IV

Parecería más productivo reformular nuestro problema atendiendo al dualismo de la ilusión y la imaginación al que tan a menudo se ha apelado aquí: el studium y el punctum, por así decirlo, de la imagen utópica. ¿No sería entonces adecuado caracterizar el actual estado de la producción utópica como el reemplazo de la imaginación utópica por la ilusión utópica, del cambio de una visión utópica superior o estructural por el deleite en un enjambre de detalles utópicos individuales, que se corresponden con la parcelación y la tematización de sendas opiniones utópicas individuales y de fantasías personales o de estilos de vida? Esto no supone subestimar el valor de las inmensas energías de ilusión utópica generadas hoy en todo el mundo como fuentes de combustible alternativas, en un intento de utilizar la inventiva y el ingenio para una serie de problemas, en apariencia tan irresolubles individualmente como en un principio inseparables. La Tasa Tobin es uno de ellos, y puede quizá apreciarse más como desfamiliarización adecuadamente utópica de un dilema que como programa político práctico. Podemos también reiterar el valor de la sociedad de la lotería de Barbara Goodwin, en la que el azar, y no la lógica de la clase social, dicta la distribución contingente de ventajas e impide que la desigualdad económica cristalice y se perpetúe.[352] Por su parte, el marco de crisis y catástrofe que estructura tantas de las novelas de Kim Stanley Robinson permite desplegar una inmensa variedad de soluciones ingeniosas y a menudo utópicas, que merecen un estudio por derecho propio.

¿No sería entonces, tal vez, aconsejable sustituir esa oposición en funcionamiento por un concepto más unificado del mecanismo utópico propiamente dicho, que excluya los numerosos males de la actual globalización capitalista tardía y al mismo tiempo impida la devolución de dicha utopía así como su desintegración en un «tiempo de problemas» anárquico? Para ilustrar ese posible mecanismo me centraré en una propuesta utópica de la década de 1960 olvidada y todavía sugerente: Utopías realizables [1975] de Yona Friedman. El de Friedman es un conjunto de demostraciones singularmente abstracto pero argumentado de manera muy convincente, en el que se clasifican las diferentes opciones utópicas y se articulan sus condiciones de posibilidad. Este ascetismo analítico acaba dando lugar a la indulgencia de una visión planetaria de la utopía, que tiene un parecido familiar con las más conocidas del periodo, como la ciudad mundial de Buckminster Fuller, Kenneth Boulding y Lefebvre; en ellas el propio planeta ofrece el cierre utópico, y sus exigencias ecológicas ya plantean una serie de límites que definen las posibilidades utópicas.

Pero no son las cualidades periódicas de esta visión las que me interesan aquí; por el contrario, quiero señalar una distinción fundamental entre los mecanismos que Friedman propone y los propuestos por los teóricos políticos. Radica en la separación por principio y absoluta entre lo económico y lo político, o en otras palabras, entre la infraestructura y las superestructuras políticas (y otras). Esta separación concuerda mucho con mi propio sentimiento de que el marxismo plantea la primacía de lo económico (y que su omisión de la teoría política no es accidental sino, por el contrario, una feliz consecuencia); además de explicar esa suspicacia hacia lo político, o incluso el fin o la abolición de la política que ha parecido endémico a la forma utópica.

Podemos ahora cuestionar la propuesta de pluralismo de las utopías expuesta por Nozick a la luz de la multiplicidad de comunidades utópicas diseminadas por todo el planeta planteada por Friedman, sobre las cuales él insiste —muy contra el espíritu de la reflexividad de Nozick— que están incomunicadas entre sí, cada una con su propia cultura y su política local (o la ausencia de ella), cada una siguiendo su propio absoluto. Así, al contrario que tantos pensadores utópicos del periodo, Friedman repudia por completo cualquier concepción de un Estado mundial, de un organismo de Naciones Unidas o de ekumen de nivel superior que de algún modo unifique a la humanidad (y así, como en el argumento de Sartre/Le Guin, exija un enemigo eterno contra el que desarrollar esta fusión de toda la humanidad). Las diversas utopías cerradas no se combinan mediante lo político, sino que se relacionan por la infraestructura, es decir, mediante el propio planeta y su materialidad:

La infraestructura significa el soporte material de los diversos proyectos, utopías, modos de utilización, normas de conducta, etc. […] Mientras que un Estado mundial, una organización de arbitraje y vigilancia, es irrealizable, una organización de gestión mundial es por el contrario perfectamente factible, siempre que se limite al mantenimiento de rutas de acceso que conecten entre sí los diversos territorios y que permitan el intercambio de medios de supervivencia.[353]

Pero no hemos enunciado aún los dos mecanismos fundamentales de este nuevo sistema utópico planetario, el punctum utópico, por así decirlo: son el derecho a la migración y la abolición de los impuestos. El derecho a la migración responde a la fastidiosa cuestión a menudo tachada de totalitaria, o, en otras palabras, qué hacer con las utopías que a uno le resultan desagradables o asfixiantes, si no aterradoras; la cuestión de la unanimidad o de la mayoría, ésa a la que tantas distopías se aferran para refutar definitivamente toda la idea. ¿Una pluralidad de utopías? ¿Y qué si un grupo descarriado adopta el patriarcado o algo incluso peor? De acuerdo con este principio fundamental, uno se va sin más, y se traslada a otra utopía, en la que se mantenga una doctrina religiosa estricta como en Ginebra, o un republicanismo laico, en imitación a la república romana, o el simple hedonismo y el libertinaje, o una estructura de clanes tradicional (en la que uno probablemente tendría que casarse con parientes o entrar como dependiente o esclavo). El parecido con la trilogía de Marte es ineludible.

Lo ingenioso de esta propuesta es que cumple dos funciones distintas, una de las cuales acabamos de exponer y está relacionada con lo que antes se denominaba libertad (frente a uno u otro tipo de Estado o sistema). La otra es el corolario menos obvio de que este principio garantiza la existencia de comunidades múltiples, descentralizadas y, de hecho (como explica Friedman), incomunicadas. Si uno puede moverse de este modo, e intercambiar un absoluto por otro, obviamente deben existir varias ofertas, y deben de ser relativamente autónomas, e incapaces de influir indebidamente unas en otras. Volveremos enseguida a esa parte del asunto.

Ahora observemos el otro principio, en el que se priva al Estado de los impuestos. Eso, por supuesto, ya lo tenemos, porque uno de los mecanismos más ingeniosos en la disolución neoliberal (o neoconservadora) del Estado del bienestar ha sido, sencillamente, reducir los impuestos a los ricos hasta el punto de que el Estado ya no pueda permitirse sus servicios sociales, y se encuentre también, por la sensibilidad del propio asunto de la fiscalidad, en una posición en la que no podía hacer retroceder el reloj político a no ser que se produjese el tipo de cataclismo universal (como la Gran Depresión) que en su momento había conducido a la fundación de dicho Estado del bienestar. (Parece que hoy ni la guerra, por cara que sea, constituye un cataclismo de ese tipo, al menos en Estados Unidos).

Pero el neoconservadurismo no incluye el reverso de esta proposición, a saber, que normalmente el dinero obtenido mediante la tributación debe sustituirse por el trabajo público de los propios ciudadanos, algo que Rudolf Bahro había previsto al mismo tiempo en su visión utópica de la transformación del sistema de Europa oriental en La alternativa [1977]: todos efectuarán trabajos cívicos e incluso manuales; habrá deberes policiales, recogida de basura, proyectos hidráulicos, construcción de carreteras y demás, voluntarios; los sistemas de intercambio y canje compensarán esta «eliminación» de los impuestos y del excedente estatal; y poco a poco queda claro que el resultado —si uno quiere la otra función, además de la política de reducir el propio Estado— también será el de desplazar la centralidad del dinero en la economía. La fuerza del comienzo puede quizá extenderse hasta abarcar todas las posibilidades de creación de una «reserva fija» de riqueza y reducir el dinero de nuevo a la función más limitada de intercambio.

Por último, debería señalarse que estos dos principios son anticapitalistas (sin que a pesar de todo sean necesaria o abiertamente socialistas): el primero imposibilita la ampliación y la expansión necesarias para el capital; el segundo elimina el medio por el cual se acumula el capital.

