VIII

La tesis de la incognoscibilidad

Pero antes necesitamos introducir una postura implacablemente negativa y escéptica, la del gran novelista polaco Stanislaw Lem (1921-2006), que como veremos no carece de imperativo ético concomitante. En sus obras el problema de la diacronía y sus posibles continuidades se transfiere de nuevo a la cuestión de los sistemas sincrónicos (como hemos visto en el desarrollo del anterior capítulo). Pero Lem constituye una fase intermedia entre el sistema y lo ajeno, en la medida en que sus seres enigmáticos son ambas cosas al mismo tiempo, y el problema de la representación se resuelve mediante la postura relativamente moderna de que es en todo caso imposible. Necesitamos introducir una notable previsión de la doctrina de Lem: el intrincado e irresoluble enigma que Arthur C. Clarke nos plantea en Cita con Rama [1972], uno de los textos permanentemente fascinantes del canon, que no ha perdido brillantez a pesar de una serie de falsas continuaciones.[181] Rama, un misterioso objeto que penetra en el sistema solar, resulta ser una construcción artificial que parece esperar la forma de vida para la que supuestamente ha sido preparada. Sus exploradores humanos pueden por lo tanto establecer la presencia de un misterio que hay que resolver, sin conseguir resolverlo antes de que el objeto sea expulsado de nuevo de nuestro sistema solar por la gravedad del Sol, en un curso que evidentemente ha sido trazado muy de antemano. El relato de misterio extraterrestre de Clarke es, de algún modo, singularmente más satisfactorio que todos los demás con soluciones (incluidas las propias continuaciones posteriores del autor) y sugiere que la creación de Dios es mejor imitarla mediante la invención de preguntas que de respuestas.

Si Clarke era agnóstico en su representación de la otredad extraterrestre, Stanislaw Lem es resueltamente ateo. Tres obras documentan principalmente esta postura, de la que puede decirse que es un resultado de su filosofía científica e ilustrada en general, como subrayan sus tratados informáticos especializados y esos relatos más humorísticos que forman una especie de compendio, al estilo de Lewis Carroll o Deleuze, sobre la paradoja científica, así como su escepticismo respecto a las posibilidades del propio género de la ficción científica. Perversamente, esta ciencia ficción está pensada, de un modo kantiano, para demostrar sus propios límites absolutos. A este respecto, La voz de su amo [1968] destaca como el amargo y paradigmático caso de la imposibilidad de entender al otro (a no ser que uno quiera aducir el fiasco de la sombría novela posterior de ese título [1986]): una señal del espacio exterior que nunca llega a descifrarse, pero que sirve de pretexto a las conjeturas humanas más ingeniosas (como la ciencia de los solaristas en la novela relacionada que examinaremos en breve) y también como proyector para revelar los impulsos y las energías más tóxicos de esa especie-humana-ligada-a-un-planeta que somos nosotros. El narrador de esta novela es sin duda el personaje más plenamente realizado o «realista» de Lem, con una psicología tan interesante como cualquiera en la novela posterior a Dostoyevski, y también uno de los más repulsivos, un «genio» que hierve de resentimiento y con un desprecio hacia sí mismo que se amplía para incluir a la especie de la que forma parte. En esto el escepticismo de Lem rompe la forma convencional de la narrativa, en la medida en que la narración de fracasos sucesivos no conduce a ninguna parte, y su letanía de frustraciones es incluso formalmente insatisfactoria en cuanto cancelación paródica de la «gran narración» del descubrimiento científico y de la suprema resolución de problemas. Como tal, La voz de su amo se convierte en la obra más fascinante y desagradable de Lem, cuya lección vacía necesitamos complementar con otras dos novelas más satisfactorias (y famosas).

