III

Tras lo que se ha dicho sobre la ciencia ficción en general, no provocará sorpresa alguna la propuesta relacionada sobre la naturaleza y la función política del género utópico, a saber, que su vocación más profunda es presentar, de modos locales y determinados y con una plenitud de detalle concreto, nuestra incapacidad constitutiva para imaginar la utopía en sí, y esto no debido a un fallo individual de la imaginación, sino como resultado del cierre sistémico, cultural e ideológico del que todos somos de un modo u otro prisioneros. Esta proposición, sin embargo, debe demostrarse ahora de un modo analítico más concreto, con referencia a los textos propiamente dichos.

Es adecuado que dicha demostración no tomase como referente la ciencia ficción estadounidense, cuyas afinidades con la distopía y no con la utopía, con las fantasías de regresión cíclica o de imperios totalitarios del futuro, han sido marcadas hasta ahora (por todas las razones políticas obvias); sino por el contrario la ciencia ficción soviética, cuya dignidad de género literario «culto» y cuya funcionalidad social dentro del sistema socialista han sido, en contraste, igualmente predecibles y no menos ideológicas. La renovación de la doble tradición soviética de utopía y ciencia ficción podría fecharse con mucha precisión a partir de la publicación de La nebulosa de Andrómeda [1958] de Efremov, y del consiguiente debate público sobre una obra que a buen seguro, a pesar de su ingenuidad, constituye uno de los intentos más resueltos y extremos de producir una representación plena de una futura sociedad utópica sin clases, armoniosa, en todo el mundo. Podemos medir nuestra propia resistencia al impulso utópico por medio del aburrimiento que el lector estadounidense siente instintivamente ante el «aparato libidinal» culturalmente ajeno de Efremov:

Empezamos —continuó la hermosa historiadora— con la completa redistribución de la superficie de la Tierra en zonas residenciales e industriales.

Las franjas marrones que se extienden entre los treinta y los cuarenta grados de latitud norte y sur representan la cadena continua de asentamientos urbanos construidos a orillas de mares cálidos, con un clima templado y sin inviernos. La humanidad ya no gasta enormes cantidades de energía calentando las casas en invierno y haciéndose ropas burdas. La mayor concentración de personas se da en torno a la cuna de la civilización, el mar Mediterráneo. El cinturón subtropical dobló su anchura después de que se fundieran las capas polares. Al norte de la zona de habitación se encuentran las praderas y las campiñas, donde pastan incontables rebaños de animales domésticos […].

Uno de los mayores placeres del hombre es viajar, un impulso de moverse de un lugar a otro que hemos heredado de nuestros ancestros lejanos, los errantes cazadores recolectores de alimentos escasos. Hoy el planeta está circundado por la Vía Espiral, cuyos gigantescos puentes unen todos los continentes […] Trenes eléctricos avanzan continuamente por la Vía Espiral y miles de personas pueden abandonar con gran rapidez la zona habitada para dirigirse a las praderas, los campos abiertos, las montañas o los bosques.[398]

La cuestión que se debe plantear a dicha obra —el modo analítico de penetrar en el texto utópico en general, desde Tomás Moro hasta esta novela soviética históricamente significativa— gira en torno a la posición de lo negativo en lo que se da como un esfuerzo por imaginar un mundo sin negatividad. La represión de lo negativo, el lugar ocupado por dicha represión, nos permitirá entonces formular la contradicción esencial de dichos textos, algo que ya hemos expresado de un modo más abstracto, como la reversión dialéctica de la intención, el trastrueque de la representación, la «estratagema de la historia» por la cual el esfuerzo de imaginar la utopía acaba delatando la imposibilidad de hacerlo. El contenido de dichos «semas» de negatividad reprimidos servirá entonces para indicar de qué modo debe formularse y reconstruirse la contradicción o la antinomia de un relato.