La utopía de Friedman tiene el mérito notable de trasladar el énfasis de las ideologías de la comunicación que celebran el nuevo sistema planetario a la posible infraestructura material o económica de dicho sistema. Pero esto significa también un paso de la diferencia a la identidad y de la pluralidad del detalle al cierre de la totalidad. También suscita dudas acerca de la representabilidad de esta nueva utopía planetaria; y la representabilidad, o la posibilidad de proyectar, es una cuestión muy significativa para la política práctica, como veremos en breve.

Propongo, por lo tanto, una forma más accesible o visualizable de este sistema planetario imaginable, sobre el que debemos recordar que su novedad como mecanismo utópico consiste en que las partes que lo componen estén incomunicadas o sean antagónicas, una novedad que tuvo el efecto inmediato de excluir retóricas de comunicación, multiculturalismo e incluso imperio (en el sentido reciente de americanización). En este espíritu, propongo pensar en nuestras utopías autónomas e incomunicadas —que varían desde las tribus nómadas y los primeros asentamientos hasta las grandes ciudades Estado o las ecologías regionales— como sendas islas: un archipiélago utópico, islas en la red, una constelación de centros discontinuos, a su vez internamente descentralizados. De inmediato esta perspectiva metafórica comienza a sugerir una serie de analogías posibles, que combinan las propiedades de aislamiento con las de la relación. Porque, de hecho, es a modo de utopía de relacionalidad estructural como debemos entender la actual propuesta: «diferencias sin términos positivos» fue la formulación inaugural de Saussure, que de un modo más profundo puede considerarse que caracteriza a todo el pensamiento moderno, al alejarse de la sustancia aristotélica para acercarse a las modernas concepciones de proceso.

Quizá nadie pensase más profundamente en las islas que Fernand Braudel en su monumental historia del Mediterráneo; y en principio no podemos hacer nada mejor que seguir el avance de su pensamiento mientras recorre las características geográficas del gran mar interior: enclaves aislados tales como las aldeas de montaña, y después los fértiles valles que aparecen entre ellas, llegando al final a las llanuras, ingratas debido a los pantanos y la malaria, y por último a los puertos, a menudo separados de la tierra circundante por una cadena montañosa que desciende hasta la costa. Así lentamente la vida colectiva se dirige hacia el mar, como la imaginación del historiador.

Después, a medida que el mar invade todas estas áreas y abre lazos entre ellas, él salta, con la mente, de las propias islas, que van formado las estaciones de las grandes rutas comerciales o, como Cerdeña, vegetan en un aislamiento bastante improductivo o, por último, forman todo un sistema en su propio multiplicidad, como el archipiélago griego: «Vida precaria, estrecha, constantemente amenazada: tal es la suerte de las islas; su vida íntima, si se quiere. Pero su vida exterior, el papel que desempeñan en el primer plano de la escena de la historia, es de una amplitud que no se esperaría de mundos tan miserables. La gran historia, en efecto, pasa frecuentemente por las islas».[354]

Pero ahora, poco a poco —fascinado por la dialéctica de estos enclaves, objetos de colonización tan plenamente como sujetos de la historia por derecho propio, al menos por un breve periodo, y con fortunas caracterizadas de hecho por esa fundamental variabilidad y mutabilidad temporal que caracteriza a la historia de todo el mar interior— Braudel amplía la metáfora:

Y las islas que no circunvala el mar. En este mundo del Mediterráneo, tan excesivamente compartimentado, donde la ocupación del suelo deja grandes vacíos —sin contar los del mar—, hay otras islas, además de las verdaderas. Otros mundos casi estrictamente aislados, casi islas —la palabra es evocadora— como Grecia y otras regiones que, encerradas entre murallas terrestres, no tienen otra salida que el mar. ¿No era una isla, en este sentido, el reino de Nápoles, bloqueado en el norte por la barrera de las montañas que forman sus fronteras con Roma? En nuestros manuales se menciona una isla de Mogreb, Djezirat-el-Mogreb, la isla de Couchant, entre el océano, el Mediterráneo, el mar de las Syrtes y el Sahara. Un mundo sujeto a los más bruscos cambios.[355]