Como es bien sabido, Solaris [1961] convierte el escepticismo en una fábula más viable, en la que un único ser extraterrestre, solo y singular —los observadores humanos lo asemejan a un océano que cubre la totalidad del remoto planeta que da título a la novela—, se resiste a la investigación científica con toda la tenacidad serena de la propia divinidad (respecto a la cual, de hecho, le interrogan ciertas escuelas de pensamiento). Las mediciones precisas documentan el desvío ligero y apenas perceptible de los movimientos del planeta respecto a todas las leyes naturales conocidas, y refuerzan el consenso general de que su «océano» es de hecho un ser sensible. Una brillante sección sobre los solaristas anticipa la pasión de Lem por escribir reseñas de libros inexistentes e imaginarios, al proyectar una biblioteca completa con todos los posibles enfoques para el estudio de este desconocido.

Las teorías recapitulan el desarrollo y final estancamiento de cada nueva línea de investigación científica y, de hecho, en la inmensa variedad lógica de las teorías y escuelas, y en el extraordinario ingenio y la energía mental invertidos en ellos, Lem nos ha dado una representación virtual de la propia ciencia, la ciencia «pura» y no sólo el conocimiento, con una sociología en miniatura de los científicos, una historia de su financiación, y también una explicación de la función de los experimentos y de la publicación científica. Esta historia de una ciencia imaginaria —que vale por múltiples novelas realistas sobre el tema— amplía el drama y las implicaciones de este particular «primer contacto» mucho más allá de una ingeniosa contribución a ese particular subgénero de la ciencia ficción, y lo convierte en una parábola metafísica sobre la relación epistemológica de la especie humana con su no-yo en general, donde ese no-yo no es meramente la naturaleza, sino cualquier otro ser vivo.

Mientras tanto, se describe al ser en cuestión, que da pistas e indicios sobre sí mismo (algo que al lector se le permite desarrollar de manera independiente). Así, se nos da a entender que lo peculiar del inmenso y único ser solitario es el resultado de la posición intermedia de su planeta entre dos estrellas, en una situación en la que se supone que no puede desarrollarse vida en absoluto. Esta situación determina la trayectoria inestable para corregir la cual, aparentemente, ha surgido el ser sensible (de ahí que los datos iniciales no se correspondan con las leyes físicas que rigen la materia inerte). Este primer dato establece una diferencia radical en la situación a la que se enfrenta esta forma de vida, una situación para la que los seres humanos no tienen equivalente y que son incapaces de imaginar. ¿Pero acaso no evolucionó la propia inteligencia (o conciencia) humana como respuesta a un dilema estructural e irresoluble de este tipo, un estado de tensión permanente y un peligro para el que no se encontraba solución instintiva?

Por su lado, sin embargo, el océano proporciona convenientemente su propio material de estudio e investigación científica. En apariencia indiferente a la presencia de estas diminutas formas de vida humanas (es en sí mayor aún que toda la superficie de la Tierra), y como soñando, o reflexionando sobre sus propios pensamientos, produce inmensos fenómenos espaciales periódicos, a veces de apariencia estable y de duración indeterminada: montañas, islas, arquitectura fantástica, formas expresivas de todo tipo que se han clasificado en tres grupos: los extensores, los minimoides y las simetriadas, que a su vez, durante más de un siglo, han sido objeto del estudio y de la fascinación científica más intensos y sistemáticos. Ésta es, por así decirlo, la producción estética de Solaris, y no tiene más resultados que los de confirmar la doctrina kantiana de que el arte es una producción sin concepto.[182] Los accidentes mortales que acompañan al estudio científico de estas formaciones sólo aparecen en un caso determinado (cuando un piloto cae directamente al océano) para revelar el conocimiento de estas exploraciones y sondeos sistemáticos por parte de esa otra forma de vida (el hijo del piloto aparece después en un gigantesco simulacro).