De manera bastante predecible, la novela de Efremov se organiza en torno al dilema más obvio que lo negativo plantea a una visión utópica, a saber, el hecho irreducible de la muerte. Pero de modo igualmente característico, la inquietud de la muerte individual queda aquí «recontenida» a modo de destino colectivo: la pérdida de la nave espacial Parvus, fácilmente asimilable para toda una retórica de sacrificio colectivo al servicio de la humanidad. Yo sugeriría que este fácil topos sirve para desplazar a otras dos formas de negatividad más agudas e inquietantes. Una es la fatiga emocional y la profunda depresión psíquica del administrador Darr Veter, «curada» mediante un periodo de trabajo físico en el aislamiento de un laboratorio oceánico; la otra es la arrogancia y el delito de su sucesor, Mven Mass, cuya implicación personal en un ambicioso programa energético nuevo provoca un accidente catastrófico y pérdida de vidas. Mven Mass es «rehabilitado» tras una estancia en la «isla del olvido», una especie de idílico gulag ceilanés en el que se libera a los desviados y a los antisociales para que ideen su salvación como prefieran. Diremos que estos dos episodios son los puntos nodales o síntomas en los que las contradicciones más profundas de lo psiquiátrico o de lo penal, respectivamente, interrumpen el funcionamiento de la imaginación utópica soviética. Y tampoco es un accidente que estos síntomas narrativos adopten forma espacial y geográfica. Ya en Tomás Moro, la imaginación de la utopía está constitutivamente relacionada con la posibilidad de establecer un cierre espacial (la excavación de una gran trinchera que convierte a «Utopía» en una isla independiente).[399] La solitaria estación oceanográfica y la isla penal marcan así el retorno de recursos de cierre espacial y separación que, formalmente exigidos para el establecimiento de un espacio utópico «puro» y positivo, tienden siempre a delatar las contradicciones supremas en la producción de figuras y relatos utópicos.

Siendo siempre las ideologías de otros más evidentes en sí mismas que las nuestras, no es difícil captar la función ideológica de este tipo de utopía no conflictiva en una Unión Soviética en la que, de acuerdo con la fórmula canónica de Stalin, se suponía que en el momento del «socialismo» la lucha de clases había terminado. ¿Es necesario añadir que ningún marxista inteligente puede hoy creer tal cosa y que, en todo caso, el proceso de lucha de clases se exacerba precisamente en el momento de construcción socialista, con su «primacía de lo político»? Complicaré no obstante este diagnóstico con la sugerencia de que lo ideológico para el lector soviético bien puede ser utópico para nosotros. Quizá deseemos, de hecho, tener en cuenta la posibilidad de que, junto con las diferencias cualitativas obvias entre nuestra cultura de Primer Mundo (con su dialéctica entre el movimiento vanguardista moderno y la cultura de masas) y el del Tercer Mundo, tal vez queramos hacer sitio a una cultura específica y original del Segundo Mundo, cuyos dispositivos (en general en forma de novelas y películas soviéticas y de Europa del Este) han producido en el lector o espectador occidental la impresión general no formulada e inquietante de una simplicidad indistinguible del sentimentalismo ingenuo. Dicho enfrentamiento renovado con la cultura del Segundo Mundo debería tener en cuenta algo difícil de recordar para nosotros dentro del cierre ahistórico de nuestra propia societé de consommation: la radical extrañeza y frescura de nuestra existencia humana y de su mundo-objeto en una atmósfera sin mercancías, en un espacio del que esa prodigiosa saturación de mensajes, anuncios publicitarios, y fantasías libidinales empaquetadas de todo tipo, que caracteriza nuestra experiencia cotidiana, se paraliza de manera repentina e inesperada. Recibimos esta cultura con toda la exasperación perpleja del habitante de la ciudad condenado al insomnio por el opresivo silencio del campo por la noche; para nosotros, por lo tanto, puede tener la función desfamiliarizadora de esas palabras maravillosas que William Morris inscribió bajo el título de su propia gran utopía, «una época de descanso».