Pero entonces la imaginación de Braudel se excita y aviva con esta nueva idea. Il s’échauffe: islas que no circunvala el mar: «Se dirá de la región lombarda […] Asimismo y de análogo se dirá, exagerando un poco, que […] Portugal, Andalucía, Valencia, Cataluña […] España en su totalidad. Al este, en el otro extremo del Mediterráneo, también es una isla Siria, este espacio situado entre el mar y el desierto […] etc.».[356] Ahora la disminución de la cadencia, el tiempo de reflexión:

No cabe duda de que estamos abusando ampliamente a ese respecto de la noción de la insularidad; pero lo hacemos en beneficio de una exposición más clara. Los países del Mediterráneo son, en verdad, colecciones de regiones aisladas entre sí, que sin embargo se buscan y se atraen constantemente las unas a las otras; de aquí que haya entre ellas un constante vaivén, a pesar de las jornadas de camino o de navegación que las separan; vaivén que el nomadismo de los hombres del Mediterráneo facilita. Pero los contactos que estos hombres establecen son como descargas eléctricas, violentas y discontinuas. Como una fotografía ampliada, la historia de las islas resulta ser la que nos revela la más nítida explicación de esta vida mediterránea, permitiéndonos comprender mejor por entero que cada provincia mediterránea ha podido conservar una originalidad tan irreductible, un perfume regional tan poderoso, en medio de la más extraordinaria mezcla de razas, de religiones, de costumbres y de civilizaciones que jamás haya habido en la tierra.[357]

Ésta es, por lo tanto, la verdad más profunda de lo «local»: no ciudades que intentan revivir su debilitada existencia mediante el turismo, la elitización, la disneyficación, o los Juegos Olímpicos; no fantasías de industrias de alta tecnología y la revolución de la propiedad urbana mediante el poder mágico de los microchips; ni siquiera la fantasía izquierdista de desconectar, en la que el socialismo local o el nacionalismo progresista rompen heroicamente con las grandes redes planetarias y avanza solos.

De hecho, el plan de combinación estructural es en sí mismo la verdad de la utopía y quizá incluso de la propia democracia. Aquí tenemos el reproche supremo al sujeto centrado y el despliegue pleno de la gran máxima de que «la diferencia relaciona»: una de las imágenes más vívidas de lo colectivo en todos sus conflictos y conspiraciones o convenios productivos internos. Ésta es la gran lección de Fourier, y es también la fuente de la atracción libidinal profunda que la propaganda del libre mercado ejerce y, de hecho, de la metáfora del intercambio; la cuadratura del círculo de las antiguas paradojas del uno y los muchos, lo autónomo y lo dependiente; quizá incluso la resolución del dilema de Sartre respecto a si lo verdaderamente colectivo no exige la aparición de un enemigo externo. En esto (como de hecho con su propio microgrupo fusionado) las partes del colectivo pueden interiorizar sus propias amenazas mutuas, producentes de solidaridades efímeras y constelaciones de alianzas internas cambiantes. También en esto el juego de esa suprema fuerza social de la envidia enciende relaciones móviles, al igual que genera un cálido narcisismo de punto a punto (Žižek ha descrito de qué modo, antes de las guerras civiles, la violencia y los odios étnicos de las denominadas nacionalidades adoptan la forma de los chistes étnicos más afectuosos, de envidiosos insultos y calumnias racistas que ligan a las personas en el eros freudiano, antes de que sus energías se dispersen en el tánatos).[358]

