peligros de imaginar la utopía, y más específicamente de escribir el propio texto utópico. De manera más transparente que en buena parte de la ciencia ficción, este libro «trata» de su propio proceso de producción, que se reconoce imposible: George Orr no puede soñar la utopía, pero en el proceso mismo de explorar las contradicciones de dicha producción, el relato se escribe, y la «utopía» se «produce» en el propio movimiento por el que se nos demuestra que una utopía «alcanzada» —una representación plena— es una contradicción de términos. Podemos así aplicar a La rueda celeste esas palabras proféticas de Roland Barthes sobre la dinámica de la modernidad en general, que los monumentos de ésta «se mantienen mientras es posible, en una especie de suspensión milagrosa, en el umbral de la propia literatura [léase, en este contexto, utopía], en esta situación anticipatoria en la que la densidad de la vida se da y desarrolla sin llegar a ser destruida, mediante su consagración como un sistema de señales [institucionalizado]».[403]
Es sin embargo más adecuado cerrar este análisis con otro texto de ciencia ficción procedente del Segundo Mundo, una de las más gloriosas de todas las utopías contemporáneas, el asombroso Picnic junto al camino [1977] de los hermanos Strugatsky;[404] primero publicado en forma de capítulos en 1972. Este texto se mueve en un espacio situado fuera de las referencias fáciles y obligatorias a los dos sistemas sociales rivales, y no puede descifrarse coherentemente como otro mensaje samizdat o expresión de protesta política de disidentes soviéticos.[405] Y tampoco, aunque su material metafórico es accesible y reescribible de un modo familiar para los lectores que viven dentro de las muy distintas restricciones de cualquiera de los dos sistemas industriales y burocráticos, es una afirmación o demostración de lo que hoy se denomina la teoría de la «convergencia». Por último, aunque el relato gira en torno a las ventajas ambiguas de la tecnología maravillosa, esta novela no me parece programada por la categoría del «determinismo tecnológico» a estilo occidental u oriental; es decir, no está encerrada en una noción occidental de infinito progreso industrial de tipo apolítico, ni en la noción estalinista de socialismo entendido como «desarrollo de las fuerzas de producción».
Por el contrario, la Zona —un espacio geográfico en el que, como resultado de un inexplicable contacto alienígena, se pueden encontrar artefactos cuyos poderes superan a las capacidades explicativas de la ciencia humana— es al mismo tiempo objeto del contrabando y de la avaricia militar e industrial, y de la más pura esperanza religiosa (yo diría utópica). La «búsqueda de narrativa», por usar la expresión de Todorov,[406] es aquí muy específicamente la búsqueda del Grial; y el héroe desviado de los Strugatsky —marginal, y tan «antisocial» como uno quiera; el equivalente soviético a los antihéroes de gueto o contraculturales de nuestra propia tradición— es quizá para nosotros una figura más comprensible y humana que el inocente pasivo-contemplativo y místico de Le Guin. En igual medida que La rueda celeste, por lo tanto, Picnic junto al camino es autorreferente, su producción narrativa está determinada por la imposibilidad estructural de producir ese texto utópico en el que no obstante se convierte milagrosamente. Pero lo que debemos apreciar más en este texto —un collage formalmente ingenioso de documentos, un enigmático cruce en el espacio social y temporal de personajes no relacionados, una desolada reconfirmación de la relación inextricable entre la búsqueda utópica, la delincuencia y el sufrimiento, con su clímax en el simultáneo asesinato-venganza de un idealista e inocente joven y la aparición del propio Grial— es la inesperada aparición, por así decirlo, más allá de «la pesadilla de la historia» y desde fuera de los anhelos más arcaicos de la especie humana, del imposible e inexpresable impulso utópico, aquí sin embargo percibido brevemente: «¡Felicidad para todos! […] ¡Gratis! […] ¡Tanta como queráis! […] ¡Venid todos! […] ¡FELICIDAD PARA TODOS, GRATIS, Y NADIE QUEDARÁ INSATISFECHO!».