Tal vez se asuma que esta falta de atención específica hacia los humanos llega a su fin poco antes de la llegada del protagonista al planeta: exasperados por su silencio, los exploradores han sometido a la superficie del planeta a un intenso bombardeo con rayos X (la dosis difícilmente llegaría a ser mortal, pero no obstante puede atribuirse a esa opción típicamente humana de destruir por completo el planeta y su forma de vida). Éste es el punto en el que aparecen los «visitantes», figuras humanas extrañas pero conocidas, sin recuerdos, que parecen haber emergido de alguna culpa innombrable en el pasado de los científicos (uno de los cuales acaba por suicidarse). La vida subjetiva de estos visitantes, si se puede denominar así, parece limitarse a la determinación de mantener a su anfitrión siempre presente y visible, sirviendo así como una especie de correlato objetivo para la intolerable exasperación a menudo sentida por la abrumadora posesividad de un enamorado.[183] La propia visita a Kelvin de una amante, de cuya muerte fue responsable, se convierte en un drama de dependencia neurótica que tiene como resultado una de las escenas más notables de la película, cuando la «visitante», una muchacha frágil y hermosa, siente una indecible ansiedad ante la aparente ausencia de él (que ha cerrado inadvertidamente la puerta del baño).

Oía el ruido del agua, el tintineo de los frascos. Después, de repente, cesó todo sonido. Esperé, con la mandíbula apretada, las manos aferrando el pomo de la puerta, pero con poca esperanza de mantenerla cerrada. Un grito salvaje estuvo a punto de hacerme soltarla. Pero la puerta no se abrió; se agitaba y vibraba de arriba abajo. Atónito, solté la manilla y di un paso atrás. La hoja, hecha de un material plástico, se combó hacia dentro como si a mi lado una persona invisible hubiera intentado irrumpir en la habitación. El marco de acero se curvó cada vez más hacia dentro y la pintura estalló. De repente entendí: en lugar de empujar la puerta, que abría hacia fuera, Rheya intentaba abrirla tirando hacia sí. El reflejo del tubo fluorescente del techo se distorsionaba en la hoja de la puerta pintada de blanco; se produjo una resonante hendedura y la hoja, forzada más allá de sus límites, cedió. Simultáneamente el pomo despareció, arrancado de su montura. Aparecieron dos manos ensangrentadas, deslizándose por la abertura y manchando de sangre la pintura blanca. La puerta se partió en dos, las mitades rotas colgando torcidas de los goznes. Primero surgió un rostro mortalmente pálido, después una aparición de aspecto salvaje, vestida con un albornoz anaranjado y negro, se inclinó sollozando sobre mi pecho.[184]

El problema de los visitantes es tanto una clave del «pensamiento» del océano sensible como una especie de distracción de ese problema de ciencia ficción más «puro», en el sentido en que introduce cuestiones sobre el significado personal o íntimo de las apariciones, cuyo origen parece radicar sencillamente en la intensidad con la que están registrados en la memoria (ya sea de manera consciente o inconsciente) y no con cualquier otra característica de la posible relación (aunque la culpa es, por supuesto, el magnificador más obvio de dicho vestigio). A partir de entonces, sin embargo, se demuestra para satisfacción de todos que el océano no sólo es sensible sino que también es la causa y el origen de las alucinaciones materiales, que pueden entenderse como una especie de experimento inverso que ha emprendido sobre los investigadores humanos, de cuya presencia acaba de darse cuenta.

¿Está el océano castigando o torturando a sus invitados? La sugerencia demuestra que incluso ahora, enfrentados a esta abrumadora información sobre Solaris, los humanos siguen prisioneros de un sistema filosófico antropomórfico. Parecen incapaces de juzgar a Solaris de acuerdo a otras coordenadas distintas a las de Carl Schmitt (amigo o enemigo) o del propio Kant (placer o dolor). La limitación conceptual confirma entonces el mensaje supremo de Lem en este texto, a saber, que al imaginar que buscamos un contacto con lo radicalmente «otro», en realidad sólo nos miramos en un espejo y «buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo».[185] Por eso hay un modo en el que el funcionamiento no es meramente contraproducente sino incluso suicida, porque para abolir el antropomorfismo debemos, de algún modo, eliminarnos a nosotros mismos: «Donde no hay hombres, no puede haber motivos accesibles a los hombres. Antes de poder seguir con nuestra investigación, es necesario destruir nuestro propios pensamientos o sus formas materializadas».[186] La conclusión suprema, por lo tanto, y la lección fundamental de Lem en todas estas parábolas, es que no puede haber