Todo esto puede decirse de otro modo demostrando que, si las imágenes soviéticas de la utopía son ideológicas, nuestras imágenes característicamente occidentales de la distopía no lo son menos, y están plagadas de contradicciones igualmente virulentas.[400] La obra clásica y prácticamente inaugural de este subgénero, 1984 de George Orwell, puede servir de exposición de libro de texto para este propósito, aunque dejemos aparte sus rasgos más obviamente patológicos. La novela de Orwell pretende explícitamente, de hecho, dramatizar la omnipotencia tiránica de una elite burocrática, con su perfeccionado y omnipresente control tecnológico, pero el relato, intentando reforzar su cierre ya opresivo, exagera después su alegato de un modo que debilita específicamente su primera proposición ideológica. Porque, basándose en otro topos de la ideología contrarrevolucionaria, Orwell se dispone a demostrar que sin libertad de pensamiento no son posible la ciencia ni el progreso científico, una tesis vívidamente reforzada con imágenes de miseria y edificios decadentes. La contradicción radica por supuesto en la imposibilidad lógica de reconciliar estas dos proposiciones: si la ciencia es rudimentaria, el poder tecnológico de la burocracia distópica se desvanece con ella y el «totalitarismo» deja de ser una distopía en el sentido de Orwell. O al contrario: si estos maestros estalinistas disponen de un poder científico y tecnológico perfeccionado, entonces en algún lugar de este Estado debe existir una verdadera libertad para investigar, algo que es precisamente lo que no quería demostrarse.

Arqueologías del futuro
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita.xhtml
primera-parte.xhtml
primera-parte-introduccion.xhtml
primera-parte-cap01.xhtml
primera-parte-cap02.xhtml
primera-parte-cap03.xhtml
primera-parte-cap03-1.xhtml
primera-parte-cap03-2.xhtml
primera-parte-cap03-3.xhtml
primera-parte-cap04.xhtml
primera-parte-cap05.xhtml
primera-parte-cap06.xhtml
primera-parte-cap07.xhtml
primera-parte-cap08.xhtml
primera-parte-cap09.xhtml
primera-parte-cap10.xhtml
primera-parte-cap10-1.xhtml
primera-parte-cap10-2.xhtml
primera-parte-cap10-3.xhtml
primera-parte-cap10-4.xhtml
primera-parte-cap11.xhtml
primera-parte-cap12.xhtml
primera-parte-cap12-1.xhtml
primera-parte-cap12-2.xhtml
primera-parte-cap12-3.xhtml
primera-parte-cap12-4.xhtml
primera-parte-cap12-5.xhtml
primera-parte-cap13.xhtml
primera-parte-cap13-1.xhtml
primera-parte-cap13-2.xhtml
primera-parte-cap13-3.xhtml
primera-parte-cap13-4.xhtml
primera-parte-cap13-5.xhtml
primera-parte-cap13-6.xhtml
segunda-parte.xhtml
segunda-parte-cap01.xhtml
segunda-parte-cap02.xhtml
segunda-parte-cap03.xhtml
segunda-parte-cap04.xhtml
segunda-parte-cap04-1.xhtml
segunda-parte-cap04-2.xhtml
segunda-parte-cap04-3.xhtml
segunda-parte-cap04-4.xhtml
segunda-parte-cap05.xhtml
segunda-parte-cap05-1.xhtml
segunda-parte-cap05-2.xhtml
segunda-parte-cap05-3.xhtml
segunda-parte-cap05-4.xhtml
segunda-parte-cap05-5.xhtml
segunda-parte-cap05-6.xhtml
segunda-parte-cap05-7.xhtml
segunda-parte-cap05-8.xhtml
segunda-parte-cap06.xhtml
segunda-parte-cap07.xhtml
segunda-parte-cap08.xhtml
segunda-parte-cap09.xhtml
segunda-parte-cap10.xhtml
segunda-parte-cap11.xhtml
segunda-parte-cap12.xhtml
epilogo.xhtml
reconocimientos.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml