I
Los lectores tienen derecho a preguntarse qué encontrarán para leer en la utopía, pensando sin decirlo que una sociedad sin conflicto es improbable que produzca relatos interesantes. A algunos de los propios utópicos les preocupa esto; el narrador de Bellamy lee la «obra maestra» del mayor escritor del futuro y observa lo siguiente:
Que ningún admirador de las grandes novelas del siglo XX se moleste conmigo por decir que en la primera lectura lo que más me impresionó no fue tanto lo que había en el libro como lo que éste dejaba a un lado. Los escritores de relatos de mi época habrían considerado hacer ladrillos sin paja una tarea fácil en comparación con la de confeccionar una novela excluyendo todos los efectos derivados de los contrastes de riqueza y pobreza, educación e ignorancia, tosquedad y refinamiento, alto y bajo, todos ellos motivos derivados del orgullo social y la ambición, del deseo de ser más rico o del temor a ser más pobre, junto con todo tipo de ansiedades sórdidas del propio yo o de otros; una novela en la que debía haber de hecho amor en abundancia, pero amor no preocupado por los obstáculos artificiales creados por diferencias de estado o de posesiones, que no reconoce más ley que la del corazón.[298]
Pero evidentemente la novela imaginaria consigue transmitir «una especie de impresión general del aspecto social del siglo XX», algo aparentemente menos arduo de transmitir en ausencia de los males arriba citados, de los que sólo la batalla de los sexos parece haber sobrevivido (como atestigua su título, Pentesilea). Skinner toma otra dirección: «nunca produciremos un mundo tan satisfactorio —dice su demiurgo— como para no dar cabida al arte»,[299] un comentario que parece resaltar la asociación convencional de la infelicidad con la creación artística.
Pero su argumento es más sociológico, resaltando el apoyo económico y el ocio que Walden ofrece:
¿Por qué no iba nuestra civilización [la estadounidense de posguerra] a producir arte con tanta abundancia como produce ciencia o tecnología? Obviamente porque faltan las condiciones adecuadas. Ahí es donde entra Walden dos […] Lo que se necesita es cultura. Se necesita una verdadera oportunidad para los artistas jóvenes […] Una gran cultura productiva debe estimular a grandes cantidades de jóvenes e inexpertos […] No esperemos una edad de oro […].[300]
Y nos muestra una colección de cuadros prometedores, sobre los que no está claro si son metafóricos o vanguardistas (o en otras palabras, si esta utopía particular ha empezado ya a afrontar la crisis de la representación). Pero es obvio que las artes visuales, y la arquitectura y la música, quizá sin omitir siquiera una poesía lírica dedicada en esencia a los temas «humanos eternos», ofrecerán menos opciones problemáticas que la novela (o incluso que la narración cinematográfica, que pocos utópicos contemporáneos han abordado).
De hecho, en muchas de estas utopías parecemos acercarnos a esa conocida situación profetizada por Hegel como «el fin del Arte», en la cual hacía referencia a la sustitución del arte, entendido como aproximación a lo Absoluto, por la filosofía. En apariencia no previó, sin embargo, el fin de toda la producción artística, sino sólo de aquellas obras que hoy en día asociaríamos con la vanguardia moderna, a saber, aquellas con aspiraciones filosóficas.[301] La producción artística esencialmente decorativa persistiría en la utopía filosófica de Hegel —menciona explícitamente la pintura de género holandesa— y eso parece aplicable también a la utopía de Skinner, donde el gusto personal y la ideología estética del propio escritor utópico retornan con más fuerza y determinan los detalles secundarios como hiciera la preferencia de Tomás Moro por la arquitectura románica.
Sólo en Morris encontramos una vigorosa revisión de estas actitudes, porque en la gruesa restauración gótica de Ruskin —con lo que denominamos arte moderno todavía a varias décadas en el futuro— el rechazo del arte de sus propios contemporáneos cambia por completo la imagen:
Es cierto que en el siglo XIX, cuando había tan poco arte y tanto se hablaba sobre él, imperaba la teoría de que el arte y la literatura imaginativa debían tratar de la vida contemporánea, pero nunca lo hacían porque, si bien había cierto simulacro de ella, el autor siempre procuraba […] disfrazarla, exagerarla, o idealizarla, y de un modo u otro hacerla extraña [¡sic!]; de modo que, a pesar de toda la verosimilitud que ofrecía, bien podría haberse tratado de los tiempos de los faraones.[302]
El reproche es doble, y sugiere que la ideología de clase interviene para impedir cualquier representación precisa de las miserias de la sociedad contemporánea, mientras que al mismo tiempo da a entender que, para empezar, había algo mal concebido en una estética que deseaba proporcionar una imitación de la vida contemporánea. Este ataque va dirigido a la novela como forma (aparte de los textos utópicos, la obra literaria de Morris estaba compuesta por romances poéticos), y de hecho cambia el centro de gravedad estético de la literatura a la arquitectura (y el diseño), muy en el espíritu de su maestro Ruskin. Pero en el caso de Morris sería paradójico evocar el «fin del arte», dado que su programa utópico (y de política práctica) fundamental radica en transformar el trabajo alienado en la búsqueda de la belleza en sí misma:
La pérdida del estímulo competitivo para esforzarse no había, de hecho, interferido para nada con la necesaria producción de la comunidad, ¿pero cómo, si habría vuelto a los hombres torpes, al darles demasiado tiempo para el pensamiento o la meditación ociosa? […] El remedio fue […] la producción de lo que antes se llamaba arte, pero que ahora entre nosotros no tiene nombre, porque se ha convertido en parte necesaria del trabajo de todo hombre que produce.[303]
Y así puede decirse que el arte sólo desaparece de esta utopía en el sentido de que, como en el caso de Marcuse y de los utópicos de la década de 1960, se realiza y se generaliza en toda la sociedad a modo de mismísima estetización de la vida cotidiana (convirtiéndose muy específicamente en Morris en el fin para el trabajo no alienado propiamente dicho).
En este párrafo, sin embargo, sentimos la agitación de un temor ya implícito en la concepción del arte en los demás textos utópicos que hemos tocado, un temor que acabará convertido en un viento con fuerza de temporal entre los antiutópicos: es sencillamente el miedo al aburrimiento. Las vacilaciones de Bellamy acerca de la novela del futuro —que sólo parece tener espacio para las congojas del amor (recuérdese que la pasión amorosa trágica es también el fait divers inserto en el centro de Noticias de ninguna parte)— sugieren, como las enérgicas manifestaciones tranquilizadoras de Skinner, que el orden social incapaz de producir relatos interesantes y emocionantes no tiene por qué ser en sí tedioso o carente de interés. (En cuanto a la contribución de Callenbach a todo esto —que bien podría caracterizarse como una especie de estética de la invención y la capacidad emprendedora propia de Silicon Valley— Morris le arroja un jarro de agua fría por adelantado al observar con sequedad, de su propia «época de tranquilidad», que «ésta no es una era de invenciones»).[304]
El arte se convierte así en un síntoma crucial, si no de la calidad de la vida cotidiana en la utopía, sí al menos de lo que las personas temen que pudiera resultar ser; y la representación artística del acontecimiento —desde la mera perspectiva de que suceda algo interesante hasta la disponibilidad de lucha y conflicto, y más allá de ellos, de la propia historia— se convierte en el laboratorio experimental en el que se sondea la utopía, para explorar qué satisfacciones puede aportar a los sujetos modernos. La obra de arte dentro de la obra de arte, el mise en abyme de Gide (el agujero vacío de la obra de arte dentro de la novela artística de Bloch) se convierte así en un cristal en miniatura en el que las ausencias más destacadas de la utopía se reproducen con claridad pormenorizada; y lo que pudo ocultarlas en un plano externo de argumento político y social, de producción económica, queda ahora suspendido por lo puramente estético. De hecho, en un mundo en el que la producción se ha vuelto puramente estética, en el que lo político se ha desvanecido, y la historia ha llegado a un final muy distinto del predicho, con sentimientos encontrados, por Alexandre Kojève, en dicho mundo el final del propio arte puede salvar al observador de una revelación desengañada de todo lo que podríamos perder.
Aquí se echan en falta muchos rasgos de la vida cotidiana, de modo que la vuelta a la aldea, a pesar de su gran sociabilidad, al omitir todos esos rasgos estimulantes de la modernidad que el movimiento moderno nos ha enseñado a apreciar e interpretar con delectación, revela su profundo e inextricable parentesco con el capitalismo (que a estas alturas, como en Bellamy, se ha desvanecido cual sueño). Lo que queda se entrega entonces a una extraña especie de indeterminación dialéctica: ¿debe este nuevo mundo materialista del cuerpo y la época de tranquilidad, por ejemplo, entenderse como un lugar carente de relaciones sexuales, como en el Zardoz [1974] de Boorman o en Vuelta a Matusalén [1921] de Shaw? ¿O tal vez, al contrario, como en la visión aterradora de Aldiss en la trilogía de Heliconia [1982-1985], se trata de un lugar de exceso absoluto, una orgía perpetua multiplicada por los omnipresentes medios y que simboliza todo lo posthumano, lo atribuible a un ámbito que supera la necesidad? El final del arte no designa aquí tanto su desesperada falta de contenido adecuado como la superfluidad de la obra o el objeto de arte en un mundo que se ha vuelto completamente estetizado. ¿Y no completa dicha utopía ese proceso de reducción al presente y abolición del pasado y del futuro que se ha diagnosticado y se ha visto en funcionamiento en nuestra posmodernidad actual?.[305] Pero la utopía del exceso, tan plenamente como la utopía de la privación, está calculada para despertar las ansiedades hasta de los lectores utópicos más posmodernos, y para delatar los más profundos temores despertados y estimulados por esta forma.
La lucha y el conflicto, por su parte, han acabado tan estrechamente identificados con la competencia y las ansiedades de supervivencia bajo el capitalismo (en todas las fases) que su ausencia provoca una quietud demasiado repentina y abrupta como para permitirnos analizar la pérdida. Los juegos de guerra de Callenbach son también, sin duda, un modo de proporcionar a las personalidades ambiciosas y activas un sustituto periódico para nuestra carencia de conflictos estimulantes (el trabajo ya se ha hecho placentero mediante la estetización de la propia producción). Un mundo de relaciones puramente interpersonales, sin las supuestas responsabilidades de mantener la posición y de «ganarse la vida», bien puede parecerles retrógrado a los adultos capitalistas de hoy. Ya hemos visto el análisis de Kim Stanley Robinson sobre el enclave utópico del colectivo científico; he aquí una útil evocación de los rasgos utópicos del primer «socialismo real»:
Pero, al menos para los intelectuales, la vida en la URSS de fin de siglo tenía sus compensaciones. Nadie tenía mucho dinero, pero nadie tenía tampoco mucho trabajo. El resultado era toda una sociedad que actuaba como si nunca hubiera salido de la universidad: amistades intensas, emotivas y que ocupan mucho tiempo; interminables horas bebiendo té o vodka y conversando sobre el significado de la vida; la ávida búsqueda de esotéricos intereses espirituales o creativos. Una de las razones de que a veces los rusos de clase media parezcan perversamente nostálgicos de la Unión Soviética es que el hundimiento del comunismo los obligó a crecer de manera horrible y abrupta.[306]
El infantilismo es también un rasgo utópico, tan atractivo como alarmante, y esa ambivalencia puede percibirse en las visiones de la interpersonalidad, que varían desde la superpoblación a la diseminación, despertando los habituales temores al no Occidente o a la «cultura de la congestión» de Koolhaas, así como las visiones cuidadosamente maquilladas de las elites proustianas y una sociabilidad en un estado prácticamente puro, incontaminada por preocupaciones materiales o penurias físicas (los idilios de la nostalgia colonial no están relacionados con éstas, lo cual nos recuerda que la utopía original era, de hecho, una colonia de asentamiento). Éstos son todos los estados en los que la naturaleza (y el Dios de la naturaleza) ha trascendido, dejándonos a nosotros solos con nosotros mismos y nuestras preocupaciones puramente existenciales: estados en los que las meditaciones ansiosas sobre el acontecimiento y su naturaleza y posibilidad vuelven con fuerza redoblada.
En ningún aspecto se percibe esto con tanta claridad como en la relación utópica con la propia historia; y si muchos de nosotros captamos la utopía como realización política de la historia, tendemos a pasar por alto el «fin de la historia» interno a los textos utópicos y no carente de relación con la crisis de la producción estética de dichos textos dentro de la utopía. A quienes, por ejemplo, malinterpretan el programa gótico de Ruskin como un retorno histórico de algún tipo, les sorprenderá la antipatía directa de Morris hacia la historia:
En cuanto a vuestros libros [explica Clara al visitante], estaban bastante bien para una época en la que los inteligentes poco más tenían para recrearse, y en la que por necesidad debían complementar las sórdidas miserias de sus propias vidas con imaginaciones sobre la vida de otras personas. Pero yo afirmo categóricamente que, a pesar de toda su inteligencia y vigor, y su capacidad para contar relatos, hay algo repulsivo en ellos. Algunos, de hecho, muestran aquí y allá cierto sentimiento por aquellos a los que los libros de historia llaman «pobres», y de la miseria de cuyas vidas tenemos una vaga idea, pero acaban abandonándolo, y hacia el final del relato debemos enfrentarnos a ver a los protagonistas viviendo felices en una isla de dicha en medio de las desgracias de los demás […].[307]
Y hablando de la propia historia como campo de estudio, la guía utópica observa con franqueza: «a algunos no les importa; de hecho, no creo que a muchos les interese. He oído a mi bisabuelo decir que es principalmente en los periodos de tumulto, conflicto y confusión cuando a las personas les interesa mucho la historia».[308] El Frazier de Skinner es incluso más contundente: «No enseñamos historia […] No mantenemos a nuestros jóvenes en la ignorancia de la historia, en mayor medida que los mantenemos en la ignorancia de la mitología o de cualquier otro tema. Pueden leer toda la historia que gusten. Pero no la consideramos esencial para su educación».[309] Bellamy se muestra más discreto respecto al tema de la enseñanza, pero después de todo es su propio viajero en el tiempo el que constituye la gran lección de historia; los utópicos ya viven una beatífica ignorancia de este pasado, como su predicador nos dice: «ya casi hemos olvidado, excepto cuando nos viene especialmente a la mente por una ocasión como la presente, que los hombres no siempre han sido como ahora. A nuestra imaginación le cuesta concebir las organizaciones sociales de nuestros ancestros inmediatos».[310] A esta imagen del «fin de la historia» como requisito pedagógico, sólo queda añadir el sentimiento de los utópicos de Morris sobre el futuro: «mientras tanto, amigo mío, debe usted saber que estamos demasiado satisfechos, colectiva e individualmente, como para preocuparnos de lo que va a ocurrir después»;[311] y nuestra impresión de la utopía como enclave situado fuera del tiempo histórico se completa. Hasta la caja de clásicos griegos de Hitlodeo sólo sirve para confirmar a los utópicos originales en su adhesión al aquí y al ahora. Todo lo cual está muy en consonancia con el «intento [de John Boone] de inspirar a los pobladores del planeta un modo de descubrir cómo olvidar la historia»[312] (como veremos, una relación muy distinta con el pasado, y con nuestro propio presente, la afirman los utópicos Mattapoisett de Marge Piercy, pero después de todo viajan en la otra dirección del tiempo).
Mientras tanto, si la historia hace referencia a la sucesión de generaciones, todavía no hemos hallado la intersección de lo utópico con lo generacional (véase más adelante), pero está bastante claro que la narración tampoco puede abordar las generaciones, o el tiempo generacional; como sucede con cualquier acontecimiento queda de hecho registrado, como comienzo mítico del tiempo utópico, el momento de la fundación o de la inauguración, el momento de la transición revolucionaria. Todo el tiempo diacrónico está comprimido en este único instante apocalíptico, que la narración relata como un recuerdo de los ancianos. Las novelas, de hecho, han inventado diversas estrategias para sugerir la durée o el paso del tiempo (en sus sistemas de tiempos verbales pero también mediante la longitud de sus libros), pero, excepto en la ocasional mirada hacia atrás, los personajes novelísticos no pueden servir con particular eficacia de aparatos registradores de los lentos cambios del tiempo histórico. Los marcianos de Kim Stanley Robinson son especialmente instructivos a este respecto, porque el autor se ve obligado a inventar para ellos un tratamiento de longevidad que los equipe con una experiencia de la historia no disponible dentro de nuestros propios tiempos biológicos (y, como ya se ha mencionado, recurre a la reencarnación para presentar esa historia alternativa del mundo, todavía más larga, que es el relato de Tiempos de arroz y sal).
Todo ello sugiere una relación íntima, dentro del marco utópico, entre el anonimato de las generaciones y la despersonalización o la propia muerte; y además, entre esa ansiedad fundamental y la aparente ausencia de acontecimientos o acciones en la utopía, los cuales sólo pueden ser registrados históricamente (como en Robinson) por personajes que de un modo u otro trascienden a la longevidad normal. Pero puede decirse que la ausencia de estos grandes acontecimientos históricos es poco más que un reflejo de la ausencia de acontecimientos menores en la vida cotidiana, junto con la ausencia de acción que parece caracterizar a las utopías más tradicionales, reducidas a poco más que relatos de amor superficiales en el transcurso de la gira utópica. Pero dichas ausencias, que pueden justificarse por la especificidad de la forma utópica, siempre nos pondrán en la senda de ese reproche al aburrimiento que es, en realidad, uno de los temores más profundos que motivan el antiutopismo político, a saber, el «fin de la prehistoria» marxiano conducirá a un mundo en el que exista poco más que «nacimiento, cópula y muerte».
Parecería darse entonces una contradicción fundamental entre la placidez atemporal de las utopías alcanzadas y esa enormidad de las enfermedades y los males sociales que da a la solución utópica su urgencia y su pasión. Al menos dos tipos de acontecimientos históricos parecen haber quedado excluidos por adelantado del marco utópico: las convulsiones de las diversas distopías que aguardan a nuestro propio mundo, y la transformación o revolución sistémica que da paso a la utopía. Es como si el fin utópico de la historia hubiera cancelado la categoría de acontecimientos a los que estas experiencias colectivas pertenecen, dejando sólo esa vida cotidiana a la que Barthes afirmaba que en principio pertenecía la forma utópica.[313]
Quizá fuese de hecho la relativa ausencia de esos asuntos de vida o muerte en los Estados Unidos de la posguerra lo que dio a Walden dos su franqueza y su atención a temas y objeciones que ya no son tópicos ni triviales. Y así, el asunto crucial lo plantea con agudeza uno de los críticos de Frazier más astutos:
De lo que vosotros carecéis, en comparación con el mundo en general, es de la oportunidad de hacer planes a largo plazo. El científico los tiene. Un experimento que responde a una pregunta aislada es de poco interés. Hasta el artista los tiene. Si es buen artista o buen compositor, no le preocupa el único cuadro que tiene en el bastidor o la composición que tiene en el piano. Quiere sentir que todos sus cuadros o todas sus composiciones dicen algo, que forman parte de un movimiento más amplio. El mero disfrute que supone participar en una carrera de atletismo o pintar un cuadro, o tejer una alfombra, no basta. Vuestro buen hombre debe estar trabajando en una teoría o en un nuevo estilo o en cómo mejorar una técnica.[314]
Es una objeción extraordinaria que no sólo suscita preguntas sino que revela contradicciones y paradojas. En su utopía, Callenbach se esfuerza por insistir en la presencia permanente y en la fuerza modeladora de la invención, algo a lo que la bandeja para el almuerzo de Skinner sugiere que también se apelará en los diversos Walden tres, cuatro y cinco. Pero en ese punto puede percibirse que dichas invenciones utópicas se deslizan hacia el lado de la vida cotidiana y dejan de llevar toda la fuerza y el peso del acto existencial, la decisión trascendental, la ansiedad de la elección heroica y de la genuina praxis histórica.
Es el propio sentido del novum el que se ha modificado aquí, aunque el análisis en sí sugiere que las utopías en cuestión siguen emergiendo de un campo de fuerza del movimiento moderno en el que precisamente el tema de lo nuevo es fundamental, y su aparente pérdida en la utopía un asunto de lamento y necesidad. ¿Era así en las utopías clásicas? Después de todo, el texto de Moro teorizaba de manera fundamental sobre la gran transición de lo feudal al capitalismo moderno; y el propio espíritu de Rabelais, por ejemplo —los primeros libros son más o menos contemporáneos a la propia muerte de Moro—, es de euforia por la nueva era —«Les grands âges sont révolus»— aunque este grito se formula en función del redescubrimiento del pasado, y no (como en la versión brechtiana, las procesiones de Galileo) del futuro.