«cuestión de “contacto” entre la humanidad y cualquier civilización no humana» […] Grastrom señaló correspondencias con el cuerpo humano —las proyecciones de nuestros sentidos, la estructura de nuestra organización física, y las limitaciones fisiológicas del hombre— y las ecuaciones de la teoría de la relatividad, el teorema de los campos magnéticos, y las diversas teorías de campo unificadas.[187]

Solaris es, por lo tanto, la prueba negativa de nuestra tesis sobre la escritura, porque aquí no hay escritura ni mensaje, y el océano meramente ha activado vestigios que estaban dentro de nuestro propio cerebro, y tampoco son sus «expresiones» íntimas —los mimoides, los extensores— una estética que no tenga algo que ver con el arte que conocemos, aun a pesar de que encontramos un extraño placer en estas peculiares formaciones. (Tarkovsky, de hecho, las aprovecha para un fin más proustiano, albergando dentro del mimoide una representación de la casa de la niñez de Kelvin, y de los padres que nunca en su vida volverá a ver, debido a las disparidades temporales del viaje espacial).[188]

Pero, por extraño que parezca, el balance final no es completamente negativo. El simbolismo religioso de Solaris resulta ser tanto una alegoría del procedimiento científico —el descubrimiento final de su naturaleza sirve para narrar la revelación de lo absoluto— como una proyección de nuestra propia perplejidad ante un ser monádico y unicelular, cerrado y consciente (de hecho, algunas de las pesadillas de Kelvin parecen delatar su intento de abrirse camino, mediante la empatía, hacia la «piel» de dicho ser imposible).[189] Y sin embargo sigue dándose la posibilidad de que, como nosotros, Solaris sea en sí un ser imperfecto, un dios imperfecto o enfermo,[190] como esa perturbada deidad de Schelling, la cual debe crear el mundo para curarse:[191] en ese caso, entendemos a Solaris mejor de lo que pensamos.

Pero hay otra posibilidad: el «experimento» no es una tortura sino un intento tentativo y torpe de desearnos lo mejor, de agradarnos, e incluso de darnos felicidad.[192] Tal es la infinitamente suspensa e irresuelta posibilidad de significado del «apretón de manos» entre especies que concluye la novela:

Me acerqué, y cuando llegó la siguiente ola adelanté la mano […] la ola dudó, retrocedió, y enseguida envolvió mi mano tocándola, de modo que una fina cobertura de «aire» separó mi guante dentro de una cavidad que un momento antes había sido fluida y ahora tenía consistencia carnosa.[193]

Aun así, hasta ahora sólo hemos ilustrado una parte o dimensión de la doctrina de Lem, y para la complementaria necesitamos volver (con mucha más brevedad) a otra de las novelas de su periodo principal, El invencible [1964], que recibe su título del nombre de la nave espacial (en busca de una nave espacial perdida) cuyo aterrizaje en un planeta no registrado provoca los acontecimientos de interés para nosotros, en particular el «contacto» con una forma de ser radicalmente ajena.

Aquí encontramos el retrato de un ser inorgánico e insensible, que sin embargo se superpone a todos los tipos familiares ya presentes en Lem. La nave estelar epónima navega, de hecho, por una constelación en la que ha existido una forma de vida extraterrestre, la de los lirios, de la que se supone que se extinguió debido a la explosión de su propio sol. De esta civilización no queda nada más que la convicción de que debe de haber sido radicalmente distinta a la nuestra (y por lo tanto, de acuerdo con el principio establecido en Solaris y mantenido por Lem durante toda su trayectoria literaria, incognoscible para nosotros). De hecho, hay indicios hipotéticos de esta incognoscibilidad, consistentes en la suposición de que la sociedad liria ha intentado huir de su propio sistema y colonizar otro planeta distante, Regis III, en el que El Invencible está a punto de aterrizar. Al haber fracasado en el intento y haber perecido los lirios vivos, sólo permanecen sus máquinas, que sin embargo con la hipotética reconstrucción resultan ser tan distintas de las nuestras como para «demostrar» también que los extraterrestres de Lira eran radicalmente diferentes a nosotros en todos los sentidos de esas palabras. Mientras tanto, incluso parece posible que Regis III contuviera una forma distinta de vida orgánica alienígena (¿saurios? ¿inteligentes o no?), que también ha sido exterminada. Pero dejemos esas cuestiones aparte por un momento.

