VI
Aun así, como modo de traducir una característica o rasgo conceptual en algo visualmente representable, y aparte de eso, como terreno para formar y personificar un nuevo tipo de acontecimiento, dichas formas metafóricas puntuales parecen relativamente distintas de toda otra área o elemento de metaforización, me refiero al uso de la representación —en casi todos los tipos de ciencia ficción— del espacio, cuya relación profundamente constitutiva con este género todavía no se ha dilucidado. La representación espacial permite por completo establecer las metáforas, los recursos y los ardides más puntuales arriba mencionados, y les sirve de pretexto. La hipótesis es por lo tanto que, sea cual sea nuestro interés narrativo inmediato por esta particular trama de ciencia ficción y sus resoluciones, también nos ocupamos del desarrollo del espacio en los mundos de la ciencia ficción en general, de los cuales obtenemos gratificación lectora, una gratificación que no se ve perceptiblemente dañada por la rareza en el manejo de la trama propiamente dicha. (De hecho, tal vez nos interesara considerar la posibilidad de que ambos niveles de interés lector sean incompatibles en último término, y que la atención a la representación espacial en la ciencia ficción bien pueda —prácticamente a priori— excluir el logro de tramas bien formadas como aquellas a las que los escritores de otros géneros y medios han aspirado y a que a veces han ideado).[411]
Aunque en The Exile Waiting existe un mundo en la superficie, durante los meses invernales es prácticamente impenetrable; y el espacio dominante en la ficción es por lo tanto el espacio interior del subsuelo, con sus enormes plazas excavadas, las habitaciones dentro de habitaciones de sus edificios interiores, y por último las cavernas y cuevas naturales y artificiales bajo tierra. Hay un exterior, o aire libre, aquí, pero está en la memoria de Jan y en otro planeta: su lugar natal del Koen, parecido a Japón, con bosques y jardines de color escarlata. En The Exile Waiting nos vemos, por lo tanto, condenados a una cierta experiencia del espacio cerrado, quizá incluso claustrofóbico, que es interesante comparar con el de la nave espacial sellada de La nave estelar de Aldiss (véase el artículo II). Ese espacio cerrado, sin embargo, era un proyectil que se dirigía hacia alguna parte (incluso aunque no podamos ver el objetivo que hay tras las ventanas selladas); éste es el espacio de la exploración, cuya scène à faire será, a ejemplo de Viaje al centro de la Tierra [1864] de Verne o Los primeros hombres en la Luna [1901] de Wells, el descubrimiento de tres inesperadas cámaras tóxicas interiores en las profundidades de la «Tierra», las cuales implican la misma curiosa simbiosis entre lo orgánico y lo artificial que encontramos en el entorno interior de Aldiss, pero que en McIntyre suscita más cuestiones ecológicas que de explotación y control políticos.[412]
Nuestra primera exposición a este espacio interior es, sin embargo, el espacio del propio Centro (o de la ciudad), el de la plaza que hay ante el palacio, pero también del asentamiento informal que lo rodea:
Fluorescentes esparcidos por el techo como las laminillas de una seta. La impresión instantánea era de caos, de diminutas proyecciones grises que trepaban unas sobre otras hasta alcanzar el techo, salpicadas aquí y allá de color o movimiento. Mischa conocía suficientemente bien la ciudad como para ver el orden subyacente: cinco rampas espirales paralelas conducían a la parte superior de las paredes con un suave grado de inclinación, dando acceso a las amontonadas viviendas. Las hélices estaban casi borradas por años de construcción acumulada, uso y descuido. Las paredes de la caverna, atestadas de casas caja de una sola unidad, apiladas contra la piedra, parecían panales destruidos. A la izquierda de Mischa, y por debajo de ella, el Palacio de Piedra era una mancha vacía de roca gris desnuda en el mural del desorden (p. 18).