Pero decirlo de este modo es también recordar la expansión de las grandes utopías soviéticas hacia el espacio exterior (la Andrómeda [1958] de Efremov), y su desplazamiento de los impulsos imperialistas del capitalismo hacia el progreso científico, por una parte, y la exploración de las galaxias, por otra; lo cual puede en este contexto verse también como una proyección hacia el cosmos de la apuesta de la estética estalinista del realismo socialista, a saber, la esperanza de que un relato de producción colectiva no sólo fuese posible, sino también interesante y estéticamente satisfactorio. Por otra parte, también necesitamos registrar la propia respuesta de Skinner a la objeción, que está relacionada con el acontecimiento histórico trascendental de la expansión imperialista de la propia utopía, la expansión sistemática de los experimentos de Walden por todo el país, y de hecho supuestamente por todo el planeta.
Pero estas ambiciosas posibilidades hacen poco más que volver a situarnos en el periodo anterior a la utopía, en el que la fundación de la utopía constituye el acontecimiento supremo, si no el último. De hecho, este único acontecimiento axial, que a partir de entonces parece abolir los acontecimientos en la placidez de la vida cotidiana utópica, es también la fuente de una ambivalencia muy distinta y de un miedo antiutópico muy diferente: el del propio fundador de la utopía, ese ser enigmático del que Rousseau dijo que debía ser al mismo tiempo más y menos que humano. De hecho, volvemos aquí a esa cuestión del arte en la utopía con la que empezamos este capítulo, en la medida en que el propio fundador de la utopía se convierte en el artista supremo que convierte todo el resto del arte en algo superfluo, y cuya obra maestra es precisamente el sistema utópico en sí. Ha sido, de hecho, un notable acto de interpretación de Boris Groys el identificar el estalinismo con la modernidad artística y comprender que el propio Stalin era la personificación suprema del artista moderno propiamente dicho, el profeta, cuya relación con lo absoluto es perentoria y dictatorial: el maestro, el sujet supposé savoir, el gran otro en persona (recuérdese que la ambición de suprematismo de Malévich era nada menos la de tomar el Partido y suplantarlo).[315] El temor antiutópico al poder estatal y a la dictadura es un miedo muy básico, al que volveremos enseguida. En este punto, sin embargo, quizá baste con detectar una cierta ignorancia popular dentro del temor a la utopía, el odio al arte moderno y sus artistas visionarios, y más allá de ellos, el odio a los intelectuales en general, con quienes (no equivocadamente, al menos en los primeros años) se identifica al partido. Para un populismo con conciencia de clase y antiintelectual, está claro que la utopía como obra de arte es una invención de los intelectuales para usar a las masas como materia prima, enmascarando con sus nobles ideales políticos y sociales el desprecio a las personas comunes y a su vida cotidiana, que el propio proyecto utópico debe transfigurar.
Por otra parte, el reproche al aburrimiento tan a menudo dirigido contra las utopías envuelve tanto la forma como el contenido: la primera sobre la base de que, por definición, en estos libros sólo puede ofrecerse una visita guiada; el segundo debido precisamente a nuestra propia reticencia existencial a asumir imaginativamente dicha vida. En esta reacción y en su incuestionable fuerza convergen tres tendencias. La primera es la antigua convicción estética de que la felicidad no es el contenido adecuado para ninguna obra de arte interesante: la línea de investigación obvia que debe seguirse a este respecto es, en primer lugar, el intento de definir la felicidad (o desmontar su estereotipo). Lo dejaremos aquí.[316]
La segunda línea de investigación está relacionada precisamente con ese mundo reducido a la vida cotidiana propiamente dicha, el mundo de la aldea en el que sólo existe lo cotidiano, sin grandes proyectos ni una relación muy sustancial con el futuro y con la acción, un mundo en el que muy bien podemos imaginar cómo se irritan y languidecen los temperamentos más vigorosos y ambiciosos. No es probable, de hecho, que quienes disfrutan con el riesgo, emprendedores y empresarios, encuentren las mismas satisfacciones en estos mundos más libres de riesgos que las que podrían encontrar el inventor o el reformador social; y sin embargo Ecotopia ya sentó el ejemplo de un impulso utópico capaz de alentar el comercio emprendedor, de modo que no necesitamos sorprendernos al descubrir, en su desarrollo pleno en el ciberpunk de las décadas de 1980 y 1990, algo parecido a la expresión utópica del capital tardío o financiero. Y así parecería que la forma utópica dista mucho de estar absolutamente restringida por sus propios límites, siendo capaz de mutar y de reincorporar de manera en apariencia ilimitada y reflexiva las posiciones y los impulsos antiutópicos que ante ella niegan la forma propiamente dicha.