Esta visión de patrones de relación internos y cambiantes ayuda mucho, creo, a paliar las objeciones al cierre del sistema en su totalidad, al mismo tiempo que garantiza de modo permanente o estructural ese vacío o distancia internos del sujeto, que normalmente en las ideologías convencionales basadas en el sujeto entendido como sustancia plena se pasa por alto o se reconoce erróneamente y se reprime; porque sea cual sea el juego de interrelaciones, éstas deben proyectar siempre una chispa entre los polos y vivir en una permanente sensación de inseguridad e insatisfaccción. En cuanto a la otra objeción, la del núcleo irreducible, o la pizca de exceso que no puede asimilarse —como las contingencias fundamentales de lo social y de la historia se metaforizan a menudo— también se da presumiblemente en los vacíos entre los enclaves y el hambre insaciable que los une sin conducirlos hacia el exterior, hacia la conquista imperial, dado que en el grado de globalización en el que ahora planteamos el problema político no hay exterior y no queda nada por conquistar o colonizar. Pero toda la función de un sistema como éste es la de compensar las diferencias ecológicas entre regiones: la extracción mineral en una se equilibra con la industria especializada en otra, y la agricultura con otros tipos de producción, como en el antiguo ideal de un sistema federal.[359]

De hecho, si no fuese un término tan gastado y potencialmente confuso, el federalismo sería un nombre excelente para las dimensiones políticas de esta metáfora utópica, hasta disponer de uno mejor. Pero no estará enfocado mientras no nos demos cuenta, por una parte, de que Estados Unidos no puede considerarse un sistema federal (al menos desde la ratificación de la Constitución estadounidense), en la medida en la que el nuevo e imprevisto poder de normalización de los medios ha convertido al Superestado en un inmenso experimento de nivelación social e ideológica (sin una igualdad económica adjunta). Sería también necesario entender el fracaso de la Unión Soviética de un modo distinto, no como el hundimiento de un comunismo o un socialismo, sino del proyecto federal propiamente dicho que tal unión presuponía. No es éste el lugar adecuado para presentar ese argumento en apariencia perverso, pero baste señalar el ejemplo del experimento de federalismo socialista aún más espectacular que fue la ex Yugoslavia: los historiadores han demostrado de manera convincente que la causa fundamental del hundimiento de este sistema admirable no fue la muerte de Tito, ni siquiera las enemistades raciales y étnicas supuestamente antiguas de los socios, sino por el contrario el sospechoso habitual, a saber, la globalización y las políticas del FMI y del Banco Mundial que de manera sistemática y deliberada debilitaron el sistema federal.[360] Y tampoco tenemos que alejarnos para encontrar ejemplos de la fragilidad del federalismo en el mundo contemporáneo: Canadá y España son característicos; del mismo modo que todas las guerras civiles y secesiones del mundo (a menudo áreas demasiado pequeñas para ser viables por sí solas, si dicho juicio tiene sentido después de la implantación del nuevo sistema global) son testimonio claro de la extrema sensibilidad del proyecto federal, que es una tarea más urgente para la teorización política actual que la propia democracia, a no ser que, de hecho, queramos entender el problema de la democracia (que tampoco existe apenas en ninguna parte del mundo en la actualidad) como una alegoría y un microcosmos del federalismo propiamente dicho: la coexistencia y la interrelación de unidades semiautónomas y múltiples de tal modo que la tensión entre el todo y la parte nunca se resuelva (en beneficio de cualquiera de ellos).

Sin duda, ya podemos percibir las primeras alegorías de esos federalismos de unidades mayores en diversas zonas del mundo contemporáneo: pienso en la propia Europa como una futura asociación federal, que no es capaz de decidirse por completo acerca de sus dimensiones; pienso en el sureste asiático, compuesto por un conjunto de culturas e idiomas tremendamente variados cuyos Estados han establecido una interrelación comercial y política. Y podemos también encontrar vestigios sintomáticos de estas formas emergentes en el pensamiento: la propia obra maestra de Braudel, compuesta en un campo de prisioneros durante la caricatura alemana de federalismo europeo, es ya una anticipación de la futura Europa (muy precisamente en el párrafo que he citado), mientras que su posterior obra sobre la tecnología puede considerarse síntoma del comienzo de la propia globalización. A su vez, la recuperación por parte de Deleuze de la monadología de Leibniz, esa inmensa red federal de mónadas superpuestas, es también una anticipación de esta figura política. La posibilidad de que se establezca una nueva unión de países latinoamericanos de características similares, o la posibilidad del liderazgo brasileño en una comunidad de países de todo el mundo decididos a forjar una resistencia contra la globalización estadounidense, serían otras figuras posibles de la invención de entidades colectivas distintas del imperio o la secesión.

Arqueologías del futuro
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