Ninguna novela de Lem está más cargada de maquinaria que ésta. En toda su obra encontramos ciertamente un interés por la tecnología científica, con especial hincapié en las paradojas inherentes al funcionamiento de las computadoras; pero en todo caso, las paradojas son hiperintelectuales y apenas sirven para dramatizar el peso del asunto. Aquí, sin embargo, una enorme maquinaria llena el espacio argumental, y no sólo en relación con la monumentalidad fálica de la «nave de veinte pisos que se perfilaba sobre el cielo menguante, tan majestuosa en su inmovilidad que realmente parecía invencible».[194] Por el contrario, toda la novela está llena hasta el extremo de enormes robots, una inagotable reserva de incómodos vehículos, con sus diversos escudos de seguridad proyectados desde posiciones estacionarias circundantes cuidadosamente calculadas, también pequeñas naves de exploración espacial, incluido un gran número de satélites espías exploratorios lanzados a intervalos, y por último, lo más amenazador de todo, la superarma de ochenta toneladas llamada el Cíclope, que incluye un arma antimateria de enorme poder, un cerebro electrónico, una «mano» telescópica, la capacidad de levitar varios metros por encima de la superficie, etc., etc. Se dirá que en la era de la miniaturización y de los ordenadores de pequeña escala todas estas máquinas parecen increíblemente incómodas y desfasadas, algo que no priva a la novela de su fuerza (dado que todavía habitamos en un mundo en el que también hay máquinas grandes). Pero yo desearía observar, como respuesta, que la imaginación de Lem sabe esto por adelantado y anticipa el tema en sí de la miniaturización por medio de la contrafuerza que introduce.

Ésta —la «nube de moscas» o nube negra— constituye con mucha precisión la fase suprema de la miniaturización. Nos enfrentamos aquí a una nube de cristales «inteligentes», capaces de despertarse y combinarse en momentos de peligro, y de organizarse en una masa estratégica y tácticamente superior (al final, como veremos, derrotan al propio Cíclope), y después de volver a hundirse en una multiplicidad inerte, dejando cristales sueltos sembrados por todo el terreno. Ésta es, por lo tanto, una nueva forma de lo extraño: lo inorgánico inteligente. ¿Qué aporta este nuevo tipo de extraterrestre a la tesis de la incognoscibilidad avanzada en Solaris?

Todos estamos familiarizados con el paradigma del ataque contra nosotros de nuestra propia maquinaria en una fase evolutiva posterior, olvidando que en una tradición robótica más antigua, la de las «tres leyes robóticas» de Asimov en Yo, Robot [1950], se diseñaban e insertaban mecanismos especiales para garantizar la inocuidad de los nuevos seres, y en particular la prioridad de su respeto a la vida humana, incluso a costa de su propia supervivencia.[195] En Dick, sin embargo, aparece una bifurcación, en la que figuras colaboradoras benévolas, como el «Lincoln» y el «Stanton» de Podemos construirle [1962/1969], se ven ensombrecidas por las figuras más siniestras de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? [1968], cuyos avatares cinematográficos, aún más aterradores, son conocidos gracias a la versión que Ridley Scott hizo de la novela en Blade Runner [1982]. La transición parece haberse producido en el momento en el que el robot, puramente mecánico, se transforma en el androide, al menos parcialmente orgánico.[196]

En todo caso, a partir de la década de 1960, la posibilidad de lo cibernético se combina con la exigencia de material orgánico, y la máquina parece contentarse cada vez menos con la función beneficiosa del clásico «Robbie el Robot», en Planeta prohibido [1956]. Terminator [1984], el clásico de James Cameron, no es más que la mejor de las historias posteriores, en las que nuestra propia maquinaria empieza a funcionar por sí sola y la inteligencia informática se vuelve contra los seres humanos, que son ahora su enemigo. La historia de HAL, en 2001 [1968] de Kubrick, deja su motivación suficientemente clara: los humanos todavía tienen la capacidad de apagar la maquinaria, y el nuevo «instinto» de autoconservación de ésta le exige que destruya ese peligro, y presumiblemente se dedique a erradicar todo aquello que pudiera volverse peligroso, a saber, la vida orgánica.

