II
Pero queda un tercer enfoque del aburrimiento utópico, relacionado con la construcción de su subjetividad. Creo que el concepto de aburrimiento es en principio teológico, y que no sólo conserva su carácter desde san Agustín hasta Pascal, sino incluso hasta el existencialismo actual. La procedencia religiosa puede detectarse por su definición privativa y el modo en el que la desgracia temporal de los seres humanos se atribuye a su categoría de naturaleza secundaria y creada, frente a la plenitud del creador, y también por su pecaminosidad y corrupción frente a lo angélico o incluso frente a lo divino mismo. Atribuir el aburrimiento a la utopía es por lo tanto paradójico, porque este nuevo estado omite todas las nociones de pecado, mientras que supuestamente su materialismo excluye también conceptos de creación (aunque como hemos visto conserva todavía cierta noción temporal de un suceso fundacional). Desde cualquier perspectiva religiosa, por lo tanto, la idea misma de la utopía es sacrílega (no importa cuántos sacerdotes y religiosos seglares estén incluidos); expresa presumiblemente una arrogancia cuya forma histórica y política es sin duda la creencia en la perfectibilidad, implícita en los movimientos revolucionarios de la Ilustración. Pero la mayoría de las utopías controlan sus elementos antisociales mediante esa despersonalización radical que hemos visto en el capítulo VII, y que parecería devolvernos a valores de desprendimiento y renuncia física más devotos, o incluso budistas: una idea del abandono de la propiedad privada del yo que se percibe como algo positivo y no como ascetismo y represión.
Tal vez sea precisamente esta despersonalización la que explique la veta afectiva del antiutopismo ahora en consideración. El dilema de Falk (véase el capítulo VII) es, de hecho, la expresión más aguda del temor existencial a la utopía, en la medida en que suscita una posibilidad de pérdida tan completa del yo que la conciencia superviviente no puede sino parecer distinta a nosotros, recién nacida en el peor sentido, en el cual hemos perdido hasta la infelicidad íntima, ese aburrimiento y esa desgracia existencial («je mein eigenes», como podría decir Heidegger), que en principio constituía nuestra identidad. A este respecto, ciertamente, la utopía ocuparía el lugar de la diferencia radical, y nosotros el de los extraños más inimaginables; y así la vida no alienada podría demostrar ser la más alienante de todas.
Pero necesitamos avanzar un poco más en estas paradojas existenciales, y vale la pena considerar por un momento esas posiciones antiutópicas surgidas del psicoanálisis y que, envolviendo al propio marxismo como su objetivo, se basaban en una homología entre el sujeto individual y la totalidad social. Así, el principio fundamental del psicoanálisis lacaniano —que el sujeto «centrado» es un espejismo, que la subjetividad siempre está separada y dividida, nunca es unificable— lo repite en el plano de lo social el énfasis de Laclau-Mouffe en el «antagonismo», que persiste en todas las formaciones sociales y convierte en ilusoria cualquier idea de unificación o armonía social, junto con los programas revolucionarios que sostienen esas imágenes tentadoras de la «totalidad» social y sus posibles transformaciones. El sujeto caído de Lacan llega a nosotros (a través de Sartre) desde las antiguas tradiciones arriba mencionadas; la incomodidad con los programas políticos totalizadores es claramente una reacción más moderna contra el comunismo propiamente dicho, si no, de hecho, contra el jacobinismo. La glosa de Žižek a estas dos posiciones (que no tienen por qué ser homólogas entre sí, en mi opinión) predica la crítica como un ataque a toda la gama de fundamentalismos, empezando por la denuncia marxiana del capital, que ofrecen resolver todos los problemas sociales abordando un solo tema reificado (que no tiene por qué ser una u otra versión del marxismo):
