VIII
Philip K. Dick, in memoriam
Philip K. Dick, fallecido un mes de marzo a los 53 años, fue el Shakespeare de la ciencia ficción. Unas treinta novelas en un número similar de años hicieron su nombre tan conocido para los entusiastas de la ciencia ficción como desconocido en los departamentos de literatura inglesa, aunque se convirtió en figura de culto entre los intelectuales franceses. El modo menos eficaz de hablar sobre la grandeza de Dick es reivindicar para sus libros la categoría de literatura culta (como cuando los entusiastas hacen pasar a Hammett o a Chandler por, digamos, Dostoyevski). Un subgénero de cultura de masas, como es la ciencia ficción, tiene leyes diferentes (y más estrictas) que la cultura elevada, y a veces puede expresar realidades y dimensiones que se escapan en la literatura culta.
Considérese la capacidad de Dick para interpretar la historia. La sociedad de consumo, la sociedad de los medios, la «sociedad del espectáculo», el capitalismo tardío —como uno quiera llamar a este momento— experimenta una impresionante pérdida de sentido del pasado histórico y de los futuros históricos. Esta incapacidad de imaginar la diferencia histórica —lo que Marcuse denominó la atrofia de la imaginación utópica— es un síntoma patológico mucho más significativo del capitalismo tardío que rasgos como el «narcisismo». El «arte de la nostalgia», desde American Graffiti a las novelas de Doctorow (por lo demás certeras), no atestigua un interés por el pasado sino la transformación de éste en meros estereotipos. Hasta las lecciones de la vieja teoría y práctica revolucionaria están a menudo viciadas de nostalgia histórica (Rojos es también una película nostálgica, por desgracia).
La ciencia ficción se entiende en general como un intento de imaginar futuros inimaginables. Pero su tema más profundo tal vez sea, de hecho, nuestro propio presente histórico. El futuro de las novelas de Dick vuelve histórico nuestro presente al convertirlo en el pasado de un futuro fantaseado, como en los episodios más electrizantes de sus libros. En una de sus novelas más acertadas y sombrías, Ubik, el infortunado protagonista, Joe Chip, intenta desesperadamente llegar a Des Moines y debe recorrer un paisaje lleno de objetos que se desintegran rápidamente en el tiempo. En una primera nota aciaga descubre que la nevera a monedas de su propio presente de 1992 empieza a rechazar un dinero que ha vuelto a la acuñación de la década de 1970.
Los grandes aeropuertos están también presumiblemente revirtiéndose (¿hay todavía un «Aeropuerto de Nueva York» a finales de la década de 1930?, se pregunta), mientras que hasta el transporte terrestre en el que recorre la isla empieza a volverse obsoleto, los taxis helicóptero sin alerones de su época son sustituidos por un LaSalle de 1939, un clásico de museo. Cuando por fin consigue alquilar un bimotor Curtiss-Wright, teóricamente capaz de llegar a Des Moines al día siguiente por la mañana (el LaSalle se ha convertido mientras tanto en un Ford Modelo A de 1929), no hay garantía de que el proceso no retroceda por completo, más atrás de la era de la aviación.
En Aguardando el año pasado, esta búsqueda de un pasado imposible adopta la forma de complejo que un magnate senil construye en su asteroide privado, un complejo que reproduce con primorosa autenticidad el Washington D.C. de su niñez de 1935, 120 años antes. Los empleados trabajan horas extras en busca de objetos de época para abastecer esta simulación del pasado, desenterrando tesoros tan valiosos como una vieja cajetilla de Lucky Strike con el cartón verde, una grabación radiofónica de la serie Betty and Bob o del programa «The Town Crier» de Alexander Woolcott.
En su novela más famosa, El hombre en el castillo, Dick despliega una historia alternativa en la que los alemanes y los japoneses han ganado la Segunda Guerra Mundial y ocupan y administran entre ambos las dos mitades del Estados Unidos continental. Pero, mientras que los nazis (dado que Hitler ha muerto hace tiempo de paresia sifilítica, la sucesión ha pasado a Baldur von Schirach) han completado el genocidio de África y van camino de conquistar la Luna, los japoneses, más apacibles y ascéticos, han desarrollado un apasionado interés por los objetos estadounidenses de preguerra.
Kippel y biltong
El futuro de Dick no es menos peculiar que sus pasados coleccionables: un mundo burocrático en el que los globos a reacción de los acreedores humillan a los infelices deudores revoloteando por encima de ellos y comunicando a voces su situación económica a las multitudes que los rodean, en el que la puerta de pago con moneda de tu propio apartamento se niega a dejarte salir cuando (como Joe Chip) nunca llevas cambio encima, y los taxis automáticos hacen comentarios y dan consejos de manera más exasperante que cualquier taxista contemporáneo.