Pero en Terminator, e incluso en el caso de HAL, funciona un procedimiento que elimina buena parte del interés científico y filosófico de la narración y la devuelve al enfrentamiento tradicional entre ejércitos o fuerzas equiparables de algún modo: es la inevitable tendencia al antropomorfismo que ya hemos visto censurada en Solaris, pero que en las películas mencionadas se vuelve ineludible por las formas humanas adoptadas por estos robots o androides (en 2001, el nombre y el ojo observador de la computadora bastan para restaurar la apariencia de otro sujeto).

En El Invencible, sin embargo, tenemos que enfrentarnos a un enjambre de cristales que en ningún caso puede reducirse a la subjetividad de un personaje humano. Y la ausencia de forma humana se duplica por la multiplicidad de estos elementos, una segunda característica no humana que los organismos biológicos individuales no pueden entender o captar por medio de la proyección, aun cuando las analogías de abejas e insectos ayuden a reforzarla, y a dotar a lo múltiple de una dimensión distópica ideológicamente calculada para hacer crepitar la carne política y censurar los sistemas sociales supuestamente privados de individualidad. Es interesante señalar que al igual que en el caso de Solaris, y por consiguiente en la dialéctica tanto del «Uno» como de los «Muchos», los segmentos retirados de la masa central simplemente se desintegran y se convierten en fragmentos de materia inerte.

A medida que se reconstruye la historia del enjambre —un misterio arqueológico más, pero más urgente y peligroso— surge la hipótesis de que estos mecanismos se originaran al estrellarse hace muchos siglos la nave estelar Liria, de la cual sólo sigue funcionando la tecnología que, de hecho, ha evolucionado de un modo distantemente análogo a la evolución biológica en la Tierra. Se supone que Regis III tuvo en otro tiempo atmósfera, e incluso vegetación y formas inferiores de vida animal, todo lo cual (excepto lo que permanece intacto bajo la superficie marina) ha sido a estas alturas erradicado por los cristales, en una especie de estrategia no instintiva de defensa propia y autoconservación.

Éste es, por lo tanto, el entorno hostil en el que ha aterrizado inadvertidamente la nave hermana del Invencible, con implacables resultados para toda la tripulación; y encaja perfectamente con la naturaleza de los cristales el que el aterrizaje de la nueva nave desencadene una larga guerra entre lo animado y lo inanimado. Pero es una «guerra» basada en un malentendido fundamental y en la proyección antropomórfica de la hostilidad y el antagonismo —rasgos, emociones y proyectos humanos— sobre seres que, al no estar vivos, ni siquiera son conscientes en el sentido enigmático y ajeno en él se juzga que el océano sensible de Solaris es consciente: de un modo incomprensible para nosotros.

Hay aquí, sin embargo, varios problemas de representación, y podemos de nuevo invocar a Vico para captarlos. Los «cristales», independientemente de cuál sea su evolución compleja (y la naturaleza misma de la propia «evolución» inorgánica), están de algún modo muy atrasados en el tiempo, sin importar el resultado de la producción y el trabajo. Son descendientes muy distantes de máquinas cuyas primeras generaciones fueron fabricadas por seres sensibles, si bien para fines específicamente extraterrestres. Como la historia de Vico, por lo tanto, podemos entenderlos, es decir, podemos reconstruir hipotéticamente su historia y formar varias teorías verosímiles sobre su formación y su funcionamiento. Hemos visto que en el caso de Solaris esto era imposible, y la proliferación de teorías —desde la científica a la religiosa— se desboca en el vacío, ya que el océano no es una creación humana y, por lo tanto, no puede por definición conocerse por adelantado. Aquí, de manera ambigua, la imposibilidad del antropomorfismo queda desplazada de nuevo hacia el ser alienígena de los propios inventores lirios originales.