Tenemos, por ejemplo, el fundamentalismo feminista (ninguna liberación planetaria sin la emancipación de las mujeres, sin la abolición del sexismo); el fundamentalismo democrático (democracia como valor fundamental de la civilización occidental; todas las demás luchas —económica, feminista, de las minorías, y demás— no son más que nuevas aplicaciones del principio básico democrático e igualitario); el fundamentalismo ecológico (el callejón sin salida ecológico como problema fundamental de la humanidad); y —¿por qué no?— también el fundamentalismo psicoanalítico articulado en Eros y civilización de Marcuse (la clave de la liberación radica en cambiar la estructura libidinal represiva) […].[317]
Sólo deseo observar aquí que el sujeto individual («posmarxista» o no) es de hecho todas estas cosas al mismo tiempo, y se activa por igual por cuestiones de clase, sexo y raza o desigualdad, de ecología y de los instintos. El descubrimiento del denominado posmarxismo no es, por lo tanto, que la sociedad actual sea un espacio en el que diversos grupos (los nuevos movimientos sociales) compiten entre sí para ondear sus distintas banderas temáticas, sino por el contrario que somos interpelados (por usar la fórmula althusseriana) de manera múltiple por las identidades que todos estos grupos presuponen, y que necesariamente respondemos a todas estas interpelaciones incluso cuando nos negamos a reprimirlas; nuestros prejuicios apasionados son reconocimientos tan plenos como nuestras envidias y nuestras identificaciones entusiastas.[318]
Pero no puedo sino sentir que tras estas críticas muy pertinentes y oportunas radica también una resistencia más metafísica y nietzscheana a las promesas sobre el futuro, en el que todos los problemas se habrán resuelto y todas las preocupaciones se habrán desterrado. En esto la utopía se identifica explícitamente con la trascendencia religiosa y es criticada en un espíritu inflexiblemente ilustrado, que acaba por incluir a la propia Ilustración en su objetivo utópico. Pero la «idea del otro», aquí poco más que incriminada, es de hecho el dilema que primero afrontamos en la situación de Falk porque, en efecto, se presupone que lo que hipnotiza a los utópicos descaminados y fundamentalistas son las imágenes de un futuro cuyo defecto estructural radica en la omisión de su propia existencia. Con razón estas imágenes armoniosas de la sociedad futura son tan atractivas; su atracción no radica tanto en todos los problemas concretos que puedan haber resuelto de manera triunfante, como en la construcción de una imagen óptica de la que la propia existencia —las miserias del yo y de la temporalidad existencial, esa condena a la libertad que cada uno de nosotros debe vivir y que, mucho más que la muerte, es el «je mein eigenes» heideggeriano— ha sido eliminada mediante un juego de manos, una hazaña magistral de la prestidigitación ideológica. Este antiutopismo particular es, por lo tanto, una lección de existencialismo y un llamamiento a devolver el yo a la prognosis política, o incluso a admitir que el campo político nunca resuelve los problemas personales. Esto tal vez sea cierto, pero cuando la lección existencial se traslada al plano político, se convierte simplemente en una ideología política entre tantas otras, y esta versión particular de Nietzsche resulta ser una visión igualmente aberrante de un presente eterno en el que nunca cambia nada y la infelicidad siempre nos acompaña.[319] No es de extrañar que el deseo llamado utopía se convierta en el enemigo político más peligroso, el más merecedor —a pesar de su aparente insustancialidad— de una crítica persistente y vigilante. No obstante intentaremos conservar algo de este conocimiento existencial cuando pasemos a analizar ese cierre formal que parece esencial en la construcción misma de las utopías y que por sí solo puede explicar la ilusión óptica denunciada por estos antiutópicos en particular.
Aun así, sigue siendo paradójico asegurar que dichas insatisfacciones son la propia raíz del temor suscitado por la utopía, en la medida en que para personas programadas por la Guerra Fría se trata más bien de una visión de dictadura al estilo 1984, intensificada por los ingredientes filosóficos del Gran Inquisidor de Dostoyevski, lo que combina la utopía con el estalinismo y tiende a identificar los proyectos utópicos con la voluntad de poder y con el mal o la corrupción inherentes a la naturaleza humana que presumiblemente son todo menos aburridos.[320]
Sólo Walden dos, escrita antes de que se impusiese la Guerra Fría, y que delata cierta simpatía por el experimento soviético, intenta abordar de frente este reproche con su retrato de Frazier, el fundador megalómano de la comunidad, que conscientemente mejora la creación de Dios,[321] fantasea con su propia crucifixión,[322] y sin embargo pasa completamente desapercibido y carece de influencia entre los habitantes de su propia utopía. En la mayoría de los demás textos es el vacío temporal entre lo viejo y lo nuevo, y la naturaleza radical de la transición utópica, lo que sitúa a los grandes fundadores como Licurgo y Solón —tan admirados por Rousseau—[323] fuera del alcance de todo lo parecido a un ejercicio dictatorial de poder trasnochado. Y claramente, antes de la existencia de una fuerza policial profesional, e incluso de los ejércitos profesionales, el propio «Estado» no podía percibirse como una fuerza autónoma (o «sujeto de la historia») sino, por el contrario, confrontada en encuentros en apariencia no relacionados con los recaudadores de impuestos, las fuerzas del orden de los grandes terratenientes (o de los barones feudales), o las diversas tropas transeúntes de mercenarios; en resumen, de violencia puntual, pero probablemente ni siquiera como restricción, intermitente aunque verdaderamente sistémica. En todo caso, parece suficientemente claro que a las utopías iniciales o más tradicionales les preocupa mucho más la felicidad que la libertad, a no ser, por supuesto, que uno incluya esta última en el contexto de la falta de libertad del feudalismo, pero sin atribuirles anacrónicamente las inquietudes de la dictadura y la burocracia que persiguen al mundo burgués. Hasta la preocupación tradicional por la categoría más antigua de tiranía, que presupone la usurpación individual, no un defecto estructural, pesa menos en la balanza que los abusos específicamente feudales en sí, como atestigua todo el panorama social presentado por Moro en el Libro Primero del texto fundacional. En él, son claramente la arrogancia y la corrupción feudales, así como la miseria de los cercados y el desorden del bandolerismo y la anarquía (señales de la inminente «transición al capitalismo»), contra lo que la utopía proporciona liberación y remedio.
De hecho, vale la pena recordar que el propio texto de Moro nace del horror a la represión, y en particular al sistema de sanciones y penas extraordinariamente desproporcionado que se encontraba en vigor en la Inglaterra de su propio tiempo. El Libro Primero recapitula una letanía de delitos menores a los que se les aplica la pena capital; y los robos de los que se consideraba que merecían esta trascendental retribución nos llevan a reflexionar sobre el delito en general y la relación con la propiedad privada, de tal modo que las propias instituciones de Utopía (en el Libro Segundo) pueden considerarse una respuesta creativa a dicha represión y un reproche sistémico a la «ley y el orden». Hasta la idea de libertad de Rousseau —cuyos tonos se confunden ahora en la memoria histórica con los de la propia Revolución francesa— tenía el sentido literal de independencia, de desconexión de las jerarquías feudales, el clientelismo y la servidumbre, y de la condición del criado o del protegido.
Es evidente que la aparición del empleado, y de las instituciones industriales a gran escala, debe de alterar radicalmente este significado, si es que no lo vuelve desfasado en cuanto ideal. No cabe duda de que en su mayor parte las utopías posteriores han abrazado las condiciones institucionales colectivas impuestas por el capitalismo industrial, y de hecho han participado en la creación de nuevas ideologías para la esa población que trabaja a cambio de un salario, en una situación en la que las ideologías hegemónicas de los propietarios proyectaban nuevas formas de individualismo emprendedor y de individualidad.
El comodín de todo esto, dejando aparte el poder hegemónico del individualismo y su contaminación de los puntos de vista de la clase baja mediante los medios de comunicación, debe identificarse como el Estado y sus formas de poder históricamente originales, a las que tanto la ideología como la utopía se han visto obligadas a responder. A este respecto, claramente, las ansiedades antiutópicas sobre la libertad y el poder del Estado han podido, dentro de la propia producción utópica, desarrollarse y convertirse en argumentos complicados, desde Bellamy y Morris en adelante, sobre la presencia del Estado en futuras sociedades utópicas. El género utópico, sin embargo, que tiene sus propias capacidades de apropiación, ha conseguido atraer a su propio seno los temores antiutópicos al Estado utópico en forma de revoluciones contra la utopía que en sí adoptan inevitablemente características utópicas, desde La luna es una cruel amante de Heinlein [1966] hasta la trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson. Pero debería señalarse que estos dos textos paradigmáticos son en esencia anticolonialistas (en el espíritu de la revolución estadounidense), al igual que debería especificarse que las primeras visiones de revuelta utópica son revueltas contra el socialismo de Estado,[324] no contra el socialismo en sí.
Está claro, por lo tanto, que los temores y las inquietudes antiutópicos varían de acuerdo con las formas de poder estatal a las que una u otra sociedad histórica se enfrentan: en ciertos momentos (la Revolución francesa, el New Deal) el Estado puede parecer materializar fuerzas progresistas y deja de ser considerado un poder ajeno sino, por el contrario, expresión de las propias fuerzas populares. En otros momentos, su inclusión en los intereses de una clase o de una oligarquía dominantes no es sólo evidente sino que deja su impronta en la experiencia y en la vida cotidiana de la ciudadanía. La burocracia está sometida a la misma fluctuación de valor, y los momentos heroicos al servicio estatal, las grandes campañas de alfabetización de los instituteurs, la expansión de los programas de bienestar y de los trabajadores sociales, por no hablar de los cuadros revolucionarios comprometidos, nos recuerdan que esta dimensión estigmatizada del Estado no siempre tiene por qué ser objeto de hostilidad generalizada.
En el siguiente y último capítulo examinaremos más de cerca la que ciertamente es la tensión política fundamental de la izquierda en la situación actual: la oposición entre el marxismo y el anarquismo resurgente, en la que el primero está siendo fustigado con todas las asociaciones afectivas unidas al poder estatal y a la centralización. El rechazo anarquista al ideologema del estatalismo, sin embargo, sirve de interesante campo de pruebas para el nuevo lema posmoderno que dice que en el capitalismo tardío ya no hay distinción entre derecha e izquierda.
Porque parecería importante distinguir el anarquismo (y a veces incluso el anticomunismo) de los nuevos movimientos antiglobalización y de ideologías y actitudes más propias de la clase media, como el libertarismo, que a veces pueden intensificarse y convertirse en el neofascismo de los grupos de milicias (que en sí constituyen sin duda formaciones utópicas) pero que trazan la línea en el anticapitalismo. Sean cuales sean los problemas suscitados por el término «socialismo», es importante recordar que tanto el marxismo como el anarquismo son movimientos socialistas o movimientos revolucionarios de izquierda —gente del Libro, por así decirlo— y que Bakunin tenía una relación intelectual y filosófica con El capital de Marx análoga a la relación de Mahoma con el Antiguo y el Nuevo Testamento. La ideología, de hecho, no se hace necesariamente visible en las actitudes políticas y sociales, sino por el contrario en ese compromiso visceral supremo que ataca al capitalismo.
Esto supone, sin duda, anticiparse y presuponer que se ha respondido por adelantado la cuestión genérica más posmoderna de si la utopía siempre debe coincidir con el socialismo. A buen seguro, la gradual asimilación del socialismo por la utopía (y viceversa) fue una evolución histórica, que no necesita parecer permanente ante una nueva fase del capitalismo y un nuevo tipo de producción cibernética; en ese caso, el renacimiento anarquista podría ofrecer la promesa de disociación entre los dos conceptos visionarios, si no de hecho una nueva liberación de la propia forma. Pero en la posmodernidad sólo hemos alcanzado una nueva fase en la expansión y en la reorganización del capital, y no, como los ideólogos conjeturaban en las décadas de 1950 y 1960, un modo de producción completamente nuevo (la versión más extendida de dichas especulaciones fue la «sociedad postindustrial» de Daniel Bell, la cual planteaba una nueva clase dominante de científicos y técnicos, que recordaba lejanamente a las especulaciones contemporáneas de «nueva clase» en Europa del Este). Esto marcó paradójicamente una vuelta a la utopía platónica de los guardianes, pero no ha sido confirmada por el destino de la propia ciencia, cada vez más presionada en años recientes para estar al servicio del capitalismo y del beneficio económico.