Sean cuales sean los mensajes conceptuales y las connotaciones de un párrafo como éste (urbanismo, malas leyes de distribución zonal, etc.), me parece que la operación mental exigida por la descripción tiene por derecho propio un significado distinto. Hay aquí una cualidad de casa de muñecas que tiene algo que ver con la completa reducción o miniaturización (ninguna ciudad o aldea normales pueden «captarse» a primera vista de este modo). Está también algo relacionado con la representación histórica, la idea de reconstruir después de la catástrofe, la ausencia de la profundidad (quizá engañosa) de los objetos humanos que en apariencia han crecido con el tiempo y por lo tanto se consideran instintivamente «naturales». Pero como nos enseñó Brecht, lo construido renuncia de inmediato al hipnotizante (y devastador) prestigio de lo natural: puede cambiarse. En mi opinión, muchos paisajes urbanos y utopías de la ciencia ficción participan de esta curiosa paradoja: que lo que señala la naturaleza construida, inventada, artificial de la ciencia ficción como género —el hecho palpable de que un autor o autora ha esforzado su inventiva para idear una ciudad perteneciente a un futuro cercano o lejano (y hacerla de algún modo específica y diferente de las de sus rivales o predecesores)— la falta en sí de densidad ontológica para el lector, el mismísimo artificio y la falta de credibilidad que seguramente son desastrosos en la mayoría de las novelas realistas, es aquí una inesperada fuente de fuerza, que alimenta los efectos de extrañamiento más tradicionales de la ciencia ficción de un modo curiosamente formal, reflexivo y sobredeterminado. Brecht estaba acostumbrado a asociar la comprensión con la práctica (como en Vico), y a usar ambos como armas poderosas, agresivas y muy poco viconianas contra la ambigüedad ideológica de lo «natural» o de la «naturalidad» (un neologismo explícitamente brechtiano de Roland Barthes). En otras palabras, si uno puede jugar con él y desmontarlo como un aparato de radio o un motor de coche, queda liberado de todas las parálisis de la naturaleza y el ser, y en el ámbito de una praxis y un cambio político al menos simbólicos. Las cualidades tan caseras y aficionadas de ciertas construcciones de ciencia ficción tienen, pienso, efectos similares que son complementarios a todo aquello que pretenden hacer en el plano del contenido con respecto a las instituciones humanas existentes. He dicho esto negativamente en relación con las utopías contemporáneas: que su superficialidad no es marca de su falta de imaginación sino, por el contrario, muy precisamente de su función política en el plano formal, a saber, poner al lector frente a la atrofia de la imaginación utópica y de la visión política en nuestra propia sociedad.[413] De un modo inverso, la visión privada que McIntyre ofrece de un grupo de chozas a modo de panal, aplicada por la imaginación de la escritora en un gran conglomerado a una caverna de piedra de enorme tamaño, quizá recupere parte de la fuerza activa de la praxis humana.
Este efecto genérico más amplio —es algo parecido al contenido de la forma o al significado ideológico o al equivalente social de las específicas operaciones mentales determinadas por esta característica de la forma— puede contrastarse con efectos de extrañamiento más locales o puntuales en el propio contenido. Un ejemplo de esto es el malestar que a Subdós le producen las irregularidades orgánicas del espacio interior de las viviendas subterráneas: «Nada en este lugar estaba compuesto por líneas rectas. Las cortinas caían en frunces ondulantes. Las habitaciones eran redondas, o irregulares, o, peor, casi cuadradas. Los ángulos eran ligeramente imperfectos, los suelos ligeramente desiguales» (p. 56). El sentimiento quizá vaya ligado al horror que a Subdós le produce el desperdicio en la organización humana, más especialmente la institución de la esclavitud. Por otra parte, como reacción espacial y emocional también es claramente un signo de la visión del mundo tecnocrática y emocional que Subdós tiene. El hecho de que dentro de este desorden y esta proliferación que recuerdan a Gaudí pueda construirse un paraíso calmado de orden geométrico casi propio de la Bauhaus («líneas rectas y ángulos cuadrados […] agradables formas y volúmenes rectangulares […] proporciones […] geométrica y estéticamente perfectas […]» [p. 69]) demuestra que uno puede cambiar activamente este espacio, o mejor aún, producir espacios radicalmente nuevos. Lo dialéctico de la sacudida que produce el contacto entre la regresión feudal y la manipulación científica y tecnológica es que, al contrario que perspectivas tales como las que se encuentran en Qué difícil es ser Dios [1964] de los hermanos Strugatsky, no se valora ningún tipo de espacio y ambos tienen fallos ideológicos y emocionales.