La cuestión moral que está en juego, no obstante, se ha trastocado. En realidad, la experiencia peculiar de los humanos en la Estación Solaris constituye una lucha, si no una guerra abierta, ya que implica episodios de contacto en los que hay dos bandos y en los que cada parte está presumiblemente buscando establecer una ventaja o incluso el dominio (entendiendo el problema en sí como un ejemplo del poder/conocimiento foucaultiano). Pero en el caso de los cristales no existe tal lucha, ya que no hay ni dos bandos ni dos adversarios. Así, por peligroso y mortal que pueda ser el enjambre extraterrestre en contraste con el relativamente benévolo océano de Solaris, la solución que consiste en erradicar a aquel con una potencia de fuego superior es, en algunos aspectos, comparable al problema ético de si deberían destruirse los últimos virus de viruela que sobreviven en el mundo. Nosotros no pertenecemos a este mundo, repiten una y otra vez los personajes humanos, no tenemos nada que hacer aquí y la idea de destruir esta peculiar constelación de fuerzas inorgánicas es tan sensata como la condena del terremoto de Lisboa por parte de Voltaire. De hecho, nuestro proyecto de destruir a este «enemigo» es tan razonable como la flagelación del mar por parte de Jerjes. Tal proyecto es éticamente incluso más reprensible que el genocidio planeado de Solaris, en la medida en que refuerza y nos sumerge más en el antropomorfismo que constituye la más peligrosa forma de ignorancia y error. Un problema ético similar lo suscitan los que se oponen a la terraformación en Marte rojo, donde los «ecologistas rojos» basan su política radical en una defensa de la naturaleza dialécticamente opuesta al espíritu del movimiento ecológico terrestre, en la medida en que la «naturaleza» de Marte debe conservarse resistiéndose a la implantación de vida orgánica, de atmósfera y demás.

En El invencible, por lo tanto, la tesis de la incognoscibilidad es sustituida por otra distinta pero relacionada, a saber, el imperativo del antropocentrismo, o de mantener lo que Lem denomina una «actitud geocéntrica», que es a un tiempo inversión paradójica y corolario lógico de la primera tesis. Esta última es un principio de méconnaissance, algo parecido al ego de Lacan (relacionado a buen seguro con la fase del espejo y el narcisismo), en el que el yo interviene entre nosotros y cualquier conocimiento más «científico» de lo real, al igual que las categorías del conocimiento humanas (derivadas de las funciones singulares del cuerpo humano y, por lo tanto, de la relación de éste con su propio ecosistema singular) inclinan fatalmente toda la teorización sobre el Otro en la dirección de lo humano.

¿Pero no es esto precisamente lo que acaba de ser censurado por su antropomorfismo?

[La actitud geocéntrica] no sólo consiste en buscar seres comparables a nosotros y en entender sólo a esos seres, sino que debería dictar también nuestra no implicación en cosas que no nos conciernen en absoluto porque no son humanas. ¿Conquistar el desierto? Por supuesto, ¿por qué no? Pero no atacar a lo que existe, que a lo largo de millones de años ha creado su propio equilibrio, que no depende de nada ni de nadie aparte de sí mismo, excepto por los efectos de la radicación y de los cuerpos físicos. Y este equilibrio persistente está activo y es una forma de agente, ni peor ni mejor que la de los compuestos albuminosos denominados animales u hombres.[197]

Si ahora interpretamos hasta el intento de entender como una fuerza intrusiva y agresiva, podemos abandonar al Otro —incluso este Otro construido y no natural— al «ser en su ser», como diría Heidegger: abandonarlo a un aislamiento completo tan sellado y uniforme como el propio futuro o incluso ese sistema radicalmente distinto que llamamos utopía. Pero el límite de la ética radica en el hecho de que incluso esta solución nos está vedada, en la medida en que ahora conocemos la posibilidad y por lo tanto no podemos hacer retroceder ese conocimiento (que nos condena a lo imposible y a una contradicción insoluble) y recuperar un estado de ignorancia inocente.