En algunos de estos futuros cercanos, hace su aparición un fenómeno aún más siniestro, el kippel. Es la visión personal que Dick tiene de la entropía, y en ella los objetos pierden su forma y «se vuelven anónimos e idénticos, mero kippel parecido a un pudin, apilado hasta el techo de cada apartamento» (de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que pronto se convertirá en película). Este mundo-objeto de finales del siglo XX (al contrario que los rutilantes futuros tecnológicos de Verne o Wells) tiende a desintegrarse bajo su propio ímpetu, soltando películas de polvo sobre todas sus superficies, que se vuelven esponjosas, y se rasgan como ropa podrida o se vuelven tan poco fiables como una tablilla de parqué que deja atravesar el pie.
De ahí el obsesivo tema compensatorio de la reproducción. En una de sus fábulas más alarmantes, «El precio de la imitación», Dick imagina un universo postatómico en constante deterioro, momentáneamente rescatado por la llegada de una especie con aspecto de masa informe, los biltong, que aparecen «en los últimos días de la guerra, atraídos por los destellos de la bomba H» (la obra de Dick incluye pensiones llenas de alienígenas benévolos y agradables). Los biltong pueden reproducir a la perfección cualquier artículo u objeto que se les ponga delante. Pero con la vejez y el agotamiento sus prensas se emborronan y pierden definición: el whisky sabe a anticongelante, las puertas de los coches se desprenden, las casas se caen. Al final, la población, que ha olvidado cómo producir nada, lincha a sus moribundos benefactores.
Esta perspectiva de la poscatástrofe tal vez explique por qué en las novelas de Dick, como en otro tipo de populismo, la habilidad artesanal (especialmente la alfarería) se convierte en una forma privilegiada de trabajo productivo. Pero es el tema relacionado de la reproducción y de la producción de copias el que convierte la obra de Dick en una de las potentes expresiones de la sociedad del espectáculo y del pseudosuceso, en la que «la imagen es la forma suprema de reificación de la mercancía», como dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo. Porque Dick fue también el poeta épico de las drogas y la esquizofrenia en la contracultura de la década de 1960 (sin excluir el misticismo gnóstico que proponía con insistencia en sus últimos años, tras renunciar a la cultura de las drogas en Una mirada a la oscuridad, de 1977).
Éste es el Dick de Los tres estigmas de Palmer Eldritch (un sardónico comentario sobre las idílicas Crónicas marcianas de Bradbury), donde pobladores conscriptos en un baldío Marte buscan distraerse de sus deformadas verduras mediante un ritual drogadicto colectivo en el que se transustancian en las figuras de un escenario parecido al de Barbie, disfrutando de los placeres delegados de una desvanecida clase alta terrestre, conduciendo lanchas deportivas Jaguar XXB por las playas californianas todavía prístinas, y manteniendo relaciones sexuales imaginarias entre sí mientras su cuerpo yace inmóvil en barracones marcianos.
El fin del individualismo
Pero Dick fue algo más que la personificación suprema de los temas contraculturales de la década de 1960. La suya es, por ejemplo, una literatura sobre las empresas, y en especial sobre el sector de la producción de imágenes e ilusiones. Sus «héroes medios» —un tipo más viejo, populista, al estilo Capra, de pequeños empleados como vendedores de discos, mecánicos autónomos y pequeños burócratas— se ven atrapados en las luchas convulsivas de las corporaciones monopolísticas y ahora multinacionales galácticas e intergalácticas, y no en las batallas feudales o imperiales de La guerra de las galaxias.
Es una literatura en la que lo colectivo hace una adecuada e inquietante reaparición, más a menudo en una comunidad paralizada de muertos o golpeados, con el cerebro interconectado en un intento aterrador de descubrir por qué a sus familiares mundos de ciudad pequeña les falta profundidad y solidez, para acabar descubriendo que «en realidad» todos están inmovilizados en una especie de criogénica vida a medias.
Es, por último, una literatura de la denominada «muerte del sujeto», de un final del individualismo tan absoluto que pone en cuestión los últimos destellos del ego, como cuando, en uno de sus relatos más escalofriantes, un ejecutivo de una empresa que fabrica androides hace el aplastante descubrimiento de que también él es un androide. «No queríamos que lo supieras —lo consuelan con delicadeza sus compañeros—. No queríamos contártelo».
Tal vez sea el propio convencionalismo, la falta de autenticidad, el estereotipo formal, lo que dé a la ciencia ficción una ventaja notable sobre la literatura culta de las vanguardias. Ésta nos puede mostrar todo sobre la psique individual y su experiencia y su alienación subjetivas, salvo lo esencial: la lógica de los estereotipos, de las reproducciones y de la despersonalización en la que se mantiene el individuo de nuestro propio tiempo, «como un pájaro atrapado en telas de araña» [Ubik]. La obra de Dick lo consigue. Es un virtual «arte de la fuga» de la narración, fuegos pirotécnicos narrativos que se desatan en un delirio y pueden presentarse como crítica a la representación en sí.