Los impulsos utópicos de la literatura reciente, sin embargo, afirman con entusiasmo la jouissance de hacer dinero y la externalización del capitalismo, y expresan de ese modo bien el estrato privilegiado de la actual polarización de clases estadounidense o, de manera más simbólica, la «ceguera del centro» y la indiferencia en general del Superestado hacia el estado del mundo recientemente globalizado fuera de sus fronteras. Concluyo, en todo caso, que sigue siendo difícil ver cómo podrían imaginarse las utopías futuras en una disociación absoluta del socialismo en su sentido más amplio de anticapitalismo; disociadas, es decir, de los valores de la igualdad social y económica y del derecho universal al alimento, la vivienda, la medicina, la educación y el trabajo (en otras palabras, por hacer la propuesta desde un punto de vista representativo y no ideológico, no es verosímil ninguna utopía moderna que no aborde, junto con sus otras invenciones, los problemas económicos causados por el capitalismo industrial). La prueba es que incluso los fundamentalismos neoconservadores de hoy siguen prometiendo una eventual satisfacción en todas estas áreas, en esa creciente marea de prosperidad y desarrollo universal a la que ellos afirman añadir esa cosa huidiza llamada libertad, así como esa cosa imaginaria llamada modernidad.
Pero es cierto que la Guerra Fría complicó inmensamente el problema de la representación utópica al poner en primer plano la ambigüedad ideológica del Estado moderno, de un modo que reordenaba la dialéctica entre la identidad (o uniformidad) y la diferencia, y que pervive en el periodo posterior a la Guerra Fría (o en otras palabras, en la posmodernidad). La existencia de la Unión Soviética, de hecho, produjo un nuevo tipo de objeto ideológico, positivo y negativo al mismo tiempo: un movimiento antisistémico dirigido contra la opresión de clase intolerable, que parecía transformarse ante nuestros propios ojos en una forma de poder estatal más opresiva que las tiránicas estructuras feudales a las que estaba llamado a hacer desaparecer. Junto con los problemas historiográficos suscitados por el estalinismo, en otras palabras, debemos reconocer las extraordinarias oportunidades que ofreció para la producción ideológica y la invención de todo tipo de aportaciones fantásticas nuevas y complejas a las que esta situación históricamente única da lugar: analogías históricas derivadas del «despotismo oriental», y de las antiguas formas de tiranía, hasta llegar a las propuestas sobre la transformación de la burocracia en una «nueva clase»; y las innumerables constelaciones de paranoia y teoría de la conspiración en las que, como en el caso del antisemitismo, las formas vagamente comprendidas de la organización capitalista se proyectan en sus enemigos o en sus víctimas.
Mi análisis alegórico favorito del proceso es la noción de carnavalesco de Bajtin,[325] en la que el propio momento del carnaval —revolución, que incluye en gran medida la revolución cultural— constituye la ruptura entre un tradicional sistema social opresivo (el catolicismo romano, que representa al antiguo régimen zarista) y su sustitución más moderna en el poder estatal barroco (que representa al estalinismo). En esta ingeniosa narración, que no tiene más importancia histórica que cualquier otra fantasía ideológica, podemos observar las ventajas de la posición utópica desde la que tanto la sociedad burguesa (que evoluciona bajo el zar) como el comunismo, tanto derecha como izquierda, pueden condenarse, pero a un gran precio, a saber, lo efimero del momento del propio carnaval, por cíclico que pueda considerarse que es. Pero aquí el impulso utópico se sitúa bajo una gran presión, en la medida en que constituye un tipo de mediador a punto de extinguirse, tras cuya desaparición es seguro que se restaurará el orden; pero un orden de tipo diferente y más eficaz, que tal vez pueda algún día prescindir por completo de la válvula de escape del carnaval.
La de Bajtin es, sin embargo, una doble negación, y tal vez sea éste el momento de recordarnos un programa que se impuso distinguir entre sí los diversos tipos de negatividad, exactamente como en esa crítica al viejo orden que constituye también una advertencia profética sobre las nuevas formas de represión de lo que sustituye a dicho orden. ¿Deben ambas considerarse, a la luz del momento de libertad del carnaval, distopías?