Vale la pena concluir este relato de fracasos con un éxito limitado: la deducción de que son las ondas cerebrales y vibraciones análogas las que desencadenan la mortal hostilidad del enjambre de cristales. El protagonista (Rohan) se pone entonces un aparato de bajo voltaje en la cabeza para disfrazar estas emanaciones por lo demás mortales: la escena en la que el enjambre de «moscas» se suspende indeciso sobre él (la hipótesis no se ha demostrado aún) guarda cierto parentesco lejano con el enfrentamiento entre Ripley y el monstruo extraterrestre que será su compañero (en Alien 3). Lo que es casi más serio, sin embargo, es que el enjambre también detecta la presencia de operaciones informáticas dentro de la maquinaria, y así, no sólo incapacita al Cíclope y lo convierte en un robot vagabundo y semiautista de enorme poder asesino (que podría dirigirse contra la propia Invencible), esta capacidad también amenaza a toda la tecnología de alta capacidad de la que la tripulación humana depende para su protección. Así, la victoria solitaria de Rohan sobre el enjambre no predice en modo alguno una victoria de la Invencible, que no tiene más opción que despegar de nuevo hacia el espacio exterior, dejando para siempre atrás el planeta Regis III.

Ambas fábulas, Solaris y El Invencible, significan, por lo tanto, a su diferente modo, la incomunicabilidad entre lo absolutamente ajeno y el Otro, y por consiguiente una barrera hermética entre los sistemas a los que pertenecen, ya sea en el espacio o en el tiempo, en simultaneidad o en sucesión cronológica. En el capítulo VII, observamos el problema cronológico de ceder ante el problema del propio lenguaje como modo fundamental por el cual imaginamos la comunicación con otro sistema. Se alegará que, en estos dos casos extremos (en los que paradójicamente se dramatiza una relación histórica imposible bajo el signo del primer contacto y sus dilemas), los vestigios de memoria de Solaris se convierten en una especie de lenguaje, como si el océano usara a los propios humanos y sus deseos y experiencias como significantes de un lenguaje nuevo que le permitiera comunicarse con ellos, aunque fuese de forma muy difícil e imperfecta; mientras que los cristales inorgánicos de El invencible se presentan como la encarnación más obvia de la escritura y de las propias letras, en especial cuando recordamos el origen del cuneiforme en esos pequeños cubos designados para inventariar la cosecha y el excedente de reserva en el granero. Pero cada una de estas versiones es irónica: el océano cae en el error filosófico fundamental de creer en la inmediatez de la comunicación directa; y la escritura se convierte en la más incomprensible de las marcas y de los vestigios inteligibles (y, mucho más lejos, quizá personificando del modo más aterrador la idea planteada por Lévi-Strauss sobre el vínculo entre la escritura y el poder).[198] Pero todavía más alarmante es el hecho de que los cristales no dejen rastros físicos en sus víctimas, a las que destruyen borrando sus funciones mentales o sus sistemas de energía: los vestigios que la Invencible encuentra en el desastroso emplazamiento de la primera nave exploratoria a Regis III (que de hecho ha venido a investigar) son marcas de dientes humanos en pastillas de jabón, ¡sombras de la película de terror! Pero en ambos casos es el cuerpo humano el llamado a registrar la interacción extraterrestre con sus propios espasmos físicos y emociones: el lenguaje y la expresión sólo parecen pertenecer al lado humano de la oposición mutua. ¿Y qué pasaría entonces si el cuerpo extraterrestre fuese poco más que una expresión distorsionada de las posibilidades utópicas? ¿Si su otredad fuese incognoscible porque significase una otredad radical latente en la historia y en la praxis humanas, en vez del no-yo de una naturaleza física?

Arqueologías del futuro
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