Como se sugería de pasada en el capítulo anterior, esta palabra está cargada de ambigüedades peligrosas y engañosas, que no disminuyen por la reciente acuñación de este neologismo (cuya circulación más amplia data, se nos dice,[326] de la década de 1950, en otras palabras, de la Guerra Fría). Como nuestra propia práctica ha atestiguado, no es fácil cambiar los hábitos lingüísticos propios en lo referente a una palabra como ésta, que obviamente se creó para cubrir una necesidad colectiva palpable. Aun así, parecería existir un verdadero vacío entre las dos negaciones en cuestión. La tetralogía distópica de John Brunner, por ejemplo,[327] es el ejemplo clásico de un principio designado por el título de un famoso relato escrito por Heinlein en 1940: «si esto sigue […]». La superpoblación, la contaminación y el ritmo inhumano del cambio tecnológico: éstos se extrapolan después a lo que ciertamente son los «nuevos mapas del infierno» de Brunner, mapas calificados (y no incorrectamente) con frecuencia de distópicos. ¿Pero funciona el mismo principio en la aterradora visión dada por Orwell en 1984? La afirmación que Orwell concebía del «progresivo totalitarismo» de la política contemporánea —ya fuese la del Reino Unido laborista o la de la URSS— a modo del principio «si esto sigue así», no deja de ser una mera afirmación biográfica. Por supuesto, la fuerza del texto (y de Rebelión en la granja) deriva de una convicción sobre la propia naturaleza humana, cuya corrupción y ansia de poder son inevitables, y que no se pueden remediar con nuevas medidas o nuevos programas sociales, ni tampoco aumentando la conciencia sobre los peligros inminentes.
La propuesta que Tom Moylan hizo de una concepción genérica de la «distopía crítica» aclara esta diferencia.[328] La distopía crítica es una pariente negativa de la utopía propiamente dicha, porque sus efectos se generan a la luz de cierta concepción positiva de las posibilidades sociales humanas, y su actitud políticamente capacitadora deriva de los ideales utópicos. Pero si reservamos el término distopía para las obras de este tipo, las obras de Orwell deben caracterizarse de un modo marcadamente distinto y con una terminología genérica distintiva; yo propongo calificarlas de antiutópicas, dado que están formadas por una pasión fundamental por denunciar y advertir contra los programas utópicos en el ámbito político. Esta pasión, que coincide desde luego con la condena de Burke a la Revolución francesa, así como con el anticomunismo y el antisocialismo más contemporáneos, es claramente muy distinta a los temores y las pasiones admonitorios que rigen la distopía crítica, de afiliación feminista y ecológica en la misma medida que de izquierdas en el plano político.
En ese caso, parecería deseable un cuarto término o categoría genérica. Si es cierto, como alguien ha observado, que es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo, probablemente necesitemos otro término para caracterizar las visiones cada vez más populares de destrucción total y de extinción de la vida en la Tierra, que parecen más verosímiles que la visión utópica de la nueva Jerusalén, pero que son también muy distintas de las diversas catástrofes (incluidas las antiguas inquietudes relacionadas con la bomba atómica en la década de 1950) prefiguradas en las distopías críticas. El término apocalíptico puede servir también para distinguir entre este género narrativo y la antiutopía, ya que no percibimos en él ningún empeño en desengañar a sus lectores de las ilusiones políticas que un Orwell intentaba combatir, pero cuya misma existencia ya no es reconocida por el propio relato apocalíptico. Mas este nuevo término nos acerca extrañamente a nuestro punto de partida, en la medida en que el Apocalipsis original incluye tanto la catástrofe como el cumplimiento, el fin del mundo y la inauguración del reinado de Cristo en la Tierra, la utopía y la extinción del género humano al mismo tiempo. Pero si el Apocalipsis no es ni dialéctico (en el sentido de incluir su «opuesto» utópico) ni una mera proyección psicológica[329] que deba descifrarse desde el punto de vista histórico o ideológico; probablemente deba considerarse entonces metafísico o religioso, en cuyo caso su vocación utópica secreta es la de reunir en torno a sí una nueva comunidad de lectores y creyentes.